En esta ocasión he contado con un montón de ayuda en la cocina. En primer lugar quiero dar las gracias a Gerry Marzorati, mi viejo amigo y editor de The New York Times Magazine, quien fue el primero en sugerirme, hace cinco años, que dedicase un poco de tiempo a escribir sobre comida para la revista. Entonces ninguno de los dos lo sabía, pero me estaba indicando el camino que condujo a este libro.
Estoy especialmente agradecido a los granjeros y buscadores sobre los que escribo aquí. George Naylor, en Iowa; Joel Salatin, en Virginia, y Angelo Garro, en California, fueron mis cicerones a través de la cadena alimentaria, y me ayudaron a seguir la ruta de la comida desde la tierra hasta el plato y a guiarme en el dilema del omnívoro. Los tres me ofrecieron generosamente su tiempo, su sabiduría y su siempre excelente compañía. Gracias, también, a los cazadores y recolectores que tan amablemente aceptaron a un completo aficionado en sus expediciones: Anthony Tassinello, Bob Baily, Bob Carrou, Richard Hylton, Jean-Pierre Moulle, Sue Moore y David Evans.
Durante mi formación en el ámbito de la alimentación y la agricultura contraje muchísimas deudas. Entre mis más generosos e influyentes profesores se encuentran Joan Gussow, Marion Nestle, Fred Kirschenmann, Alice Waters, Todd Dawson, Paul Rozin, Wes Jackson y Wendell Berry. Gracias también, por su información y su perspicacia, a Bob Scowcroft, Allan Nation, Kelly Brownell, Ricardo Salvador, Carlo Petrini, Jo Robinson, David Arora, Ignacio Chapela, Miguel Altieri, Peter Hoffman, Dan Barber, Drew y Myra Goodman, Bill Niman, Gene Kahn y Eliot Coleman.
Muchas personas apoyaron la escritura de este libro de otras maneras. En California, Michael Schwarz leyó generosamente el manuscrito, me dio ánimos cuando lo necesitaba y aportó útiles sugerencias, recordándome lo buen editor que era antes de abandonar el mundo de las publicaciones por el de la televisión. En Berkeley, la facultad, el personal y los estudiantes de la Escuela de Posgrado de Periodismo, y en particular Dean Orville Schell, han creado una comunidad estimulante y alentadora en la que llevar a cabo este trabajo. Mark Danner, viejo amigo y una vez más colega, me sirvió, como siempre, de valiosa caja de resonancia. Los alumnos de mi clase sobre la cadena alimentaria me han enseñado más cosas de las que probablemente creen acerca de estos temas a lo largo de los últimos años. El Mesa Refuge, en Point Reyes Station, constituyó el marco perfecto en el que escribir y llevar a cabo la investigación para un capítulo clave. Y la John S. and James L. Knight Foundation apoyó mi investigación de modo capital.
Estoy especialmente agradecido a Chad Heeter, por su obstinada investigación y verificación de datos, por no hablar de su disposición a acompañarme en una fútil expedición en busca de sal en la bahía de San Francisco. Nathanael Johnson, Felicia Mello y Elena Conis dieron con una serie de datos escurridizos justo cuando parecía que se nos iban a escapar. Mi ayudante, Jaime Gross, contribuyó a este proyecto de muchas maneras, pero le estoy muy agradecido por su extraordinaria labor de investigación y corroboración de datos.
En Nueva York, quiero dar las gracias por su excelente trabajo y su aliento a Liza Darnton, Kate Griggs, Rachel Burd, Sarah Hutson y Tracy Locke, de Penguin Press, mi nuevo hogar editorial. Gracias a Liz Farrel, de ICM. En The New York Times Magazine, donde apareció parte del material de este libro por primera vez, me he beneficiado de la extraordinaria labor editora de Paul Tough y Alex Star, y (antes de que pasasen a otras revistas) Adam Moss y Dan Zalewski.
En una industria editorial que no destaca precisamente por su lealtad o su continuidad, he tenido la suerte de contar con la constancia tanto de mi editora como de mi agente. Este es el cuarto libro que Ann Godoff me ha editado, aunque en tres casas distintas. A estas alturas no puedo imaginar escribir un libro con nadie más, lo que probablemente explica por qué continúo siguiéndola por Manhattan. Su apoyo moral, intelectual, emocional y financiero ha sido un ingrediente capital en la elaboración de este libro. También es el cuarto libro en el que he contado con Amanda Urban como representante, una palabra que no consigue reflejar todo lo que hace para mantenerme íntegro y en el camino adecuado.
Hablando de constancia, también es la cuarta ocasión en la que he confiado en Mark Edmundson para leer y comentar el manuscrito de un libro; como siempre, su lectura y sus sugerencias editoriales, así como su juicio literario, han sido inestimables. Esta vez Mark (y su familia) ha contribuido asimismo de otra manera, al acompañarme en una de las comidas que se recogen en estas páginas. Gracias a Liz, a Willie y a Matthew por su disposición, su buen apetito y su hospitalidad.
Pero el premio a la disposición en pro de un capítulo del libro debe recaer en Judith, que compartió las dos comidas que abren y cierran respectivamente el libro —la hamburguesa de queso de McDonald’s por un lado y el cerdo salvaje por el otro—, y muchas otras cosas. A veces un libro se convierte en un miembro desagradable de la familia durante varios años, pero Judith trató este en particular con paciencia, comprensión y buen humor. Pero aún más importantes para el libro fueron sus correcciones. Desde que empecé a publicar Judith ha sido mi primera e indispensable lectora, y no hay nadie de cuyo instinto respecto a la escritura me fíe más.
Y por último, pero no por ello menos importante, está Isaac. Es el primer libro en el que Isaac era ya lo suficientemente mayor y estaba lo bastante interesado para ayudarme. Su propia visión de la comida —Isaac es la persona más melindrosa que conozco a este respecto— me ha enseñado mucho acerca del dilema del omnívoro. Aunque se negó a probar el cerdo, la contribución de Isaac a este libro —por medio de inteligentes sugerencias, estimulantes conversaciones en la mesa y, en los malos momentos, el mejor consuelo que un padre podría desear— ha sido más valiosa de lo que cree. Gracias.