La comida
Comer hierba
El viernes, antes de abandonar la granja, hice acopio de lo necesario para la cena que esa noche iba a cocinar para unos viejos amigos de Charlottesville. En un principio había pensado en llenar una nevera con carne de Polyface y llevármela a California para cocinarla en casa, pero decidí que sería más congruente con todo el concepto de cadena alimentaria local comerme aquella comida sin alejarme más allá de un pequeño paseo en coche de la granja en la que se había cultivado. Después de todo, había sido el pecado de enviar carne en avión de un extremo al otro país lo que me había llevado hasta Swoope, y no me hacía gracia que Joel creyese que no había sacado el menor provecho de sus enseñanzas en toda aquella semana.
Me llevé de la cámara frigorífica dos de los pollos que habíamos matado el miércoles y una docena de los huevos que había ayudado a recoger el jueves por la tarde. También hice una parada en el invernadero y recolecté una docena de mazorcas de maíz dulce. (En atención a los trabajos que había realizado durante la semana, Joel se negó a cobrarme por la comida, pero si hubiese pagado el pollo me habría costado 2,05 dólares el medio kilo, y los huevos, 2,20 la docena, precios mucho mejores que los de Whole Foods. Esto no es comida de boutique.)
De camino a Charlottesville paré a coger unos cuantos ingredientes más, tratando en lo posible de buscar productos locales y mantener la comida virgen de códigos de barras. Para la ensalada encontré rúcula de buen aspecto cultivada en la zona. En la tienda de vinos vi una pequeña y chovinista estantería de vinos de Virginia, pero ahí dudé. ¿Hasta qué punto podía mantener el carácter local de la comida sin echarla a perder? En toda la semana no había probado ni un solo sorbo de vino y estaba realmente ansioso por catar uno decente. Había leído en alguna parte que la elaboración de vinos en Virginia estaba «alcanzando su mejor momento», pero ¿no es eso lo que siempre dicen? Entonces encontré un viognier por 25 pavos, el vino de Virginia más caro que jamás había visto. Lo interpreté como un signo de auténtica confianza en sí mismo por parte de alguien y añadí la botella a mi carro.
También necesitaba un poco de chocolate para el postre que tenía en mente. Por suerte el estado de Virginia no produce mucho chocolate que digamos, así que era libre de ir en busca de las delicias belgas sin ningún remordimiento. De hecho, incluso los más fervientes defensores de la comida local aceptan una «cuenca alimentaria» (un término referido a la cadena alimentaria regional que la compara con una cuenca) para intercambiar aquellos bienes que no pueda producir de manera local —café, té, azúcar, chocolate—, una práctica que precede a la globalización de nuestra cadena alimentaria en unos cuantos miles de años. (Uf, menos mal...)
A lo largo de la semana había estado pensando en qué debería cocinar; gracias a la diversa oferta de la granja tenía mucho donde elegir. Recapitulando, sabía que después de tanto oír hablar a los chefs de sus propiedades mágicas quería hacer un postre a base de huevos de Polyface. Un soufflé de chocolate, que hasta cierto punto tiene algo de mágico, parecía la elección más obvia. Para el acompañamiento de la comida ni siquiera había que pensar: maíz dulce. Pero ¿qué carne debía servir? Como que aún estábamos en junio, en Polyface no había carne fresca de vacuno ni de cerdo ni de pavo; Joel no empezaría a sacrificar bueyes y pavos hasta finales de verano, y la matanza de los cerdos comenzaría en otoño. En la cámara frigorífica había ternera y cerdo congelados de la temporada anterior, pero prefería cocinar algo fresco. El conejo me parecía arriesgado; no tenía ni idea de si a Mark y a Liz les gustaba y era poco probable que sus hijos se comiesen lo que consideran una mascota. Así que solo quedaba el pollo, el animal con el que más había llegado a intimar aquella semana. Lo que, sinceramente, me hacía sentir leves vahídos. ¿Iba a ser capaz de disfrutar comiendo pollo cuando solo unos días antes me había dedicado a matarlos en el cobertizo de proceso y a echar sus tripas a la pila de compost?
Esos vahídos quizá explican por qué al final decidí elaborar un plato que constaba de varios pasos. Cuando llegué a casa de Mark y Liz, todavía faltaban unas cuantas horas para la cena, así que tenía tiempo suficiente para marinar el pollo. Corté las dos aves en ocho partes y las sumergí en un baño de agua, sal kosher, azúcar, una hoja de laurel, un chorro de salsa de soja, un diente de ajo y un puñadito de granos de pimienta y semillas de cilantro. Mi intención era asar lentamente las piezas de pollo en un fuego de leña, y la marinada —que hace que la carne absorba la humedad y descomponga las proteínas que la pueden endurecer durante su asado— evitaría que se secasen.
Pero la marinada (al igual que el hecho de trocear las aves) prometía asimismo hacer algo más, no solo por la carne, sino también por mí: pondría un poco de distancia entre la comida y la matanza del miércoles, cuyos aromas todavía estaban alojados en mis fosas nasales. Uno de los fines que perseguimos al cocinar carne (además de hacerla más sabrosa y fácil de digerir) es el de civilizar, o sublimar, lo que en el fondo es una transacción brutal entre animales. El antropólogo Claude Lévi-Strauss describía el trabajo de la civilización como un proceso de transformación de lo crudo en cocinado, de la naturaleza en cultura. En el caso de esos pollos en particular, a cuya matanza y evisceración había contribuido personalmente, la marinada marcaría el comienzo de la transformación incluso antes de encender el fuego en el que serían cocinados. Una salmuera limpia la carne, tanto literal como metafóricamente, lo que quizá explica por qué las leyes kosher —la manera que tiene una cultura de aceptar la matanza y el consumo de animales— insisten en el salado de la carne.
Pasadas unas cuantas horas, retiré las piezas de pollo, las enjuagué y, a continuación, las extendí para que se secasen durante una o dos horas, de tal forma que la piel, ahora algo empapada, pudiese tostarse bien. Como Mark y Liz tenían una barbacoa de gas, tuve que simular un fuego de leña, así que corté un par de ramitas de su manzano, les quité las hojas y las coloqué en la parte de arriba de la parrilla, donde la leña recién cortada ardería sin quemarse. Bajé el gas y, después de untar las piezas de pollo con un poco de aceite de oliva, las coloqué en la parrilla entre las ramas de manzano, dejando un poco de espacio para añadir después el maíz.
Mientras el pollo se asaba despacio ahí fuera, me puse a trabajar en la cocina elaborando el soufflé con Willie, el hijo de doce años de Mark y Liz. Mientras Willie fundía el chocolate en un cazo, yo separaba las yemas de las claras. Las yemas tenían un precioso tono naranja zanahoria y realmente poseían una firmeza extraordinaria; separarlas de las claras estaba tirado. Después de añadir una pizca de sal, empecé a batir las claras; en unos minutos su textura traslúcida dejó paso a unas lomas suaves y redondeadas de un blanco brillante, momento en el que, según Julia Child, hay que empezar a añadir azúcar y poner la batidora a la máxima potencia. Las claras doblaron entonces rápidamente su volumen y después volvieron a doblarlo conforme miles de millones de bolsitas microscópicas de aire se formaban entre las proteínas del huevo, cada vez más espesas. Si todo iba conforme a lo previsto, cuando el calor del horno provocase la expansión de esas bolsitas de aire, el soufflé subiría. Una vez que las claras hubieron formado un denso y escarpado paisaje nevado, paré. Willie ya había mezclado las yemas con el chocolate fundido, así que incorporamos ese espeso jarabe a mis claras y a continuación vertimos la esponjosa y oscura mezcla en una bandeja para soufflés y la reservamos. Comprendí por qué los chefs pasteleros de Charlottesville ponían los huevos de Polyface por las nubes: lo que Joel denominaba su «tono muscular» hacía que trabajar con ellos fuese pan comido.
Willie y yo salimos a la terraza con el maíz para deshojarlo. Las mazorcas eran tan frescas que las vainas chirriaban al pelarlas. Le comenté a Willie que toda nuestra comida sería una celebración del pollo, no solo el plato principal, cuyo aroma nos llegaba desde la parrilla en la que se estaba asando suavemente, sino también el soufflé, con su media docena de huevos, e incluso ese maíz, que tal como le expliqué había crecido en un profundo lecho de estiércol de gallina compostado. Probablemente no es la clase de detalles que te gustaría que se mencionasen en un menú, pero Willie estuvo de acuerdo en que había algo bastante ingenioso en aquella alquimia, en el hecho de que una planta pudiese transformar mierda de gallina en algo tan dulce, sabroso y dorado como una mazorca de maíz.
El maíz en cuestión era golden bantam, una antigua variedad introducida en 1902, mucho antes de que los hibridadores averiguasen cómo amplificar la dulzura del maíz dulce. El cambio trascendental en la genética de nuestro maíz es producto de una cadena alimentaria industrial que exige verduras capaces de resistir un viaje por carretera a lo largo de todo el país tras su recogida, de tal modo que estén disponibles en todas partes durante todo el año. Esto era especialmente problemático en el caso del maíz, cuyos azúcares empiezan a transformarse en almidón en cuanto se recoge. Así que a comienzos de los años sesenta los cultivadores descubrieron un modo de introducir copias extras de los genes responsables de la producción de azúcares. Sin embargo, algo se desvaneció en el paso del maíz de lo local a lo cosmopolita: los granos perdieron la mayor parte de su cremosidad, y su sabor específico se vio aplastado por una dulzura genérica y unidimensional. Las necesidades de una larga cadena alimentaria industrial quizá justifiquen ese sacrificio, pero cuando tienes la posibilidad de comer maíz recogido tan solo unas horas antes de la cena, esa justificación desaparece. A no ser, claro, que la dieta industrial de azúcares fáciles de degustar haya empobrecido tu paladar y no puedas apreciar la terrosa dulzura del maíz, que ahora tiene que competir con cosas como los refrescos.
En varias ocasiones había preparado en casa prácticamente la misma receta, utilizando los mismos ingredientes básicos, pero en cierto modo, de una manera invisible, no se trataba en absoluto de la misma comida. Más allá del intenso color de sus yemas, estos huevos eran muy parecidos a otros huevos, y el pollo se parecía a cualquier otro pollo, pero el hecho de que los animales en cuestión hubiesen vivido al aire libre, en pastos y no en una nave, alimentados con grano, distinguía a esa carne y esos huevos de un modo importante y mensurable. Un número cada vez mayor de investigaciones científicas indica que el pasto modifica sustancialmente el perfil nutricional del pollo y los huevos, así como el de la carne de vacuno y la leche. La pregunta que planteábamos acerca de la comida orgánica —¿es mejor que la convencional?— resulta mucho más fácil de responder en el caso de los alimentos que proceden de animales criados con hierba.
Las grandes cantidades de betacaroteno, vitamina E y ácido fólico presentes en la hierba verde llegan a la carne de los animales que comen esa hierba (los carotenoides son los que aportan el color zanahoria a esas yemas), lo que tal vez no resulte sorprendente. Esa carne también tendrá bastante menos grasa que la de los animales alimentados exclusivamente con grano, lo que tampoco es ninguna sorpresa, en vista de lo que sabemos sobre las dietas altas en carbohidratos (y sobre el ejercicio, algo que los animales criados en pastos de hecho realizan). Pero todas las grasas no son creadas iguales; las grasas poliinsaturadas son mejores para nosotros que las saturadas y ciertas grasas insaturadas son mejores que otras. Por lo que se ve, las grasas producidas en la carne de los animales que comen hierba son las mejores para nuestra alimentación.
Esto no es algo casual. Si consideramos la alimentación humana desde una perspectiva amplia, los humanos evolucionamos para comer el tipo de alimentos que tenían a su disposición los cazadores-recolectores, cuyos genes, en su mayor parte, hemos heredado y cuyos cuerpos (más o menos) seguimos habitando. Los humanos hemos tenido menos de diez mil años —un suspiro evolutivo— para acostumbrar nuestros cuerpos a la comida procedente de la agricultura, y en lo que respecta a nuestros cuerpos la comida que proviene de la agricultura industrial —una dieta basada en gran medida en un pequeño puñado de granos básicos, como el maíz— sigue siendo una novedad biológica. La dieta de los animales criados al aire libre y alimentados con hierba se parece mucho más a la de los animales salvajes que los humanos hemos venido comiendo al menos desde la era paleolítica que a la de los animales alimentados con grano, de los que hace muy poco que empezamos a alimentarnos.
Por tanto, tiene sentido desde el punto de vista evolutivo que la carne de animales criados con pasto, cuyo perfil nutricional se parece al de los animales salvajes, sea mejor para nosotros. La carne, la leche y los huevos procedentes de animales alimentados con hierba contienen una menor cantidad total de grasa y menos grasas saturadas que los mismos alimentos procedentes de animales alimentados con grano. Los animales criados en pastos también contienen ácido linoleico conjugado (ALC), un ácido graso que, según estudios recientes, puede contribuir a reducir el peso y a prevenir el cáncer, y que no aparece en los animales de cebadero. Pero lo que quizá sea más importante es que la carne, los huevos y la leche procedentes de animales criados en pastos también contienen niveles más altos de omega-3, los ácidos grasos esenciales producidos en las células de las plantas verdes y las algas que desempeñan un papel indispensable en la salud humana, y sobre todo en el crecimiento y la salud de las neuronas, las células cerebrales (es importante reseñar que el pescado contiene niveles más elevados de los omega-3 más valiosos que los animales terrestres, pero los animales alimentados con hierba aportan cantidades notables de omega-3 tan importantes como el ácido alfa-linolénico [ALA]). Aún quedan muchas investigaciones por realizar acerca del papel de los omega-3 en la dieta humana, pero los hallazgos preliminares son significativos: los investigadores informan de que las mujeres embarazadas que reciben suplementos de omega-3 dan a luz a bebés con mayor cociente intelectual, los niños que llevan dietas bajas en omega-3 presentan más problemas de conducta y aprendizaje en el colegio, y las mascotas alimentadas con dietas altas en omega-3 han demostrado ser más fáciles de adiestrar. (Todas estas afirmaciones proceden de documentos presentados en un simposio de la Sociedad Internacional para el Estudio de los Ácidos Grasos y los Lípidos celebrada en 2004.)
Uno de los cambios más importantes, aunque inadvertido, que ha experimentado la dieta humana en la era moderna tiene que ver con la proporción entre ácidos omega-3 y omega-6, el otro ácido graso esencial de nuestra comida. El omega-6 se produce en las semillas de las plantas; el omega-3, en las hojas. Como sus propios nombres indican, ambos tipos de grasa son esenciales, pero los problemas surgen cuando se desequilibran (de hecho, hay estudios que indican que la proporción de estas grasas en nuestra dieta puede ser más importante que su cantidad). Una mayor proporción de omega-6 respecto a omega-3 puede contribuir a la aparición de enfermedades cardíacas, probablemente porque el omega-6 ayuda a la coagulación de la sangre, mientras que el omega-3 ayuda a su circulación (el omega-6 es un inflamatorio; el omega-3, un antiinflamatorio). Como que nuestra dieta —y la dieta de los animales que comemos— dejó de basarse en plantas verdes para hacerlo en grano (de la hierba al maíz), la proporción de omega-6 respecto a omega-3 ha pasado de ser aproximadamente de uno a uno (en la dieta de los cazadores-recolectores) a más de diez a uno (el proceso de hidrogenación del aceite también elimina los omega-3). Quizá algún día lleguemos a considerar esta conversión uno de los cambios más nocivos provocados por la industrialización de nuestra cadena alimentaria. Fue un cambio que nos pasó desapercibido, puesto que la importancia de los omega-3 no fue reconocida hasta los años setenta. Como en el caso de nuestro imperfecto conocimiento del suelo, los límites de nuestro conocimiento de la nutrición han oscurecido lo que la industrialización de la cadena alimentaria está provocando en nuestra salud. Pero los cambios en el contenido en grasas de nuestra dieta pueden ser los responsables de muchas de las enfermedades de la civilización —dolencias cardíacas, diabetes, obesidad, etcétera— que durante mucho tiempo se vincularon a los hábitos modernos de alimentación, así como de los problemas de aprendizaje y conducta de los niños y de la depresión en los adultos.
Las investigaciones en esta área prometen poner patas arriba un montón de ideas comúnmente aceptadas sobre la nutrición. Indican, por ejemplo, que el problema de comer carne roja —durante mucho tiempo asociada a las enfermedades cardiovasculares— quizá tenga menos que ver con el animal en cuestión que con su dieta (esto explicaría por qué hoy en día hay pueblos de cazadores-recolectores que comen mucha más carne roja que nosotros sin sufrir las consecuencias cardiovasculares). En la actualidad el salmón de piscifactoría está siendo alimentado como el ganado de cebadero, con grano, con el previsible resultado de que sus niveles de omega-3 descienden por debajo de los del pescado salvaje. (El pescado salvaje contiene niveles especialmente altos de omega-3 porque la grasa se concentra conforme sube por la cadena alimentaria desde las algas y el fitoplancton que la crearon.) La sabiduría popular en torno a la nutrición sostiene que el salmón es siempre mejor para nosotros que la carne de vacuno, pero esta opinión da por supuesto que la carne de vacuno procede de animales alimentados con grano y que el salmón se alimenta de krill; si se engorda el buey con hierba y el salmón con grano, en realidad nos convendría más comer la carne del buey. (Las reses acabadas con hierba tienen una proporción de omega-6 respecto a omega-3 de dos a uno, frente a la de más de diez a uno que se encuentra en la carne de las que se alimentan con maíz.) La especie animal que estás comiendo puede tener menos importancia que lo que comió el animal que estás comiendo.
El hecho de que la calidad nutricional de un alimento determinado (y del alimento de ese alimento) pueda variar no solo en grado, sino también en clase, echa por tierra la premisa en la que se apoya la cadena alimentaria industrial, según la cual buey es buey y salmón es salmón. Arroja asimismo una nueva luz sobre la cuestión del coste, porque si la calidad tiene hasta tal punto más importancia que la cantidad, el precio de un alimento quizá tenga poco que ver con el valor de los nutrientes que contiene. Si lo que el consumidor busca cuando va a comprar huevos es en realidad unidades de omega-3, betacaroteno y vitamina E, le saldrá más a cuenta pagar los 2,20 dólares que cuesta la docena de huevos de las gallinas criadas en pastos de Joel que los 0,79 dólares que cuesta una docena de huevos industriales en el supermercado. Mientras un huevo siga pareciéndose a otro, las gallinas a otras gallinas y la carne de vacuno a la carne de vacuno, la sustitución de cantidad por calidad pasará desapercibida a la mayor parte de los consumidores, pero para cualquiera que disponga de un microscopio de electrones o de un espectrómetro de masas está cada vez más claro que en realidad no se trata de la misma comida.
Vale, pero ¿qué pasa con alguien que está equipado con un juego más o menos estándar de papilas gustativas humanas? ¿Hasta qué punto un pollo criado en pastos sabe distinto? Desde luego, olía de maravilla cuando levanté la tapa de la barbacoa para incorporar el maíz. El pollo se estaba dorando estupendamente, su piel empezaba a parecer crujiente y a adquirir los tonos tostados de la leña lubricada. El maíz, que aliñé con un poco de aceite de oliva, sal y pimienta, estaría listo en tan solo unos minutos; bastaba con que se calentase y que sus granos dispersos se dorasen. El dorado de la piel del pollo y el del maíz tenían un aspecto similar, pero en realidad se debían a reacciones químicas completamente distintas, reacciones que contribuían a crear sus sabores y aromas. El maíz se iba caramelizando conforme el calor iba deshaciendo sus azúcares, que daban lugar a compuestos aromáticos más complejos y dotaban la dulzura del maíz de una dimensión ahumada. Mientras tanto la piel del pollo estaba sufriendo lo que los químicos denominan la «reacción de Maillard», según la cual los carbohidratos del pollo reaccionan al calor seco con ciertos aminoácidos para crear un conjunto de compuestos aún más grandes y complejos que, al incluir átomos de azufre y nitrógeno, aportan a la carne un aroma y un sabor más sustancioso y carnoso. Así es al menos como un químico explicaría lo que yo estaba viendo y oliendo en la parrilla mientras daba la vuelta al maíz y los pedazos de pollo, y empezaba a sentirme cada vez más hambriento.
Cuando el maíz terminó de tostarse, retiré el pollo de la parrilla y lo dejé reposar. Unos minutos después llamé a todo el mundo a la mesa. Normalmente me habría sentido algo raro siendo a la vez invitado y anfitrión, pero Mark y Liz son tan buenos amigos que resultaba de lo más natural cocinar para ellos en su propia casa. Con esto no quiero decir que no experimentase la habitual aprensión del cocinero antes de la cena, incrementada en este caso por el hecho de que Liz es una excelente cocinera y tiene opiniones muy definidas sobre la comida. Desde luego, no había olvidado aquella vez que arrugó la nariz y apartó un filete de Polyface que le serví. La carne de reses alimentadas con hierba está aromatizada por los pastos en los que crece, habitualmente —aunque no siempre— para bien. A mí me supo a gloria.
Pasé las fuentes de pollo y maíz, y propuse un brindis. En primer lugar di las gracias a mis anfitriones a la vez que invitados, después a Joel Salatin y su familia por haber producido la comida que teníamos delante (y por regalárnosla) y finalmente a los pollos, que de una u otra forma nos habían proporcionado todo lo que estábamos a punto de comer. Supongo que aquella era mi versión laica de la bendición de la mesa, reconocer las deudas materiales y kármicas en las que esa comida había incurrido, deudas que percibía con más intensidad de lo habitual.
«En el primer plato, al comenzar la sesión —escribe Brillat-Savarin en el capítulo “Del placer de la mesa” en Fisiología del gusto— cada cual come con avidez, sin hablar ni atender a lo que pueda decirse.» Y eso es lo que hicimos, aparte de algún que otro murmullo de satisfacción entre dientes. No tengo ningún problema en decir que el pollo no era de este mundo. La piel había adquirido un color caoba y una textura apergaminada, casi como un pato Pekín, y la carne era jugosa, densa y casi escandalosamente sabrosa. Podía percibir el sabor de la marinada y la madera de manzano, por supuesto, pero también el del propio pollo, que no se limitaba a resistir frente a la fuerza de los otros sabores. Quizá no parezca gran cosa como cumplido, pero para mí aquel pollo sabía y olía exactamente a pollo. Liz dio su aprobación en términos similares, declarándolo «el más pollo de los pollos». Con lo que supongo que queríamos decir que se ajustaba a la idea de Pollo en mayúsculas que tenemos en la cabeza, pero que ya rara vez podemos probar. ¿Y a qué se debía aquello? ¿A la hierba? ¿A las larvas? ¿Al ejercicio? Sé lo que Joel habría respondido: cuando los pollos consiguen vivir como pollos, también saben a pollo.
La calidad de los sabores de todo el resto de las cosas que había en la mesa venía a decirnos algo similar: el maíz tostado y la ensalada de rúcula aderezada con limón, incluso el aterciopelado viognier, sabían a sí mismos de un modo casi exuberante, y esos sabores formaban una brillante secuencia de colores primarios. No había nada de sutil en aquella comida, pero todo en ella exhibía su sabor característico.
Todos sentían curiosidad por que les hablase de la granja, sobre todo después de haber probado la comida que había salido de ella. Matthew, que tiene quince años y es vegetariano (se limitó a probar el maíz), tenía muchas más preguntas sobre la matanza de los pollos de las que yo consideraba adecuado responder en la mesa. Pero sí hablé sobre mi semana en la granja, sobre los Salatin y sus animales. Les expliqué todo el sinérgico ballet de pollos, vacas, cerdos y hierba sin entrar en cuestiones concretas relacionadas con el estiércol, las larvas y las tripas compostadas que hacían funcionar todo ese baile. Afortunadamente todo aquello, incluidos los conos de matanza, había pasado a un segundo plano en mi mente, rebajado por el dulce aroma ahumado de la comida, que fui capaz de disfrutar a fondo.
El vino, inesperadamente bueno, también ayudó, como asimismo lo hizo el hecho de que la conversación en la mesa se derivase de mis aventuras a lo Paris Hilton como operario de la granja a las letras de las canciones que Willie estaba escribiendo (es, atiendan a lo que les digo, el próximo Bob Dylan), el campamento de fútbol de verano de Matthew, los libros en los que Liz y Mark estaban trabajando, la escuela, la política, la guerra..., y así los temas se iban sucediendo y alejando de la mesa en espiral, como caprichosas volutas de humo. Al estar a finales de junio, aquella tarde de viernes fue una de las más largas del año y nadie tenía prisa por terminar. Además había metido el soufflé en el horno justo cuando nos habíamos sentado, así que aún quedaba un rato para que llegara el postre.
En su capítulo, Brillat-Savarin establece una aguda distinción entre los placeres de la comida —«la sensación real y directa de una necesidad que se satisface», una sensación que compartimos con los animales— y los exclusivamente humanos «placeres de la mesa». Estos consisten en «la sensación refleja que nace de diversas circunstancias de hechos, de lugares, de cosas y de personas que acompañan la comida», y constituyen para él uno de los frutos más brillantes de la civilización. Cada comida que compartimos en una mesa da fe de esa evolución de la naturaleza a la cultura, del paso de satisfacer nuestros apetitos animales casi en silencio a ver cómo sobre nuestras cabezas aparecen bocadillos de diálogo. Los placeres de la mesa comienzan con la comida (y concretamente comiendo carne, según la opinión de Brillat-Savarin, puesto que fue la necesidad de cocinar y repartir la carne lo que nos llevó a comer juntos por primera vez), pero pueden terminar allí donde la charla nos lleve. Del mismo modo que lo crudo se convierte en cocinado, comer se convierte en compartir la mesa.
Tenía muy presentes todas estas transformaciones aquella tarde, al final de una semana de trabajo en la granja que me había puesto en un contacto más estrecho con la biología que con el arte de comer. La línea que va desde el compostaje de tripas de pollo a la gastronomía es casi inconcebiblemente larga, pero existe. Mientras hablábamos y esperábamos a que el soufflé completase su mágica elevación, el aroma del chocolate se filtró desde la cocina e inundó la casa. Cuando por fin le dije a Willie que había llegado el momento de abrir el horno y que cruzase los dedos, primero vi una sonrisa asomar a su rostro, y después, una gran corona de soufflé hincharse más allá de la ceñida cintura blanca de su plato. ¡Victoria!
Ahí teníamos la más improbable de las transformaciones. Todo soufflé tiene algo de asombroso, el hecho de que media docena de huevos aromatizados tan solo con chocolate y azúcar puedan convertirse en algo tan etéreamente Otro. La palabra «soufflé», «soplado», que se deriva del término latino que significa «insuflar», se refiere al aire en el que consiste básicamente un soufflé. Pero «soufflé» también tiene un sentido espiritual, como en «soplo de vida» (en inglés, la palabra spirit viene de «respirar»), lo que parece encajar, porque ¿hay algo en cocina que se acerque más a elevar la materia y transformarla en espíritu que un soufflé?
Aquel soufflé en particular estaba bueno, pero no excelente; su textura era algo más granulosa de lo debido, lo que me lleva a pensar que quizá debería haber invertido un poco más de tiempo en batir los huevos. No obstante, todo el mundo estuvo de acuerdo en que sabía de maravilla, y mientras enrollaba la sustanciosa aunque ingrávida elaboración en la lengua cerré los ojos y de pronto las vi: las gallinas de Joel desfilando rampa abajo desde el Eggmobile, desperdigándose por los pastos a primera hora de la mañana, allí sobre la hierba, donde aquel sublime bocado se había originado.