8
LOS SUEÑOS DE TITANIA
El camino era tan fuliginoso como el carboncillo de un dibujante de sombras, y, el campo, una estepa oscurecida por ese lustroso raso colmado de diamantes engarzados, el que presentaba el omnipresente cielo; el silencio, a su vez, era la dulce sinfonía de la soledad absoluta, la que dominaba aquellos parajes de los que surgían unas altas y escarpadas paredes, la de una larga zona barrancosa, habitada con guaridas cavernosas y grutas donde jamás se había posado el pie del hombre.
El estrecho canal desprendía somnolencia, y un trozo de luna se reflejó en los cristales del carruaje como una Sibila1 en el propio Averno, una luna que ostentara la figura cadavérica de esas Parcas2 a quienes se vincula con la muerte.
El carruaje llegó al paradisiaco lugar estacionándose frente a la gruta; a través de la misma, Burton y Mortimer se introdujeron con la luz de sus linternas percibiendo solo el resuello de su propio aliento, pero no había nada; avanzaron bajo esa zona de concavidades o cuevas monstruosas donde la roca caía formando una gran masa de carámbanos de afiladísimas puntas, sus zancadas se sucedieron llegando rebotadas por el eco de la gruta y, esta vez, por su lado noroeste. Bajo aquellas dagas milenarias Burton se movía con tremenda inseguridad, observando en todas direcciones, le temblaba el pulso y se fijaba de reojo en el marcador de parámetros de la pantalla del mando-control, para saber la dirección precisa que debía escoger. Minutos después alcanzaron la mansión en ruinas de los von Keitel, dando a un gran patio lleno de columnas sobre un techo cóncavo de piedra. A un lado surgía la negra artería de aquella mortecina morada por donde habían arribado, Burton se movía por entre sus bloques, como si los conociera ya de antemano o hubiera estado en ellos. Vislumbró una loggia aérea o balcón corrido de la gran mansión, con una arquería de hileras y columnas altas y delgadas, que sostenían diferentes arcos.
Sus pasos y su sigilo pronto lo llevaron a unos marmolados patios de piedra y a largas arquerías, tratando de dilucidar un fantasma entre los mismos, ese dédalo ruinoso se asemejaba a una «Tebas de las cien puertas3». Burton recorrió la arquería gótica rumbo hacia el interior de la casa, mientras el cielo de Titania parecía una charca o una laguna negra por la cual surgía y rezumaba Tritón, rigiéndose bajo los influjos de los abismos del espacio.
Pero no era un día para sacar conclusiones aventuradas y raras cavilaciones, penetró escudándose lentamente por entre las pilastras que se levantaban hacia un techo bajo de la edificación, y, por las mismas, comenzó a avanzar sin levantar sospecha. Sus pies se movían con discreción, creyó estar realmente en una terrible pesadilla de la cual era difícil poder discernir la realidad de lo falso, no podía constatar la veracidad de unos acontecimientos que se estaban sucediendo con una endiablada vertiginosidad. La niebla le colapsaba los sentidos, no percibía bien su campo visual, y tenía la extraña corazonada de que alguien más estaba detrás de aquello, un nombre el cual no se atrevió a pronunciar.
Las sombras se multiplicaron en el patio, eran columnas cual guiñoles dantescos que se multiplicaban y huían entre mortificados esbozos, como una «diaspora» enloquecida de ingentes criaturas que habían estado ocultas observándole, espiándole con malicia. A Burton le vino el sobrecogimiento.
Ese tétrico ambiente, aquellas estancias tan desoladas le olían a un maquiavélico ardid, una trampa trazada de antemano, le llevaba tras una pista irrefutable, ante aquellas sobrias esquinas que rondaban sobre su conciencia como acechantes Gorgonas4.
Pero solo rondaban en su imaginación, en sus propios miedos triviales y frustraciones, en ese día o perpetuo anochecer de Titania, de desesperanza, de juego del gato y al ratón, entre una persecución alocada, ignorando qué desenlace real podría deparar.
No todo era dictaminar un futuro, pues el futuro intangible es y el cual nunca se puede pronosticar con sentido alguno, como es todo aquello que abarca lo abstracto, como los temores, los sueños, nuestros propios fantasmas cotidianos que emergen y afloran para empequeñecer las almas, nuestra estima, tocando esos puntos neurálgicos por las que discurren esas venas de Gaia5.
Lo cauteloso y lo lascivo de aquel pérfido y macabro suceso le hicieron cavilar a conciencia, como un sabueso tras las esquivas trazas del asesino. No le temía y, aunque así hubiera sido, era una mujer tras un vaporoso velo al fin y al cabo. Nada le hacía ser un ente cautivo y errante, él nunca lo había sido de nadie, pero aquella mañana sentía su cerco y su opresivo aliento de selecto género y de jactanciosa alma.
Todo realmente se mostraba muy desordenado, era un lienzo de distintos puntos de luz, donde todo se mezclaba al igual que una pintura surrealista, pero tenía un significado incrustado en su interior, de difícil interpretación.
Oía el aliento de su oponente, era el de un enemigo confuso y elegante que rehuía el cara a cara. Los ojos de Burton penetraban por las finas capas que los bancos de niebla iban levantando en la ruinosa mansión, salió a un fino corredor desprotegido, dando a la cara opuesta de la anterior artería.
En aquel mundo en el que se movía, con tantos intereses en juego, hasta los ladrones de tumbas como él tenían un oficio encarecidamente caro y debidamente remunerado. Burton no solía encasillarse, coleccionista de antigüedades raras, arqueólogo explorador, aventurero y saqueador de tumbas.
En total, la balanza se ponía de su parte, y la experiencia siempre era un grado, a la hora de valorar en su medida adecuada los pormenores de una profesión tan alocada y peligrosa como aquella en la que desenvolvía, en un mundo en el que los matones a sueldo proliferaban, y grandes y ocultos capos manejaban los hilos de los museos de arte, y descerebrados dementes de almas retorcidas aguardaban como buitres famélicos la carroña, eran Gobiernos a la sombra, ávidos por hacer acopio de tesoros perdidos.
El valor y el temple en esa profesión forjaba verdaderos nervios de acero ante las contingencias, las que solían presentarse por el camino, y más en unos tiempos como aquellos, donde un Nuevo Orden Mundial acababa de emerger, como un monstruo aletargado de tiempos remotos, en espera de su momento, del gran día en el que reinaría sobre sus vados y valles, sus colinas y montes, sus ciudades y sus sueños. Era Psique6 destapando el frasco de las esencias, cayendo adormecida por el extraño perfume en los abismos del Tártaro, era ese Somnium7 que tanto describió una vez Kepler8. Eran esos rastros, esas pesquisas que llevaban a lo desconocido, a todo aquello que es sibilino y etéreo, que iba hacia derroteros donde se levantan los muros de los temores del hombre, como es siempre lo ignoto.
Por los interiores desolados y ruinosos de la mansión de los von Keitel, Chuck Burton iba analizando sus paredes rocosas, las de un laberíntico sumidero de canalizaciones que corrían por los bajos de la casa.
—¿Adónde llevarán?, ¿y para qué fin fueron construidos?, estos conductos milenarios parecen excavados para un insigne propósito —se apercibió Burton, escrutando los contornos de los subterráneos de la mansión.
—Parecen adentrarse en las entrañas de la tierra, buscando algo sobrenatural, algún signo de vida en el pasado de Titania.
—Sin duda, el doctor von Keitel buscaba algo con extrema ansiedad, y bajo su infalible método, trataba de juntar en vano el mismo rompecabezas que quizá nosotros venimos indagando aunque no desentrañando, pues un velo negro de oprobio y malicia se ha cernido ante nuestros inocentes luceros, cegándonos ante el solícito camino por entero, por el que ha de vagar el penitente, con sombra inconsciente, solo una conjunción de signos propiciatorios, nos ha de llevar ante estas coordenadas, pero son imposibles de cotejar, y mucho menos encontrar —le mostró la foto de la representación hallada hacía algunos días en la gruta de las quebradas de Claudius.
—¿Morpheus? ¿Ese dios de los sueños?
—Ante esta coyuntura, se erigen los pilares de la duda y la verdadera dimensión del monstruo al que nos enfrentamos, este galimatías, indiscernible en su complejidad y, que añudado en su visceral patología, nos lleva dispersos por los lacustres senderos de lo tenebroso y vilipendioso. Sacad fuerzas de flaqueza, estimado Mortimer, pues ante esta perfidia errante, tan infecta como inquietante, nos movemos entre fuerzas dispares y fantasmales, las que son capaces de censurar en su cometido, los más acreditados distintivos de la grandeza humana, y en la disyunción de su silencio, capaces de ahogar su agonía, sus gritos y su energía, confinándolos en las imperecederas moradas donde no existe el retorno, donde toda la comprensión y la lógica se disuelven en un acertijo tan indescifrable como inexplicable. ¿Pues qué hay más esotérico que el propio sueño o la muerte, o ambas cosas ingeridas y potenciadas en un solo propósito?, las que en el tránsito sosiego hacen causa con la asación de los más impíos, y a la postre, los más corrompidos. Si subterfugio y efugio han de estar coaligados cual sinónimos de una misma raíz, es en la cautelosa espera, donde tendremos que acomodar los siete sentidos y sus más afanosas elucubraciones, afinando nuestros oídos, los que han de percibir en esta premeditada tradición arcaica, lo que viene envuelto en engaño, o si es solo un sueño, que discurre tan triste y extraño.
—Estos conductos no llevan a ningún sitio, mi señor. Son un laberíntico del despropósito.
—Salgamos, Mortimer —le contestó Burton. Sus pulsaciones se entremezclaban con su jadear incombustible—. Este laberinto de la codicia humana parece la antesala del infierno, corroe el ánimo más vigoroso, y constriñe en su ardor, un aletargado y olvidado resquemor, la ignorancia capital decae en su sórdido entendimiento, y la mano homicida del sufrimiento concibe nuestros irresolutos pasos.
Ambos se adentraron ahora por los interiores de la casa, los que una vez fueron habitables, entre alcobas polvorientas donde enredosas telarañas habían esculpido su más lasciva esencia. El cielo siempre negro de Titania y sus centelleantes y despiertas estrellas vertían su luz incidiendo e infiltrándose entre las sedas y los cortinajes de las ventanas.
—Estas dependencias están demolidas por los vientos imperantes, por una fuerza exterior dañina y petulante —percibió Mortimer las paredes agrietadas de la mansión.
—Debió ser espantoso, algo penetró en esta morada con el izado pendón de la venganza, clamando con sangrienta sanguaza, lo que debe estar proscrito a los ojos de los hombres. ¿Sabéis, Mortimer?, creo que el doctor von Keitel descubrió algo importante, y que en el conturbado desafuero de la conjunción más inquietante, esa fuerza diabólica descargó toda su furia entre estas constreñidas paredes, ya oigo sus voces palpitar, su desesperación, su ardoroso llanto, debió ser horrible. La muerte aparece personificada y deificada en su condición más sanguinaria, se vale de los sueños, y, con sus más afilados caninos, rompió sus lamentos, con los hechos más sangrientos. Recordad que lo tenebroso siempre se engendra en la noche confusa, con visceral denuedo, se vale de las tinieblas para perpetrar con la más alevosa predisposición, en contra de aquellos que allanan su prisión, pero oíd de lo que hablan los antiguos a propósito del sueño: Hesíodo9 nos dice que de la noche nace el sueño y la propia muerte, ya en la antigua Ilíada10 sale representado haciendo jurar a Hera sobre el inviolable agua de la Estigia, y hasta el mismo Ovidio11 nos describe su suntuoso palacio, pues duerme sobre una cama de ébano, entre flores de adormidera. ¿Os recuerda esto a algo?
—¿Flores de adormidera? —quedó cavilando por unos instantes Mortimer.
—Mas creedme si os dijera, que estamos ante un dios cruel, con capacidad de metamorfearse, pero lady Elizabeth descubrió su verdadera identidad, ¿recordáis?, de hecho murió torturada hasta la extenuación ante sus manos indolentes. Según ciertas teologías antiguas, es el principal de los Oniros, del millar de hijos de Somnus12. Deberemos adentrarnos en las pestilentes aguas del Leteo y sacar a esa bicha adultera de esa infecta covacha en la que pace, y que el desasosiego no nos atenace.
—¿Creéis que existe esa morada?, todo esto es fábula y leyenda, venerable Burton.
—En algún lugar debe morar, hasta las bestias se valen de las más pútridas cavernas para esconderse del mundo y los hombres. ¿Por qué esta iba a ser diferente?, ¿no percibís la aberrante figura amorfa que se oculta tras el tupido velo y se encarama sobre el negro cielo?, pues es eso lo que busca, adherido como un murciélago en su ostentación, pero no en mi imaginación. Santo cielo, ¿qué es esto?
Ante ellos se abrió una biblioteca en ruinas, una gran biblioteca de grandes cristaleras venecianas, y los haces de la luna se filtraban bañando de su tono de dorada viña las librerías y todo el mobiliario de madera toscana, el que dominaba aquel amplio recinto, lleno de mesas con pisapapeles y pilas de libros de consulta. En la penumbra resaltaba una vitrina con bandejas de esmalte de Limoges y una colección de cartouches acompañada de varios pendientes y collares de Siwa; en el centro destacaba una mesita pulida de reluciente nogal y serpentina tallada con incrustaciones de estilo georgiano. Una vieja estantería al fondo, aún resistía los libros apilados de acanto para consulta, con cerámicas de Sornaga, y cajas y bandejas egipcias que no tenían nada que envidiar a los trabajos sirios, elaboradas en madera coloreada e incrustaciones de hueso y trozos de marfil. Era un soberbio hall y unas escalinatas victorianas llevaban hasta las plantas superiores, sobre la alfombra francesa de guirnaldas y fondo sepia.
Burton pegó un quejido imperceptible, con un mohín forzado de sus labios. Traspasaron los umbrales, en la deteriorada sala encontraron una vasta y opulenta biblioteca llena de muebles de madera en caoba y un largo número de libros de literatura clásica y enciclopedias, estantes enteros llenos hasta la saciedad, y volúmenes de periódicos y revistas encuadernados. Otros estantes estaban desordenados y manoseados por intensas consultas pretéritas, periódicos y magazines, de fechas muy aleatorias, y viejos libros de tapa marrón oscuro de las más variadas clases que hacían juego con el vetusto moblaje. Un enorme telescopio se erigía enfocando hacia el techo en forma de cúpula, y que en parte estaba derruido, pues se despejaron las estrellas frente a ellos. Todo estaba sumido en una capa gruesa de polvo basáltico y negro.
—Es el centro neurálgico, donde von Keitel dedicaba sus largas horas y estudio. Debió ser astrofísico.
—Un momento —Burton vio los números romanos que separaban y enumeraban las distintas filas de la librería, en ese instante cogió la foto hecha en la gruta—. Estas coordenadas de la representación creo que nos pueden decir algo, pues nos llevan a un lugar en concreto de esta librería. Pero ¿el qué, maldita sea? —Burton quedó meditabundo unos minutos. Luego siguiendo las coordenadas y numerales de la copia fotográfica, llegó a un rincón de la librería, contó una serie de libros de izquierda a derecha hasta parar con su índice justo al que le llevaban las mismas, era negro, de encuadernación rústica y polvoriento, las letras del lomo con orlas y rótulos en oro estaban desgastadas, lo sacó y lo cogió entre sus manos— Morpheus, por Ptolomeo von Matterhorn —leyó abriendo sus páginas—. Este era el libro que se me ha estado resistiendo todo este tiempo, no lograba recordarlo, lo tuve entre mis manos en la librería del Museo Británico, versa sobre los sueños de Titania. Y no es su verdadero nombre —cotejó la foto de la contraportada del autor con un retrato polvoriento del lugar, donde aparecía el doctor von Keitel, ante la impertérrita mirada de Mortimer, eran el mismo personaje.
—Son el mismo hombre —repuso Mortimer.
—Cierto, Mortimer, el doctor von Keitel usaba este pseudónimo, fue destinado a este apartado rincón del universo para estudiar el lugar y el influjo que ejerce su negra luna sobre el mismo y así allanar el camino para su posterior colonización, pero algo salió mal, pues hasta la muerte se nos revela vestida de luto entre sueños engañosos, los que desde sus hondas pozas ahora nos miran y se tercian envidiosos. Las más retorcidas circunstancias se solazan, hendiendo sus cornudas testuces, bajo el signo tremebundo del macho cabrío13, percibe nuestros esquivos propósitos, y lo que musitamos en los más íntimos soliloquios, incidiendo desde las gélidas deyecciones de Tritón, y ciñendo su belicosa daga sin compasión. Pues ante este endemoniado atolladero, escuchad la causa que tanto pondero: no solo rebuscó en los entresijos y oscuros misterios de Titania, sino en el mismo Tritón, pues ved este meticuloso mapa —Burton le mostró unas ilustraciones del interior del libro—, que en la prolijidad de su encanto, y en el sustrato de su concepción y de sus trazos, ante el mismo ya me espanto. Sobre él se erige una morada, tan escondida como encantada, la que todo este tiempo la providencia nos ha venido ocultando, pero ¡ay! ¿Quién osa contradecir a la irrefutable prueba del delito, la que conlleva la sombra de la muerte con su grito? No enmudeced, que la deshonesta penitencia que ha de auparnos hasta las más altas y cerúleas estrellas, cual centelleantes sardios de la mezquindad más infinita, y que en la irremediable inmanencia que va unida siempre a la anhelosa vehemencia, en esta dimensión trágica del abatimiento más incomprensivo, y en la violencia latente que la dicha trae consigo, imbricadas quedan las escamas de la bestia, su nauseabundo hedor, el que siempre suple con dolor.
Mortimer observó la representación de un mapa lunar entre las páginas del polvoriento libro.
—¿En esta desolación se ubica la morada de esa bestia?, Tritón es inhabitable, no hay posibilidad de vida, ¿cómo pudo hallar semejante lugar, donde ningún mortal llevado por su más brioso ánimo y juicio, es capaz de hollar, ni siquiera concebir en su más oscura e infecunda pesadilla? No hay márgenes para la concepción de vida —expuso Mortimer que acercó sus ojos ante la linterna que portaba Burton entre sus manos—. Parece desolado, ¿y estas ruinas sobre ese mundo tan consumado? ¿Es este el lugar que remarcó von Keitel en el mapa con un interrogante? Que a mayor verisimilitud, entre sus fragmentos, parecen los fundamentos megalíticos de una pequeña ciudad o templo, y, en su limado estilo y sublime concepto, ¿meras figuraciones o reflexiones?, sería precipitado barruntar o siquiera apuntar tal hecho o contingencia, pues lo creo más un bulo, que el que ha de loar con una reverencia, y menos ante este dios de la existencia.
—Si ha de ser un hecho veraz o no, von Keitel dio con la pista adecuada, pues su descubrimiento ha de llevarnos a las orillas y a los márgenes de un abismo aterrador, donde no existen lugar para la abstracción o el recogimiento, solo lo dispensa la muerte, o al menos, eso es lo que barrunta ya mi mente. Ante este yermo de la impiedad, donde la muerte muda su piel y se desprende de su más acerba galanura, deberemos adentrarnos en el reino de la bestia, y traspasar los umbrales de la incertitud y el sobrecogimiento, estos sobresalientes promontorios no indican veracidad, sino mero discernimiento, como un lánguido llamamiento, la realidad en sus costumbres ha de partir de una lógica, no son puras fabulaciones, esto es un estudio, no una obra utópica, dicha configuración en su dimensionada solidez, no es premeditada y sus postulaciones son las acertadas, reduciendo al insípido escepticismo, a un burdo espejismo, no se trata del turbio río Istro, ni sus contornos los condimentan los gélidos vientos Cauros14, los que siempre domeñaron en su más ofusca melodía los antiguos escitas, allí los carámbanos dominan los más hirsutos páramos, bañan de negro ónice sazonando todos sus valles y depresiones, y sus ortos y ocaso se manifiestan siempre al raso —le informó Burton.
En ese momento, Burton percibió una presencia, una resonancia murmurante que provenía de los valles con un cauteloso eco que encogía el alma, y se aproximaba con los pasos de un gigante, con una respiración acechante.
—Algo se aproxima —le informó Mortimer.
—Ya está casi aquí, rápido, escondámonos —le avisó Burton.
Burton desenfundó su Remington, rebuscó entre las paredes del hall hasta llegar a una cariátide petrificada y adosada al muro de la mansión, la palpó de arriba abajo, hallando un mecanismo de engranaje que movía la mole mediante unos cojinetes, la cual se abrió ante sus narices con un crujido profundo.
—Es una puerta falsa —manifestó Mortimer.
—Entremos, rápido, y veamos la cara de la bestia, al enemigo al que nos enfrentamos —propuso Burton.
Burton apagó la luz de su linterna y quedó agazapado a la espera de la irrupción inminente de aquel intruso.
A través de las aberturas de los ojos de la cariátide, pudo atestiguar una sombra negra que irrumpía con furia a través de los corredores exteriores en el hall, la luz tibia y gris del cielo incidió en su ropajes y destapó una cara purulenta y desfigurada ante la atenta mirada de Burton, que se estremeció al contemplarla. Había penetrado dando giros, igual que en una danza macabra, ahora quedó allí firme, percibiendo el sonido envolvente y husmeando con su olfato la atmósfera. Vestía con traje de dama, una falda acampanada en negro tafetán plisado.
Luego anduvo por entre la librería de la biblioteca y sus muebles como tratando de buscar entre sus polvorientos estantes algún vestigio, el que implicara la visita de alguien o de algo. Repasó con su mirada la interminable lista de libros, sin percibir que faltaba uno en particular.
Acto seguido la dama quedó inerte por largos minutos. Burton agarró sus binoculares de visión nocturna y lentamente se fue acercando con su zoom hacia esa imperturbable dama pensativa, hierática, como tratando de maquinar algún ingenioso ardid, se denotaba el vidrioso brillo de sus ojos.
La enigmática heroína escudriñaba la zona a través de diminutos ojos, buscaba algo en particular, quizá no se figuraba que su presa se encontraba tan solo a pocos metros. Luego, llevada por una furia indescriptible e ingobernable, pegó un espantoso alarido y desapareció.
¿Cómo podía interpretar aquello? Alguien venía siguiéndole como una tempestad que azotara desde terribles mundos distantes. ¿La mano de alguien a quien conocía volvía a estirarse en las penumbras? Todo eran juegos de acertijos en la noche.
¿Debía perseguir a la sombra de una imaginaria Néfele15 o simplemente a un verdugo que se hundía en la niebla como una Hele16 en su descenso al terrible mar del Helesponto17? Nada hacía augurar buenas nuevas, y la anatema de un signo mordaz cayó sobre el lugar, no eran tiempos para el amor, esa frase la tuvo en mente durante un buen rato, como un eco sonoro que le envolviera, sutil pero sibilino, y que iba y venía a través de un eco reiterativo. ¿Era la flauta de Siringa18 o las notas mortuorias de un Bach19? ¿Qué clase de música recorría los terribles márgenes de la creación?
El subconsciente le volvía a traicionar; pero, al menos, atinó a ver a aquella huidiza Néfele en la noche.
Aquel juego del ratón y al gato le desconcertó, no sabía qué pensar, todo era una maquinación perversa, la de una mente sutil y malsana. ¿Qué debía pensar al respecto?
Se puso a cavilar aceleradamente como un expreso de vapor en una vía muerta que fuera directo en la noche hacia un cataclismo evidente; al final de la vía se interponía un tremendo precipicio por donde caería inexorablemente, ¿debía pensar fríamente qué solución tomar? Eran las mil caras que detenta la muerte, como mil caras tenía Némesis la hija de la noche, nacida de los abismos. Era como pacificar a los propios Lemures20 del subconsciente, arengando a los espíritus de sus antepasados para ahuyentarlos, en los tres días del nefasti21 y a la medianoche, como exigía la ancestral tradición.
Todo era un juego sobre una cuerda floja mortal, un juego demasiado sucio y rudo que ponía en tela de juicio las conquistas del hombre en su obcecación por el poder. ¿Hasta dónde podía llegar el egoísmo de una persona invadido por esa ambición? Aquel que suponía debía de emanar de aquella controvertida «colonización», la que tantos quebraderos de cabeza había suscitado. ¿Qué se escondía realmente debajo de esa máscara? ¿Era el de un terrible y cruel dios, bajo los infiernos de un mar flagelante y sanguinario como el mismo Flegetón22 y su caudal de fuego y espanto? ¿O tal vez era el mismo Aqueronte23 cuyas riberas estaban atestadas de criaturas en pena?
El intruso era sabiamente perspicaz y le llevaba hacia un itinerario de locura el cual podía intuir, parecía que estuviera bajo el dominio de un enigmático hechizo, o una hostil mirada, la de un ojo que todo lo ve, bajo la inflexible vigilancia de las Erinias24 y su rictus dantesco. Parecía execrarlo todo, abarcarlo todo, todo aquello que se moviera.
Burton comenzó a sentirse vigilado por una fuerza exterior que midiera sus pasos a medida que iba avanzando e infiltrándose más en aquel atolladero, más a su merced.
1 Sibila: en su antro de Cunas, que se hizo célebre, porque en una gruta del lugar habitaba la Sibila, una sacerdotisa que interpretaba los oráculos de Apolo como la pitonisa de Delfos. (Virg. Eneida, VI, 10)
2 Parcas: el Fatum o destino según la mitología romana.
3 «Tebas de las cien puertas»: citada en la Ilíada, conocida como Uaset y Niut.
4 Gorgonas: diosas del paganismo, semejantes a las Furias, eran tres: Steno, Euriale y Medusa. (Teog. 274; Esc. 224, 230)
5 Gaia: la diosa Tierra (Hesíodo, Teogonía 116ss)
6 Psique: divinidad griega y personificación del alma, al destapar la caja destapó el «sueño estigio» (Metamorfosis, libros IV, V, VI)
7 Somnium: Somnium sive Astronomia lunaris (El Sueño o Astronomía de la Luna) es una fantasía escrita entre 1620 y 1630, por Johannes Kepler.
8 Kepler: Johannes Kepler, astrónomo y matemático alemán.
9 (Teog. 211-213)
10 (Il. XIV, 271 )
11 (Ovid, Metamorfosis xi.585ss)
12 Somnus: equivalente romano del griego Hipnos.
13 Macho cabrío: el diablo.
14 (Geórgicas, III, 349-383)
15 Néfele: en la mitología griega, la diosa de la nubes.
16 Hele: era una princesa de Tebas que sucumbió en aguas del Helesponto.
17 Helespondo: (mar de Hele), situado en el estrecho de los Dardanelos.
18 Siringa: o flauta de Pan.
19 Bach: Johann Sebastian Bach, compositor alemán.
20 Lemures: en Roma, los fantasmas de los muertos.
21 Nefasti: «nefastos».
22 Flegetón: río mitológico infernal con caudal de fuego. (Boccaccio, Esposizioni XIV.43)
23 Aqueronte: un río flamígero que recorre el Hades (Eneida, VI, 265, 551)
24 Erinias: las Furias, nacieron de la sangre de Urano (Paus. I, 28, 6)