Mariquita

Un viento helado sopla en el exterior. La temperatura es inusualmente baja incluso para diciembre. «Suerte que dijeron que sería un invierno cálido», piensa Nanao con aire taciturno. Parece como si las cuerdas que mantienen sujeto el cielo estuvieran a punto de ceder y fuera a caer una fuerte nevada.

Se encuentra en un gran supermercado que hay cerca de la estación de Urushigara. Es uno de esos en los que hay de todo: desde artículos para el hogar hasta juguetes, pasando por material de papelería. No está interesado en comprar nada en particular, pero se dirige a las cajas registradoras con una caja de mochi. En cada una de las cajas hay una cola de unas cinco personas más o menos. Las examina un momento para intentar pronosticar cuál será la más rápida y finalmente decide colocarse en la segunda comenzando por la izquierda.

Le llaman y se acerca el celular a la oreja.

—¿Dónde estás? — pregunta Maria.

—En un supermercado — contesta Nanao, y le dice el nombre y dónde se encuentra.

—¿Se puede saber qué estás haciendo ahí? Cerca de mi casa hay un montón de supermercados. Debo contarte muchas cosas. Date prisa y ven aquí.

—Iré en cuanto haya pagado, pero hay cola en todas las cajas.

—Seguro que la tuya es la más lenta.

A juzgar por sus experiencias anteriores, Nanao debe estar de acuerdo.

El cliente que encabeza su cola termina de pagar y se marcha. La cola avanza como si fuera una cinta automática, arrastrando a Nanao con ella.

—Por cierto, estuve investigando un poco acerca de ese chico por el que me preguntaste — dice Maria.

—¿Y qué averiguaste?

Los acontecimientos acaecidos en el Shinkansen dos meses atrás habían sacudido a todo el país. El hallazgo de múltiples cadáveres en los baños y asientos del tren había provocado un clamor popular. La gente quería saber qué había sucedido. A medida que la investigación policial avanzaba, sin embargo, parecía cada vez más claro que ninguno de los fallecidos era un ciudadano normal y corriente: eran todos personajes turbios asesinados en extrañas circunstancias, incluida la chica que llevaba el carrito de los aperitivos. La mayoría de los medios de comunicación adoptaron el lenguaje impreciso de la policía y lo redujeron todo a una mera disputa entre facciones del submundo criminal, ignorando cualquier detalle que no se mencionara en las explicaciones oficiales. Los medios debieron de sentir la necesidad de zanjar el asunto cuando el hecho de que la gente tuviera miedo de tomar el tren se convirtió en una amenaza para la economía nacional. Por último, pues, se aceptó que el incidente había sido un caso aislado y que la gente normal no tenía nada qué temer. En cuanto a Minegishi, simplemente se informó que un ilustre residente de Iwate había muerto de repente en la estación de tren a causa de dificultades respiratorias. El hecho de que hubiera sucedido en el mismo andén en el que se encontraba en ese momento el tren de la muerte se consideró una mera coincidencia y no se estableció ningún vínculo entre los dos incidentes. La sangrienta carrera de Minegishi y su enorme red de influencias ni siquiera se mencionaron en las noticias.

Por sorprendente que pudiera parecer, Kimura, el hombre que estaba con el chico, había sido encontrado con vida en un baño y fue llevado con rapidez a un hospital, donde consiguieron estabilizar sus signos vitales. No hubo más noticias sobre él.

—Confirmé que se produjo un disparo en el vagón número ocho, donde ibas sentado, pero al parecer no se halló ningún rastro de sangre.

Tampoco en los medios se hablaba sobre lo que le había sucedido al chico y a esa pareja de ancianos. A juzgar por lo que había presenciado, Nanao estaba convencido de que el hombre debía de haber disparado al chico, aunque solo fuera un niño, y luego probablemente bajó del tren con su cuerpo en brazos, fingiendo que estaba ayudando a su nieto herido.

—Estuve investigando casos de chicos desaparecidos que tuvieran catorce años y fueran de Tokio, pero descubrí que hay un montón. ¿Qué pasa en este país? ¡No dejan de desaparecer jovenes! También averigüé que encontraron el cadáver de un niño en el puerto de Sendai, pero no pudieron identificarlo.

—Me pregunto si sería ese chico.

—Tal vez. O tal vez no. Si quieres, puedo conseguirte fotografías de todos los chicos que han desaparecido.

—No, da igual. No te preocupes. — Revisar ese material resultaría demasiado deprimente—. ¿Y qué hay del profesional, el tal Kimura?

—Parece que todavía no puede caminar, pero está mucho mejor. Su hijo está con él todo el rato. Una escena enternecedora, la verdad.

—No me refiero a ese Kimura, sino a su padre. Y a su madre también. Ya sabes, la pareja de sesentones. Los Kimura.

—¡Ah, ellos! — dice Maria con excitación—. ¡La de historias que oí sobre esos dos! Son legendarios. Tuviste la suerte de conocer a unos auténticos mitos de la mafia. — Habla como si estuviera celosa de que Nanao hubiera acudido al concierto de un famoso músico a punto de retirarse.

—Pues parecían simples jubilados.

—Si las historias que oí son ciertas, sin duda el chico está muerto y nadie encontrará nunca su cadáver.

—¿Qué quiere decir eso?

—Cuando estos profesionales de la vieja escuela se ponen serios, pueden llegar a ser muy extremos.

—¿Qué quieres decir exactamente? — Y, si bien hizo la pregunta, Nanao interrumpe a Maria antes de que pueda contestarle y le dice que da igual, que no quiere oír nada sobre desmembramientos o cosas similares.

Resulta que en las proximidades del vagón número ocho fueron hallados múltiples hombres con heridas de bala y gritando de dolor. Todos habían recibido varios disparos en hombros y piernas que los habían inmovilizado. Esto solo podía haber sido obra de los Kimura. Debieron de abrirse paso a disparos cuando el tren estaba repleto de hombres de Minegishi. A Nanao le cuesta imaginarse a la pareja de ancianos en acción, disparándoles balas a esos secuaces en las mismas zonas del cuerpo, como si les estamparan un sello oficial, pero sin duda los autores tuvieron que ser ellos.

—Y hay otra cosa a la que he estado dándole vueltas.

—Ya me dirás de qué se trata cuando llegue a tu casa.

—Deja que te cuente un pequeño avance. — Maria parece tener ganas de compartir su teoría con él—. Creo que fueron los Avispones quienes nos contrataron, no Minegishi.

—¿¡Qué!? ¡Pero si fuiste tú quien me dijo que nos habían subcontratado en nombre de Minegishi!

—Cierto, pero no era más que una suposición.

—¿En serio?

—Mandarina y Limón se habrían interpuesto en sus planes para liquidar a Minegishi y a su hijo. Que alguien les robara la maleta los despistaría.

—Entonces ¿crees que no éramos más que una maniobra de distracción? — A Nanao le cuesta creerlo.

—Eso es. Necesitaban tener acceso al hijo para clavarle la aguja envenenada. Esa sería la razón por la que nos contrataron para robar la maleta.

—En ese caso, la persona que se puso en contacto contigo para indicarte la localización de la maleta después de que el tren hubiera partido de Tokio debió de ser la chica del carrito de aperitivos o el conductor, uno de los dos — razona Nanao—. Ambos podían moverse con toda libertad por el tren e inspeccionarlo todo sin levantar sospechas.

—Es posible incluso que fueran ellos quienes se pusieran en contacto con Minegishi desde el tren para crear todavía más confusión. A lo mejor, fueron ellos quienes le dijeron que pasaba algo raro y que sería mejor que se presentara en la estación de Morioka.

—¿Por qué habrían de...? — Pero entonces cae en la cuenta. Para poder matar a Minegishi. Hacer que fuera a la estación les facilitaba las cosas.

Maria y Nanao terminan la conversación y él cuelga. La cola de la caja apenas ha avanzado. Echa un vistazo por encima del hombro y comprueba que detrás de él hay más gente. Y entonces repara en alguien que hay al final de la cola y casi suelta un grito.

Se trata del profesor, Suzuki. Va vestido con traje, tiene un aspecto saludable y en una mano lleva un cesto lleno de comida. Al ver a Nanao sus ojos se abren como platos, pero casi enseguida después sonríe relajado, como alegrándose de este encuentro casual. Aunque apenas se conocen, es casi como si fueran viejos amigos.

Nanao lo saluda asintiendo con la cabeza y Suzuki inclina la suya a modo de respuesta. Luego su expresión cambia de golpe, como si acabara de recordar algo importante, y se va a otra cola.

El repiqueteo de unas monedas cayendo al suelo hace que Nanao se voltee de golpe. Al frente de su cola ve a una anciana que tiró accidentalmente su monedero y que ahora se inclina para recoger las monedas que se le cayeron. Algunas personas de la cola le echan una mano. Una de las monedas llega hasta los pies de Nanao describiendo un círculo perfecto. Intenta agarrarla varias veces, pero la moneda no se detiene y al final se le escapa.

Mientras tanto, las colas de las otras cajas registradoras siguen avanzando. Nanao oye reír a Suzuki.

Cerca de la salida del supermercado, Nanao saca de la cartera un cupón para un sorteo. En el dorso está el dibujo de un tren hecho a mano. «Arthur», pone. Es el cupón que llevaba Mandarina en el Shinkansen. Nanao lo agarró sin saber muy bien por qué lo hacía, pero luego se olvidó de él. Hasta que el otro día, lavando la ropa, se lo encontró. Le recordó todo lo que había sucedido en ese terrible viaje y estuvo a punto de tirarlo para librarse de cualquier recuerdo de ese fatídico día, pero en el último momento, sin saber exactamente por qué, lo repensó. Advirtió que la dirección del supermercado estaba cerca de una estación a la que no había ido nunca y decidió ir a visitarlo y comprobar si había ganado algo.

—Desde luego, no esperaba encontrármelo aquí.

Nanao se voltea y ve a Suzuki a su lado.

—Hizo lo correcto en la cola. Aquella en la que esté yo siempre será la más lenta.

Suzuki se ríe.

—Comencé a hacer cola mucho más tarde que usted. No esperaba que terminaría pagando antes. Todavía no me lo creo.

Al parecer, Suzuki ha estado esperando a Nanao fuera del supermercado, pero comenzó a preguntarse por qué tardaba tanto y volvió a entrar. Entonces lo vio haciendo cola para participar en el sorteo.

—Aquí solo hay una cola, así que no estoy preocupado — dice Nanao con una risa ahogada.

—¿Va a participar en el sorteo? No me sorprendería que ganara — dice Suzuki—. Su mala suerte podría dar al fin un giro.

Nanao le echa un vistazo al tablón en el que se muestran los premios.

—Resultaría un poco decepcionante que toda la mala suerte que tuve en la vida hubiera sido solo para que pudiera ganar un viaje en un sorteo.

Suzuki vuelve a reírse.

—Aunque tiene usted razón — prosigue Nanao—. Yo también tengo la sensación de que voy a ganar. Salir con vida de ese Shinkansen me hizo pensar que al fin comenzaba a tener algo de buena suerte. Y el otro día me encontré este cupón, así que espero que sea un indicio de mi cambio de fortuna. Supongo que por eso vine hasta aquí.

—Pero su caja registradora era la más lenta — señala con cordialidad Suzuki.

—Cierto — responde Nanao con el ceño fruncido—. Pero también me encontré con usted. ¿No es eso un indicio de buena suerte?

—Tal vez si yo fuera una chica guapa. — En el tono de voz de Suzuki puede apreciarse un tinte compasivo.

La cajera le indica con un gesto a Nanao que llegó su turno. Este le entrega el cupón con el dibujo del tren.

—Vale por un intento — le dice la cajera, una mujer de mediana edad increíblemente robusta cuyo uniforme parece a punto de explotar. La mujer le desea suerte. Suzuki observa con interés cómo Nanao agarra la manivela del bombo y comienza a darle vueltas. A través de la manivela, Nanao puede notar cómo las bolas dan vueltas dentro del bombo.

Al final, del bombo sale una bola de color amarillo.

Un instante después, la corpulenta empleada del supermercado hace sonar una campana con solemnidad. Sorprendido, Nanao se voltea hacia Suzuki.

—¡Felicidades! — dice otro empleado del supermercado, que le trae una caja de cartón abierta y añade—: ¡Le tocó el tercer premio!

—¡Bien hecho! — dice Suzuki, dándole una palmada a Nanao en el hombro. Cuando Nanao mira dentro de la caja de cartón, sin embargo, se le hiela la sonrisa. Le alegra haber ganado, pero no está seguro de qué le parece el premio.

—¿Qué voy a hacer con todo esto?

La caja está dividida en dos mitades y cada una está llena de un tipo de fruta: mandarinas del tamaño de un puño en un lado y radiantes limones amarillos en el otro.

—¡Qué suerte! ¡Me alegro por usted! — La cajera lo felicita efusivamente con una amplia sonrisa y Nanao acepta la caja con resignación.

«¿Cómo voy a llevarme esto a casa? ¿Y qué diantre voy a hacer con todos estos limones?», no deja de preguntarse.

Se queda mirando la fruta y, por un momento, tiene la sensación de que las mandarinas y los limones desprenden un destello de orgullo, casi como si estuvieran diciéndole: «¿Lo ves? ¡Ya te dijimos que volveríamos!».