Campanilla Morada

El insecto trepa por el largo tallo del diente de león como si fuera una escalera de caracol, rodeándolo una y otra vez en su ascenso sin pausa, como si tuviera que realizar la importante entrega de un cargamento entero de buena fortuna.

—¡Oye, Campanilla Morada! ¿Me oyes? — dice la voz del intermediario al otro lado de la línea—. ¿Dónde estás?

—Junto a un diente de león y una mariquita — contesta. Piensa en unos niños a los que conoció en un encargo y a los que les encantaba coleccionar estampas coleccionables de insectos. Ahora deben de ser ya adolescentes. El tiempo pasa muy rápido. Él, en cambio, sigue igual, alejado de su impetuosa corriente, quizá porque permanece aferrado a una roca. Está por completo solo.

—¿Un diente de león y una mariquita? ¿Es que estás hablando en código o algo así?

—No es ningún código. Estoy de veras junto a un diente de león y una mariquita. Delante del hospital al que me dijiste que viniera. Veo la entrada principal. ¿Tú dónde estás? — pregunta.

Campanilla Morada siente un impulso inconsciente, extiende una mano y arranca el caracol amarillo del diente de león, que se desprende del tallo con un satisfactorio chasquido.

—Estoy cerca de las habitaciones de los pacientes. Mi amigo me pidió que fuera a una en concreto, cosa que hice justo a tiempo, pues al poco apareció un hombre vestido con una bata blanca.

—¿Habías quedado de verte con un hombre vestido con una bata blanca?

—No — responde el intermediario—. Mi amigo me pidió que fuera a la habitación en la que se encuentra su nieto y comprobara que todo estuviera bien por aquí. Justo cuando estaba dentro, vi que venía un hombre con una bata blanca y me escondí debajo de la cama. No fue fácil, pues ahí debajo había una maraña de cables y enchufes y ya conoces mis dimensiones, pero conseguí hacerlo a tiempo. El hombre de la bata blanca entró en la habitación y se puso a presionar botones de la máquina de soporte vital del niño.

—No tiene nada de raro que un hombre con una bata blanca manipule el instrumental médico de la habitación de un hospital. ¿Qué te hizo sospechar de él?

—Desde debajo de la cama pude ver sus zapatos. Estaban sucios. Manchados de barro. Me pareció sospechoso que un profesional médico llevara los zapatos así.

—Deberías dejar el trabajo de intermediario y dedicarte a hacer de detective tipo Sherlock Holmes.

—La cosa es que salí de debajo de la cama de un salto y le pregunté qué diablos estaba haciendo.

—¿Saliste de debajo de la cama de un salto? ¿Con ese cuerpo?

—Es una expresión. Como es obvio, tuve que retorcerme y arrastrarme por el suelo hasta que por fin conseguí salir de debajo de la cama.

—Debe de haberse quedado sorprendido.

—Tanto que salió corriendo. Salió al pasillo y se metió en el ascensor.

—Eso sí que es sospechoso. ¿Y dónde estás ahora?

Campanilla Morada tiene la sensación de que lleva ya un rato preguntándole lo mismo.

—Todavía estoy esperando el ascensor. En este hospital son muy lentos.

—Entiendo. — Campanilla Morada baja la mirada a la mariquita. Llegó a lo alto del tallo.

Por supuesto, el insecto no tiene ni idea de que un minuto atrás ahí había una pequeña flor amarilla. Espera el momento adecuado para emprender el vuelo.

En japonés se llaman tentomushi y, en inglés, ladybird, o ladybug y, a veces, ladybeetle. Alguien le dijo una vez que el lady del nombre hacía referencia a la Virgen María. No consigue recordar quién lo hizo. Recuerda vagamente a alguien susurrándoselo al oído, y luego haberlo leído en un libro ilustrado. Y también a un profesor escribiéndolo en el pizarrón cuando era pequeño, y oírselo a uno de sus clientes. Todos estos recuerdos son igual de vívidos, lo cual significa asimismo que son igual de borrosos, y no tiene forma alguna de saber cuál es real. Todos los recuerdos de Campanilla Morada son así.

La mariquita lleva en el dorso los siete dolores de la Virgen María, por eso en inglés se llama ladybird.

Campanilla Morada ignora cuáles son esos siete dolores, pero una sensación de bienestar se extiende por todo su ser al pensar en esa pequeña criatura que lleva a cuestas la tristeza del mundo en sus puntitos negros rodeados de un vívido rojo y que trepa por el tallo de una flor hasta llegar a su punta y emprender el vuelo. La mariquita asciende tan alto como puede y luego se detiene un momento, como si estuviera preparándose. Un segundo después, la carcasa roja se abre, el insecto despliega sus alas y comienza a volar. Campanilla Morada quiere pensar que cualquiera que presenciara algo así debería sentir cómo su tristeza se diluye, aunque la medida en que lo hiciera fuera solo del tamaño de uno de esos siete puntitos.

«Es justo lo opuesto a mi trabajo — piensa Campanilla Morada—. Cada vez que empujo a alguien, más sombras oscurecen el mundo».

—¡Oye, Campanilla Morada! — el intermediario sigue hablando—. El hombre de la bata blanca saldrá del edificio de un momento a otro. Necesito que te encargues de él. Yo voy en camino, pero no sé si llegaré a tiempo.

—Te pidieron que protejas al niño de la habitación. No creo que importe que su atacante se escape.

—No — dice el intermediario—. Mis instrucciones eran que si alguien intentaba hacerle daño al niño, no debía mostrar piedad.

—Una petición bastante severa.

—Así son estos profesionales de los viejos tiempos. Ten en cuenta que, cuando iban a la escuela, todavía había castigos físicos. Y, en todo caso, este amigo mío es el más duro entre los duros.

—Entonces ¿se trata de una oferta de trabajo formal? — quiere confirmar Campanilla Morada—. ¿Quieres que liquide a este tipo de la bata blanca? En ese caso, no tengo suficiente información. Si no me das más detalles, no puedo llevar a cabo el encargo.

—Espera la aparición de un hombre con una bata blanca.

—Eso no es muy preciso. Aunque imagino que ya servirá si veo salir del hospital a un hombre sospechoso vestido con una bata blanca.

En cuanto lo dice, Campanilla Morada suelta una leve risa ahogada. Ante sus ojos ve a un hombre que sale corriendo por la puerta del hospital. En el brazo izquierdo lleva algo blanco que se parece mucho a una bata arrugada a toda prisa. Sí, eso es exactamente lo que es.

Campanilla Morada le describe el tipo al intermediario.

—Es él, sin duda alguna — le contesta.

—Acepto el encargo. — Campanilla Morada cuelga.

El hombre con el bulto blanco mira a derecha e izquierda como si no supiera qué dirección tomar. Al final, cruza corriendo la calle hasta la isla. Cuando pasa a su lado, Campanilla Morada se fija en los zapatos manchados de barro.

Luego se voltea y ve que el hombre agarra su celular mientras espera a que el semáforo se ponga en verde.

Sin hacer ruido alguno, se coloca detrás de él. Después de prestar atención a la respiración de su objetivo, echa un vistazo al semáforo. Luego abre la mano, extendiendo completamente los dedos, y la cierra. A continuación, vuelve a abrirla. Su propia respiración se ralentiza y, por último, se detiene. Se voltea hacia la izquierda para ver el tráfico. No hay muchos coches, pero los pocos que circulan lo hacen a gran velocidad. Espera el momento adecuado. Exhala, concentra toda su atención en las puntas de sus dedos y toca la espalda del hombre.

Justo en ese instante, la mariquita sale volando, apaciguando con ello los dolores del lugar, aunque solo sea en la medida de esos siete puntitos negros.

Los frenos del coche reverberan con un chirrido. El celular del hombre cae al suelo.