El Príncipe

Está enfadado, y eso lo enfada todavía más. No es que Suzuki se haya dirigido a él con paternalismo, pero, por alguna razón, el tono casi mesiánico de su respuesta provocó en él un inesperado rechazo que casi podría considerarse físico. Es como si hubiera visto un insecto con un montón de patas o una planta de un verde en particular chillón.

Y luego están esos dos ancianos hablando sin parar sobre la sabiduría que han adquirido durante todos sus años de experiencia, lo que resulta especialmente irritante.

Respira hondo para apaciguar los ánimos y reprimir la ira que siente y, a continuación, afirma:

—Lo siento, pero me temo que ya no puede hacerse nada por su nieto.

Por fin, llegó el momento de la revelación. La pareja de ancianos se queda por completo inmóvil. «En cuanto les menciono a su nieto, parecen a punto de desmoronarse. Y pensaban que eran muy fuertes».

—¿Recuerdan la llamada que recibí antes? Debería haberla contestado.

—¿De qué estás hablando? — El rostro del anciano se arruga y oscurece. El Príncipe sabe que no se debe a que esté intentando mostrarse duro, sino a causa de la atormentadora preocupación que siente.

—Eso es lo que me dijeron: «Asegúrate de contestar el teléfono. En caso contrario, el niño del hospital morirá». Tenía que contestar antes de que el tono de llamada sonara diez veces.

El anciano permanece en silencio. Por un momento, lo único que se oye es el traqueteo del Shinkansen.

—Pero usted no me dejó contestar — prosigue el Príncipe. Su voz suena ahora dócil y sus hombros tiemblan un poco. «Espero que esté satisfecho — es lo que realmente le gustaría decir—. Se comporta como si fuera muy listo, pero ni siquiera pudo proteger a su nieto. Le gané, y eso que no soy más que un chico que aún va a la escuela».

—¿Es eso cierto? — pregunta el hombre. «Ahora está comenzando a pensar que no se trata de un juego. Está sentado ahí, indefenso, a la espera de lo que yo le diga», piensa el Príncipe, y siente una oleada de placer físico que le recorre la columna vertebral.

—Lo es. Si hubiera podido contestar...

—Querido. — Por primera vez, la mujer parece alterada. La duda comienza a crecer por fin bajo su dura piel.

—¿Qué?

—¿Y si llamamos? — Comienza a ponerse de pie.

—Buena idea — dice el Príncipe. Es más que probable que ya no haya nada qué hacer—. ¿Quieren usar mi celular? Podría dárselo, aunque se supone que no debo moverme — dice con ironía, mirando directamente al anciano.

La expresión del hombre se endurece. Antes no confiaba en que el Príncipe tocara el celular, pero ahora todo su cuerpo grita lo contrario. «Dámelo», parece exclamar. «Esto se siente bien — piensa el Príncipe—. Es un buen primer paso». A continuación, piensa afianzar su dominio en esa dinámica de poder.

Está a punto de agarrar el celular que lleva en la mochila cuando repara en que Nanao está mirándole a él y a la mochila. De inmediato sabe por qué.

«La pistola. Nanao quiere la pistola».

Al Príncipe el corazón le da un pequeño brinco.

La pistola que guarda en la mochila es la que le agarró antes a Mandarina, y no se trata de un arma normal. Fue manipulada para que explote cuando alguien apriete el gatillo y así lo hiera. Es una pistola trampa. Y Nanao no lo sabe, razón por la que quiere usarla.

«Debería dejar que lo hiciera», piensa el Príncipe regocijándose en la idea.

No sabe qué pasará con exactitud si el arma explota, pero imagina que la explosión herirá a Nanao y al anciano que está sentado delante. Aunque no lleguen a morir, sin duda ralentizará sus movimientos.

Se desatará el caos.

Y, cuando lo haga, él encontrará un modo de escabullirse. «Eso es justo lo que sucederá».

Por supuesto, no puede estar por completo seguro de que no vaya a sufrir también alguna herida, pero cree que las probabilidades son bajas. Si salta al pasillo en cuanto Nanao apunte el arma, no debería pasarle nada. Y, sobre todo, confía en su suerte. «Siempre que pasa algo así, consigo salir indemne».

Una agradable melodía comienza a sonar por el altavoz, seguida de un anuncio: en cinco minutos el tren llegará a Morioka.

Es entonces cuando sucede todo, una cosa tras otra.

En primer lugar, al otro extremo del vagón un niño grita con gran excitación:

—¡Abu!

El niño está llamando a su propio abuelo, pero la pareja de ancianos se sobresalta al oír su voz. Por cómo van sentados, oyen gritar al niño a su espalda, y tienen la impresión de que es su nieto quien los llama. Ambos giran para mirar, la mujer inclinando además su cuerpo hacia el pasillo.

Es entonces cuando Nanao actúa. Agarra la mochila con la mano izquierda y mete la derecha dentro.

El Príncipe siente una oleada de excitación por la suerte que tuvo con que el niño distrajera a la pareja para que Nanao pudiera agarrar la pistola. «En cuanto la agarre y apriete el gatillo, todo habrá terminado», piensa. Se levanta del asiento de un salto.

Pero no hay ninguna explosión.

Ya en el pasillo, el Príncipe se voltea y ve que Nanao no tomó la pistola.

No solo eso, sino que permanece inmóvil en su asiento mirando la mano que retiró de la mochila. No mueve un solo músculo. Es como si le hubieran cortado la electricidad.

El Príncipe no se da cuenta de lo que sucede hasta que se fija en su brazo y, cuando lo hace, no puede evitar retroceder de un salto.

El anciano también se queda petrificado, con el arma en la mano y los ojos abiertos como platos.

El brazo de Nanao está hinchado de un modo extraño, como si sus venas se hubieran inflamado.

Eso es lo que parece a simple vista, pero en realidad se trata de otra cosa.

Hay una serpiente enrollada en su brazo.

—¿Q-qué diantre hace aquí una serpiente...? — exclama el anciano con la pistola todavía en la mano, y luego suelta una risota.

—¡Dios mío! — grita la anciana, estupefacta.

Nanao suelta un chillido, pero su cuerpo sigue inmóvil.

—¿Se puede saber qué está pasando aquí? — El anciano no puede parar de reír.

—¡Te tiene bien agarrado, jovencito! ¡Realmente tienes mala suerte! — La mujer hace un educado esfuerzo para contener la risa, pero la situación le gana y comienza a reír con ganas.

—¿Cuándo llegó esto aquí? — La voz y el brazo de Nanao tiemblan al unísono—. ¡Antes no estaba! Sabía que volvería a aparecer pero, ¿por qué ahora?

El Príncipe lo queda mirando fijo. No puede creer lo que está sucediendo.

—¡No me suelta! — exclama Nanao mientras agita el brazo frenéticamente.

—Prueba a mojarla con un poco de agua — sugiere la mujer, y, pasando junto al Príncipe, Nanao sale corriendo en dirección al vestíbulo como si lo llevara el diablo.

La mujer sigue riendo y, a su lado, el hombre sonríe.

—Increíble — repite él varias veces—. ¿Qué hace una serpiente en el Shinkansen? No me lo puedo creer. Tenías razón, se trata de un tipo muy desafortunado.

El Príncipe no entiende nada. «¿Qué está pasando? ¿Por qué había una serpiente en mi bolsa?». Esto no se lo esperaba. Siente una punzada de rabia, pero también de miedo. Teme que su buena suerte haya sido apresada por las fauces de una oscura bestia del infortunio y que ahora esta esté despedazándola.

Entonces oye que el anciano suelta una estentórea carcajada.

Creyendo que sigue carcajeándose por el episodio de la serpiente, el Príncipe se voltea hacia él y ve que está mirando hacia arriba, en dirección a un punto situado por encima de la cabeza del Príncipe. Una amplia sonrisa deja a la vista todos sus dientes.

—¡Ahí está! — dice.

La mujer mira en la misma dirección y su sonrisa se une a la de su marido.

—¡Oh, sí! ¡Es él!

«¿De qué demonios están hablando?». El Príncipe sigue su mirada y voltea la cabeza. Espera ver a alguien entrando en el vagón. Tal vez al profesor, o a Nanao. Pero no ve a nadie. Vuelve a mirar a los ancianos, pero siguen con la vista puesta en el mismo lugar. El Príncipe vuelve a darse la vuelta.

Es entonces cuando repara en el letrero digital que hay encima de la puerta.

Un texto se desliza por la pantalla: «Shigeru a Shigeru. Wataru está a salvo. El intruso ha muerto».