Capítulo 20

Danny, con un enfado bastante intenso —y ese parecía su eterno ánimo en los últimos dos días—, se acomodó las gafas de sol sobre la cabeza y aguardó a que el técnico apareciera para comentarle qué demonios le había pasado a su coche esa tarde. Cuando iba de camino a los juzgados a presentar una querella, el motor había empezado a hacer ruidos ensordecedores y, acto seguido, se había detenido. La voluta de humo que se escapaba del capó le había impedido ver la cara de enfado de los conductores que, delante de él, trataban de alejarse por si acaso explotaba o algo así. Danny, angustiado por la idea de quedarse en mitad de la carretera tirado, había tratado de arrancarlo mientras los cláxones del resto de coches se mezclaban con la ristra de insultos que le habían dedicado por cortar el tráfico. ¡Como si él tuviera culpa...! Finalmente, y tras media hora de haber estado sudando y peleándose con su coche, llamó a la grúa para que lo arrastrara hacia el taller más cercano. El coche era prácticamente nuevo. No le cabía en la cabeza cómo demonios se había estropeado de un día para otro. Solo hacía dos años que lo había comprado y ya daba problemas. «Es que no me sale nada bien últimamente», refunfuñó para sus adentros, echando un vistazo a su móvil por si el seguro lo llamaba de improviso. Era lo último que le faltaba para que su tarde fuese redonda: que encontrasen alguna irregularidad, por la cual no se harían cargo del coste de los arreglos. «Ha llegado el momento de colgarme de una soga», pensaba con ánimo funesto.

No soportaba más esa semana. Mara River continuaba presionándolo para que consiguiera pruebas de una buena vez y, aunque él lo intentaba con todas sus fuerzas, no había ningún hilo del que tirar. A eso se le juntaba el escándalo de la marihuana —que había logrado ocultar gracias al generoso descuento que les había propuesto a sus clientes— y el hecho de que Kara seguía enfadada con él. Le hablaba, sí, pero a regañadientes, con monosílabos, y culpándolo de la discusión y de no haberle prestado el dichoso dinero. Danny no podía más. Si no gritaba allí mismo, en medio de la sala de estar, era por respeto a los técnicos y porque aún le quedaba algo de cordura. Pero necesitaba un descanso, un par de días sin sobresaltos ni dramas absurdos. ¿Tanto costaba que las cosas salieran bien de vez en cuando? Al parecer, así era porque, justo cuando se giraba para ir en busca del técnico, se cruzó con su padre, el de verdad, el que lo había abandonado de pequeño, el hombre que fingía ser lo que no era: Ricardo Menéndez. Boston estaba habitada por demasiada gente como para cruzárselo a menudo; por eso, Danny vivía tan tranquilo. Sin embargo, en algún momento, en algún lugar insospechado, Ricardo y él se encontraban y, entonces, el clima cambiaba de pronto. Las temperaturas bajaban, el sol perdía cierto brillo y los sonidos se escuchaban distorsionados. Solo existían ellos dos en medio de esa sala, donde el único sonido que percibían sus oídos era el que provenía del minutero del reloj colgado de la pared, como si ambos fueran un par de vaqueros en medio de un enfrentamiento en pleno salvaje oeste.

—¿Problemas con el coche? —Fue el saludo de su padre.

—Evidentemente. —Danny sonó tan cortante, tan frío que Ricardo esbozó una sonrisa irónica.

Los dos se parecían bastante: la misma estatura, la misma nariz, el mismo cabello; y, a su vez, eran completamente diferentes. Ricardo pecaba de ser egocéntrico y mentiroso, y Danny llevaba la sinceridad por bandera y no soportaba las injusticias. Por eso él era abogado y su padre, arquitecto.

—Me preguntaba si algún día seremos capaces de mantener una conversación civilizada —comentó Ricardo por fin, sincero.

Mantener las apariencias por mucho tiempo no beneficiaba a ninguno de los dos. En esa sala, solo se encontraban ellos. Ningún otro familiar rondaba alrededor, con la oreja pegada a la conversación.

—No sé; dímelo tú. Siempre se te ha dado bien hacerte el tonto cuando se trata de mí.

—¿Eso crees?

—¿Acaso es mentira? —contraatacó Danny, con las manos en los bolsillos. Si le ofrecía una imagen de indiferencia, tal vez, Ricardo lo dejaría en paz—. Hace meses que no sé de ti. La última vez que me dirigiste la palabra fue para pedirme el favor de llevar el divorcio de tu socio.

—Y te negaste —le recordó su padre.

—No te hagas el sorprendido. A ti no te ayudaría ni aunque la vida te fuese en ello. —Una rabia inhumana comenzaba a apoderarse de él. Le quemaba el alma, el corazón y el recuerdo de ese niño que había sido en el pasado, el mismo que había sufrido las consecuencias de las malas elecciones de ese hombre que tenía frente a sus narices y fingía que no era tan malo como Danny afirmaba.

«Enfadándote no vas a solucionar nada», se recordó. Pensó en Kara y en Alejandro, y en cómo ellos jamás le habían dado la espalda, ni siquiera en sus peores momentos, o en los años que no habían hablado, en el caso de su hermanastro. Kara lo conocía tan profundamente que no se sorprendía de sus enfados repentinos en aquellas escasas ocasiones en las que se cruzaba con su padre. Su arrogancia y su soberbia le inoculaban un intenso deseo de hacerlo desaparecer o mudarse de ciudad, a cualquier lugar donde no tuviera que verlo jamás. Se frotó el rostro con una mano. ¿Ganaba algo discutiendo con Ricardo? La respuesta fácil era no, nada, salvo un dolor de cabeza que amenazara con tumbarlo otro día más, sin dejarlo salir de la cama, como venía pasándole en las últimas horas. Tremenda jaqueca, producida por los últimos acontecimientos y discusiones, lo obligaban a caminar por Boston con la cabeza embotada y con unos mareos insoportables. Ninguno de los analgésicos de venta libre lo habían aliviado. Solo le quedaba dormir doce horas seguidas y olvidarse del mundo.

—Yo me lo he ganado, ¿no? —Ricardo jugaba con los gemelos de su camisa. Poco importaba que fuese verano o invierno, porque él vestía como dictaba el código y acudía a todos lados sin una sola arruga encima—. Son demasiados años distanciados. Finalmente, ha calado entre nosotros.

—Sí, demasiados. Y no pasan en vano —aseguró Danny, con los dientes ligeramente apretados.

La sonrisa de su padre, a caballo entre la resignación y la soberbia, le provocó un retortijón. Por más que se mintiese a sí mismo, lo cierto era que no se sentía indiferente hacia él. Fingía que sí lo era pero, a la hora de la verdad, todo se derrumbaba como un castillo de naipes. El odio era una emoción igual de intensa que el amor. Te carcome por dentro como el peor de las enfermedades, silencioso y letal, y consume cada rincón de tu corazón hasta convertirlo en un pedazo de piedra incapaz de latir. Y Danny no quería alcanzar ese punto de no retorno. Su padre no merecía tremenda victoria sobre él. Simplemente, no sabía la fórmula para protegerse de los estímulos negativos que le enviaba.

—Quería felicitarte por tomar la decisión de acudir a la boda de Alejandro. Sé que era muy importante para él verte allí.

—¿Te pidió permiso? —preguntó Danny con ironía mal disimulada.

Su padre exhaló un suspiro.

—No, no lo hizo. Probablemente, le hubiese dicho que cometía un error. Hasta que no te vi allí, disfrutando y hablando con él, no me di cuenta de la falta que os habéis hecho el uno al otro.

—Espero que esto no sea un intento de limar asperezas. Llegas treinta años tarde.

—Dicen que nunca lo es si tratas de hacer algo bueno.

—El hecho de que mi hermano y yo empecemos a juntarnos más no es cosa tuya. Y, conociéndote como te conozco, te debe joder un montón. Adoras controlar a todo el que se mueve a tu alrededor, como si fuesen pequeñas marionetas dirigidas por tus dedos. —Danny sacudió la cabeza—. ¿Qué quieres? ¿Tocarme los huevos? Porque no lo vas a conseguir —escupió—. Alejandro y yo estamos genial ahora mismo, y no vas a separarnos ni aunque te inventes que traficó con cocaína en las puertas de los juzgados.

Ricardo hizo una mueca al escucharlo. Seguramente en su cabeza resonaba la frase de «Yo no te hubiese educado así». Danny estuvo a un segundo de reírse en su cara. Pues claro que no se daría ese caso, porque Ricardo vivía demasiado ensimismado en su mundo para percatarse de las clases de palabras que usaba su hijo pero, tal como acababa de soltarle, ya era muy tarde para corregir ciertas cosas.

—Felicitarte, saber cómo estás... Eso es lo que me interesa. —La confesión de Ricardo sonó hasta sincera—. No hablamos mucho y pienso en ti, Danny, en cómo te irá en el bufete, si tu madre es feliz, si es buena idea que Alejandro se mezcle contigo. —Encogió los hombros. De pronto, ya no era el cerdo déspota, sino el hombre que tiraba abajo la fachada de arrogancia y se mostraba con inseguridades—. Me consta que eres un abogado prestigioso... respetable incluso. La prensa habla muy bien de ti. Yo... me preocupo como un padre lo haría.

Danny apretó los puños hasta clavarse las uñas en las palmas. Ni ese dolor ni la rabia ciega consiguieron que apartase los ojos castaños de la expresión serena de su padre. ¿Qué esperaba? ¿Una disculpa? ¿Hablar como si fueran dos viejos compañeros de la universidad que habían rivalizado hasta tener el título en la mano?

—Desde luego. Un padre que jamás pagó una sola factura del médico, ni las excursiones, ni los libros del colegio, ni mi primer coche, ni la universidad... Que, cuando le dije que iba a casarme, ni siquiera me felicitó y me impidió enviarle una sola invitación porque dijo, según palabras textuales: «No perderé mi tiempo en tonterías». ¿Recuerdas lo que me dijiste después, padre? —Escupió la última palabra con odio.

Ricardo agachó la mirada, avergonzado por primera vez en su vida y respondió:

—No gastes más en tu boda de lo que deberías gastar en el divorcio.

Esas palabras le volvieron a doler. No por el hecho de que Rita lo había dejado incluso antes de pasar por el altar (eso le daba bastante igual a esas alturas). Lo que lo hería, lo que le molestaba era la facilidad con la que ese hombre llegaba a la conclusión de que él era una copia suya, un hombre amargado e infeliz que nunca llegaría a casarse de verdad y para toda la vida, que buscaba con ahínco saltar de cama en cama hasta dar con la única capaz de soportarlo, sin importar la cantidad de cadáveres que abandonaba a su paso. Con Alejandro, no presentaba ese problema porque él era lo opuesto. Su sencillez y su humildad escocían más a Ricardo que la rabia que Danny le profesaba. Su padre soportaba las cosas malas con estoicismo, pues ya se había acostumbrado a ello. Pero las buenas lo superaban. Eran una novedad para él.

—Bien, me alegra saber que eres consciente de la mierda que sueltas por la boca. Ahora, si me disculpas... —Danny hizo ademán de irse a cualquier parte, incluso de fingir que iba a tomar un café hirviendo en pleno julio, a casi treinta y cinco grados, con tal de no escuchar ni una sola palabra más de su boca. Quemarse el paladar se le antojaba una idea brillante en lugar de permanecer entre esas paredes que casi se le echaban encima.

Ricardo no se lo permitió. Caminó hacia él, con la expresión de hombre derrotado y arrepentido que Danny jamás se creería. Era abogado: conocía de sobra las tretas de los acusados para discernir cuándo mentían y cuándo decían la verdad, y su padre nunca sería un hombre sincero.

—Lo siento.

—¿Qué? —Danny preguntó, de espaldas a él—. ¿Ser un hijo de puta? ¿Un padre de mierda? ¿Un marido aun peor?

—Todo. Admito que me dejé llevar por muchas cosas que no merecían tanto mi tiempo y...

—No, no te confundas. Has hecho lo que te ha venido en gana y ahora solo tratas de limpiar tu consciencia. ¿Es que te mueres, o algo así? ¿Es por eso que te has acercado a hablarme? —Danny por fin miró a Ricardo, y contempló su semblante recto, las palabras que se le acumulaban en la punta de la lengua, pero que no se permitía soltar, ya fuese por miedo, por vergüenza o por no darle más razones a la hora de odiarlo.

—No, Danny. No me muero. —Hizo una pequeña pausa—. Y, aunque me muriese, estoy seguro de que no vendrías a mi funeral.

—¿Hubieses ido tú a mi boda con Rita pese a tu negativa inicial? —Vio la verdad en esos ojos tan parecidos a los suyos. Danny se rio con desgana—. Lo intuía. —Se giró hacia la puerta, mas se quedó allí, a medio camino, y agregó—: Sí que iría a tu funeral. Hay algo que me aterra desde que nos echaste de casa, hace más de veinte años, y es parecerme a ti. Tú has sido mi pesadilla constante, mi motivo para superarme, para ser mejor persona. Si lo que te preocupa es que escupa sobre tu tumba, padre, quítatelo de la cabeza.

—Tu madre y su nuevo marido no me hubieran permitido estar presente en la boda —se defendió entonces—. ¿Te habría gustado ser testigo de nuestros enfrentamientos? Era tu momento de brillar, chico. No pintábamos nada ahí.

—¿Mamá? A ella le da igual tu vida desde hace un montón de tiempo. Respetan mis decisiones y me dejan hacer lo que quiero, mientras sea feliz. Gabriel ha sido más padre de lo que serás tú en la vida y, conociéndome como me conoce, dudo de que te hubiera echado a cajas destempladas el día más importante de mi vida —admitió, aún de costado a él—. No tengo ganas de discutir eternamente, ¿sabes? Solo déjame en paz. Todas las excusas que quieras darme me las paso por...

—Sí, sí, me hago una idea. —Ricardo alzó una mano para callarlo—. Y me parece bien. Sabía que no querrías escucharme, y es probable que, a la inversa, yo tampoco lo hiciera. Pero sí hay algo que quiero decirte antes de que te vayas, Danny, y es que, si algún día necesitas ayuda, sea lo que sea, dímelo. No voy a negarte jamás eso. Porque eres mi hijo y lo serás siempre, y me he cansado de hacerte el vacío. Para Alejandro, eres importante, y yo... —Se pasó una mano por el pelo, nervioso—. Daría muchas cosas por volver atrás y hacerlo bien contigo, apoyarte y estar en tu vida.

«A buenas horas, pedazo de cabrón», pensó Danny, sacudiendo la cabeza. Le temblaba hasta el alma en ese momento. Con gusto lo hubiese mandado a la mierda, aunque no serviría de nada. Gritarle mientras él le ofrecía su ayuda solo le haría quedar como un histérico, un hombre incapaz de soltar la pesada carga del abandono. Y por ahí no pasaría. Inspiró profundamente por la nariz, y asintió.

—Gracias.

—Lo digo de verdad —recalcó su padre—. Con lo que sea, por muy grande o pequeño que sea el favor, llámame. Apóyate en mí.

Danny no se quedó a decirle por dónde se podía meter sus buenas intenciones. Salió de la sala de espera del taller, y fue hacia la recepción. La mujer que atendía a los clientes le dedicó una sonrisa cortés que se evaporó cuando él, aún echando fuego por los ojos, le espetó que volvería más tarde a por el coche, que arreglasen lo que fuera que le pasase, sin importar el precio. Ella asintió, y Danny abandonó el lugar tan rápido como le permitieron sus piernas temblorosas.

Una vez fuera, no supo hacia dónde dirigirse. Devan seguía en una reunión, y Ana tenía la baja por un resfriado veraniego que no la dejaba salir de la cama. Se presionó el tabique nasal con los dedos y controló la ira que burbujeaba en su interior. Si llamaba a Kara, se arriesgaba a que su hermana lo mandara a paseo, y Alejandro también trabajaba. Así que solo le quedaba una persona en Boston que sería capaz de escucharlo sin ofrecerle consejos de Mr. Wonderful o similares, aunque lo odiase por haberla despachado de su despacho sin miramientos. Detuvo un taxi que pasaba por la avenida, y le indicó la dirección de FreeSoul. Sabía que últimamente se pasaba por allí después del trabajo para ayudar a su madre y, de paso, recopilar información sobre Mara River.

Nada más llegar, le pagó al chófer y contempló la fachada. El centro continuaba abierto. Se quitó la americana y la corbata, y desabrochó los primeros dos botones de la camisa. A la mierda con los protocolos... estaba harto de aparentar ser un buen tipo solo por la ropa que se veía obligado a llevar. Encontró a Brooke en una de las mesas del exterior de la cafetería, junto a Dereck y un par de batidos, de esos que olían y sabían fatal, como a plantas marinas. Justo cuando iba a acercarse a ellos, se detuvo de golpe. ¿Y si les interrumpía un momento familiar? ¿Y si ella le tiraba un zapato a la cabeza? Desde aquella breve discusión en su despacho, no habían vuelto a hablar. Seguía molesto con ella y, al mismo tiempo, la echaba de menos. ¿Qué sentido tenía eso? La inseguridad lo golpeó con la misma fuerza que una bola de demolición. Sin embargo, no le dio tiempo a dar media vuelta. Dereck alzó la cabeza y sonrió al verlo. Entonces, dijo algo, y Brooke se giró hacia él. Danny solo atinó a tragar saliva, aguardando la tormenta.

—¿Vienes a por droga, cariño? Hoy las tengo de oferta —escupió ella.

«Ha sido una pésima idea venir aquí», decidió él, dándose media vuelta. Su corazón latía desbocado mientras decidía a dónde acudir para que aquella presión en el pecho desapareciera de una vez. Lo cegaba todo lo ocurrido ese día y los anteriores, como si se encontrara sumergido en una pesadilla de la que no lograba salir, ni braceando ni gritando. Todos sus reclamos morían antes de abandonar sus labios. No daba para más. Danny se sentía al borde del colapso.

—Olvídalo —dijo él, en voz alta, y se alejó a buen paso.

A unos pocos metros, Brooke frunció el ceño. ¿Qué le pasaba? ¿Se habría acercado a pedirle disculpas y ella se comportaba como una imbécil? Le dijo a Dereck que enseguida regresaba y salió corriendo detrás de él. Lo detuvo al sujetarlo por el brazo.

—¿Qué te pasa? Menuda cara que me traes. —Brooke le apartó algunos mechones oscuros de la frente, y él notó que se le encogía el corazón dentro del pecho—. ¿Mara River ha vuelto a darte el coñazo? ¿Es Alejandro? No me jodas que tu hermana te ha vuelto a cantar las cuarenta. —Como Danny no hablaba, sino que permanecía callado, tenso como una vara de hierro, ella resopló—. Dime algo, que me estás asustando.

—No, no ha sido nada de eso. Mi coche me ha dejado tirado y... —Echó un vistazo a Dereck. Él estaba de lo más interesado en la conversación, incluso si no escuchaba nada dada la distancia—. He discutido con mi padre. Me lo encontré y se acercó, y...

—¿Con cuál de ellos? ¿El bueno o el malo?

—El malo —aclaró, reprimiendo una sonrisa traicionera ante la manera que tenía Brooke de diferenciarlos.

Ella exhaló un profundo suspiro, y lo soltó por fin. Danny se rebeló por dentro ante la ausencia de contacto entre ellos. Joder... cómo la extrañaba. Pero no era el momento ni el lugar de apretarla en uno de esos abrazos que robaban el aire y pegaban todos tus pedazos.

—¿Quieres hablar de ello?

—¿No se supone que deseas darme una patada en los cojones por lo del otro día?

—Una patada... no creo. Retorcértelos... sí, eso me llama más. —Hizo una mueca.

Danny asumió sus palabras con elegancia. Se las merecía.

—No quiero sacar el tema... por ahora.

—De acuerdo. ¿Te sientas con nosotros? Estamos jugando a Resuelve el caso. Nuestra misión es encontrar al asesino antes de que nos mate. —Señaló el pequeño tablero que había sobre la mesa, con varias cartas y con piezas repartidas—. Tú serás el inspector, y el que recopile los detalles más sangrientos.

—¿Y eso por qué?

—Por ser el último en llegar y por imbécil. —Brooke enarcó una de sus cejas, retándolo a llevarle la contraria.

Danny notó que un sentimiento cálido se abría paso en mitad de la ansiedad que sentía, y asintió con la cabeza, aferrándose a la única persona que, pese a todo lo ocurrido, lograba mantenerlo a flote en un día horrible.

—Me parece bien.

Brooke dio una palmadita en la espalda, y se alejó de él. Danny la siguió de inmediato, tomó asiento en una de las sillas libres y aceptó el batido que ella le ofrecía.

—No lleva drogas —le advirtió.

Danny agachó la cabeza, un tanto avergonzado, sin saber por qué le entraba tal culpabilidad si el afectado era él. Sin embargo, necesitaba tanto despejar su cabeza que mantuvo la boca cerrada y escuchó con atención las reglas del juego que relataba Dereck.

Jugar con ellos a ese juego tan enrevesado como macabro lo había ayudado muchísimo más que encerrarse en casa a darle vueltas al tema, con alguna canción de Maroon 5 de fondo, viendo la vida pasar. Incluso las carcajadas de Dereck cuando cazaba al asesino antes que Brooke le habían insuflado vida. Aquello sí era una familia sana y unida, de las que valían la pena. Y a Danny lo invadió la envidia.