—¿Vas a contarme de una vez lo que te pasa? —Brooke no se andaba por las ramas.
Estaban paseando por uno de los recreativos más conocidos de Boston después de una copiosa cena en la hamburguesería favorita de Dereck. Se había empeñado en pasar por allí en cuanto habían terminado la partida de Resolviendo el caso —el asesino había resultado ser un anciano demente— y beber un par de batidos insípidos que vendían en FreeSoul. Como Danny se resistía aún a volver a casa y comerse la cabeza en asuntos que ya no tenían solución alguna, aceptó casi sin pensárselo y se dejó arrastrar hasta el centro comercial más cercano, con tal de no cruzarse a nadie de su familia. Los Menéndez y los Walsh no pisaban ese sitio jamás.
—Discutí con mi padre.
—Eso ya lo sé. Pero ¿por qué? ¿Qué te ha dicho que te sentó tan mal? —Danny observó cómo Dereck se dedicaba a matar marcianitos en una de las máquinas recreativas de los ochenta que aún conservaba ese sitio. Cuanto más lo conocía, más seguro estaba de que era un niño de la generación Z con el alma de un milennial como ellos. Solo había que escucharlo para comprender que sus gustos distaban mucho de parecerse al de los adolescentes de hoy día. Quizá por eso había comprendido a la perfección que tanto su hermana como él necesitaban un rato a solas para charlar. Eso les daba un margen, y Danny decidió aprovecharlo. Narró con voz desapasionada lo que su padre le había soltado en el taller, lo que pretendía al reconciliarse con él, al limpiar así su conciencia después de treinta años haciendo el imbécil y comportándose como un tirano, como uno de esos padres que se desentendían de todo aquello que no le beneficiara de algún modo porque, en su código genético, no entraba la opción de querer a sus hijos sin más, sin excusas. Brooke lo escuchaba sin interrumpirlo. Callaba mientras él abría y cerraba los puños, prisionero de la ansiedad y del enfado. Le hubiera encantado apretarle la mano, consolarlo de alguna manera, pero continuaba afectada por sus acusaciones y no se atrevía a dar el paso, por temor a terminar rechazada otra vez. Su orgullo era mucho más férreo de lo que dejaba entrever—. ¿Y tú le crees?
—No. —Sus pies se detuvieron cerca de una de las grúas, donde, si metías un dólar, te daban la oportunidad de cazar uno de los peluches que había dentro—. No, ¿cómo sería capaz de hacerlo? Si al menos se hubiera preocupado alguna vez por mí, aunque solo fuese una vez, cuando me dio una gripe tan fuerte que terminé en el hospital, entubado, o la vez que me caí de la bici y me disloqué el hombro, a lo mejor me ablandaría. Intentaría comerme mi orgullo y le tendería la mano, porque en mi interior sabría que, al menos, le puso algo de empeño. Pero nunca llamaba, Brooke. —Sus ojos castaños seguían la línea de luces que se encendían y se apagaban alrededor del cristal de la grúa—. Ni en los cumpleaños, ni en Navidad, ni el día que me gradué. El que me abrazó con orgullo mientras recogía mi título fue Gabriel, el marido de mi madre, el único hombre que merece que lo llame papá.
Brooke se mordisqueó el labio inferior. Ojalá contase con algún truco para lavar aquellos recuerdos empañados y sustituirlos por otros, unos más amables, más coloridos, y no tan llenos de pesar, de resignación.
—Tuvo que ser difícil. —Ella se acercó a él y posó una mano sobre su antebrazo—. Querer a un hombre que no sentía ni un poquito de aprecio por ti... Lo bueno de crecer es que nos permite tener una visión de la vida más pragmática. No lo necesitas en absoluto. Ni su ayuda, ni su perdón, ni sus intentos por ser buen padre. Ha tenido muchos años y ha elegido el peor de todos. —Sacudió la cabeza—. Hay gente que afirma que no importa si es tarde, que es mejor eso que nunca, pero no es cierto. Todos tenemos situaciones que preferiríamos no vivir jamás. —Él alzó la mirada, y se encontró con esos ojos claros que le arañaban el alma y le daba puntos de sutura a la herida que jamás se cerraba. «¿Por qué lo haces? ¿No es más fácil mandarme a la mierda?», pensaba, aún incapaz de pedirle lo único que necesitaba: un abrazo—. ¿Por qué no respiras hondo y dejas de sentirte culpable por odiarlo? Algunas emociones son igual de válidas que otras. No es que me apetezca ver cómo te consumes por el resentimiento, aunque, en ocasiones, es mejor sentir algo malo a no sentir nada.
—Me doy asco —reconoció Danny—. Me detesto a mí mismo por permitir que aún me afecte.
Brooke se compadeció de él. Sonaba igual que un niño pequeño que no comprendía por qué buscaba el afecto de alguien que no le regalaría jamás una sonrisa o un abrazo. Sin pensárselo dos veces, y pese a su enfado inicial, rodeó su cintura con los brazos para estrecharlo con fuerza. Cuando las palabras perdían todo su poder, los gestos tomaban el mando y transmitían todo aquello que dos o tres frases clichés no lo lograban.
—No lo hagas. Desahógate, sácalo fuera, pero no te veas como un monstruo. Nunca vas a serlo, Danny.
—¿Odiar a tu padre no suena horrible?
—Cuando sabes la historia que hay detrás, no, no suena así. Y sé que te cuesta asumirlo porque, en el fondo, te encantaría que fuese diferente.
—No quiero perdonarlo.
—No lo hagas. —Brooke alzó un poco la cabeza y lo miró con intensidad—. Que se vaya a la mierda. Tú eres mejor que todo esto. —Danny sonrió con suavidad. ¡Qué facilidad tenía esa mujer para ablandarlo hasta el punto de derretirse entre sus brazos!—. No tengas miedo a equivocarte —prosiguió ella—. Vivir es así, es... caótico. Es enfadarte y soñar y reír, y caerte y conocerte a ti mismo. Sobre todo, eso último. Eres quien eres y, por más que trates de modificarlo, jamás dejarás atrás la verdad que hay en ti. Si tu padre no te hace sentir bien contigo mismo, entonces, es mejor mantenerlo lejos. ¿Quién fue el iluminado que dijo que hay que perdonar a la familia solo por el lazo de sangre? Menuda tontería. Tú estás muy por encima de eso, Danny. Eres increíble. —Brooke arrugó entonces la nariz—. Mira las ñoñadas que me haces decir...
Danny acarició el lateral de su cara con tanto cariño, con tanto respeto, que Brooke cedió por completo y se frotó contra su palma del mismo modo que haría un gatito necesitado de mimos.
—Has dicho justo lo que necesitaba oír.
—¿Por eso me buscaste esta tarde?
—Fue automático. Pensé que necesitaba tranquilizarme, sentirme seguro, y mis pies me llevaron hasta ti.
Ella por fin se alejó un paso, con una de sus cejas rubias arqueadas.
—¿Y por qué no me hablaste antes? ¿Por qué fuiste un imbécil conmigo?
—Estaba enfadado.
—Eso no me ayuda a entenderlo. Ni siquiera me diste la oportunidad de explicarme.
—Lo sé, lo siento. —Trató de volver a tomarla por la cintura y acercarla, mas ella se escabulló.
—Nunca le dije a Talía que te diese un poco de ese brownie. Era para nosotras, que se nos va la olla y nos drogamos una vez al año, como si aún conserváramos los veinte años. —Hizo un aspaviento con la mano, restándole importancia—. Hablé con ella y me reconoció que se equivocó de recipiente y que te llamaría para explicártelo, pero yo no se lo permití. Le dije que, si no me escuchabas y no me creías a mí, entonces, no te merecías ni una sola disculpa de su parte.
Danny se sintió un completo imbécil de pronto. Ese parecía su destino ese día: comprender que buscaba con ahínco cosas que no sucederían. Ni su padre se esforzaría un poco más en obtener un poco de redención, ni Brooke dejaría ir tan fácilmente aquella conversación en su despacho, que lo había fastidiado todo. Y no le cabía duda de que él se merecía ese enfado. Como abogado, dejaba mucho que desear si no escuchaba la defensa de la otra parte.
—Lo lamento —dijo, sin saber qué más añadir. Era viernes y se sentía sobrepasado, al límite de sus fuerzas. Las palabras ya no se le acumulaban en la punta de la lengua, como siempre ocurría. Solo sentía cansancio, un agotamiento físico y mental muy pronunciado.
—Sí, bueno. Te dije que no te escucharía si te enterabas de que fuiste un imbécil conmigo. Jamás se me ocurriría drogarte para echarme unas risas. Si quisiera fumarme un porro contigo, te lo diría a la cara. Era muy buena liándoselo a mis compañeros en la cafetería donde trabajé un par de años.
—¿Les liabas los canutos a tus amigos?
—Es que eran un poco inútiles y a mí se me daba bien. Mi padre aún se fuma alguno, cuando está cansado o feliz. —Brooke encogió uno de sus hombros—. Son muchos años de estar viendo cómo sus dedos hacen pequeñas obras de arte con esa hierba.
—Ahora comprendo muchas cosas. —Danny se frotó la cara con la mano—. Mira, lo siento. Estaba furioso. Pensé que te habías reído de mí por eso que siempre dices, ¿vale? No salgo de mi zona de confort, y tú eres tan...
—Si vas a decirme que tengo pinta de camello, será mejor que lo dejes aquí. Lo último que me apetece es cruzarte la cara.
Danny negó con la cabeza.
—Rubita, no te llamaría traficante jamás. Como mucho, un poco impulsiva, pero nada más. Nada va a justificar que te haya despachado de esa manera tan cortante.
—La verdad es que no.
—Pero solo me sentía decepcionado por pensar que me habías drogado en contra de mi voluntad. Odio las jodidas drogas. Mi ex consumía cocaína cada vez que salía de fiesta con sus amigas —se abrió por fin—, y daba igual cuántas veces le insistiera para que lo dejase; ella seguía con lo mismo, contándome cómo se sentía flotar cada vez que se metía una raya en el salpicadero del coche antes de ir a bailar. Una noche, me obligó a ir a buscarla porque su amiga le había quedado debiendo a uno de los chicos a los que le compraban habitualmente, y lo había pagado con ella. Me llevé un puñetazo, unos cuantos insultos y una bronca con Rita por decirle que sus amigas eran unas impresentables. ¿Cómo voy a sentirme cómodo si voy a una reunión de trabajo y veo que me han drogado con un postre que me ofreció Talía de tu parte? Pensaba que eras como ella, que, de vez en cuando, consumías y te parecía gracioso sumar a todo el mundo a la fiesta. ¿Un error de mi parte? Sí —admitió—, pero no razoné en ese momento.
—No sabía que Rita... Mira, si te sirve de consuelo, solo es una vez al año. Nunca me he metido nada raro. Lo de la marihuana es porque una vez compramos un brownie en una pastelería un poco rara, y nos pareció tan divertido que lo cogimos por costumbre. ¿Que ya deberíamos dejarnos de tonterías? Pues no te digo que no. Sin embargo, apenas echamos hierba a la mezcla. Es... por coger el puntito. Por reírnos —se excusó—. Lo que me dolió fue que hubieras pensado que yo me reiría con algo así. Es la imagen que tienes de mí lo que me decepcionó en todo el asunto.
—Si creyera que eres una mala persona, no estaría aquí. Mi primer pensamiento fue irme a casa y esconderme bajo las sábanas, sin pensar en nada más. Pero sabía que tú siempre me recibirías, por muy tensas que estuvieran las cosas.
—Por desgracia, soy muy blandita. —Ella suspiró—. Me encantaría ser más firme en algunos asuntos, con la gente que me dice o me hace cosas feas, aunque me cuesta un montón. —Por fin se aproximó a él y le dio un toquecito en el pecho con el índice—. Eso sí: la próxima vez, te vas a tener que disculpar de una manera más original. Nada de venir con carita de perro apaleado.
Danny, escondiendo una sonrisa, asintió con la cabeza.
—¿Algo más?
—Pues sí. Ya que estamos, me dejé unas bragas en tu casa. Devuélvemelas.
—Tendrás que venir a recogerlas. Comprenderás que no las llevo encima ni las guardo en un cajón de mi despacho.
—A punto estuve de dejar otras en la moqueta de tu bufete —se le escapó.
Danny enarcó una ceja.
—¿Te refieres a que...?
—Sí, bueno. Me apetecía montármelo contigo sobre tu escritorio. Por eso, fui. Lástima que hubieras decidido ponerte en modo imbécil.
Un escalofrío se adueñó de todo su ser ante la imagen que se había dibujado en su cabeza. Con gusto le hubiera comido la boca allí mismo, importándole una mierda quién los viera, pero se contuvo porque invadir el espacio personal de alguien —incluso si ese alguien ya te había visto como tu madre te había traído al mundo— no era ético.
—Hazlo siempre que te apetezca.
—¿Colonizar tu despacho y dejar mis bragas al alcance de cualquier cliente? —remoloneó ella.
—No, eso no. Las apartaría antes de que entrase cualquier individuo.
—¿Y eso por qué? Mis bragas son muy bonitas.
«Como toda tú, rubita». Este pensamiento resbaló por la mente de Danny a medida que una amplia sonrisa curvaba sus labios.
—No me apetece compartir tremenda visión con nadie. Es como un trofeo, por ridículo que suene. Prefiero que estén en mi poder.
Brooke notó que se estremecía por sus palabras. Más débil, y terminaba disculpándose ella por el error de Talía. ¡Si es que no aprendía! Sin embargo, cuanto más miraba a Danny, más necesitada de sus besos se sentía. Anhelaba sus manoseos y esas guarradas que le decía de vez en cuando.
—Bien, entonces iré a buscarlas —le prometió—. Pronto.
Estaban a solo unos segundos de lanzarse el uno sobre el otro, igual que harían dos adolescentes en su primera cita, y así firmar el trato con un morreo de quitar el aliento. De hecho, Brooke ya había contado los pasos que los separaba, como un depredador al acecho, mas su hermano, Dereck, interrumpió la escena al aparecer entre los dos con expresión de aburrimiento.
—¿Habéis terminado ya? Se me ha acabado el dinero, y quiero un granizado.
Tanto Brooke como Danny se miraron una vez más, retándose a decir algo, cualquier cosa, para que Dereck volviese a matar marcianitos y ellos culminaran el beso que se les quemaba en los labios.
—Hay una heladería muy buena a la salida —dijo entonces Danny—. ¿Vamos?
Dereck, con las manos en los bolsillos, asintió con la cabeza y se puso en marcha. Ellos se quedaron algo rezagados y, sin pronunciar más palabras, se cogieron de la mano y pasearon por el centro comercial, como cualquier pareja al uso.