13
TRAS EL RASTRO DE LA BESTIA
En medio de la noche, Chuck Burton estaba acompañado de Mortimer y el padre Umberto de Canterbury, discutían acerca de los pormenores de aquella aventura lunar llevada a cabo en el mismo interior de Tritón, y sobre su encuentro con aquella misteriosa condesa y aquel lugar de espanto y destierro.
—Venerable padre, si esto ha de ser cierto estamos ante la misma antesala del infierno, fui testigo de lo que a ningún mortal le es permitido, de esa guarida de ciclópeos cimientos, sentí la cara de la bestia frente a frente, su ardiente mirada, exhalando su favonio y agreste resuello, su hirviente aliento a afligido desaliento, el sofoco de sus garras en mi garganta, a lady Catherine lobotomizada, y a su querida y difunta madre Catalina, disecada y esculpida en cal viva, tan pétrea en su condición, cual perturbable su visión, venida de la más horrible de las teratologías y, en su imperturbable denuedo, cual trofeo que blasona al mundo entero, con esas pupilas entreabiertas, y esa imagen tan despierta, ¡y quién sabe qué horrores más guardados tras esos doseles del terror, en aquel escondrijo tan repleto de dolor! —le recapituló Burton de su aventura.
—Ante semejante ejercicio de virtud y conocimiento, que no os pueda el agotamiento, estimado Burton, la mórbida sepultura y las inocentes usanzas en este mundo de ataduras, las que confiere el averno desde sus más infames ligaduras, nos son desconocidas, nadie os ha de reprender por semejante gesta, ya que la infamia mancilla de impurezas con solapadas razones al mundo de los hombres, y con el siseo más hiriente de una mosca maldiciente, hinca su asta y hasta su diente —respondió el padre Umberto.
—Si ante esta indigesta y pesada tribulación, no podemos desentrañar los secretos y espantos más esquivos e incongruentes, que atesora el reverso en sus concéntricas esferas de poder, y a esa bestia de rasgo desabrido e inequívoco, que relega a la moralidad y a lo racional a los más pueriles e insustanciales lodos de la inmundicia y el severo castigo, ¿cómo hemos de afrontar hechos tan consumados y pavorosos en la humeante fragua ardiente, donde el mal acrisola sus más amorfos y contrahechos engendros en contra de la raza de los hombres? —añadió ahora Mortimer allí presente.
—Es por ello, noble Mortimer, que he de trazar un plan la que haga sacar de su covacha a esa hechicera, esa novia de la muerte, con la astucia de un zorro, y el sigilo de un roedor, allá donde nunca amaina la tormenta, y las voces se desgarran de su laríngeo filamento, y el más diatónico timbre y lamento, allí deberemos de adentrarnos, para así salvar a la inocencia de las garras de la bestia, a lady Eleonor, exiguo resto del amor, o lo que aún quede de ella, y a lady Catherine, aunque cuánto me temo que cuando rugen en leonado resuello las fauces de la bestia, y a bien que aumente la fruición en su más ardiente indigestión, menos tiempo dispondremos para improvisar en el reino de la sombra. Pues las cuerdas que han de aflojar los tensos resortes que fijan sus tiranteces más precisas, se estiran cual inalcanzable pilares de la locura, y, nosotros, pobres y simples mortales, hemos de bregar con esa fea perra y reducir su petulante adjetivo cual desecho del olvido, carecemos de vigor, pero no de ingenio, y es a ese ingenio al que debemos aferrarnos, en esa ratonera de triste encierro de la que jamás nadie ha escapado —expuso con declamación Burton.
—Oh, estimado, Burton, decidnos ya, ¿cuál es ese plan tan bien concebido, y tan bien digerido en vuestra ingeniosa y despierta cabeza?, pues ya huelo dónde ha de enviarnos la libidinosa serpiente, al amparo de esa perra llamada muerte, que aquí en la retirada Titania, pasando por Tritón y todo el septentrión, allá donde acudamos obrad con discreción, esto ha de hacerse con el más cuidado esmero, cual testigo ocular que se ha de valer de la irrefutable prueba contraída, la de vos, venerable Burton, y no menos agraciado, Mortimer, que habéis dado claridad a las densas tinieblas que anegan y anublan en sus colgaduras y doseles, a los más ricos quehaceres de la prontitud y la diligencia.
—Esa perra, a su plebe y a sus lanceros, se los come a todos por enteros —replicó Burton—, en el coito y en las turbadoras cópulas de ese amor tan desatado, no le hace ascos ni al mismo Zeus, pues se apodera de sus mentes y de las más dulces e ingenuas inocentes, absorbe sus edénicas pasiones, sus pensamientos y hasta sus más velados remordimientos, reduciéndolos a meras almas errantes que, en su latente y depurada corporeidad, no son ni la sombra de lo que una vez fueron en realidad; fui testigo de esa lúgubre expresión, esos ojos grises, sin vida, los de la pobre lady Catherine, y os puedo asegurar que no fue nada agradable.
—Pero decidnos ya, buen Burton, pues la mugre se acumula en la reconfortante decrepitud de la misteriosa Tritón, con ese estigma de degeneración y endogamia, como el maldito becerro que ha de estar ligado en su ofrenda al imperecedero infierno, y en su etérea envoltura, cual ontológico vocablo que nos advierte de su ineludible transposición simbólica —le apremió Mortimer.
—Bien, hemos de atraer a la inocente lady Olivia, a una cita con la muerte, en una velada que ha de servir cual valioso comodín, en este páramo y desterrado confín —les reveló Burton—. Atrayendo a la bestia al cebo, con vuestra ayuda, padre Umberto, y la de una decena de hombres bien pertrechados, nos cubriréis las espaldas, mientras nos adentramos en su oscura guarida, eso le servirá de distracción.
—¿Habláis de sacrificar a lady Olivia?, ¡por el amor de Dios, Burton! —se opuso Mortimer.
—¡No hay otra salida!, o moriremos, ¡es a un dios a lo que nos enfrentamos!, ¿y aún no os habéis dado cuenta? —Burton desplegó unas hojas de su cuaderno de anotaciones—. Mirad, este es el lenguaje impronunciable de la lengua que gobierna los sueños.
El padre Umberto se aproximó a la luz de lámpara del escritorio, y contempló los caracteres del mismo, en aquel papel acartonado y desdoblado una y mil veces.
—¿Qué conjuro es este, a qué terrible abominación nos hemos de enfrentar? —repuso conmovido el padre Umberto.
—Las descripciones llevaban adjuntas caracteres extraños, descritos en lenguas tardías y muertas, las que solo arrastran los seres nefandos de la noche. Padre, creedme, solo hay una manera de atraer a la bestia, y si estas indagaciones no van en la senda equivocada, estos son los preceptos que enmugrecen los sentidos y acaparan todos los sueños consabidos, los que ahora yacen ausentes que no dormidos, en el seno de los corrompidos, pues Morpheus no se apiadará de sus almas ni de las vuestras, y su condición se ha de vincular más al mito de las antiguas ménades que al presente, ya que está hecho a imagen y semejanza de sus monstruosas visiones, de aquellas alumbradas desde el amanecer de los tiempos, es de la materia de la que están compuestos los sueños, engendrado en la fantasmagórica coalescencia que enraíza en esa metáfora del surrealismo y la inconsciencia. Despertad, despertad, pues no dormiremos esta vez, no esta vez, padre, no al regazo ni bajo el sopor de esa bicha somnolienta, que de nuestros sueños se alimenta —proclamó Burton, igual que una sentencia, con voz segura y recto en sus propósitos.
—Trazad con severa determinación las vías a seguir, hijo, aquellas de las que nos son desconocidas, y que se adentran en el reino de los suplicios y la noche, aquellas que marcan la ilusión, en la lítote y la aliteración, descubren su más abominable morfología, y arraigan en la más arcana mitología —le arengó el padre Umberto.
Burton desplegó un mapa de Claudius ante ellos sobre la mesa.
—Vos os ubicaréis junto al señuelo, el de lady Olivia, esperando la venida de la bestia, junto a la mansión de sir John, allí aguardad la ocasión, junto con sir William y lord Howard, pertrechados con armas y algunos hombres, nosotros permaneceremos al pie de esta loma, por donde la brisa siempre asoma, y deberéis encender antorchas en cuanto haga su aparición. Para así, partir raudos hacia la guarida de esa bruja —le explicó el plan, Burton.
—¿Cómo sabéis que ella acudirá? —le preguntó Mortimer.
—Acudirá, lo propagaremos a los cuatro vientos. Hasta que esa hechicera se percate de esta citación, inventad un bulo, una cita con uno de los hijos de sir John, que ante este ponzoñoso muérdago, la bestia muerda el cebo, y se apreste a tan solícito mancebo —respondió Burton.
—Es extraño, tan engorroso es el engaño —opinó el padre Umberto.
—Bien, salgamos a ver qué se cuece en los aposentos de esta novia de la muerte, si es tan diligente y qué es lo que arguye por su mente, separemos los sediciosos engaños de la más inmaculada inocencia, y de esta horrible pestilencia. Daremos parte de este plan al embajador y al cónsul —manifestó Burton saliendo de la alcoba hacia el corredor del primer piso.
Reunidos todos en el hall, los berrinches de lady Carmilla repercutían en las estancias:
—¡Ruego a Dios y a todos los presentes!, ¿qué castigo merecen los que tientan a su suerte, llamándome novia de la muerte, y otras groseras insinuaciones y burdas groserías?, ¡y que han anegado mis aposentos con tanta porquería! —exclamó enrabietada lady Carmilla.
Burton quedó abstraído como todos los demás.
—Gentil señora, Burton se adentró en los confines de Tritón, en busca de una solución, aplacad, por Dios, esos enojos, que circunscriben vuestro antojo —le respondió el padre Umberto.
—¿Mi antojo?, ¡pero cuánta mierda proclamáis, ermitaño!, ¡cuidado, padre!, que yo pronto os aclareo esa coronilla, cual dehesa sin gavilla. Que el que se adhiere al carácter de lo sagrado, es porque aún no lo ve muy solventado. ¿Qué tesoros descubristeis al amparo de esos acertijos de la noche y las mil y una estrellas, estimado Burton? Decidme —le interpeló lady Carmilla sin esconder una risa traicionera.
—Cuánto me temo que el advenimiento de la Bestia y la Gran Tribulación, tal como relata el Apocalipsis sean ya un hecho consumado —manifestó aquejado el padre Umberto—. Pues es el maligno, solo él, el que nos viene cual sudorífica rémora de indecible malicia, con esa plétora de sanguinarios desaguisados, esa promiscua matanza de indescriptible escarnio para los cristianos y gentes de bien.
—¡Desechad de mi presencia esos caducos y teológicos remiendos del arrebatamiento y el Dispensacionalismo1!, apestáis a ese ridículo temor «teofánico» que tanto invade a los más acérrimos creyentes —le espetó lady Carmilla—, recordad que al mal siempre se le reconoce de una sola manera.
—¿Cuál, milady? —se interesó el padre Umberto.
—Por los cuernos, ermitaño, no seáis don Juan Perruno.
—¿Quién fue ese, señora? —contestó el padre Umberto confuso.
—El que apestaba a perro como ninguno —dicho esto y dándole la espalda se fue hacia Chuck Burton señalándole—. Y vos, Burton, responded, que si misterio hay en esta historia, bien que pasáis sin pena ni gloria, y como en un tablero de ouija deberéis de destapar los ocultos misterios que envuelven este entorno, el que mediante logaritmos y otras cavilaciones, al parecer, ya os habéis encomendado, despejando esos axiomas tan evidentes e irrefutables con los que tanto os vanagloriáis.
Burton dándose por aludido y tocado en su orgullo, se vio obligado a improvisar ante las punzantes y glaciales palabras de lady Carmilla.
—Allí en esos campos roturados donde abundan la paz y el sosiego, hallé los ingentes y colosales aposentos de una fortaleza, los que rige una condesa, de arrugado ceño, más combusta que un leño, a la que tomé más por torta, que por bruja de ensueño —le relató Burton.
Lady Carmilla puso una cara de irritación que a punto estuvo de estallar. Los allí presentes no se atrevieron ni a mirarla.
—¡He aquí presente!, el que nos mancilla y deshonra con el ácido denostador de la aberrante mentira. Pero ¿qué decís, majadero?, ¿hoy venís vestido de embustero?, en Tritón no existe morada alguna, y está más pelada que la coronilla de este ermitaño, que si no me abruma con su engaño, hoy me dispensa con bravatas, de las que bien se comen las gatas. Con vuestro inflamado celo y desbridado desenfreno, claváis ante esta encrucijada el estandarte de la discordia más socavada, para vernos enflaquecer que no enloquecer, en los albores incesantes que constriñen estos abismos de la creación, y os sacudís el grano de la castidad, la que nunca hace paja con la caridad —le espetó con sarcasmo lady Carmilla—. ¡Precisamente!
—Pues precisamente, hoy he interceptado esta carta invitando a lady Olivia a la mansión de sir John, en una cita nocturna, de la que me tomo el privilegio de haceros llegar y leer, si no es tan sabio de comprender, y aquí os lo hago saber —Burton le entregó la carta a lady Olivia allí de pie junto a los demás, la cual destapó ante su sorpresa.
Lady Carmilla frunció el ceño execrando como una lechuza a Burton y los demás.
—¿Qué es?, ¿de qué se trata, lady Olivia? —le trató de sonsacar lady Carmilla.
—Es una invitación harto difícil de concebir para mis achacosas flaquezas, las que absorbe en su grandeza, el desdichado Tritón, pues tan solícita llamada, me lleva a la precaución —contestó lady Olivia con la carta entre sus manos.
—Dejadme ver, querida hermana —le pidió la carta lady Carmilla, la cual leyó con los ojos de un águila—. Lleva el sello y distintivos de la casa de sir John. ¡Qué extraño!, ¿seguro que esto no nos lleva al engaño, estimado Burton? Parecéis tembloroso, ¿o es que os noto algo achacoso?
En ese instante el sudor perlaba la frente de Burton, que trató de sobreponerse a la tensión y al acecho de lady Carmilla.
—Juiciosa señora, sin duda es una invitación en toda regla, y debéis acudir, lady Olivia, sería una ofensa para el pobre sir John, tan envuelto en duelo y dolor desde la muerte de su pobre hija lady Margaret —le expuso Burton—. Y con la aquiescencia de vuestra querida hermana aquí presente, la que siempre tan garbosamente se ha mostrado predispuesta ante las más arduas tribulaciones y aconteceres, los que otorgan los más fragosos senderos y quehaceres, dé por concluida esta mi demanda.
—Sí, pobre sir John, ¡tan envuelto en duelo!, aun siendo víctima del más innegable desconsuelo —replicó lady Carmilla tanteando como una gata la situación—. Pues bien, que así sea. Aún no me habéis contado, noble Burton, qué hicisteis en el interior del convento, ante esta patraña que tanto me sabe a cuento.
—¿Convento, señora?, yo no dije tal cosa, más bien nos dieron la cena, que desde tiempos de los Escitas a los Gomeritas jamás vi tanta opulencia y arte culinaria. Que hemos de ser deudores del gran Séneca harto es sabido, pues así quedé yo elegido…
—Para la posteridad —rio cortando sarcástica lady Carmilla.
—Mas si hemos de rememorar y tirar de hemeroteca, el banquete del mismo Tiestes2 se queda en un mero ejercicio de caridad, ante semejante pomposidad —contestó Burton.
—Más bien os darían con el mocho de la fregona, si por Cristo, este idiota no abandona —murmuró para sí misma lady Carmilla, persignándose—. ¿Y qué más, venerable Burton?
Burton captó algo y quedó pelitieso al igual que Mortimer al escuchar sus palabras.
—Ante esto solo un anticipo, de lo que me fue privado de ver por su real señora, pues no se anduvo con demora, para impedirnos el paso a sus aposentos y estancias palaciegas.
—¿Y por qué os lo iban a dar?, ¿quién demonios sois vos?, ¿acaso el hijo de un maharajá? ¡Cuánta imbecilidad ha de soportar una!, ¡y bien que hizo!, esto suena más quimérico que el propio Belerofonte3 que tan cantado anduvo por poetas y mitógrafos. No os brindaré coartada esta vez, milord, allá os las apañéis solos, o lo que es lo mismo, no a estas horas. Idos con vuestros cuentos de brujas a otra parte. No estoy para flatulencias y orgasmos, y menos si son sarcasmos. Os doy asueto, podéis retiraros —hizo un ademán con sus manos lady Carmilla.
—Pero, real señora, no debéis de darle la espalda con tales discrepancias, el buen Burton se ha de valer de su ingenio, y ha de lidiar con fuerzas que nos son desconocidas, ¿quién sabe qué mundo es ese que nos aguarda con las fauces constreñidas de una fiera, las que abulta sus caninos y mirada pendenciera? —le suplicó lady Olivia.
—Pasado mañana, querida hermana, os prepararé al cochero para que os haga partir a eso de la medianoche a esa citación, de tan macabra confabulación, hasta entonces dormid, y conciliad ese hermoso sueño del que tanto os privan —miró haciendo alusión a Burton y su allegado—, y que el tiempo evoca e hilvana ya en su serena y placentera memoria, pues contrito y confeso, no es menos merecedor de tan irrelevante suceso.
Burton empalideció ante sus palabras. Dicho esto, lady Carmilla se echó su exuberante capa negra hacia atrás y desapareció con varios cortesanos de la mansión, ante ella todos hicieron una reverencia.
1 Dispensacionalismo: antigua estructura teológica que interpreta las Escrituras, debe su origen al evangelista J. Nelson Darby.
2 Tiestes: del drama Tiestes de Séneca.
3 Belerofonte: héroe de la mitología griega, mató a la Quimera.