Brooke dejó la lechuga en la estantería de nuevo y pasó a cotillear las manzanas. ¿Quién había tenido la brillante idea de que las verduras ayudaban a mantener una buena salud? Porque la mayoría sabían horribles y no había manera de combinarlas con otros alimentos igual de saludables que no supieran a agua contaminada. Sin embargo, le había prometido a su madre que comería más brócoli, tomate y alimentos que nacieran de la tierra; y menos hamburguesas, burritos y sushi que preparaban en los restaurantes a los que iba tres veces por semana. «Ser una mujer responsable apesta», se quejó, metiendo en el carrito una bolsa de manzanas, otra de naranjas y una de espinacas. Esas últimas le provocaban todo tipo de escalofríos. Cuando tenía siete años y la cuidaba su vecina, esta le preparaba un montón de recetas con esas hojas verdes del mal. Tanto fue así que su lengua empezó a adquirir esa tonalidad, a pesar de lavarse los dientes tres veces al día, y sus padres la llevaron ante el pediatra con una expresión funesta, a la espera de saber cuántos meses de vida le quedaban. Después de que el doctor los tranquilizó diciéndoles que no tenía nada y que solo abusaba de las espinacas, decidieron retirársela de la dieta y, a cambio, la obligaron a comer seitán, hummus, ensaladas de garbanzos y otros tipos de platos veganos que tanto odiaba. Menos mal que independizarse implicaba comer lo que le diese la gana, o se hubiese pegado un tiro nada más coger las llaves que le ofrecía el casero.
Empujó el carrito por el pasillo con los audífonos inalámbricos, mientras estos le transmitían todas esas canciones que tanto le gustaban. No era ningún secreto que la hacían feliz caminar, trotar o hacer la compra mientras oía a Taylor Swift. Cada una de sus canciones encajaba a la perfección en algún evento de su vida, ya fuese del pasado o del presente. «I’m alone, on my own, and that’s all I know. I’ll be strong, I’ll be wrong, oh, but life goes on. I’m just a girl, trying to find a place in this world». Tarareaba muy bajito, ajena a cualquier mirada curiosa que le lanzaran, y cogía todo tipo de alimento más o menos sano que veía por las estanterías. Si su madre estuviera a su lado, le advertiría acerca de lo perjudicial que era comer puré de patatas en caja, la cantidad de ingredientes nefastos que había en una lata de chiles en vinagre y por qué no debía ingerir musaka congelada. Pero, como no la veía por ningún lado, Pepito Grillo no sabría qué clase de cosas guardaba en su nevera.
Justo cuando se acercaba al pasillo prohibido —el de las galletas, chocolate y patatas fritas—, le llegó una llamada entrante de una de las novias a las que les organizaba la boda en ese mes. Lo cogió de inmediato, pensando que se le habría olvidado comentarle algo en la reunión de la tarde anterior.
—Dime, Sarah.
—Oh, Brooke, menos mal que estás disponible. He tenido una superbronca con mi madre porque no está de acuerdo con la mantelería coral que hemos escogido para el banquete. —La voz de la cliente sonaba quebrada, como si le hubiesen dicho que le quedaba dos meses con vida y no vería a sus hijos al crecer.
Brooke se detuvo en mitad del pasillo, preguntándose qué hacer en este caso en concreto. Normalmente les recordaba a las novias que la boda era suya y tenían derecho a escoger los colores y formas que más les agradase, que no permitiesen que terceras personas les influyera de manera negativa. El problema principal de Sarah Michelle Jones era su madre: la inversora, la que ponía el dinero para que su única hija se casara de una vez con un fiscal de Florida recién llegado a la ciudad. Y, si a la señora Jones no le gustaba el color coral, no habría un solo mantel con esa tonalidad en la fiesta. «Lamento que tengas una madre así, Sarah. Pero yo no soy psicóloga familiar para arreglar vuestras diferencias», pensó, y se alejó cuando alguien carraspeó cerca de ella.
—¿Y qué color prefiere? —preguntó Brooke en lugar de soltarle un «Pues que se joda».
—Dorado. Ese color no me gusta nada —se quejó Sarah al otro lado de la línea. Brooke se la imaginó haciendo un puchero—. ¿Qué le digo para que deje de atormentarme?
—Hay una gama de colores entre medio de esos dos que creo que os gustará —dijo de pronto—. Si te apetece, invítala a pasarse por la tienda mañana y los miramos.
—¿De verdad? Oh, gracias al cielo, Brooke. Eres increíble.
«Solo tengo mucha paciencia. Es cosa de familia», pensó.
—Nada, nada. Sobre las tres, estará genial. Creo que me queda un hueco.
—Mañana mismo estamos allí. ¡Eres un sol!
Brooke colgó, y se guardó el teléfono en el bolsillo. La música se reanudó enseguida. Ella suspiró con cierto alivio. Odiaba los conflictos entre familiares. De todo su trabajo, esa era la peor parte, la que más vitalidad le robaba. El resto solía funcionar más o menos bien.
Terminó de coger un par de bolsas de patatas y un paquete de chocolatinas, y se dirigió a la caja para pagar. Mientras esperaba, le llegó un mensaje del tipo con el que llevaba ligando unos cuatro días. NextDoor por fin daba sus frutos, y ella estaba disfrutando al intercambiar opiniones con un hombre divertido, inteligente y educado. Ni una sola fotopolla, ni intenciones de hacerlo. Solo le había lanzado un par de comentarios subiditos cuando ella le comentó, entre emoticonos que se reían, que se había resbalado en la ducha y caído de culo. Él le había espetado que, de haber estado ahí con ella, sus pies no hubiesen tocado el suelo en ningún momento porque tendría dónde sostenerse. Ese tipo de coqueteo tan light no solía agradarle demasiado. Sin embargo, con él, resultaba diferente y divertido.
Desde la boda de Talía, su cuerpo y su mente seguían anclados al sofá donde se había acostado con Danny Walsh, el mismísimo hermano del marido de su amiga. Sonaba a culebrón total, a telenovela mexicana donde, además, la madre de Alejandro era una arpía capaz de fingir una ceguera durante años para que su queridísimo hijo no se juntase con la chusma. Y, aunque le hubiese gustado escribirle —antes de devolverle la cartera, le había quitado una de las tarjetas de visita que sobresalían—, no se sentía en posición de hacerlo. Brooke creía de verdad que el «Solo será una vez» se cumpliría a rajatabla y que, después de semejante polvo, no querría saber nada más de ella.
Por muy extrovertida que fuese y por mucha incontinencia verbal que tuviera, no se lanzaba a los brazos de cualquiera sin saber de antemano qué se encontraría. Ya había caído en muchas piscinas vacías durante toda su vida como para añadir otra más a la lista. Le rentaba muchísimo más salir a conocer gente nueva, echar polvos con hombres diferentes y buscar el amor. Ver cómo su amiga pasaba por el altar le había abierto una brecha en el pecho que había dejado ir todos esos sentimientos que llevaba conteniendo una década. De verdad deseaba casarse y tener una pareja estable que la quisiera más de tres meses, que no la viera como una histérica incapaz de controlarse o dejar pasar un día de descanso porque la lista de cosas por hacer era inmensa. Pero, si le tocaba ir detrás del príncipe azul, entonces, aprovecharía y besaría algunos sapos por el camino. Una cosa no era incompatible con la otra.
Sherlock
Hoy he tenido una mañana horrible.
Y solo podía pensar en la foto que me mandaste anoche.
Brooke exhaló un suspiro. Ella tampoco alejaba de su mente la imagen de él con la toalla envuelta alrededor de sus caderas. Se habían puesto algo tontorrones de la nada y, aunque no había habido sexting ni nada, le había gustado ver la cantidad de lunares que salpicaban su piel cremosa y con poco vello. Intuía que faltaba muy poco para verle la cara por fin y que él se la viese a ella. Esa había sido la primera norma de ambos: mantener el anonimato para probar que la química iba más allá del físico.
LaBrooklyn
¿Una ducha fría?
Aunque, si me mandas otra foto como la de ayer, quien la va a necesitar... seré yo.
No le dio tiempo a leer su respuesta, porque le entró una nueva llamada de Sarah. La descolgó con cierto desgano, sujetando el móvil entre el hombro y la oreja, mientras colocaba los productos de la cesta en la cinta de la caja.
—¿Qué ocurre, Sarah?
—Oh, Brooke, lamento molestarte de nuevo —aseguró—, pero mi madre no está de acuerdo con elegir algo que no vaya en tono dorado. Y ya no sé cómo convencerla.
—Pero te dije que quedáramos mañana para arreglarlo.
—Lo sé, lo sé. He discutido con ella y me siento... uf, fatal. Es mi madre.
—No es quien se casa, Sarah. —«Solo la que paga», pensó.
—¿En efectivo o en tarjeta? —le preguntó la cajera.
—Tarjeta.
—¿Cómo dices? —La voz de Sarah sonaba confusa al otro lado.
—Perdona, es que me pillas en el supermercado. —Brooke deslizó la tarjeta por el datáfono y esperó a que la cajera le entregase el comprobante—. Escucha, sé que tu madre quiere lo mejor para ti, pero hay que ponerle límites. —Cogió la bolsa de papel y sujetó el teléfono con la mano por fin—. Dile que a ti te gusta más el color coral que elegiste.
—Se lo hemos dicho y nos ha acusado de tener muy mal gusto. Richard se ha ido de casa bastante enfadado y no he podido seguirlo porque mi madre ha empezado a sollozar muy fuerte. ¿Qué hago, Brooke? El color coral es muy bonito, pero mi madre... me importa mucho más.
Nada más escabullirse entre las puertas corredizas del supermercado y sentir la brisa cálida de finales de primavera en la cara, Brooke se calmó un poco. No culparía a Sarah Michelle Jones de no poseer el espíritu rebelde de su futuro marido frente a una mujer que no sabía encajar un no por respuesta. Esa mujer, aparte de pagarles la boda, seguramente había sufrido varias horas de parto para traerla al mundo y ofrecerle lo mejor. Sonaría superegoísta si la mandaba a freír pimientos de un manotazo. Lo único que lamentaba —una vez más, ya que aquello era más común de lo que la gente pensaba— era que la novia se casara envuelta en colores y telas y flores que no le agradaban. Sin embargo, había guerras que se perdían antes de iniciarlas, y esa era una de estas.
—Sarah, en esta vida, nos vemos obligados a coger un montón de caminos que nos parecen muy arriesgados, o nos asustan. Así que voy a preguntarte algo —hizo una pausa y cogió aire—: ¿Qué prefieres? ¿Ser feliz el día de tu boda o contentar a tu madre?
No había logrado escuchar la respuesta de su clienta del todo bien porque, al llegar al aparcamiento, se encontró con una señora que le estaba dando bastonazos a su Chevrolet, tan enfadada que el tocado se le había deshecho, y todo.
—... Mi madre —dijo la voz de Sarah a través del móvil.
—¡Me cago en tu madre! —chilló Brooke, corriendo hacia su coche.
—¿Cómo? ¿Brooooooke?
—¿Qué coño estás haciendo? —Brooke increpó a la señora.
—¡Elegir, como me has dicho!
—Este coche molesta aquí —explicó la señora, bastón en alto—. ¿Cómo se te ocurre aparcarlo encima de la línea de minusválidos? ¿Estás ciega?
—¿Brooke? Oye, te he llamado para que me ayudes, no para que insultes a mi madre.
—Pero ¡si no he hecho nada malo! Esa línea la puedo cruzar si me viene en gana. Solo han sido un par de centímetros —farfulló Brooke, cabreándose a pasos agigantados.
—A ver, han sido más de dos centímetros, que te has hecho... mmm... popó en mi mami —se quejó Sarah, desconcertada.
—El coche está mal aparcado, y tienes suerte de que no haya avisado a la grúa municipal, sinvergüenza. Los jóvenes de hoy no guardáis respeto por nada. ¿No ves que este aparcamiento es para personas con problemas de movilidad?
La cabeza de Brooke trabajaba a mil por hora. No daba crédito a los arañazos y abolladuras del capó de su Chevrolet. ¿Qué clase de enfermos convivían con ella en Boston? ¿Tanto costaba dejar una simple nota para avisar? Con la rabia que burbujeaba en su interior, Brooke volvió a pegarse el teléfono a la oreja y retomó la llamada:
—Lo siento, Sarah. Estoy discutiendo con una mamarracha en el aparcamiento. Te llamo luego.
—¿Brooke? ¿Todo bien? Em... Siento que necesitas refuerzos —opinó Sarah.
—No, no. Tranquila —aseguró Brooke, y colgó. Dejó las bolsas en el suelo y se acercó directamente a la señora, que prefería los golpes al diálogo. La sujetó de la muñeca antes de que arremetiese contra su coche una vez más. Ella chilló. Brooke gruñó por la fuerza que tenía, aunque consiguió quitarle el bastón—. ¡Se acabó! —espetó Brooke—. ¡No he aparcado en la sección de minusválidos, señora! ¡Deje a mi coche en paz!
El escándalo y los gritos atrajeron a un grupo de curiosos hacia la escena. Entre ellos, el guarda de seguridad, que vivía apostado en la puerta principal del centro comercial. Nada más detenerse junto a ellas, lo que vio fue a una Brooke con la mirada encendida y un bastón, amenazando a una pobre señora mayor, y eso le bastó para interceder de inmediato.
—Señorita, baje el arma —le pidió en un tono comedido.
—¿Cómo? —Brooke se giró hacia él, y el guarda aprovechó el momento para quitarle el bastón—. Pero ¿qué haces?
—Queda detenida por intento de agresión. Quédese quieta y en silencio —le advirtió el guardia, devolviéndole el bastón a su dueña—. ¿Le parece bonito comportarse así?
—¡No es como crees! —exclamó Brooke—. Ha sido ella la que estaba golpeando mi coche, joder.
—Le he dicho que guarde silencio, señorita —insistió el guardia.
—Y una mierda —respondió—. Esa vieja ha empezado esto. Yo solo me defendía.
—¿Pretendía atacar a una señora? —El guardia chasqueó la lengua, sacó el walkie-talkie del bolsillo y pulsó el botón lateral antes de acercarlo a su boca—. Agende dos seis dos, de Walmart sur. Tengo a una señorita de unos treinta años en el aparcamiento que necesita ser detenida. Intento de agresión con objeto contundente. Manden refuerzos.
Brooke sintió que se mareaba y le faltaba el oxígeno. ¿Quién coño escribía el guion de su vida? ¿Un par de adolescentes adictos a la marihuana? Dios, qué ganas de golpear a aquel guardia cegato que, en lugar de escucharla y creerle, la condenaba directamente. Y, por si eso no fuese suficiente, la anciana sonrió de forma burlona y se apoyó en el hombro del guardia, fingiendo estar muy disgustada. ¿Qué pasaría si echaba a correr? ¿Le daría tiempo a subirse al Chevrolet y largarse? Lo dudaba. Probablemente, el guardia de seguridad ya habría apuntado su matrícula, por si acaso. No sería la primera vez que se enfrentaba a una loca capaz de ponerse a armar un escándalo en el aparcamiento del Walmart. «Estas cosas solo me pasan a mí», se quejó, disgustada a más no poder. Lo que peor llevaba eran las ganas de echarse a reír a carcajadas. La situación la sobrepasaba y solo pensaba en qué dirían sus padres nada más enterarse. «Me van a matar —decidió—. Seré la vergüenza de los Mathew».
El coche patrulla solo tardó cinco minutos en aparecer. De él, se bajaron dos agentes, que le lanzaron una mirada furibunda. Brooke se cruzó de brazos y alzó la barbilla. Si pretendían arrastrarla hasta la comisaría más cercana, no diría ni una sola palabra al respecto. Ya prestaría declaración allí.
—¿Puedo guardar la compra en mi maletero? —indagó al ver que el agente ya sacaba las esposas—. Tengo cosas importantes.
—Adelante.
La siguió sin importarle nada sus bufidos. Brooke dejó las bolsas en el Chevrolet y le ofreció las manos para que la detuviese. Total, quejarse no la ayudaría en nada. Bastante escándalo se había formado ya. Y aún quedaba medio día por delante. Se subió en el coche patrulla, y permitió que se la llevaran de allí, con la sensación de haber robado un banco y disparado, como mínimo, a cinco personas. «Vaya mierda, colega», pensó.