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La matanza

 

En un matadero de cristal

MIÉRCOLES

Aquel día no iba a tener nada que ver con el éxtasis de la vida en una granja. Aquel día íbamos a «procesar» broilers o, lo que es lo mismo, dejando a un lado los eufemismos, a matar pollos.

A pesar de toda la belleza que había presenciado siguiendo el curso de esa cadena alimentaria en la que el sol alimentaba la hierba, la hierba al ganado, el ganado a las gallinas y las gallinas a nosotros, había en ella un eslabón inevitable que pocos considerarían bello: el cobertizo de proceso, situado tras la casa de los Salatin, donde seis veces al mes, en el curso de una larga mañana, se matan, escaldan, despluman y evisceran varios cientos de pollos.

He dicho que ese eslabón es «inevitable», pero por supuesto casi todos nosotros, incluida la mayor parte de los granjeros que crían animales destinados a nuestra alimentación, hacemos lo imposible lo posible para evitar pensar en su matanza, y mucho menos tener algo que ver directamente con ella. «Acabas de cenar —escribió Emerson en una ocasión—, y no importa cuán cuidadosamente hayan ocultado el matadero, a qué prudencial distancia lo hayan alejado: existe una complicidad.»

La matanza de los animales que comemos suele tener lugar intramuros, fuera del alcance de nuestra vista o nuestro conocimiento. Aquí no. Joel insiste en sacrificar los pollos en la granja y, si el gobierno se lo permitiese, también sacrificaría aquí sus vacas y sus cerdos. (Una vieja exención federal permite a los granjeros procesar unos cuantos miles de aves en las granjas, pero el resto de los animales destinados a nuestra alimentación debe procesarse, en su mayor parte, en una instalación estatal o que haya sido inspeccionada por las autoridades federales.) Si Joel quiere realizar aquí este trabajo por sí mismo es por razones económicas, ecológicas, políticas, éticas e incluso espirituales. «Mi manera de producir un pollo es una prolongación de mi manera de ver el mundo», me había dicho la primera vez que hablamos; al final de la mañana tenía una idea mucho más aproximada de lo que quería decir.

 

 

El miércoles por la mañana conseguí levantarme a tiempo —concretamente a las 5.30— y llegar al pasto de los broilers antes de que los becarios hubiesen terminado sus tareas. Que aquel día, además de abrevar, alimentar y trasladar los pollos, incluían atrapar y enjaular los trescientos que íbamos a procesar inmediatamente después del desayuno. Mientras esperábamos a que Daniel apareciese con las jaulas, ayudé a Peter a mover los corrales, una operación a cuatro manos en la que uno de los hombres desliza una carretilla modificada y extraancha bajo la parte posterior del corral (elevándolo de ese modo sobre las ruedas) mientras el otro tira de un cable amarrado a su parte delantera y lo arrastra lentamente hacia la hierba fresca. Los pollos, familiarizados con esta maniobra diaria, empezaron a desplazarse al ritmo de su casa móvil. Los corrales eran mucho más pesados de lo que aparentaban y tuve que utilizar hasta mi último ápice de fuerza para arrastrar uno de ellos unos cuantos metros sobre el accidentado terreno; «mover los broilers» no resultaba tan fácil como Joel lo hacía parecer o como aparentaba cuando veías hacerlo a los becarios; pero, claro, yo tampoco tenía diecinueve años.

Un rato después Daniel llegó con el tractor, remolcando una carreta llena hasta arriba de jaulas de plástico para pollos. Apilamos cuatro frente a cada uno de los corrales que albergaban los pollos condenados y a continuación Daniel y yo nos pusimos a la tarea de atraparlos. Después de levantar la parte de arriba del corral, Daniel utilizó un gran remo de madera contrachapada para agrupar las aves en un rincón y de este modo hacer que resultasen más fáciles de cazar. Entró en el corral, cogió un aleteante pollo por una de las patas y lo sujetó boca abajo, lo que pareció calmarlo. A continuación, con un hábil y experto movimiento, pasó la oscilante ave de su mano derecha a la izquierda, liberando la primera para agarrar otro pollo. Cuando tenía cinco aves en una mano, las embutió en la jaula mientras yo mantenía la portezuela abierta. Era capaz de llenar una jaula con diez pollos en menos de un minuto.

«Tu turno», me dijo, indicándome con un movimiento de cabeza la masa arrinconada de plumas que quedaba en el corral. Su forma de agarrar y voltear los pollos, con sus patitas de alambre tan aparentemente frágiles, me parecía excesivamente brusca, así que traté de cogerlas con delicadeza, pero entonces comenzaron a aletear aún más violentamente y me vi obligado a soltarlas. Estaba claro que aquello no iba a funcionar. Al final me adentré en aquella aleteante masa y, sin mirar, traté de agarrar una pata con una mano y voltear el pollo. Cuando comprobé que no había sufrido daños, me lo pasé a la mano derecha (soy zurdo) y fui a por un segundo y un tercero, así hasta que tuve cinco patas de pollo y un pompón gigante en la mano. Daniel abrió la portezuela de una de las jaulas y empujé el pompón a su interior. Desconozco si hay una manera más humana de atrapar 300 pollos, pero comprendí que hacerlo tan rápida y firmemente como fuese posible era lo mejor para todas las partes implicadas.

Antes de sentarnos a desayunar (huevos Polyface revueltos con beicon Polyface), Daniel encendió el gas bajo el tanque de escaldado; el agua debía alcanzar los 140 grados antes de que pudiésemos empezar. Durante el desayuno Joel habló un poco sobre la importancia de llevar a cabo el proceso en la granja, no solo para Polyface, sino también ante la perspectiva de reconstruir una cadena alimentaria local viable. Tal como él lo describía, lo que estábamos a punto de hacer —matar un puñado de pollos en el patio trasero— era nada menos que un acto político.

«Cuando los del USDA ven lo que estamos haciendo aquí, les tiemblan las rodillas —comentó Joel riéndose entre dientes—. Los inspectores echan un vistazo a nuestro cobertizo de proceso y no saben qué hacer con nosotros. Me dicen que las regulaciones establecen que una instalación de proceso debe tener paredes blancas impermeables para que puedan lavarse entre turno y turno. Me citan una ley que dice que todas las puertas y las ventanas deben tener paneles. Yo les hago ver que nosotros no tenemos paredes de ninguna clase, ni mucho menos puertas o ventanas, porque el mejor desinfectante del mundo es el aire fresco y la luz del sol. En fin, ¡eso hace que se rasquen la cabeza de verdad!»

En opinión de Joel, el problema de las regulaciones actuales acerca de seguridad alimentaria es que son leyes de talla universal pensadas para regular mataderos gigantes, pero que se aplican de manera irreflexiva a los pequeños granjeros de tal modo que «Antes de que pueda venderle un chuletón a mi vecino tengo que rodearlo de una planta de proceso de un millón de dólares y obtener cinco clases de permisos». Por ejemplo, las leyes federales establecen que cada instalación de proceso debe disponer de un baño para uso exclusivo del inspector del USDA. Estas regulaciones favorecen a los grandes mataderos industriales, que pueden distribuir los costes de conformidad entre los millones de animales que procesan cada año, a expensas de empresas artesanales como Polyface.

El hecho de que Polyface pueda demostrar que sus pollos tienen niveles mucho más bajos de bacterias que los de supermercado (Salatin ha sometido a ambos a examen en un laboratorio independiente) tampoco es suficiente a ojos de los inspectores. Las regulaciones del USDA explican de forma muy precisa qué clase de instalación y de sistema están permitidos, pero no establecen cuál es el nivel máximo de patógenos en un alimento (para eso haría falta que el USDA pudiese retirar la carne de los mataderos que no cumpliesen con esos estándares, para lo que, aunque parezca increíble, carece de autoridad). «Estaría encantado de someter mis pollos a un hisopado para detectar la presencia de salmonela, listeria, campilobacterias o lo que quieras, pero ¡el USDA se niega a establecer ninguna clase de baremo!» No era el mejor de los temas para tratar durante el desayuno, pero una vez que Joel empezó a meterse con el gobierno, no hubo forma de pararlo. «Limítate a decirme dónde está la línea de meta y ya averiguaré cuál es la mejor manera de llegar a ella.»

El cobertizo de proceso en cuestión parece una especie de cocina para exteriores colocada sobre una plancha de cemento y protegida de los elementos (de algunos de ellos) por un tejado de láminas de metal afianzado sobre unos postes de madera de acacia. Dispuestos en herradura a lo largo de su contorno hay encimeras y fregaderos de acero inoxidable, un tanque de escaldado, una desplumadora y un conjunto de conos metálicos para mantener a las aves boca abajo mientras están siendo sacrificadas y desangradas. No es difícil entender por qué un matadero abierto como este provocaría el berrinche de los inspectores del USDA.

«No tengas la menor duda, estamos en guerra con los burócratas, a quienes nada les gustaría más que dejarnos fuera del negocio.» Tal vez Joel estuviese siendo un poco paranoico a este respecto, no lo sé; los idilios pastoriles siempre se han visto asediados por la amenaza de malignas fuerzas externas, y en esta granja ese papel lo interpretan el gobierno y las grandes compañías procesadoras a cuyos intereses sirven. Joel me dijo que los inspectores estatales habían intentado cerrar su explotación de proceso de pollos más de una vez, pero hasta el momento había conseguido eludirlos.

Era un poco temprano para escuchar las diatribas de un populista de la pradera, pero estaba claro que no iba a quedarme más remedio. «El USDA está siendo utilizado por el complejo empresarial global para obstaculizar el movimiento en pro de la comida limpia. Pretenden cerrar todas las procesadoras de carne excepto las más grandes en nombre de la bioseguridad. Todos los estudios gubernamentales realizados hasta la fecha han demostrado que los culpables de que en este país estemos sufriendo una epidemia de enfermedades transmitidas por los alimentos son la producción centralizada, el proceso centralizado y el transporte de los alimentos a larga distancia. Lo lógico sería pensar que quisieran descentralizar el sistema alimentario, sobre todo después del 11-S. ¡Pues no! En lugar de eso prefieren irradiarlo todo.»

Para cuando terminamos de desayunar, un par de coches habían aparcado en la entrada: dos mujeres del sur del estado que habían leído Pastured Poultry Profit$ y querían aprender a procesar pollos, y uno o dos vecinos a los que Joel suele contratar cuando necesita ayuda extra en día de proceso. Joel me comentó una vez que consideraba la buena disposición de los vecinos a trabajar para su negocio como la auténtica señal de su sostenibilidad, de que operaba social, económica y ambientalmente en la escala adecuada.

«Es otra de las razones por las que no criamos cien mil pollos. No se trata solo de que la tierra no podría asumirlo, sino de que la comunidad tampoco podría. Si procesásemos seis días a la semana, tendríamos que hacer lo mismo que los colegas industriales: traer a un montón de temporeros, porque no hay nadie por aquí que quiera destripar pollos todos los días. La escala es lo que marca la diferencia.»

Después de unos cuantos minutos de cháchara entre vecinos, todo el mundo se dirigió a sus respectivos puestos en el cobertizo de proceso. Yo me presenté voluntario para acompañar a Daniel, designado verdugo, en el primer puesto de la cadena. ¿Por qué? Porque había estado temiendo la llegada de este momento durante toda la semana y quería superar ese miedo. Nadie había insistido en que yo sacrificase personalmente un pollo, pero tenía curiosidad por saber cómo se hacía y ver si yo mismo sería capaz de hacerlo. Cuanto más sabía acerca de la cadena alimentaria, más obligado me sentía a examinar detenida y profundamente cada una de sus partes. Me parecía que no era mucho pedir a un consumidor de carne —que es lo que era y sigo siendo— que al menos una vez en la vida asumiese alguna clase de responsabilidad directa en la matanza de la que depende su consumo de carne.

Apilé varias jaulas de pollos en el rincón junto a los conos de matanza y mientras Daniel afilaba sus cuchillos empecé a sacar los pollos de las jaulas y a colocarlos boca abajo en los conos, que tienen una abertura en el fondo para la cabeza. Sacar de la jaula las aves, que no paraban de piar, era de hecho la parte más difícil; una vez insertados en los conos, que les impedían aletear, los pollos permanecían en silencio. Cuando los ocho conos estuvieron llenos, Daniel cogió la cabeza de uno de los pollos entre los dedos pulgar e índice y la mantuvo inmovilizada. Suavemente la giró un cuarto de vuelta y a continuación seccionó con el cuchillo la arteria que está al lado de la tráquea del ave. Del corte manó un río de sangre que palpitaba levemente mientras fluía a través de un embudo metálico al interior de un cubo. Daniel me explicó que lo deseable es seccionar únicamente la arteria, no la cabeza, para que el corazón continúe latiendo y bombee la sangre al exterior. El ave daba sacudidas en su cono y sus patas amarillas bailaban espasmódicamente.

Resultaba duro presenciar aquello. Me dije que los espasmos eran involuntarios, y probablemente lo fuesen. Me dije que las aves que esperaban su turno aparentemente no tenían la menor idea de lo que estaba ocurriendo en el cono de al lado. Me dije que, una vez degolladas, su sufrimiento era breve. Sin embargo, pasaron unos cuantos minutos interminables hasta que los espasmos cesaron. ¿Podían oler la sangre en las manos de Daniel? ¿Reconocer el cuchillo? No tengo ni idea, pero las aves que esperaban su turno no parecían asustadas, así que encontré consuelo en su ignorancia. Pero, sinceramente, no tienes mucho tiempo para estas reflexiones, porque estás trabajando en una cadena de montaje (o de desmontaje, en realidad) que funciona a un ritmo determinado que pronto te domina tanto el cuerpo como la mente. En unos minutos los primeros ocho pollos habían sido desangrados y trasladados al tanque de escaldado. Daniel estaba pidiendo ocho más y yo tuve que darme prisa para no quedarme rezagado.

Después de que yo introdujese en los conos y él sacrificase varios lotes, Daniel me ofreció el cuchillo. Me mostró cómo mantener la pequeña cabeza del pollo en V entre mi pulgar y mi dedo índice, cómo girarla para exponer la arteria y evitar la tráquea, y cómo seccionarla moviendo el cuchillo hacia mí por un punto situado justo debajo del cráneo. Como soy zurdo, cada paso tenía que llevarlo a cabo al revés, lo que hizo que nos armáramos un lío, con el consiguiente y exasperante retraso. Examiné los morados ojos del pollo y, gracias a Dios, no vi rastro de miedo. Sujetando su cabeza con la mano derecha, apliqué el cuchillo sobre la parte izquierda del cuello. Me preocupaba no cortar con la suficiente fuerza, lo que habría prolongado el sufrimiento del ave, pero no había motivo para ello: la hoja estaba afilada y cortó con facilidad a través del blanco plumaje, que inmediatamente se tiñó de un rojo brillante. Antes de que pudiese soltar la súbitamente lacia cabeza del pollo, mi mano se empapó con un borbotón de sangre cálida. De algún modo una gotita errante salpicó el cristal de mis gafas, dejando tras de sí una diminuta mancha roja que empañó mi campo de visión el resto de la mañana. Daniel dio su aprobación a mi técnica y, al detectar la gota de sangre en mis gafas, me ofreció un último consejo: «La primera regla de la matanza del pollo es que si alguna vez sientes que tienes algo en el labio es mejor no lamerlo». Daniel sonrió. Se ha dedicado a matar pollos desde los diez años y no parece importarle.

Daniel me señaló el siguiente cono; al parecer aún no había terminado. Al final maté alrededor de una docena de pollos antes de pasar a otro puesto. Llegué a hacerlo bastante bien, aunque en una o dos ocasiones practiqué cortes demasiado profundos que casi terminaron por seccionar la cabeza al completo. Después de un rato el ritmo de trabajo se impuso a mis recelos y pude seguir matando sin pensar en otra cosa que no fuese mi técnica. No le dediqué tanto tiempo para que el sacrificio de pollos se convirtiese en algo rutinario, pero poco a poco el trabajo empezó a hacerse mecánico y esa sensación, quizá más que cualquier otra, resultaba desconcertante: sorprende la rapidez con la que puedes acostumbrarte a cualquier cosa, sobre todo cuando la gente que te rodea no le da la menor importancia. En cierto sentido, el aspecto moralmente más problemático del sacrificio de pollos es que pasado un rato deja de ser moralmente problemático.

Cuando Daniel y yo nos adelantamos al tanque de escaldado, que solo podía albergar unas pocas aves cada vez, me alejé del área de matanza para tomarme un respiro. Joel me dio una palmadita en la espalda por haber asumido mi turno en los conos. Le dije que matar pollos no era algo que me gustaría hacer todos los días.

«Nadie debería —me dijo Joel—. Por eso en la Biblia los sacerdotes echaban a suertes quién debía dirigir el ritual de la matanza y hacían que el trabajo rotase cada mes. Matar pollos te deshumaniza si tienes que hacerlo todos los días.» Temple Grandin, la experta en manejo animal que ayudó a diseñar muchos mataderos, ha escrito que no es raro que los matarifes a jornada completa se conviertan en sádicos. «Procesar únicamente unos cuantos días al mes supone que podamos pensar de verdad en lo que estamos haciendo —aseguró Joel— y que seamos tan cuidadosos y humanos como sea posible.»

Como ya había tenido bastante en la sección de matanza, después de mi pausa me dirigí a otro puesto de la cadena. Una vez muertos y desangrados, Daniel entregaba los pollos cogidos por las patas a Galen, que los dejaba caer en el escaldador, un tanque provisto de unas palas móviles que sumergen las aves moviéndolas arriba y abajo en el agua caliente para despojarlas de las plumas. Los pollos salen del tanque empapados y con aspecto marchito, como guiñapos húmedos con pico y patas. A continuación pasan a la desplumadora, un cilindro de acero inoxidable que parece una lavadora de carga superior con docenas de púas de goma que sobresalen de sus costados. Los pollos se centrifugan a gran velocidad y se frotan contra esas púas sólidas que les arrancan las plumas. En ese momento los pollos dejan de parecer animales muertos y empiezan a parecer comida.

Peter sacó las aves de la desplumadora, les arrancó las cabezas y les cortó las patas antes de pasárselas a Galen para que las destripase. Me uní a él en su puesto y me mostró cómo hacerlo, dónde practicar la incisión con el cuchillo, cómo meter la mano en la cavidad sin desgarrar demasiada piel y cómo mantener el tracto digestivo intacto mientras sacas de su vientre el puño lleno de vísceras calientes. Cuando las vísceras se desparramaron sobre la encimera de acero inoxidable, empezó a nombrar sus partes: buche, molleja, vesícula (que hay que tener cuidado de no perforar), hígado, corazón, pulmones e intestinos (con cuidado de nuevo); después me enseñó cuáles eran los órganos que se reservaban para la venta y cuáles había que echar al cubo de los despojos que estaba a nuestros pies. Las vísceras eran inesperadamente hermosas, desplegaban toda una brillante paleta de colores, desde el azul acerado de las estrías del músculo del corazón hasta el lustroso chocolate con leche del hígado, pasando por el mostaza apagado de la vesícula. Sentía curiosidad por ver la molleja, ese órgano similar al estómago donde el pollo se sirve de las piedrecitas que ha ido tragando para triturar la comida después de que esta pase por el buche. Abrí una hendidura en la compacta y sólida nuez que es la molleja y encontré en su interior diminutos fragmentos de piedra y una brillante y verde hoja de hierba plegada como un acordeón. No había en ella ningún insecto, pero su contenido compendiaba lo que era la cadena alimentaria de Polyface: pastos en camino de convertirse en carne.

La evisceración no se me dio muy bien; mis torpes manos abrieron brechas inaceptablemente grandes en la piel de los pollos, lo que les daba un aspecto harapiento, y perforé accidentalmente una vesícula y dejé escapar un fino hilo de bilis amarilla sobre el cuerpo sin vida del pollo que tuve que enjuagar meticulosamente. «Después de destripar unos cuantos miles de pollos —me dijo Galen con sequedad después de que echase a perder otro pollo— o llegas a hacerlo realmente bien o dejas de destripar pollos.» Estaba claro que a Galen se le daba realmente bien y por lo visto disfrutaba con el trabajo.

Todo el mundo charlaba mientras estaba manos a la obra y en la mañana había algo del sabor de otros tiempos, o así lo imaginaba yo, cuando la gente se reunía para levantar un granero o desenvainar el maíz en noviembre: personas que solían trabajar en solitario y que tienen la oportunidad de visitarse las unas a las otras para hacer algo útil. La mayor parte del trabajo era sucio y desagradable, pero daba pie a la conversación, y tampoco le ibas a dedicar tanto tiempo para aburrirte o acabar dolorido. Y al final de la mañana tenías algo que enseñar, mucho más que si hubieses trabajado en solitario. En poco más de tres horas había unos trescientos pollos flotando en el agua helada del gran tanque de acero. Cada uno de ellos había pasado de ser un animal cacareante a convertirse en un pollo listo para meter en el horno, de los conos de matanza al tanque de almacenamiento en diez minutos más o menos.

Mientras limpiábamos y fregábamos las mesas para eliminar la sangre y lavábamos el suelo con mangueras, empezaron a llegar algunos clientes a recoger sus pollos. Fue entonces cuando comencé a darme cuenta de lo moralmente poderosa que es la idea de un matadero al aire libre. Los clientes de Polyface saben que en día de matanza tienen que ir por la tarde, pero nada les impide aparecer antes y ver cómo sacrifican su cena; de hecho se les permite presenciarlo si así lo desean y de vez en cuando alguno lo hace. Esta transparencia, más que cualquier ley o regulación del USDA, es la mejor garantía de que la carne que están comprando se procesa limpia y respetuosamente.

«No se puede regular la integridad», suele decir Joel; la única responsabilidad genuina proviene de la relación de un productor con sus clientes y de la libertad de estos para «salir a dar una vuelta por la granja, fisgonear y husmear. Si después de ver lo que hacemos quieren comprar nuestra comida, eso no debería ser asunto del gobierno». Tal como decía del aire fresco y de la luz del sol, Joel cree que la transparencia es un desinfectante más poderoso que cualquier regulación o tecnología. Es una idea convincente. Imaginemos que los muros de todos los mataderos y explotaciones animales fuesen tan transparentes como los de Polyface —si no al aire libre, que al menos estuviesen hechos de cristal—. Muchas de las cosas que ocurren tras esos muros —la crueldad, la falta de cuidado, la mugre— simplemente tendrían que acabarse.

Los clientes recogen sus pollos del tanque y ellos mismos los meten en una bolsa antes de ponerlos en la balanza que hay en la tienda abierta al lado del cobertizo de proceso. (El hecho de que los clientes tengan que recoger y embolsar sus pollos por sí mismos mantiene la ficción de que no están comprando un producto alimenticio procesado, lo que es ilegal en una zona restringida a la agricultura. En lugar de eso, lo que compran es un ave viva, que Polyface tiene la cortesía de sacrificar y limpiar.) Comprado en la granja, un pollo de Polyface cuesta 2,05 dólares el medio kilo, por los 1,29 que se pagan en el supermercado local. Mantener ese recargo lo más bajo posible es otra de las razones de realizar el proceso en la granja. Al tener que llevar las vacas y los cerdos a la planta de proceso de Harrisonburg, se añade un dólar a cada medio kilo de carne de estos animales que Polyface vende, y dos dólares a cada medio kilo de jamón o de beicon, cuyo ahumado Joel tiene prohibido realizar por sí mismo según las regulaciones. El curado de la carne se considera manufacturación, me explicó, echando humo él mismo, y la manufacturación está prohibida en una zona restringida a la agricultura. Joel está convencido de que la «comida limpia» podría competir con la de supermercado si el gobierno eximiese a los granjeros de la maraña de regulaciones que les prohíben procesar y vender carne en la granja. En su opinión, las regulaciones constituyen el único gran impedimento para construir una cadena alimentaria local viable, y lo que está en juego es nada menos que nuestra libertad. «Si no permitimos que el gobierno nos diga qué religión tenemos que practicar, ¿por qué tendríamos que permitirle que nos diga qué clase de comida podemos comprar?» Él cree que la «libertad de comida» —la libertad de comprar una costilla de cerdo al granjero que crió ese cerdo— debería ser un derecho constitucional.

Mientras Teresa charlaba con los clientes y les cobraba, mandando de vez en cuando a Daniel o a Rachel a por una docena de huevos de la nevera o un pollo de la cámara frigorífica, Galen y yo ayudamos a Joel a compostar los despojos de pollo. Este es quizá el trabajo más asqueroso que se lleva a cabo en la granja —o en cualquier otra parte, si vamos al caso—. Sin embargo, comprobé que en Polyface incluso la manera de tratar las tripas de sus pollos es, como diría Joel, una extensión de su manera de ver el mundo.

Joel salió con el tractor para recoger un cargamento de virutas de madera de la gran pila que tiene al otro lado de la carretera mientras Galen y yo arrastrábamos cubos de casi 20 litros de sangre, tripas y plumas desde la planta de proceso hasta la pila de compost, que está a tiro de piedra de la casa. El día se estaba cargando mucho y el abigarrado montículo de virutas de madera, en cuyo interior hervían despojos amontonados en ocasiones anteriores, desprendía una auténtica peste. No era la primera vez que me topaba con una pila de compost pestilente, pero esta olía a..., en fin, exactamente a lo que era: carne podrida. Me di cuenta de que era de allí de donde provenía el aroma que de vez en cuando me había asaltado durante mi primera noche de insomnio en el remolque.

Joel descargó junto a la vieja pila virutas de madera frescas que Galen y yo rastrillamos hasta formar un amplio montículo rectangular del tamaño aproximado de una cama de matrimonio, creando una leve depresión en el centro. Volcamos en ese hueco los cubos de tripas, conformando un guiso brillante y multicolor. Añadimos encima los esponjosos montones de plumas y finalmente la sangre, que tenía ya una consistencia de pintura de pared. Para entonces Joel ya había vuelto con otro cargamento de virutas, que descargó sobre la pila. Galen se encaramó a la masa de virutas de madera con su rastrillo y yo le seguí con el mío. La capa superior estaba seca, pero se podían notar las vísceras deslizándose bajo los pies; era como caminar sobre una alfombra rellena de gelatina. Rastrillamos la superficie de la pila y salimos de allí.

La pila de compost me provocaba repulsión, pero ¿qué quería decir eso? Aparte del hedor en mis fosas nasales (del que, créanme, no era tan fácil desprenderse), la pila ofrecía un ineludible recordatorio de todo lo que implica comer pollo: la matanza, el desangrado, la evisceración. Y da igual lo bien que se enmascare o lo lejos que se esconda: ese olor a muerte —y la realidad que le da origen— proyecta su sombra sobre el consumo de cualquier carne, industrial, orgánica o como sea, es parte integrante incluso de esta herbosa cadena alimentaria pastoril cuya belleza tanto me había impresionado. Me pregunté si el asco que experimentaba no camuflaría cierta vergüenza por el trabajo de la mañana. En aquel momento no estaba seguro de si podría pensar en volver a comer pollo alguna vez.

Lo que estaba claro era que la impredecible brisa veraniega no iba a bastar para mantener alejada de mi mesa esa putrefacta montaña de tripas de pollo. Pero Joel probablemente veía esa pila bajo una luz diferente; quién sabe, a estas alturas quizá ni siquiera le resulte tan pestilente. Otra de las ventajas que Joel encuentra en el hecho de procesar los pollos en la granja es que le permite mantener en la tierra el ciclo completo de nacimiento, crecimiento, muerte y descomposición. De lo contrario, los residuos acabarían en una planta de transformación, donde se someten a altas temperaturas, se secan y se convierten en bolitas, «comida proteínica» con la que se alimenta a los cerdos, al ganado vacuno e incluso a otros pollos criados en granjas industriales, una discutible práctica que la enfermedad de las vacas locas ha hecho aún más discutible. Ese no es un sistema del que él quiera formar parte.

Es posible que Joel encuentre incluso cierta belleza en esa pila de compost, o al menos en su promesa de redención. Desde luego, no la esconde en ninguna parte. Considera las tripas de pollo, como cualquier otro «residuo» de su granja, una forma de riqueza biológica, nitrógeno que puede devolver a la tierra bloqueándolo con el carbono que ha recogido de su parcela de bosque. Al conocer lo que ocurrió con la pila del año pasado, y con todas las pilas anteriores, Joel puede ver el futuro de esta en particular de un modo que a mí se me escapa; puede ver su promesa de transustanciación de esa masa de sangre, tripas y plumas en un compost negro especialmente sustancioso y encostrado, una materia que desprenderá un insospechado aroma dulce y que, cuando llegue la primavera, estará listo para que Joel lo esparza sobre sus pastos y vuelva así a convertirse en hierba.