El Príncipe

Deja la botella de agua encima de la bandeja desplegable, abre luego una caja de bombones y se mete uno en la boca. El tren deja atrás la estación de Ueno y emerge de nuevo a la superficie. Unas pocas nubes salpican el cielo, pero en su mayor parte está despejado. «Está tan radiante como yo», piensa. Por la ventanilla divisa un campo de golf, con su red protectora al fondo, como un gigantesco mosquitero de color verde. Desaparece por la izquierda y en su lugar aparece el edificio de un colegio, formado por una serie de rectángulos de hormigón, en cuyas ventanas pueden distinguirse alumnos uniformados. Desde esta distancia le cuesta ver si tienen su edad o son un poco mayores. Por un momento, Satoshi El Príncipe Ōji intenta averiguarlo, pero casi enseguida decide que no importa. Son todos iguales.

Tanto si los estudiantes son de su edad o mayores, son todos iguales. Igual de predecibles. Se voltea hacia Kimura, que permanece sentado a su lado. Este hombre es un claro ejemplo perfecto de lo decepcionantemente aburridos que resultan los seres humanos.

Al principio no dejaba de agitarse de forma frenética, a pesar de que le había atado las extremidades con cinta adhesiva y no podía ir a ningún lugar. También le había quitado la pistola que llevaba y, colocándola entre ambos para que nadie viera qué sucedía, ahora le apuntaba con ella.

—Tranquilícese. Esto durará poco. Le advierto que, si no escucha la historia hasta el final, señor Kimura, se va a arrepentir.

Eso lo había calmado. Y ahora le pregunta:

—¿De veras en ningún momento le pareció que había algo extraño en el hecho de que yo viajara solo en el Shinkansen y usted me encontrara con tanta facilidad? ¿No se le ocurrió que podía tratarse de una trampa?

—¿Fuiste tú quien hizo correr la voz de que estarías aquí?

—Bueno, sabía que estaba buscándome.

—Te buscaba porque habías desaparecido. Te habías escondido y no ibas a la escuela.

—No estoy escondido. Simplemente, no puedo ir a la escuela porque han suspendido las clases.

Es cierto. A pesar de que todavía faltaba un poco para la llegada del invierno, en su clase se habían multiplicado los casos de gripa y los profesores les habían dicho a to­dos los alumnos que permanecieran en casa durante una semana. A la semana siguiente, la pandemia no había dado muestras de remitir y prolongaron el cierre una semana más. Los profesores no habían tenido en cuenta cómo se extienden las gripes ni cuál es su periodo de gestación, tampoco habían valorado qué porcentaje de casos terminan siendo graves. Tan solo habían aplicado un sistema automático según el cual si cierto número de niños están enfermos, toda la clase debe quedarse en casa. Al Príncipe le parecía ridículo escudarse en un conjunto de normas para evitar así tener que asumir alguna responsabilidad o correr algún riesgo. A su parecer, al enviarlos a casa sin la menor vacilación los profesores se habían comportado como unos idiotas. Unos idiotas descerebrados: cero consideraciones, cero análisis, cero iniciativa.

—¿Sabe qué he estado haciendo todo este tiempo?

—No me importa.

—He estado averiguando cosas sobre usted, señor Kimura. Me imaginaba que debía de estar muy enfadado conmigo.

—No estoy enfadado.

—¿De veras?

—Estoy millones de veces más malditamente enojado que eso. — Kimura pronuncia las palabras como si estuviera escupiendo sangre, consiguiendo con ello que se dibuje una sonrisa en el rostro del Príncipe. La gente que no puede controlar sus emociones es la más fácil de manipular.

—Bueno, la cuestión es que sabía que estaba buscándome. Y supuse que cuando me encontrara vendría por mí, así que tuve claro que quedarme en casa no era una opción segura. Decidí entonces que debía averiguar todo lo que pudiera sobre usted. Ya sabe, cuando se quiere ir contra alguien, o hundirlo, o usarlo de algún modo, lo primero que debe hacerse es reunir el máximo de información posible sobre su vida: familia, trabajo, costumbres, aficiones..., todo eso le indica a uno lo que necesita saber. Lo mismo que hace la Agencia Tributaria, vamos.

—¿Qué estudiante toma como ejemplo la Agencia Tributaria? Eres lo peor — replica con desdén Kimura—. Y, en cualquier caso, ¿qué puede averiguar un niño?

El Príncipe frunce el ceño decepcionado. Este tipo no está tomándolo en serio. Se dejó engañar por su edad y su apariencia, y ha subestimado así a su enemigo.

—Si uno paga, puede obtener la información que quiera.

—¿Y qué has hecho? ¿Rompiste tu alcancía de cerdito?

El Príncipe se siente tremendamente desilusionado.

—A veces ni siquiera hace falta dinero. Puede que haya un hombre al que le gustan las menores, alguien dispuesto a hacer de detective privado si con ello puede manosear a una adolescente desnuda. Ese hombre podría descubrir cosas como que su esposa lo abandonó y más tarde se divorció de usted, que es alcohólico o que en la actualidad vive solo con su hijo pequeño. Y quizá yo tengo algunas amigas a las que no les importa quitarse la ropa si se lo pido.

—¿Has obligado a una adolescente insegura a dejarse toquetear por un adulto?

—No es más que un ejemplo, no se excite tanto. Solo estoy diciendo que el dinero no lo es todo. La gente alberga todo tipo de deseos y hace cosas por muchas razones distintas. Solo hay que averiguar cuál es su punto débil. Presionando el botón adecuado del modo adecuado, hasta un estudiante puede hacer que cualquiera haga cualquier cosa. Y, ya sabe, el deseo sexual es el botón más fácil de presionar. — El Príncipe se asegura de que su tono suene burlón. Cuanto más emocional se vuelve alguien, más fácil resulta controlarlo—. A decir verdad, me impresionaron algunas de las cosas en las que solía estar usted implicado. Dígame, señor Kimura, ¿mató alguna vez a alguien? — El Príncipe baja la mirada hasta la pistola que sostiene en la mano y con la que todavía apunta a Kimura—. Lo digo por esta pistola con la que se ha presentado. Es muy chula, por cierto. Esto que puso en el cañón es para que no haga ruido al disparar, ¿verdad? Muy profesional — añade, mostrándole el silenciador que ha retirado antes—. Me he asustado tanto que casi me pongo a llorar — dice en un tono exageradamente dramático, aunque por supuesto no es cierto. En todo caso, si está a punto de llorar es a causa del esfuerzo que le supone aguantar la risa.

—Entonces ¿estabas esperándome?

—Me enteré de que me andaba buscando, así que hice correr la voz de que viajaría en este Shinkansen. Contrató a alguien para averiguar dónde estaba yo, ¿no es cierto?

—A un viejo conocido.

—De cuando todavía trabajaba usted en la mafia, ¿no? ¿Y a él no le extrañó que estuviera usted buscando a un adolescente?

—Al principio, sí. Me dijo que no sabía que me gustaran estas cosas. Pero cuando le conté la historia, se enfureció y deseó que te encontrara cuanto antes. «Nadie le hace eso a tu hijo y luego se va sin su merecido», me dijo.

—Pues al final lo traicionó. Me enteré de que andaba por ahí preguntando por mí y le hice una contraoferta para que le pasara la información que yo quería que usted tuviera.

—¡Y una mierda!

—Cuando se enteró de que podía hacerle a una adolescente lo que quisiera comenzó a respirar agitadamente. «¿Son así todos los adultos?», me pregunté yo. — Al Príncipe le encanta esto, hurgar en los sentimientos de las personas; sus palabras son como garras. Aumentar la fortaleza física resulta fácil, pero desarrollar la resistencia emocional cuesta mucho. Incluso cuando uno piensa que está en calma es casi imposible que no reaccione a determinadas provocaciones malintencionadas.

—No sabía que a mi amigo le gustaba eso.

—No debería confiar en viejos conocidos, señor Kimura. No importa lo que crea que le deben, al final terminarán olvidándose. La sociedad basada en la confianza hace mucho que dejó de existir, si es que llegó a hacerlo alguna vez. Aun así, usted apareció. No podía creerlo. Es un tipo de verdad confiado. Por cierto, ¿cómo le va a su hijo? — pregunta, y se mete en la boca otro bombón.

—¿Cómo carajo crees tú?

—No alce la voz, señor Kimura. Si alguien se acerca tendrá problemas. Le recuerdo que la pistola es suya — susurra con teatralidad el Príncipe—. Mantenga la compostura.

—Eres tú quien la sostiene.

El Príncipe no deja de sentirse decepcionado por la absoluta incapacidad de Kimura para salirse de los límites de la más absoluta predictibilidad.

—Podría decir que forcejeamos y que conseguí tomarla.

—¿Y cómo explicarás el hecho de que yo esté atado?

—Eso no importa. Es usted un viejo guardia de seguridad en la actualidad desempleado y adicto al etanol, yo un simple estudiante. ¿De qué parte cree que se pondrá la gente?

—¿Qué demonios es el etanol? Soy adicto al alcohol.

—El etanol es alcohol, es lo que convierte en alcohólicas las bebidas. Debo decir que me impresiona el hecho de que consiguiera dejar de beber. Lo digo en serio. Es algo muy difícil. ¿Sucedió algo que le ayudara a ello? ¿Que su hijo, tal vez, estuviera a punto de morir?

Kimura estalla de enojo y le lanza una mirada asesina.

—Bueno, vuelvo a preguntárselo: ¿cómo le va a su hijo? ¿Cómo se llama? No recuerdo su nombre, pero sí que le gustan los tejados. Debería tener cuidado. Cuando los niños pequeños suben a lugares altos a veces se caen. Los barandales de los grandes almacenes no siempre son muy sólidos, y los niños siempre encuentran los lugares más peligrosos.

Kimura da la impresión de estar a punto de gritar.

—Calma, señor Kimura, o lo lamentará. — El Príncipe se volteaa hacia la ventanilla justo cuando el Shinkansen con dirección a Tokio pasa en la dirección opuesta a una velocidad tal que apenas puede distinguirse bien. Todo el tren tiembla. El adolescente no puede evitar sentir un escalofrío ante la velocidad y la fuerza abrumadoras de la máquina. Un ser humano estaría absolutamente indefenso si chocara contra un objeto metálico que viaja a más de doscientos kilómetros por hora. Se imagina colocando a alguien delante de un Shinkansen que se aproxima en su dirección: quedaría por completo apachurrado. La abrumadora diferencia de poder le fascina. «Y yo soy igual de peligroso. Puede que no sea capaz de moverme a doscientos kilómetros por hora, pero puedo destrozar a las personas del mismo modo». Al pensar eso, no puede reprimir una sonrisa.

Fueron los amigos del Príncipe quienes le ayudaron a llevar al hijo de Kimura al tejado de los grandes almacenes. En sentido estricto, eran compañeros de clase que seguían sus órdenes. El niño de seis años estaba asustado. Nunca antes había conocido la crueldad.

—¡Oye, ven aquí a mirar por el barandal! ¡No tengas miedo, es seguro!

Lo dijo con una sonrisa afectuosa, de modo que el niño le creyó.

—¿De verdad? ¿No me caeré?

Entonces el Príncipe lo empujó y se sintió increíblemente bien.

Kimura frunce el ceño.

—¿Mientras estabas aquí sentado no tenías miedo de que yo te atrapara antes que tú a mí?

—¿Miedo?

—Ya sabes a qué me dedicaba antes. Debías de suponer que iría armado. Si las cosas hubieran pasado de otro modo habría podido matarte.

—Pues... — El Príncipe lo considera de veras. Lo cierto es que no ha sentido ningún temor. Se sentía más bien excitado y con ganas de comprobar si las cosas saldrían tal y como él esperaba que lo hicieran—. No pensaba que fuera a dispararme o apuñalarme de buenas a primeras.

—¿Por qué no?

—Por el odio que debe de sentir por mí. Hacerlo de un modo tan rápido no habría sido suficiente. — Se encoge de hombros—. No creo que se hubiera quedado satisfecho si simplemente hubiera aparecido y me hubiera matado. Lo que en realidad quiere es asustarme, amenazarme, hacerme llorar, que le pida perdón, ¿no es así?

Kimura no lo confirma ni lo desmiente. «Los adultos siempre se quedan callados cuando tengo razón», piensa el Príncipe.

—En cualquier caso, estaba seguro de que yo conseguiría atraparlo antes. — Y saca de su mochila la pistola paralizante casera.

—Eres todo un electricista.

El Príncipe saborea la última reverberación del Shinkansen que pasa en dirección contraria y luego se voltea otra vez hacia Kimura.

—Señor Kimura, ¿a cuánta gente mató cuando todavía trabajaba en la mafia?

Kimura arruga el entrecejo y se le queda mirando con los ojos inyectados en sangre.

«A pesar de estar atado sigue dispuesto a abalanzarse sobre mí de todos modos».

—Yo a unos cuantos — prosigue el Príncipe—. La primera vez tenía diez años. Maté a una persona. En los tres años siguientes, a nueve más. Diez en total. ¿Su cifra es más alta o más baja?

Kimura se muestra desconcertado. De nuevo, el Príncipe se siente decepcionado por su reacción. «Qué poco hace falta para desorientar a este tipo».

—Aunque debería aclarar que yo personalmente solo he matado a un individuo.

—¿Qué demonios quieres decir con eso?

—Bueno, arriesgarse a que lo atrapen a uno con las manos manchadas de sangre es una estupidez, ¿no? Quiero asegurarme de que no me confunda con alguien tan estúpido para hacer algo así.

Kimura tuerce el gesto.

—No sé de qué demonios estás hablando.

—La primera vez... — comienza a explicar el Príncipe.

Después de salir del colegio y regresar a casa, volvió a salir. Tomó la bicicleta para ir a una librería a comprar un libro que quería. De regreso a casa llegó a una calle principal y detuvo la bicicleta en la intersección a la espera de que el semáforo cambiara de color. A su lado había un hombre con la mirada puesta en su celular; iba vestido con un jersey y llevaba unos audífonos en la cabeza. A su alrededor no se veía a nadie más. Tampoco había apenas tráfico: la calle estaba tan tranquila que podía oírse incluso la música que estaba escuchando el tipo.

No hubo ninguna razón concreta por la que el Príncipe decidiera comenzar a pedalear cuando el semáforo todavía estaba en rojo. Tan solo pensó que estaba tardando demasiado en ponerse en verde y, como no venía ningún coche, le pareció que no tenía sentido esperar obedientemente a que cambiara de color. Así pues, descendió a la calzada y empezó a cruzar la calle. Un instante después, se produjo una gran cacofonía a su espalda: un frenazo y el ruido de un impacto, aunque en realidad el ruido sordo de la colisión tuvo lugar primero y el desagradable chirrido de los frenos vino después. El Príncipe volteó y vio una minivan negra detenida en medio de la calle y a un hombre con barba descendiendo del asiento del conductor. El del jersey estaba en el suelo. El celular había quedado hecho pedazos.

El Príncipe se preguntó por un momento por qué rayos había cruzado el hombre si venía un coche, pero de inmediato cayó en la cuenta de cómo debían de haberse desarrollado los acontecimientos: él había comenzado a cruzar la calle con la bicicleta y el hombre habría supuesto que el semáforo ya se había puesto verde. Con los audífonos puestos y la mirada pegada al celular, debió haber advertido que la bicicleta empezaba a moverse y haber ido detrás sin comprobar que no viniera ningún vehículo. Entonces lo atropelló la minivan. Teniendo en cuenta lo desierta que estaba la calle, al Príncipe le resultaba más sorprendente la repentina aparición del vehículo que la muerte del hombre del jersey, pero, en cualquier caso, el tipo había fallecido. Incluso desde el otro lado de la calle podía apreciarse que ya no respiraba. El cable de los audífonos había quedado tirado en el suelo y parecía un hilo de sangre.

—Y entonces aprendí dos cosas.

—¿Qué? — pregunta Kimura con un gruñido—. ¿Que uno siempre debe obedecer las señales de tráfico?

—La primera es que, si uno tiene cuidado con cómo lo hace, puede matar a alguien y salir impune. Todo ese episodio del atropello se consideró un mero accidente de tráfico. A mí nadie me prestó la menor atención.

—Bueno, es comprensible.

—Lo segundo, que a pesar de que era culpa mía que hubiera muerto ese tipo, yo no sentía remordimiento alguno.

—Qué suerte la tuya.

—Fue entonces cuando comenzó todo. Es decir, cuando comencé a interesarme por el asesinato. ¿Qué se siente al matar a alguien? ¿Cómo reacciona alguien cuando lo matas? Cosas así...

—Querías probar el pecado definitivo, ¿es eso? ¿Te creías especial porque podías imaginarte haciendo cosas de una aberración tal que a una persona normal ni se le pasarían por la cabeza? Me temo, sin embargo, que todo el mundo tiene pensamientos parecidos, aunque por supuesto la gran mayoría de la gente no los lleva a cabo. «¿Por qué está mal matar personas? ¿Cómo puede todo el mundo estar tan tranquilo si todo ser viviente está destinado a morir? ¡La vida no tiene sentido!». Todo el mundo piensa cosas así. Es la típica angustia adolescente.

—¿Y por qué está mal matar a personas? — plantea el Príncipe. No lo pregunta con cinismo ni está bromeando, de veras quiere conocer la respuesta. Le gustaría encontrar a un adulto que pudiera proporcionarle una respuesta satisfactoria. Es consciente, sin embargo, de que Kimura no será esa persona. Ya sabe cuál será su posición al respecto: «Matar a alguien no supone ningún problema mientras la víctima no sea yo ni alguien de mi familia. En caso contrario, ¿a quién le importa?».

Una sonrisa se dibuja en el rostro sin afeitar de Kimura.

—No creo que haya nada malo en matar. Es decir, siempre y cuando la víctima no sea yo ni alguien de mi familia. Si no es así, adelante, no te detengas, mata todo lo que quieras.

El Príncipe exhala un profundo suspiro.

—¿Impresionado?

—No, solo decepcionado por lo predecible de su respuesta. En cualquier caso, la cuestión es que después de ese episodio decidí experimentar. Para empezar, quería matar a alguien un poco más directamente.

—Y esa fue la persona que mataste tú mismo.

—Así es.

—¿Y cuando empujaste a Wataru del tejado también estabas experimentando?

—No, no. Su hijo quería jugar con nosotros o algo así. Le dijimos que nos dejara en paz, pero él siguió insistiendo. Estábamos intercambiando estampas coleccionables en el estacionamiento que hay en el tejado de los grandes almacenes. Le advertimos que era un lugar peligroso y que no fuera corriendo por ahí, pero él siguió haciéndolo y en un momento dado se acercó demasiado a las escaleras. Antes de que nos diéramos cuenta, se había caído.

—¡Tú y tus amigos lo empujaron!

—¿A un niño de seis años? ¿Del tejado? — El Príncipe se lleva la punta de los dedos a la boca abierta, fingiendo falsa indignación—. ¡Nosotros nunca haríamos algo tan horrible! Ni se me pasaría por la cabeza. Los adultos piensan cosas de lo más siniestras.

—¡Te mataré, cabrón! — Kimura está atado de pies y manos, pero eso no le impide mover frenéticamente el cuerpo para intentar desplazarse en dirección al Príncipe, a quien enseña los dientes como si quisiera clavárselos.

—¡Basta, señor Kimura! — El Príncipe alza la mano—. Lo que voy a decirle es importante, así que escuche con atención. De ello depende la vida de su hijo, así que tranquilícese un minuto — dice sin perder en ningún momento la calma.

Kimura se le queda mirando preso de la ira y con los orificios nasales dilatados a causa de la sobreexcitación, pero la mención de la vida de su hijo lo apacigua y vuelve a sentarse en su asiento.

La puerta automática del vagón se abre entonces detrás de ellos. Debe de tratarse del carrito de los aperitivos, porque oyen a alguien pedir disculpas y luego el ruido de una transacción. Kimura voltea para mirar.

—Ni se le ocurra intentar nada raro con la azafata, señor.

—¿Nada raro? ¿Te refieres a pedirle una cita?

—Me refiero a pedirle ayuda.

—Trata de detenerme.

—Eso estropearía el propósito.

—¿Propósito? ¿Qué puto propósito?

—Que no pueda abrir la boca y pedir ayuda aunque nada se lo impida. Quiero que sienta esa impotencia. No tendría sentido, pues, que le obligara físicamente a mantener la boca cerrada. Lo que quiero es que sienta la frustración que supone no hacer nada a pesar de que físicamente podría hacerlo. Quiero ver cómo se retuerce.

La mirada de Kimura, hasta entonces iracunda, deja traslucir entonces una mezcla de asco y miedo, como si acabara de descubrir un insecto nuevo y repugnante. Finge una sonrisa para disimular su turbación.

—Lo siento, pero cuanto más dices que no puedo, más ganas tengo de intentarlo. Así soy yo. Siempre lo fue. Cuando la azafata llegue a nuestra altura con el carrito, voy a abalanzarme sobre ella pidiéndole a gritos que me ayude. Si me dices que no quieres que lo haga, lo haré sin duda.

«¿Cómo puede ser tan terco este hombre? A pesar de estar atado de pies y manos, desarmado, y de haberle dejado bien clara la dinámica de poder que existe entre ambos, todavía se atreve a tratarme con condescendencia. La única explicación posible es el hecho de que sea mayor que yo. Ha vivido más, eso es todo. — El Príncipe no puede evitar sentir pena por Kimura—. ¿Y adónde le han llevado sus miles de días perdidos?».

—Se lo explicaré con la mayor claridad posible para que pueda comprenderlo, señor Kimura. Si no sigue mis instrucciones, o si me pasa algo, su hijo pequeño sufrirá las consecuencias.

Kimura permanece en silencio.

El Príncipe siente una mezcla de satisfacción y desá­nimo. Procura concentrarse en el placer que le provoca ver a alguien completamente perdido.

—Un hombre a mis órdenes está ubicado cerca del hospital en el que se encuentra su hijo, ¿lo entiende?

—¿Qué quiere decir cerca?

—A lo mejor, que se encuentra dentro. En cualquier caso, lo único que importa es que se encuentra lo bastante cerca para hacer el encargo en cuanto necesite hacerlo.

—El encargo.

—Si no puede ponerse en contacto conmigo, lo hará.

La expresión de Kimura evidencia la angustia que le provoca esa idea.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Me va a llamar a la hora a la que se supone que deberíamos llegar a cada una de las estaciones: Omiya, Sendai..., hasta llegar a Morioka. Para ver si estoy bien. Si no contesto y cree que me ha pasado algo malo...

—¿Quién es? ¿Uno de tus amigos?

—No, no. Como le dije antes, la gente hace cosas por muy distintas razones. A algunos les gustan las chicas, otros quieren dinero. Lo crea o no, hay adultos cuya concepción del bien y del mal está por completo atrofiada y son capaces de hacer prácticamente de todo.

—¿Y qué va a hacer tu secuaz?

—Al parecer, solía trabajar en una empresa de instrumental médico. No le costará nada inutilizar la máquina de la que depende la vida de su hijo.

—Y una mierda. No será capaz de hacer nada.

—Bueno, no lo sabremos hasta que lo intente. Como dije, está ubicado en un lugar muy cercano al hospital. Esperando la señal. Lo único que tengo que hacer es llamarlo y darle luz verde. Y si me llama, aunque no se trate de una de las llamadas acordadas al llegar a cada una de las estaciones, y el celular suena más de diez veces sin que lo conteste, también tendrá luz verde. Irá al hospital y comenzará a toquetear el respirador de su hijo.

—Vaya conjunto de reglas. Básicamente, todo son luces verdes. ¿Y si estamos en un lugar en el que tu celular no tiene cobertura?

—Han estado instalando antenas en los túneles de tren, así que no creo que eso suceda. Pero será mejor que rece para que no ocurra, por si acaso. De todas maneras, si intenta usted algo raro, me limitaré a no contestar el celular cuando me llame. Quizá baje del tren en Omiya, me vaya al cine y apague el celular un par de horas. Para cuando salga, algo terrible le habrá pasado al sistema de respiración artificial de su hijo.

—Estás mintiendo. — Kimura lo fulmina con la mirada.

—No estoy mintiendo. Siempre hablo por completo en serio. Creo que tal vez es usted quien intenta salirse con la suya.

Los dilatados orificios nasales de Kimura revelan que está a punto de explotar, pero al final parece caer en la cuenta de que no hay nada que pueda hacer. Su cuerpo rígido se relaja de golpe y se hunde en el asiento. La azafata llega a su altura con el carrito y el Príncipe aprovecha para comprar más bombones. Por alguna razón, la mujer no se da cuenta de que las manos y los pies de Kimura están atados. Al Príncipe le provoca una gran satisfacción verlo sentado a su lado con la boca cerrada y el rostro enrojecido.

—Debería estar prestándole atención a mi celular, señor Kimura. Si recibo una llamada y suena diez veces, el desenlace no le gustará nada.