Capítulo 3

Danny se quitó la corbata nada más entrar en su despacho. Le importaba entre cero y nada que la señora River le dedicase una de sus miradas reprobatorias antes de sentarse en la silla frente a su escritorio. Esa mujer conseguía que su temperamento apacible pasara a convertirse en un monstruo sediento de conflictos. Y, por muy tentado que estuviera de lanzar por la ventana su profesionalidad, no estaba en posición de hacerlo. Qué más quisiera...

—Buenas tardes, Mara —la saludó como si nada, en ese tono calmado, que poco se reflejaba en sus hombros tensos y en su mirada—. ¿Cómo te encuentras hoy?

—Enfadada —repuso ella, con las manos que apretaban el bolso que descansaba sobre sus piernas—. Mi marido ha decidido echarme de la casa de campo y ahora me toca dormir en un hotel. ¿Te haces una idea de lo enfadada que estoy?

—Ya, entiendo. —Danny se acomodó en su silla, y bajó un poco las persianas. El sol acentuaba su dolor de cabeza—. ¿No puedes hablar con alguna amiga y quedarte un tiempo con ella hasta que se solucione todo? —Supo la respuesta incluso antes de que ella la soltase.

—No. Oliver no debería echarme de casa como si fuese un perro. Aún es mía —insistió ella.

Sí, lo era. Pero él no estaba dispuesto a pelearse con el juez para ganar algo de tiempo y que el señor River la acogiese de nuevo en esa casa a las afueras de Boston, donde se rumoreaba que montaba sus fiestas de soltero.

—Es complicado que el juez apruebe una demanda más en su contra. Le has puesto tres —le recordó Danny con toda la calma de la que disponía a esas alturas—. ¿Por qué no busca una solución temporal y nos centramos en lo importante? Una vez que consigamos que firme el divorcio, no tendrá que preocuparse por estas cosas nunca más.

—Me niego en rotundo a ser una vagabunda hasta que ese malnacido me dé lo que me corresponde.

Mara River era una mujer soberbia y fría. Se le notaba en su expresión, en las miradas que le dedicaba y en cómo fruncía ligeramente la nariz cuando se encontraba en su presencia, como si él apestase a contenedor de basura. Danny no la soportaba, pero le debía un favor a su mejor amigo y compañero de bufete, y no le quedaba más remedio que llegar hasta el final en esa demanda de divorcio, que haría tambalear Boston.

Cuando un hombre como Oliver River se casaba con la bruja de Blancanieves simplemente porque era más joven que él —y mucho más atractiva—, se arriesgaba a que intentara sacarle toda una fortuna por recuperar su libertad. Ella se había convertido en un cuervo que revoloteaba a su alrededor, que lo torturaba día y noche, del mismo modo que hacía el del cuento de Edgar Allan Poe. Con la diferencia, claro estaba, de que el señor River tenía dinero más que de sobra a la hora de perderla de vista un tiempecito. «Ojalá yo pudiese hacer lo mismo», pensaba Danny, agobiado hasta límites insospechados. Esa mujer quería que presentase al juez una imagen totalmente distorsionada de su exmarido y así quedar como una pobre víctima del amor. Y, aunque él era uno de los mejores abogados matrimonialistas de Boston, no empatizaba nada con su cliente. Debía notársele en la cara también y, por eso, Mara lo observaba con asco.

—En ese caso, no me queda mucho más por hacer. Pensaba que traías buenas noticias acerca de esa infidelidad que cometió el señor River mientras aún convivían bajo el mismo techo. —Cuernos que Danny no creía que ella supiera a ciencia cierta. Y no le hacía dudar de ello ningún tipo de lealtad absurda hacia el señor River. Ese hombre le caía fatal solo por la manera en que se pavoneaba en todas las fiestas como si fuese el rey del mundo. Simplemente, dudaba que fuese tan idiota a la hora de echar una canita al aire con una mujer que no fuese su esposa y dejar pruebas evidentes por cada rincón de su hogar. No tenía ningún sentido. Sin embargo, la señora River no daba su brazo a torcer, y a él no le quedaba de otra que asumir que tenía razón y basar en ello toda su defensa. Solo esperaba ganar el juicio y sacársela de encima antes de que acabara con su salud mental.

—¿Cómo voy a traer buenas noticias? Ni siquiera hablo con él, ni estoy en mi casa. —Mara recalcó las dos últimas palabras con una rabia desmesurada—. Es tu trabajo reunir las pruebas y darle carpetazo de una vez. ¿Por qué tarda tanto el juez en dar una fecha? Solo es un divorcio.

—Pero ninguno de los dos quiere ceder ante el otro, ni llegar a un acuerdo —habló Danny con voz desapasionada—. Lo único que se me ocurre es volver a reunirnos con la parte contraria e intentar limar asperezas.

Pensó que le diría que no al instante, pero la señora River frunció los labios y el ceño, meditabunda. «¿Va a aceptar? ¿Es tan fácil?», se sorprendió Danny.

—De acuerdo —cedió ella—. Me parece que es mucho más factible una reunión entre los dos. Quizás a mi exmarido le quede algo de compasión en ese cuerpo fofo.

Danny se frotó el rostro con una mano. Los insultos gratuitos estaban a la orden del día con aquella mujer. Siempre que pasaba por su despacho, soltaba algún que otro improperio en contra del amor de su vida, o lo que fuese que hubieran compartido esos dos en el pasado. Ni lo sabía, ni le interesaba. Lo único que Danny suplicaba, aparte de una pastilla para el dolor de cabeza, era terminar cuanto antes con ese jodido divorcio. No se había hecho abogado matrimonialista con la idea de lidiar con gente como Mara River.

—Entonces, llamaré al abogado de tu exmarido y propondré una cita lo antes posible. Mientras tanto, trata de relajarte y buscar un lugar donde quedarte y que no sea un hotel. Pedir ayuda no nos hace débiles.

Mara apretó los labios aún más. Su expresión furiosa no le provocaba miedo alguno. Danny conocía muy bien la naturaleza de las serpientes, porque tenía como padre a una de ellas y había sido testigo de sus manipulaciones y de sus ataques sorpresa. Que Mara fuese una solo le ahorraba tiempo al calarla y saber dónde hincaría los dientes, y por qué motivo.

—De acuerdo, Danny —cedió Mara River una vez más—. Gracias por tu tiempo. Te llamaré si encuentro algo nuevo.

Se despidió de ella con la impresión de que le explotaría la cabeza en cualquier momento. Menos mal que no le tocaba aguantarla demasiado. Las visitas de Mara eran rápidas, pero intensas. Y él las odiaba con todo su corazón.

—¿Un mal día, jefe? —saludó Ana, su secretaria, al regresar a la mesa junto a la puerta de su despacho—. Tienes mala cara.

—¿Sabes si alguien se puede morir de un dolor de cabeza?

—Si estás a punto de sufrir un derrame cerebral, supongo que sí. ¿No se te pasa? Ponerse paños fríos sobre la frente alivia un montón.

«No aceptar casos de divorcio de ricos caprichosos, también», meditó Danny. El pensamiento resbaló por su cabeza mientras se desabrochaba los dos primeros botones de su camisa. Ese día ya no recibiría más visitas, y eso le daba margen para relajarse un poco y terminar de acoplar su agenda antes de que llegase el fin de semana. Ese sábado, se casaba su hermanastro Alejandro, el único capaz de llevar el apellido de su padre con orgullo. Danny se lo quitó en cuanto su madre se lo llevó lejos del hogar en el que había vivido por tres largos años. Perdió sus juguetes, su cama favorita, la casa del árbol y los platos mexicanos que preparaba su abuela. A cambio de todo eso, su madre volvió a brillar, se casó con un hombre estupendo y le dio una hermana pequeña, a la que amaba con todo su corazón. No odiaría tanto a su padre de no saber, con total y absoluta certeza, que era un cabrón miserable, incapaz de querer a alguien de verdad. Ese hombre se había ido con su secretaria y había tenido un hijo con ella, el único heredero que reconocía frente a sus amistades. ¿Dónde encajaba Danny? En ningún lado. Para su padre, era el secreto que esconder en el armario, para que nadie hablase demasiado de ello. Por eso, agradecía que su madre respetase las insistencias de un niño por no ser relacionado con el hombre que fingía que no existía, que esa vida que habían compartido solo era un mal sueño. Y, cuando ella por fin se había casado con su actual pareja, Danny había pasado a ser legalmente un Walsh. Sin embargo, no culpaba a Alejandro del padre que tenían. No era su falta que Ricardo Menéndez fuese un imbécil. Si se casaba con la mujer de su vida y lo invitaba, él acudiría encantado. Se tragaría su orgullo y el resentimiento, y brindaría por los recién casados. Solo esperaba que su madrastra —aunque odiaba llamarla así— no le tocase los cojones demasiado. No le quedaba tanta paciencia a esas alturas de la vida con respecto a su lengua viperina y a su sonrisa de serpiente. Así que esos días, mientras Mara River y otros clientes iban y venían a su bufete, exigiendo resultados inmediatos o retractándose a última hora, él se organizaba como le permitía su agenda para que el fin de semana no le quedase nada pendiente. El dolor de cabeza debía ser todo el estrés que arrastraba por no ser capaz de pedir ayuda a su socio o a su secretaria.

—Dudo mucho que se trate de un derrame —opinó Danny—. Diría más bien que estoy hasta las narices del mundo.

Ana le sonrió con dulzura. Esa mujer era un tesoro y adoraba tenerla de secretaria. No había nada sexual entre ellos, como muchos afirmaban. Compartían una bonita y tranquila amistad. Eso era todo. Ella se había divorciado tiempo atrás y tenía una hija a su cargo, a la que su hermana cuidaba mientras acudía a la oficina. Danny le había ofrecido el puesto porque le había recordado a su madre después del divorcio: sin un centavo en los bolsillos y con un niño a cuestas, preguntándose por qué el universo siempre compensaba a los imbéciles y se lo ponía tan difícil a las buenas personas. Poco a poco, a raíz de la cantidad de días que pasaban juntos a la semana, se fueron acercando y conociendo más a fondo. Danny confiaba plenamente en ella, en su manera de organizar sus casos y ofrecerles consuelo a los clientes más sensibles. Ella le enseñaba muchísimas cosas a él, le daba conversación en los ratos muertos, le ahorraba un montón de trabajo algunos días y, sobre todo, le ofrecía una sonrisa sincera cuando pasaba a su lado. Y Danny apreciaba muchísimo ese tipo de detalles. Más aún desde que Rita lo había dejado plantado. Cancelar su futura boda y dar por finalizada la relación más larga de su vida le había dolido como el infierno, aunque a veces se hiciera el fuerte.

—¿Es por la boda de tu hermano? —Ana se apoyó sobre el borde de su mesa, con los brazos cruzados—. ¿Aún no te has decidido con el regalo?

—Les he pagado el viaje de novios. Sé que él tiene un trabajo más modesto y no podía llevársela a Grecia, tal como le apetecía, así que me adelanté a Ricardo y les compré los billetes.

Ella pestañeó con sorpresa.

—Eso es... brillante.

—¿Verdad que sí? Ricardo debe estar cabreadísimo, pero no me dirá nada en la boda. A él le gusta quedar bien delante de las personas que lo admiran.

—¿Y tu hermano no se ha quejado?

Danny cabeceó en señal de asentimiento. Todo el mundo sabía que Alejandro era humilde hasta límites insospechados. No aceptaba las limosnas de su padre, ni de nadie. Trabajaba duro todos los días para sacar adelante su casa, su boda y todo lo demás. No era pobre, ni mucho menos; simplemente no había seguido los pasos de su padre y ahora lo pagaba con su rechazo constante. Menos mal que contaba con una mujer que lo quería tal como era, y con un grupo de amigos incondicionales, o se habría sentido jodidamente mal por el constante martilleo de Ricardo. Podía ser un hombre muy pesado si se lo proponía. Y, a pesar de que le escocía admitirlo, Danny echaba de menos que él se preocupase un poquito por él.

—Le dije que aceptara el regalo, o no iría a su boda. Sé que el chantaje es algo muy feo, aunque me cansa tanta insistencia por hacerlo todo con sus manos. Es dinero —encogió uno de sus hombros, restándole importancia—, y eso siempre se recupera. Pero en esta vida solo va a pasar por una luna de miel, y eso ya no regresa nunca más.

—A menos que te divorcies y te vuelvas a casar, llevas más razón que un santo —bromeó Ana.

Una sonrisa revoloteó en los labios de Danny.

—Cierto. Pero dudo que Alejandro se divorcie de su mujer. Tengo la impresión de que la quiere muchísimo.

—¿Tu hermano no era el típico tío que salía seguido con una mujer diferente en la universidad?

Danny asintió.

—Le gustaba demasiado ser un casanova, aunque se le pasó cuando volvió a Boston y conoció a su mujer. Supongo que todos sentamos la cabeza en algún momento. Y, si te soy sincero —dijo mientras se acercaba a la máquina expendedora del agua para llenar uno de los vasos de plástico perfectamente apilados justo encima—, no le habría pedido matrimonio si pensara que pierde el tiempo con Talía. Los hombres como mi hermano no se comprometen con un lío pasajero.

No conocía mucho a su cuñada. Danny se esforzaba mucho en no mezclarse con su familia paterna, salvo en momentos cruciales, como algún sábado de béisbol o una cena tranquila. Alejandro le caía bien; sin embargo, seguía siendo hijo de la mujer que había roto el matrimonio de sus padres y, por mucha madurez que emplease a la hora de asumir las cosas, seguía doliéndole. El niño que aún vivía en su memoria seguía retorciéndose de tristeza por lo ocurrido. Como no le apetecía culpar a Alejandro de algo ajeno a él, optaba por mantener las distancias y limitarse a una relación cordial. Lo que sí tenía claro —y no mentía al afirmarlo— era que Talía lo quería. Pegaba muchísimo con Alejandro, y se notaba que lo hacía feliz. Por eso no le preocupaba tanto que fuese a parar a la vida de los Menéndez. Tenía la impresión de que sabría manejarse con todos ellos.

—Eso es muy bonito. —Ana suspiró con aire soñador—. Echo de menos compartir algo así con alguien —añadió—, o conocer a un hombre que valga la pena. ¿Por qué es tan complicado? Pensaba que, pasada la barrera de los treinta, sería mucho más fácil enamorarse.

—Te dije que te casaras conmigo, y me rechazaste. —Danny se giró hacia ella con una sonrisa divertida. Bromear con Ana era mucho mejor que hacerlo con su mejor amigo y socio, ubicado al otro lado del pasillo. Por lo menos, su secretaria no lo arrastraba al terreno sexual, ni le espetaba que se abriese un perfil en alguna aplicación de ligue—. Ahora no vengas con arrepentimientos.

—No me gustan los hombres que odian usar corbata. —Ella encogió los hombros—. Pero, si de aquí a tres años seguimos solteros, me lo pensaré.

Los dos compartieron una sonrisa divertida.

—Me parece bien. —Danny tiró el vaso vacío a la papelera y se peinó el cabello con los dedos—. Vete a casa; es tarde. Ya me ocupo yo de todo lo que queda.

—¿Seguro?

—Claro que sí. Anda, piérdete de mi vista. No soporto que me rechacen dos veces.

Ella, guiñándole un ojo, cogió su bolso y su rebeca, y se despidió de él con un gesto de la mano. Danny esperó a que todo se quedase en silencio para apoyar la espalda sobre la pared y cerrar los ojos. El dolor de cabeza no cesaba, y dudaba de que cualquier pastilla lo aliviase. Tenía la sospecha que todo su malestar provenía de las inexistentes ganas que tenía de ver a su madrastra, a su padre y a su hermanastro el sábado. Se alegraba por él, de verdad que sí. Sin embargo, él también iba a casarse ese mismo año, y actualmente no le quedaba nada, salvo un ligero malestar que se propagaba por su cuerpo, como un virus letal. Echaba de menos a Rita, o lo que ella representaba. Y, al mismo tiempo, no quería saber nada más del género femenino. ¿Cuántas probabilidades habría de volver a enamorarse de alguien? Ninguna, diría. ¿Y de ser feliz acostándose con chicas que se escondían en una web de citas? Eso lo veía más factible. Tal vez Devan tenía razón y solo necesitaba salir, tomar una cerveza y echar un polvo, distraerse.

Sacó el teléfono móvil, rebuscó entre las aplicaciones que más se usaban, y abrió la primera que le llamó la atención: NextDoor. No tardó ni cinco minutos en abrirse un perfil y subir una foto, rellenar los campos con datos relevantes y con sus intereses. En cuestión de segundos, las alertas de personas que visitaban su perfil y le daban like llenaron sus alertas. «¿Esto es lo que me espera a partir de ahora? ¿Conocer gente a través de una pantalla?», pensó, desganado. No le parecía el mejor invento, pero, por probarlo, no perdía nada, así que abrió chat a la primera chica que le apareció, y la saludó con la esperanza de que no buscara formar una familia con él en cuestión de unas pocas semanas. Qué equivocado estaba...