11

Isabel cayó en el suelo de mármol, pero el hombre sólo había golpeado a Ren en el hombro y, de hecho, éste ya estaba de nuevo en pie, dispuesto a acabar con él. Ella le lanzó una mirada de incredulidad al asaltante.

—¿Está usted loco? —le espetó.

Ren saltó hacia el hombre justo en el momento en que las palabras que éste había pronunciado cobraban sentido para Isabel.

—¡Detente, Ren! No le hagas daño.

Ren ya tenía cogido al tipo por la garganta.

—Dame una buena razón.

—Es Harry Briggs. No puedes matarle a menos que Tracy diga lo contrario.

Él aflojó el apretón pero no le soltó, y la furia seguía brillando en sus ojos.

—¿Quieres explicar lo del puñetazo antes o después de que te deje fuera de combate?

Ella tuvo que reconocerle a Briggs el valor de afrontar lo que podía ser una muerte muy dolorosa.

—¿Dónde está ella, hijo de puta? —soltó Briggs.

—En un lugar donde no podrás tocarla.

—Ya le hiciste daño una vez, cabrón. No volverás a hacerlo.

—¡Papá!

Ren se detuvo al ver a Jeremy corriendo hacia ellos. El niño se lanzó en brazos de su padre sin vacilar.

—Jeremy. —Briggs lo retuvo, enredando sus dedos en el cabello de su hijo y cerrando los ojos por un instante.

Ren se encogió de hombros y observó.

A pesar del alocado puñetazo, Harry Briggs no parecía peligroso. Era unos centímetros más bajo que Ren, delgado y de rasgos amables y regulares. Al observarlo, Isabel pensó que era una persona obsesionada por la pulcritud, como ella, aunque él estaba pasando por un mal momento. Su pelo castaño, cortado de forma tradicional, no veía el peine desde hacía tiempo, y necesitaba un afeitado. Tras sus gafas de fina montura metálica, sus ojos parecían cansados, y sin duda vestía aquella misma ropa —unos arrugados pantalones caqui y un polo marrón— desde hacía más de un día. No parecía un donjuán, pero eso era algo que no podía apreciarse en la cara de una persona. También daba la impresión de ser uno de los últimos hombres del planeta con los que, en teoría, estaría dispuesta a casarse una mujer tan deslumbrante como Tracy.

Mientras él sujetaba a su hijo por los hombros, Isabel se percató del práctico reloj de pulsera y la alianza de oro.

—¿Has cuidado de todo el mundo? —le preguntó a Jeremy.

—Creo que sí.

—Tenemos que hablar, amigo, pero primero tengo que ver a tu madre.

—Está en la piscina con las niñas.

Harry inclinó la cabeza hacia la puerta principal.

—¿Puedes ver si le he hecho alguna rayada al coche viniendo hacia aquí? Algunas carreteras eran de grava.

Jeremy parecía preocupado.

—No vas a irte sin mí, ¿verdad?

De nuevo, Harry le tocó el pelo a su hijo.

—No te preocupes, colega. Todo va a ir bien.

Al tiempo que el niño se alejaba, Isabel se dio cuenta de que Harry no había respondido a su pregunta. Cuando Jeremy ya no podía oír lo que decían, Harry se volvió hacia Ren, y toda la dulzura que le había dedicado al niño desapareció.

—¿Dónde está la piscina?

El acaloramiento de Ren se había apagado, aunque Isabel sospechaba que podía iniciarse otra vez en cualquier momento.

—Primero tendrías que tranquilizarte un poco.

—No importa. La encontraré por mi cuenta. —Harry avanzó con decisión.

Ren dejó escapar un suspiro de mártir y dijo:

—No podemos dejarlo a solas con ella.

Isabel le palmeó el brazo.

—La vida nunca es sencilla.

Tracy vio acercarse a Harry. Su corazón dio un brinco instintivo antes de ponérsele en la garganta. Ella sabía que aparecería tarde o temprano, pero no esperaba que fuese tan pronto.

—¡Papi! —Las niñas salieron a toda prisa del agua. Connor lanzó un chillido cuando lo vio, y su pañal fue dando bandazos mientras iba en busca de su persona favorita, sin saber que esa persona no había querido que naciese.

Harry, de algún modo, se las apañó para alzar a los tres. Era un tanto peculiar escogiendo su vestuario, pero no lo era cuando estaba con los niños, por lo que no le importó mojarse. Las niñas le plantaron húmedos besos. Connor le torció las gafas. A Tracy le dolió el corazón al ver que él les besaba y les ofrecía toda su atención, al igual que había hecho con ella en los días en que disfrutaban de su amor.

Apareció Ren. No le dolía igual mirarlo a él que mirar a Harry. El viejo Ren era más fuerte e inteligente que aquel niño al que ella había enseñado cómo fumarse un porro, pero también era más cínico. No podía imaginar el modo en que el asunto de Karli Swenson le había afectado.

Isabel se colocó a su lado, parecía una mujer fría y resuelta, llevaba una camisa sin mangas, unos pantalones color beige y un sombrero de paja. Podría haber resultado intimidante de no ser por su amabilidad. Los niños se habían sentido a gusto con ella a primera vista, lo cual solía ser una buena señal del carácter de una persona. Al igual que cualquier otra mujer en la órbita de Ren, estaba fascinada con él, pero, al contrario que las otras, combatía esa sensación. Para Tracy ese detalle la valorizaba, aunque sabía que no tenía ninguna oportunidad, pues el deseo de Ren hacia ella era obvio. Al final no sería capaz de resistirse, lo cual supondría un fiasco, pues una aventura amorosa no sería suficiente para ella. Era el tipo de mujer que deseaba todo lo que Ren no podía darle, pero él se la comería antes de que se diese cuenta. De un modo nada positivo.

Era menos doloroso sentir lástima por Isabel que por sí misma, pero Harry estaba allí en ese momento, y no podía seguir tragándose su dolor por más tiempo. ¿Quién eres?, deseaba preguntarle. ¿Dónde está el hombre tierno y dulce del que me enamoré?

Se levantó de la silla, sesenta y tres kilos de ballena varada. Otros seis kilos y pesaría más que su marido.

—Niñas, id con Connor a buscar a la signora Anna. Antes ha dicho que estaba preparando galletas.

Las niñas se abrazaron con más fuerza a su padre y miraron con ceño a su madre. Desde su punto de vista, ella debía de ser una maldita bruja si era capaz de apartarlas de él. Se le formó un nudo en la garganta.

—Venga —les dijo Harry a las niñas, que seguían sin mirarle—. Ahora mismo iré con vosotras.

No se opusieron a sus órdenes como lo habían hecho con la madre, y a ella no le sorprendió que se llevaran consigo a Connor.

—No tendrías que haber venido aquí —dijo ella cuando las niñas entraron en la casa.

Harry la miró, pero sus ojos eran tan fríos como los de un extraño.

—No me diste otra opción.

Ése era el hombre con el que había compartido su vida, creyendo que siempre la amaría. Solían pasarse todo el fin de semana en la cama. Ella recordaba la alegría que habían compartido cuando nacieron Jeremy y las niñas. Recordaba las salidas en familia, las risas, los momentos de tranquilidad. Entonces quedó embarazada de Connor y las cosas empezaron a cambiar. Pero a pesar de que Harry no quería más hijos, quiso con todo su corazón al menor de sus hijos desde el momento en que salió de su vientre. En un principio, Tracy estaba convencida de que sucedería lo mismo con el próximo. Ahora pensaba diferente.

«—Hablamos de ello y estábamos de acuerdo. No más niños.

»—No me he quedado embarazada yo sola, Harry.

»—No me eches la culpa a mí. Quería hacerme la vasectomía, ¿lo recuerdas? Pero tú te negaste, así que me eché atrás. Ése fue mi error.»

Ella apoyó la mano sobre su error y acarició la tensa piel.

—¿Quieres que te ayude a hacer las maletas? —preguntó él con tranquilidad—. ¿O prefieres hacerlo sola?

Parecía tan distante como un planeta remoto. Incluso tras todos aquellos meses, ella no podía acostumbrarse a su frialdad. Recordaba el día en que le dijo que su empresa quería que se trasladase a Suiza y se hiciese cargo de una importante adquisición. No sólo significaba el ascenso que andaba buscando, también le daría la oportunidad de llevar a cabo otro tipo de trabajo para el cual era aun mejor.

Por desgracia, el embarazo se cruzó en su camino. Él tendría que estar fuera entre agosto y noviembre, y el niño nacería a finales de octubre. Como Harry siempre estaba dispuesto a hacer lo correcto, le dijo que rechazaría la oferta. Pero ella se negó a que se convirtiese en mártir, y le dijo que haría las maletas para irse con él. Las mujeres también dan a luz en Suiza, ¿no es cierto? Tendría a su hijo allí.

Había sido un error desde el principio. Ella esperaba que aquel tiempo fuera de casa les uniese de nuevo y curase las heridas, pero sólo las abrió más. El apartamento que la compañía había encontrado para él era demasiado pequeño para una familia numerosa. Los niños no tenían a nadie con quien jugar y, a medida que las semanas pasaban, su comportamiento empeoraba. Ella planeaba excursiones de fin de semana —viajes en barco por el Rin, paseos en teleférico—, pero acabó ocupándose ella sola de los niños, pues Harry trabajaba todo el tiempo. Estaba fuera por las noches, los sábados, incluso algunos domingos. Aun así, ella no cayó en la cuenta de lo que sucedía hasta dos días antes, cuando le pilló en un restaurante con otra mujer.

—¿Quieres que te ayude a hacer las maletas? —repitió, con el paciente tono que empleaba cuando tenía que reñir a algún niño.

—No me voy, Harry, así que no necesito hacer las maletas.

—Sí te vas. No vas a quedarte aquí. —Su cara no evidenciaba emoción alguna. No había dolor en su voz, ni cariño, no había otra cosa que las sentencias frías y directas de un hombre comprometido con su deber.

Ren estaba justo detrás de Harry, y frunció el entrecejo. Ella sabía que no la querían allí, pero si él decía una sola palabra al respecto delante de Harry, ella nunca le perdonaría.

Los ojos de Harry siguieron clavados en ella incluso cuando le habló a Ren.

—Me sorprende que quieras que se quede aquí. Aparte de estar embarazada de siete meses y medio, sigue tan caprichosa e irracional como cuando estaba casada contigo.

—¿Y eso es lo opuesto a ser un bastardo tramposo y controlador? —replicó Ren.

En la mandíbula de Harry se apreció la tensión de un músculo.

—Muy bien. Haré yo mismo las maletas de los niños. Puedes quedarte aquí todo el tiempo que quieras. Los niños y yo estaremos bien sin ti.

A ella se le encendieron las mejillas y su aliento se transformó en un silbido.

—Si has pensado durante un solo segundo que podrás llevarte a mis hijos...

—Eso es exactamente lo que voy a hacer.

—Por encima de mi cadáver.

—No entiendo por qué te opones. No has hecho nada por ellos, excepto quejarte, desde que llegamos a Zurich.

Aquel injusto comentario casi le bloqueó la garganta.

—¡No he descansado ni un minuto! Estoy con ellos día y noche. ¡Y también todo el fin de semana, mientras tú te revuelcas con tu novia anoréxica!

Su rabia ni siquiera rozó a Harry.

—Tú elegiste venir conmigo, no fue idea mía.

—Vete al infierno.

—Si eso es lo que quieres, me voy. Me llevaré a los cuatro hijos que tenemos. Puedes quedarte con el próximo.

Tracy sintió como si le hubiese dado un bofetón. Éste es el peor momento de mi vida, pensó. Oyó cómo Isabel dejaba escapar un leve gruñido de disconformidad.

—No te vas a llevar a nadie de aquí, colega —dijo Ren.

La mandíbula de Harry se tensó de un modo que Tracy conocía de sobra. Sabía que Ren podía tumbarle sin demasiado esfuerzo, pero él era Harry, y se volvió para entrar en la casa.

Ren intentó bloquearle el paso. Tracy fue a gritar, pero Isabel se le adelantó.

—¡Vosotros dos, quietos ahí!

Isabel habló con la autoridad que Tracy empleaba para reprender a los niños cuando éstos se rebelaban, pero nunca se había sentido tan agradecida por la intercesión de nadie.

—Ren, por favor, hazte a un lado. Harry, vuelve aquí, hazme el favor. Tracy, será mejor que te sientes.

—¿Y tú quién eres? —preguntó Harry con fría hostilidad.

—Soy Isabel Favor.

Tracy no tenía claro cómo lo había conseguido Isabel, pero Ren se había hecho a un lado, Harry había retrocedido y la propia Tracy había vuelto a sentarse.

Isabel añadió suavemente pero con firmeza:

—Vosotros dos tenéis que dejar de insultaros y empezar a hablar de lo ocurrido.

—Creo que nadie ha pedido tu opinión —dijo Harry, cortante como el acero.

—He sido yo —se oyó decir Tracy—. Yo se la he pedido.

—Pues yo no —añadió Harry.

—Entonces hablaré en nombre de vuestros hijos. —Isabel proyectaba una confianza que Tracy no pudo sino envidiar—. Aunque no soy una experta en comportamiento infantil, creo que estáis haciéndole mucho daño a cinco pequeñas vidas.

—Los padres se divorcian constantemente —insistió Harry— y los niños lo sobrellevan.

El dolor creció en el corazón de Tracy. Divorcio. Por mal que les hubiese ido, ninguno de los dos había pronunciado la palabra divorcio hasta ese momento. Pero ¿qué otra cosa esperaba? Ella lo había dejado, ¿no? Aun así, no se lo había imaginado. Simplemente quería dar un toque de atención a Harry. Quería cortar la capa de hielo que había formado un bloque alrededor de su marido, tan grueso que ella no sabía qué hacer para atravesarlo.

Harry ya no parecía tan distante, pero era difícil decir qué sentía. Solía mantener sus emociones a buen recaudo hasta que le resultaba conveniente tratar con ellas. Ella, por otra parte, hacía gala de sus emociones a la vista de todo el mundo.

—La gente se divorcia —dijo Isabel—. Y a veces resulta inevitable. Pero cuando hay cinco niños implicados, ¿no crees que los padres tienen que esforzarse un poco y hacer todo lo posible por arreglarlo? Sé que es tentador en estos momentos, pero hace mucho tiempo que ambos perdisteis la posibilidad de salir corriendo y seguir vuestro libre albedrío.

—Ésa no es la cuestión —replicó Tracy.

La expresión de Isabel se hizo más empática.

—¿Ha habido agresiones? ¿Ha habido abuso físico?

—Por supuesto que no —espetó Harry.

—No. Harry ni siquiera pondría una ratonera.

—¿Alguno de los dos ha abusado de los niños?

—¡No! —exclamaron a un tiempo.

—¡Entonces todo tiene solución!

La amargura de Tracy salió a la luz.

—Nuestro problema es demasiado grande para resolverlo. Traición. Adulterio.

—Inmadurez. Paranoia —contraatacó Harry—. Y resolver problemas requiere lógica. Lo cual imposibilita a Tracy.

—También requiere un leve conocimiento de las emociones humanas, y Harry no sabe lo que es una emoción desde hace años.

—¿Os estáis escuchando? —Isabel meneó la cabeza, y Tracy no pudo evitar sentirse avergonzada—. Sois adultos, y es obvio que queréis a vuestros hijos. Si vuestro matrimonio no funciona del modo en que os gustaría, entonces arregladlo. No huyáis de él.

—Es demasiado tarde para eso —dijo Tracy.

La expresión de Isabel siguió siendo empática.

—Ahora mismo no podéis deshaceros de vuestra relación. Tenéis responsabilidades sagradas, y no hay orgullo que valga para justificar el rechazarlas. Sólo los padres más egoístas e inmaduros usarían a sus hijos como armas en una lucha de poder.

A Harry nunca le habían llamado inmaduro, y parecía como si hubiese tenido que tragarse un sapo. Tracy tenía más experiencia en eso, así que no le sentó tan mal.

Isabel insistió.

—Es el momento de que dejéis de discutir y centréis las energías en descubrir cómo vais a vivir juntos.

—Aparte del hecho de que estás completamente equivocada —dijo Harry—, ¿qué tipo de vida sería crecer con unos padres que no quieren vivir juntos?

Aquellas palabras casi hicieron llorar a Tracy. Él estaba tirando la toalla. Harry Briggs, el más trabajador, terco y decente de todos los hombres que ella había conocido, estaba tirando la toalla.

—Podéis vivir juntos —dijo Isabel con firmeza—. Sólo tenéis que descubrir cómo hacerlo. —Señaló a Harry—. Tienes que asumir algunas prioridades. Llama a la gente para la que trabajas y diles que no vas a estar disponible durante unos días.

—Estás malgastando saliva —dijo Tracy—. Harry nunca dejaría de ir a trabajar.

Isabel ignoró su comentario.

—Hay muchos dormitorios en la villa, señor Briggs. Instálate en uno y deshaz la maleta.

Ren alzó las cejas.

—¡Eh!

Isabel ignoró la protesta de Ren.

—Tracy, necesitas algo de tiempo para ti. ¿Por qué no sales un poco? Harry, tus hijos te han echado de menos. Puedes pasar la tarde con ellos.

Harry parecía indignado.

—Espera un momento. Yo no voy a...

—Oh, sí vas a hacerlo. —Físicamente, Isabel podía verse pequeña junto a aquella piscina, pero ahora estaba enfadada, y eso la hacía crecer—. Vas a hacerlo porque eres decente y porque los niños te necesitan. Y si eso no fuera suficiente —dijo mirándolo fijamente—, lo harás porque te lo digo yo. —Le sostuvo la mirada durante lo que pareció una eternidad, después se volvió y se fue.

Ren, que odiaba las manifestaciones emocionales tanto como Harry, no pudo seguirla de lo rápida que iba.

Harry maldijo entre dientes. Estar a solas con él era más de lo que Tracy podía tolerar en ese momento, así que se dirigió hacia la casa. Isabel estaba en lo cierto: tenía que estar sola un rato.

Las campanas de una iglesia sonaron en la distancia, y el corazón de Tracy estaba tan dolorido que casi le costaba respirar. ¿Qué nos ha pasado, Harry? Se suponía que nuestro amor era para siempre.

Pero ese siempre parecía haberlos dejado atrás.

Ren siguió a Isabel a través del jardín de la villa y sendero abajo hacia el viñedo. El suave balanceo de su cabello bajo el sombrero de paja iba al compás de su decidida zancada. Ren no solía sentirse atraído por las diosas de la guerra, pero nada de la atracción que sentía por ella había sido normal desde el principio.

¿Por qué no le había alquilado la casa una mujer normal? Una mujer agradable que entendiese que el sexo era sólo sexo, y que no desease explicarle a todo el mundo cómo tenía que vivir su vida. Es más, una mujer que no rezase cuando estaba con él. Ese día había tenido la clara impresión de que rezaba por él, y ¿qué chorrada era ésa cuando lo hacía la mujer con que querías acostarte?

Se puso a su altura.

—Acabo de ver las Cuatro Piedras Angulares en acción, ¿no es así?

—Los dos están heridos, pero tienen que superarlo. La responsabilidad personal es el centro de toda vida bien llevada.

—Recuérdame que no me meta nunca contigo. Eh, espera, ya lo he hecho. —Resistió el impulso de destrozar aquel estúpido sombrero. Las mujeres como Isabel no tenían que llevar sombrero. Tenían que enfrentarse al mundo con la cabeza descubierta, con una espada en una mano, un escudo en la otra y un coro de ángeles cantando el Aleluya a su espalda—. ¿Han sido imaginaciones mías o has llamado a esos pequeños monstruos del infierno «hermosos niños»?

En lugar de sonreír, ella pareció aún más atribulada.

—Crees que tendría que haberme mantenido al margen, ¿verdad? Que he sido avasalladora y prepotente. Sin duda me he mostrado dura, dominante y exigente, ¿no es así?

—Me has quitado las palabras de la boca. —En realidad no lo había pensado. Ella había estado genial con ellos. Pero si cedía un dedo, ella se tomaría el brazo—. ¿No te enseñaron en esas clases de psicología a no entrometerte en la vida de los demás a menos que te pidiesen consejo?

A medida que ralentizaba el paso, Isabel volvía a parecer enfadada.

—¿Desde cuándo está bien la idea de que un matrimonio sea para usar y tirar? ¿Es que a la gente no se le ocurre pensar que no es fácil? El matrimonio es un trabajo duro. Requiere sacrificio y compromiso. La pareja requiere...

—Él le es infiel.

—¿En serio? No me parece que Tracy sea una fuente muy fiable. Y por lo que he visto hoy, nunca han hablado seriamente de ninguno de sus problemas. ¿Les has oído a alguno de los dos mencionar la palabra «asesoramiento»? Porque yo no. Lo que he visto es orgullo herido envuelto en todo tipo de hostilidades.

—Lo que, corrígeme si me equivoco, no parece la mejor manera de llevar adelante un matrimonio.

—No si la hostilidad es genuina. Crecí con eso y, créeme, ese tipo de guerras envenenan todo lo que tocan, especialmente a los niños. Pero Tracy y Harry no juegan en la liga de mis padres.

A él no le gustaba pensar que Isabel había sido una niña rodeada de hostilidad. Había aprendido a desconectar de ciertas cosas, era su manera de protegerse. Ella se preocupaba con demasiado empeño por las personas que la rodeaban, y eso la hacía más vulnerable.

La expresión de Isabel se hizo más grave.

—Odio cuando la gente tira la toalla sin luchar. Es cobardía emocional, y viola lo más sagrado de nuestras vidas. Se amaban lo suficiente como para concebir cinco criaturas, pero ahora bajan los brazos y toman el camino fácil. ¿Es que ya nadie tiene agallas?

—Eh, no me fastidies. Yo sólo soy tu compañero sexual, ¿recuerdas?

—No eres mi compañero sexual.

—Vale, no en este momento, pero hay probabilidades de que así sea en el futuro. Aunque tienes que dejar esas tonterías de los rezos. Me saca de quicio. Tú, sin embargo, me pones a cien.

Ella alzó la cara al cielo.

—Por favor, Dios, no le lances un rayo a este hombre, a pesar de que se lo merezca.

Él sonrió, contento de haberla hecho sonreír finalmente.

—Me deseas. Admítelo. Me deseas tanto que apenas puedes controlarte.

—Las mujeres que te desean acaban muertas y enterradas.

—Sólo los fuertes sobreviven. Desabróchate la camisa.

Ella entreabrió la boca y abrió los ojos como platos. Al menos de momento, Ren había logrado que se olvidase de los Briggs.

—¿Qué has dicho?

—No es muy inteligente de tu parte intentar razonar conmigo. Limítate a desabrochártela.

En menos de un suspiro, la expresión de Isabel pasó de la confusión al cálculo. Ella le tenía tomada la medida, y si Ren no se andaba con cuidado le clavaría uno de aquellos cuidados dedos en mitad del pecho.

Él le ofreció una maliciosa sonrisa, y afinó los labios en un gesto de lascivia para hacer que le palpitase el corazón.

La mandíbula de Isabel dibujó una línea que no indicaba nada bueno.

Él cambió el peso de pierna y se inclinó amenazadoramente, algo que supuso que a ella no le gustaría. Estiró la mano y, con siniestra lentitud, trazó una línea sobre la yugular de Isabel con el pulgar.

Ella torció el gesto.

Ren se lo estaba pasando bien. Pero... ¿qué demonios estaba haciendo? Siempre evitaba comportarse así para no intimidar a las mujeres en la vida real, y ahora estaba atemorizándola de forma deliberada y agresiva. Y aún más sorprendente, las chispas de indignación en sus ojos color miel indicaban que tal vez ella estaba apreciando sus esfuerzos.

—Creo que te he dado una orden —le susurró con su voz más cavernosa.

—Así es.

Era una presuntuosa de tomo y lomo. De acuerdo, estaba pidiendo a gritos aquella actitud.

—No hay nadie por aquí. Haz lo que te he dicho.

—¿Que me desabroche la camisa?

—No hagas que me repita.

—Déjame pensarlo. —No tardó ni un segundo—. No.

—Esperaba no tener que hacer esto. —Llevó su dedo desde el último botón abierto al cuello de la camisa. Ella no estaba tan indignada, después de todo, pues retrocedió—. Al parecer, voy a tener que recordarte lo obvio. —Creó tensión haciendo una pausa. Por Dios, esperaba estar excitándola, porque él sí se estaba poniendo como una moto—. Voy a tener que recordarte lo mucho que deseas esto. Lo mucho que vas a disfrutar.

Ella parpadeó, y su carnoso labio inferior se separó del superior. Oh, sí... Se acercó un centímetro a él.

—Todavía lo recuerdo —le susurró con recato.

Él hizo desaparecer la sonrisa. Ya no eres tan descarada, ¿eh, cariño?

—Asegurémonos de eso. —Le echó un vistazo a sus sensuales labios y pensó lo delicioso que sería besarlos—. Imagina el sol brillando sobre tus pechos desnudos. Siente cómo los miro. Cómo los toco. —Estaba sudando bajo su camisa, y sentía una fuerte presión en la ingle—. Voy a arrancar las uvas más gruesas y voy a verter su jugo sobre tus pezones. Después lameré cada gota.

El color de miel de sus ojos se oscureció. Él le tocó la cadera con los dedos, inclinó la cabeza para colarse por debajo del ala del sombrero de paja y acercó su boca a la de ella. Era mucho mejor de lo que recordaba. Sintió el sol, el jugo de la uva que había imaginado, y una mujer en estado de excitación. Sintió el primitivo impulso de tomarla allí mismo, en el viñedo. Tumbarla en el viejo suelo de sus ancestros, bajo la sombra de aquellas antiguas viñas. Penetrarla del modo en que lo habría hecho uno de sus antepasados Médicis con una campesina dispuesta. O una que no lo estuviese, para el caso era lo mismo, pero ahora no tenía que preocuparse de eso, porque la mujer que tenía al lado se estaba amoldando a su cuerpo.

Le quitó el sombrero y lo dejó caer al suelo, y enredó sus dedos entre sus desordenados rizos. Ella le estaba matando de deseo, y la liberó lo justo para susurrar contra sus labios:

—Vamos a la casa.

—Vamos... no. —Incluso a oídos de Isabel aquellas palabras sonaron como un suspiro. Pero no quería ir a ningún sitio. Quería besarle. Y abrirse la camisa tal como él le había pedido, y dejar que hiciese con sus pechos exactamente lo que le había prometido.

Los aromas y las sensaciones la embriagaron. El cálido sol de la Toscana, el aroma de los viñedos, de la tierra y, por encima de todo, de aquel hombre. Se sintió ávida de él, de sus besos, de sus palabras incitantes, del tono amenazador que no debería haberla excitado pero que lo había hecho; y no tenía la menor intención de analizar todo aquello. La lengua de Ren recorrió sus labios y penetró en su boca. Un beso profundo. El término exacto para un beso demasiado íntimo para ofrecérselo a nadie más.

Ren había colocado las manos en su cadera, atrayéndola hacia su erección.

—Desabrocha —susurró. Y ella no pudo resistirse.

Lo hizo muy despacio, botón a botón. Él se separó lo bastante para permitir que se abriese la camisa y revelase aquel sujetador transparente de encaje. No había señal alguna de triunfo en sus ojos, tan sólo sincera excitación masculina. Ella abrió el corchete central, apartó las copas y dejó que el sol cayese sobre sus senos.

Él dejó escapar un leve gemido de necesidad liberada, alzó las manos y abarcó con ellas los pechos, que parecían una ofrenda de marfil. Acarició los pezones con sus pulgares, y se pusieron erectos. Alargó un brazo y arrancó unas uvas de una parra.

Ella no entendió qué estaba haciendo hasta que él exprimió las uvas entre los dedos. El jugo se derramó, recorrió la curvatura de sus pechos pasando por encima de la punta. Isabel se estremeció. Intentó contener el aliento. Pero se le había escapado.

Muy despacio, él extendió el jugo calentado por el sol sobre el pezón, dibujando círculos y acercándose progresivamente a la punta. Ella dejó escapar un gemido de placer cuando él alcanzó la cima.

Extendió también la pulpa y la piel sobre el pezón y apretó. Uva. Pulpa. Pequeñas semillas. Lo tenía todo en la mano, arañando su piel hasta producirle el dolor más dulce que jamás había sentido. Su respiración se aceleró, y oleadas de placer le recorrieron el cuerpo. La lengua de Ren se deslizó hasta sus pechos. Empezó a juguetear, chupando y lamiendo, comiendo los restos de la fruta, atormentando su carne, hasta que Isabel ya no pudo resistirlo más.

—Dios... —Pronunció la palabra como si de una oración se tratase, echándose hacia atrás para observarlo. El jugo resbalaba por sus mejillas. Sus ojos tenían un deje soñador, con los labios un poco hinchados.

—Quiero meter una uva dentro de ti y comérmela de tu cuerpo.

Su pulso se aceleró. Se sentía arrobada por la necesidad y por un deseo feroz. Así era como se sentía la auténtica pasión, con esa inconsciencia saturnina de los sentidos. Él le metió la mano entre los pantalones y empezó a acariciar. Ella se arqueó contra su mano en una danza lenta y sagrada. Su piel estaba pegajosa debido al jugo, y su cuerpo parecía tan hinchado como las uvas.

De pronto, él se apartó. Aquel repentino movimiento la desconcertó. Con un grave gruñido, Ren recogió el sombrero del suelo, se lo entregó y la empujó en dirección a la casa.

—Me estoy haciendo viejo para esto.

¿La estaba rechazando?

—¡Signore Gage!

Ella miró hacia atrás y vio aproximarse a Massimo. No la rechazaba, sólo se trataba de una fastidiosa interrupción. Se cerró la camisa y corrió hacia la casa, dando trompicones por el sendero. Nunca había experimentado algo así, y quería más.

Llegó a la casa, se metió en el lavabo y abrió el grifo del agua fría. Se mojó la cara y apoyó las manos sobre la pica para recuperar el aliento. El recuerdo de su propia voz le hizo sentir ridícula.

«Si no forzamos los parámetros de nuestras vidas, ¿cómo podremos crecer como seres humanos, amigas mías? Dios nos sonríe cuando buscamos las estrellas, aunque no logremos siquiera tocarlas. Nuestra voluntad para intentarlo demuestra que no damos la vida por garantizada. Que podemos saltar, aullarle a la luna y honrar el carácter sagrado del don que nos ha sido dado...»

Se quitó la arrugada y manchada camisa. Su deseo por Lorenzo Gage no era sagrado. Pero su deseo de aullarle a la luna se había hecho irresistible.

Después de arreglarse, subió al Panda y fue al pueblo. Mientras paseaba por el mercado que había en la piazza, intentó transformar sus confusos sentimientos en una oración, pero las palabras no consiguieron darles forma. Seguía pudiendo rezar por los demás, pero aún no podía rezar por sí misma.

Respira... Se centró en los productos frescos, en las gruesas berenjenas púrpuras que yacían tumbadas y las cabezas de radicchio que reposaban entre abundantes lechugas. Había potes de olivas negras junto a pirámides de manzanas y peras. Cestas de mimbre exhibían champiñones recién recogidos, con tierra aún colgando de los extremos. Poco a poco, empezó a calmarse.

Hasta que llegó a la Toscana, nunca había pensado en su poca destreza como cocinera, pero en una cultura para la cual la comida lo era todo, sabía que se estaba perdiendo algo importante. Quizá podría reconducir su energía acudiendo a algunas clases de cocina cuando no escribiese. Porque, a pesar de las dudas de Ren, iba a escribir.

Se aproximó a los puestos de flores y escogió un ramo de margaritas. Al ir a pagar, vio que Vittorio salía de una tienda al otro lado de la piazza acompañado de Giulia Chiara, su ineficiente agente inmobiliaria. Vittorio atrajo a Giulia hacia sí y la besó de un modo apasionado, no como un amigo.

Ambos eran jóvenes y atractivos, así que no había nada sorprendente en el hecho de que estuviesen juntos, y más teniendo en cuenta que Casalleone era un pueblo pequeño. Pero cuando Isabel había hablado de Giulia en relación a los problemas de la casa, Vittorio no había dicho nada.

—Gracias por deshacerte de mí.

Se le hizo un nudo en la garganta. Se volvió y vio a un hombre alto, un trabajador vestido con desaliño, un parche en el ojo y una gorra plana cubriéndole el pelo oscuro. No quería verlo hasta haber puesto un poco de orden en sus pensamientos.

—Tengo cosas que hacer. ¿Cómo has llegado hasta aquí? Creía que tu coche estaba en el mecánico.

—Tomé el de Anna.

Se comportaba como si el encuentro erótico que habían vivido no hubiese sido más que un apretón de manos; otra prueba de la distancia emocional que los separaba. Cómo era posible que hubiese querido hacer el amor con ese hombre...

Pensar eso la conmocionó, por lo que tuvo que apoyarse contra un poste.

—Deberías cuidarte un poco más.

—¡Es lo que estoy intentando! —Su voz sonó demasiado alta y algunas personas se volvieron para mirarla. Tenía un impulso de muerte. Ésa era la única explicación. Pero ¿qué conseguiría con ello? El episodio de ese día probaba que era sólo cuestión de tiempo que ella cayese en algo que garantizaba añadir más turbulencias a su vida. A menos que...

A menos que tuviese muy claro el objetivo. Era el momento de celebrar su propio cuerpo. Sólo su cuerpo. Podría mantener su espíritu, su corazón y especialmente su alma a una distancia prudencial. No le resultaría muy difícil, pues Ren no estaba interesado en nada de eso. Qué hombre tan peligroso. Engatusaba a las mujeres y después las desmembraba. Y ella le estaba ofreciendo voluntariamente un lugar en su vida.

Se sentía vulnerable y frunció el entrecejo.

—¿Llevas todas esas cosas contigo, los parches y demás, o se lo has robado a alguien que lo necesita?

—Eh, en cuanto cayó al suelo le devolví al tipo su bastón blanco.

—Estás chiflado. —Pero su irritación no tenía fuerza.

—Mira toda esta comida. —Le echó un vistazo a los puestos del mercado—. Esta noche no voy a cenar con nadie apellidado Briggs, por lo que permitiré que cocines para mí.

—Me encantaría. Pero por desgracia he estado demasiado ocupada fundando un imperio para aprender a cocinar. —Miró alrededor y vio que Vittorio y Giulia habían desaparecido.

—¿O sea que hay algo que no sabes hacer?

—Hay muchas cosas que no sé hacer. Por ejemplo, sacarle los ojos a alguien.

—De acuerdo, tú ganas esta ronda. —Cogió el ramo de flores de manos de Isabel y lo olió—. Lo siento por la interrupción de antes. Lo siento, de verdad. Massimo quería hablarme del crecimiento de las uvas y preguntarme cuándo creía que debíamos recogerlas, a pesar de saber muy bien que no tengo ni idea. Me dijo que tal vez te gustaría participar en la vendemmia.

—¿Qué es eso?

—La recogida de la uva. Empezará dentro de dos semanas, según el tiempo que haga, la fase de la luna, el canto de los pájaros y otras cosas que no entiendo. Todo el mundo ayuda.

—Suena divertido.

—Suena a trabajar, algo que yo suelo evitar al máximo. Tú, por otra parte, te ofrecerás de voluntaria para organizarlo todo, aunque no sepas ni jota de la recogida de la uva.

—Tengo talento.

Él resopló y empezó a regatear con una vieja que vendía berenjenas. Una vez realizada la compra, se dedicó a otras verduras y frutas, un trozo de queso y una crujiente barra de pan toscano. La compra de la carne fue acompañada por una viva discusión con el carnicero y su mujer acerca de los pros y los contras de diferentes maneras de prepararla.

—¿Realmente sabes cocinar o los estabas engañando? —preguntó Isabel.

—Soy italiano. Por supuesto que sé cocinar. —Salieron a la calle—. Y esta noche te voy a preparar una cena estupenda.

—Sólo eres medio italiano. El resto pertenece a una adinerada estrella de cine que creció en la Costa Este rodeada de sirvientes.

—Y una abuela de Lucca sin nietas a las que poder ofrecerles el legado de las viejas costumbres.

—¿Tu abuela te enseñó a cocinar?

—Quería mantenerme ocupado para que no persiguiese a las criadas.

—No eres tan malo como quieres hacerme creer.

Él le dedicó una de sus sonrisas.

—Nena, todo lo que has visto hasta ahora es mi lado bueno.

—Vale ya.

—El beso de antes te ha hecho caer en barrena, ¿a que sí?

—Oh, sí. —Él rió, lo cual la irritó aún más y le hizo recordar las palabras de Michael—. Soy esquizofrénica en lo que respecta al sexo. A veces me dejo llevar, y otras veces estoy deseando acabar cuanto antes.

—Bien.

—No es divertido.

—¿Por qué no te relajas? No va a pasar nada que tú no quieras que pase.

Exactamente lo que ella temía.