Nanao

Nanao llega corriendo al lavabo y salpica con agua a la serpiente, pero solo consigue que esta se apriete con más fuerza al brazo, lo que lo pone aún más frenético. «¡Está cortándome la circulación! ¡Voy a perder el brazo!». Presa del pánico, coloca el brazo en el borde del lavabo y deja caer el otro puño sobre el animal con toda la fuerza de la que es capaz. Es como si aplastara una manguera. La serpiente afloja la presión y se suelta. Nanao se voltea hacia la puerta y ve que unos cuantos pasajeros están preparándose para bajar del tren en la estación de Morioka. Recoge la serpiente aturdida del suelo y la enrolla, para transportarla como si fuera un pequeño bolso de piel. Luego se acerca con rapidez al bote de basura que hay en la pared y la tira. Por un momento, teme que alguna otra cosa salga del bote de un salto y lo ataque, pero nada lo hace.

«Yo y mi mala suerte. Aunque no me mordió, así que puede que todavía tenga algo de suerte, después de todo».

El Shinkansen sigue ralentizando su velocidad y los frenos emiten un reverberante chirrido. «Ya casi llegamos. Este absurdo viaje por fin termina», piensa con alivio. Entonces se imagina a sí mismo sin poder bajar del tren, y vuelve a sentirse atenazado por el miedo.

«Debo regresar al vagón y agarrar la maleta». Un par de pasajeros a la espera de desembarcar le impide el paso, y no tiene ganas de abrirse paso a empujones. Se pregunta qué estará pasando con el estudiante y la pareja de ancianos. ¿Estará bien, el chico? El episodio de la serpiente, sin embargo, lo ha alterado tanto que no quiere saber ya nada de lo que está sucediendo en ese vagón. Básicamente, tiró la toalla. El estremecimiento del tren se intensifica entonces una última vez, haciendo que Nanao pierda el equilibrio. Intenta agarrarse a algo, pero no lo consigue y cae al suelo de rodillas. «Ya basta. No puedo más».

Los frenos chirrían y el tren se detiene con una fuerte sacudida hacia delante.

Por fin, el Shinkansen suelta una pesada exhalación y se detiene junto al andén. Luego, las puertas se abren deslizándose a un lado con un bufido. La atmósfera del tren parece aligerarse y una sensación de alivio lo inunda todo.

Uno a uno, los pasajeros cruzan la puerta y bajan al andén. No hay muchos, pero todos se toman su tiempo y descienden las escaleras con cuidado.

Un repentino estallido resuena en el aire.

Es un ruido penetrante y agudo como el de un clavo de acero atravesando la pared.

Ninguno de los pasajeros parece haber reparado en ese instante de violencia. A lo mejor piensan que se trató del Shinkansen recobrando el aliento, la activación del freno de estacionamiento, o algún otro ruido típico de un tren que Nanao jamás sería capaz de identificar, pero todos parecen aceptarlo como algo natural. Tan solo una máquina cansada haciendo crujir sus articulaciones.

Nanao sabe que fue un disparo.

Y que es muy probable que haya tenido lugar en el vagón número ocho.

«¿Habrá recibido un disparo el chico?».

Se voltea hacia la parte trasera del tren, pero no ve señal alguna de Suzuki. Debe de haber regresado a su asiento en busca de sus cosas y, una vez de regreso en el mundo normal, seguramente se habrá preguntado qué diantre estaba haciendo con ese niño y ese tipo extraño con lentes.

«Un tipo listo. No es de extrañar que sea profesor».

Nanao mira la puerta del vagón número ocho. Permanece cerrada cual centinela, muda e inamovible, impidiendo la entrada a la espeluznante escena que se desarrolla en el interior.

Por último, decide descender del tren en la estación de Morioka. «¡Aunque debería haberlo hecho en Ueno!», casi exclama en voz alta. Se suponía que iba a ser un viaje de cinco minutos, pero aquí está él, dos horas y media después y quinientos kilómetros más al norte. De algún modo, sin embargo, tiene la sensación de que no llegó a ningún lugar. Se vio arrastrado a un viaje que no tenía intención alguna de realizar y ahora se siente desconcertado y agotado, con el cuerpo pesado y la mente embotada.

Hombres trajeados esperan alineados de pie en el andén. Es una imagen extraña. Hay cinco delante de cada uno de los vagones a modo de muralla humana. Los pasajeros que desembarcan miran extrañados a los hombres, como intentando averiguar a qué viene eso, pero aun así no se detienen y siguen hacia las escaleras mecánicas.

Delante de Nanao hay uno de esos grupos de cinco. Todos tienen el porte disciplinado de un soldado. Son soldados trajeados.

«Tú debes de ser Nanao. ¿Dónde está la maleta? ¿Y qué estás haciendo en Morioka?», espera que le pregunten, pero en realidad no parecen mostrar el menor interés en él. Puede que no sepan qué aspecto tiene. En cualquier caso, lo dejan por completo en paz.

En vez de eso, suben al tren. Lo hacen al mismo tiempo todos los hombres que hay a lo largo del andén. A continuación, el Hayate debería ir al depósito, o tal vez ser limpiado antes de regresar a Tokio, pero esos hombres no tienen ningún escrúpulo en irrumpir en el tren y registrarlo como si vaciaran la casa de alguien.

Son como una horda de hormigas devorando una gran lombriz y extendiéndose por sus entrañas de forma concienzuda e implacable.

Es solo cuestión de tiempo que descubran los cadáveres que hay en el cuarto y el del Lobo, que Nanao dejó en su asiento.

Nanao aprieta el paso para alejarse tan rápido como puede del lugar. Frente al Hayate ve entonces a un hombre fornido. Tiene los rasgos arrugados de un dinosaurio y el cuerpo de un jugador de rugby. «Minegishi. No hay duda alguna». Está rodeado por hombres vestidos con trajes negros.

El ejército de hormigas que está registrando de arriba abajo el Shinkansen son los soldados de Minegishi.

Frente a este se encuentra uno de los conductores. Parece estar quejándose del alboroto que se ha armado en el tren. Debe de haberse dado cuenta de que este hombre de aspecto reptiliano es el líder que está detrás de todo este caos y está suplicándole que le ponga punto final.

Por supuesto, Minegishi no le hace el menor caso e, impasible, se limita a indicarle con la mano que se largue.

El conductor, sin embargo, insiste en pedirle que detenga a sus hombres. Nanao no puede oír lo que dice, pero está claro que no funciona. Al final, el conductor decide marcharse en dirección a las escaleras mecánicas.

Nanao nota entonces que alguien le da un golpecito en la espalda y casi se muere del susto.

—¡¡¡Ah!!! — chilla al tiempo que se da la vuelta, extendiendo ya las manos para agarrar el cuello de su atacante.

—¡Oye, tranquilo! ¡Nada de violencia! — Se trata de una mujer vestida con un traje de raya diplomática, que lo mira con furia.

—¡Maria! — exclama Nanao, perplejo—. ¿Cómo...? ¿Cuándo...? ¿Q-qué estás haciendo aquí?

—Relájate. Sí, soy yo. No se trata de ningún fantasma.

—¿No estabas en Tokio?

—Cuando me dijiste que no habías bajado en Ueno supuse que terminarías haciendo todo el trayecto. Tenía claro que te meterías en algún apuro.

—Y así fue.

—Por eso, pensé que debía acudir a tu rescate y subí al tren en Omiya. — Maria se voltea hacia el lugar del andén en el que se encuentra Minegishi—. Ese de ahí es Minegishi, ¿no? Esto no luce bien. Deberíamos largarnos de aquí ahora mismo. No hay ninguna razón para que nos quedemos. ¿Y si nos pregunta por la maleta? Qué miedo. Larguémonos — insiste Maria, tirando del brazo de Nanao.

—Creo que está más preocupado por su hijo.

—¿Le pasó algo a su hijo? — Pero antes de que Nanao pueda contestarle, añade—: Déjalo. Prefiero no saberlo.

Siguen caminando en dirección a las escaleras mecánicas.

—¿Dónde estabas? — pregunta Nanao, que recorrió todo el Shinkansen y no la vio—. Subiste al tren, pero no veniste a ayudarme ni una sola vez.

—Bueno... — comienza a decir Maria, pero luego su voz se apaga. Está claro que hay algo que le cuesta decir. Finalmente, prosigue—: Yo... subí al Komachi.

—¿Lo dices en serio?

—¡Y resulta que no se puede pasar del Komachi al Hayate! ¡No podía creerlo! ¿Se puede saber entonces por qué van unidos?

—¡Hasta un alumno de preescolar sabe que no puede pasarse de uno a otro!

—Bueno, los alumnos de preescolar saben algunas cosas que los adultos ignoran.

—Pero ¿cómo sabías que me quedaría en el tren hasta Morioka? — Estuve a punto de desembarcar en Ichinoseki—. ¿Y si hubiera bajado en Sendai?

—Eso es lo que imaginaba que pasaría, pero...

—¿Pero...?

—... me quedé dormida.

Los ojos de Nanao se abren como platos.

—¿Te quedaste dormida? ¿Con todo lo que estaba pasando?

—¡Ya te dije antes que me pasé toda la noche despierta viendo películas!

—¿Y presumes de eso?

—Después de hablar contigo por teléfono, cerré los ojos un minuto y cuando volví a abrirlos ya habíamos pasado Sendai. Te llamé, preocupada, pero como es obvio no habías bajado del tren. Es entonces cuando me di cuenta de que, con tu suerte, llegarías hasta el final de la línea.

—O sea que mientras yo lidiaba con mil matones tú estabas durmiendo.

—Tú eres quien se encarga de esas cosas y yo quien duerme. Dormir es una parte importante de mi trabajo.

—Pensaba que estabas cansada porque habías estado viendo La guerra de las galaxias. — Nanao reprime su frustración y aprieta el paso para no quedarse atrás.

—¿Y qué hay de Mandarina y Limón? — pregunta Maria.

—Muertos. Están en un baño del tren.

Maria exhala un suspiro.

—Pero ¿se puede saber cuántos cadáveres hay? ¿Es que es el tren de los cadáveres?

—Veamos... — Nanao está a punto de contarlos, pero al final decide que prefiere no hacerlo—. Cinco o seis.

—¿O siete? ¿Es que estás contando los puntitos de una mariquita?

—Pero no todos murieron por mi culpa.

—Es como si cargaras con la mala suerte de los demás.

—¿Por eso soy tan desafortunado?

—Si no fuera así, es imposible explicar todo eso que te pasa. En realidad, creo que seguramente estás ayudando a la gente.

Nanao no tiene claro si Maria está alabándolo o burlándose de él, y no dice nada. En cuanto están a punto de subir a las escaleras mecánicas, oye a su espalda un gran estruendo. Casi puede sentirlo. Es un temblor como el de un mastodonte desplomándose. Las vibraciones puede que ni siquiera se deban al ruido, sino a la gravedad de lo que acaba de suceder. Se oye un grito.

Nanao se voltea y ve a los hombres trajeados agachándose en el andén para intentar sostener a alguien. Minegishi, que antes permanecía de pie con gran firmeza, cayó al suelo como un muñeco de madera roto.

—¿Qué...? — Maria también percibe el alboroto y se voltea para mirar.

Una multitud se ha agolpado alrededor de Minegishi.

—Es Minegishi — murmura Nanao.

—¿Qué pasó?

—Puede que esté anémico y se haya caído.

—Será mejor que no nos veamos involucrados en esto. Larguémonos corriendo de aquí — dice, empujándolo entre los omóplatos.

Lo cierto es que quedarse ahí no puede traer nada bueno. Nanao aprieta el paso.

—¡Tiene algo clavado en la espalda! — exclama una voz en el andén. Luego se alza un clamor, pero para entonces Nanao y Maria ya llegaron a las escaleras mecánicas.

—¡Es una aguja! — grita otra persona.

Mientras descienden, Nanao se voltea hacia Maria, que va a su lado.

—¿Crees que fue el Avispón?

Maria parpadea con rapidez.

—¿Un avispón? — pregunta extrañada, pero luego cae en la cuenta—: ¡Ah, te refieres a la envenenadora, no al insecto!

—Me topé con ella en el tren. Llevaba el carrito de los aperitivos. Tuve que liquidarla. — Nanao habla en un tono bajo y distante. Entonces le viene a la cabeza la imagen del hombre uniformado que discutía con Minegishi en el andén—. ¡El conductor!

—¿Qué le pasa a ese?

—¿No corría el rumor de que el Avispón eran tal vez dos personas?

—Sí, no se sabe bien si es una persona sola o un dúo.

—Yo siempre había pensado que se trataba únicamente de una persona, pero es posible que en el tren hubiera dos. En ese caso, debían de ir por Minegishi y su hijo.

A lo mejor, la chica del carrito se había encargado del hijo y el conductor del propio Minegishi, aquí en Morioka. «Quién sabe».

Llegan al pie de las escaleras mecánicas. Nanao baja primero y luego lo hace Maria.

Ahora es ella quien acelera para alcanzarlo.

—¿Sabes qué, Nanao? Puede que tengas razón. El Avispón se hizo famoso por liquidar a Terahara — dice, pensando en voz alta—. Puede que pensara o pensaran que podía marcarse otro gran gol con Minegishi.

—¿Intentando recuperar su pasada gloria?

—Es lo que hace todo el mundo cuando se le acaban las buenas ideas, revisitar éxitos pasados.

Al parecer, las autoridades han sido alertadas del alboroto del tren o de que Minegishi se desplomó en el andén, pues policías y empleados del ferrocarril y de seguridad pasan corriendo al lado de Nanao y Maria en dirección a las escaleras mecánicas. Deberían estar acordonando la zona, pero es posible que todavía no sepan qué está pasando.

«Me pregunto si lo sabe — piensa Nanao—. Ese conductor que forma parte del equipo del Avispón, ¿sabe que su socia murió?». No deja de darle vueltas a esa pregunta. Aunque fue él quien la mató , Nanao no puede evitar sentir cierta lástima por el hombre. Le viene a la cabeza la imagen de un grupo de música que se queda sin uno de sus integrantes, y que espera en vano a que regrese.

—Por cierto, ¿qué pasó con la maleta? ¿No la tenías? — La voz de Maria hace que vuelva en sí.

«¡Maldición!», piensa, pero luego le inunda una oleada de exasperación y ansiedad.

—A quién le importa — dice violentamente—. Desde luego, no a Minegishi.

Mete el boleto en el torniquete y se dispone a cruzarlo. De repente, sin embargo, suena una alarma y la puertecita que le llega a la altura del muslo se cierra de golpe.

Un empleado del ferrocarril se acerca y, tras inspeccionar el boleto de Nanao, ladea la cabeza extrañado.

—No parece que haya ningún problema con su boleto. Me pregunto por qué sonó la alarma. Vuelva a probarlo en ese otro torniquete.

—No pasa nada. Ya estoy acostumbrado a estas cosas — dice Nanao torciendo el gesto. Agarra el boleto que le devuelve el empleado y se dirige al final de la hilera de torniquetes.