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Paredes blancas. No había nada más que paredes blancas con la pintura levantada y descascarada y placas de yeso en el techo con manchas de óxido. Parpadeé varias veces, levanté la cabeza y la giré de lado a lado, adelante y atrás. La contractura que tenía en el hombro era del tamaño del monte Everest, y llevaba ahí casi una semana.

«Lo lamento, querida. No está mejorando nada.»

«Mia, estamos aquí para lo que necesite.»

«Seguiremos rezando para que suceda un milagro.»

«Me temo que las probabilidades de que salga de ésta son muy escasas.»

«Debería avisar al resto de la familia.»

«Hable con él. Despídase.»

Los fragmentos de las condolencias y las respuestas del médico se repetían en mi cabeza como uno de esos viejos discos de vinilo. Levantaba el brazo y volvía a bajarlo hasta que se repetía la melodía.

Con los ojos demasiado cansados, miré al único hombre que siempre me había querido. El hombre que me había visto dar mi primer aliento, que me había enseñado a jugar al beisbol y que me había animado en mis estudios, hasta que mi madre nos dejó y se vino abajo. Me quería incluso cuando tenía la cara y los ojos rojos y arrastraba las palabras. Y yo contaba con que ese amor nos ayudaría a salir adelante. Y así había sido la mayor parte del tiempo.

Sentada junto a su cama, lo tomaba de la mano y esperaba que ese contacto, que el calor que le transmitía a su palma, se abriera paso a través de su cuerpo y le dijera que luchara. Que luchara por sus hijas. Que luchara por mí, sangre de su sangre. Me había pasado la última década y media batallando por él, por Maddy, y ahora tenía que comportarse como un hombre. Tenía que estar ahí. Tenía que esforzarse para regresar con nosotras. Puede que no fuéramos demasiado, sólo dos jóvenes que intentaban abrirse camino en la vida, pero éramos suyas, y yo necesitaba creer que valía la pena luchar por nosotras, o, de lo contrario, lo perderíamos... para siempre.

La nueva enfermera del turno de mañana entró en la habitación. Fue muy sigilosa, y no hizo ningún ruido mientras comprobaba las constantes vitales de mi padre y anotaba algo en su historia clínica antes de ofrecerme una sonrisa pesarosa. Eso era todo lo que había recibido durante los últimos días. Lamentos, caras de compasión, intentos de condolencias. Miré a Maddy, acurrucada en posición fetal sobre el pequeño sofá, dormida. Al igual que yo, se había negado a irse para algo más que no fuera darse un baño rápido y cambiarse de ropa. Si nuestro padre iba a dar su último aliento, queríamos estar allí para acompañarlo.

Todavía no habíamos hablado del tema tabú, de aquel que me pesaba tanto en el pecho que juraría que me había roto algunas costillas. Me costaba respirar profundamente sabiendo que Maddy estaba sufriendo. Saber que Jackson Cunningham era su verdadero padre había sido un duro golpe, un golpe que nos había impactado en la cabeza y nos había hecho chocar la una contra la otra. Esa información nos hacía andarnos con pies de plomo entre nosotras, y nos había separado de un modo que me ponía la carne de gallina. Necesitaba a Maddy ahora, más que nunca antes, y ella parecía estar huyendo, sin saber cuál era exactamente su lugar. Detestaba eso, y odiaba a nuestra madre aún más por ser la causante de esa realidad.

Lo único bueno de todo eso era Maxwell. Nos había enviado allí en su avión privado y llamaba todos los días. Incluso nos había pagado un hotel durante el mes entero que estaba muy cerca de la clínica. Nuestro nuevo hermano había pensado en todo, y se había asegurado de que el dinero no fuera un problema. De repente, contábamos con los mejores médicos y con un equipo de personas que acudían para comprobar el estado de nuestro padre y que investigaban su historia clínica. Buscaban señales, no sólo para comprobar su estado neurológico y descartar un coma irreversible, sino también para saber si podría superar las consecuencias físicas de una infección vírica mal curada, con dos reacciones anafilácticas al tratamiento incluidas que habían hecho que se le parara el corazón.

Algunos de los médicos se temían lo peor. Hasta que el nuevo equipo de especialistas llegó, la clínica lo había dado por perdido. Nos habían dicho que no había nada que se pudiera hacer y nos recomendaron desconectarlo del soporte vital.

Soporte vital.

Desconectarlo de la máquina que lo mantenía con vida. No podía hacerlo. Si yo hubiera estado en una circunstancia similar, ¿mi padre se habría rendido y habría detenido las máquinas que me proporcionaban el aire que me mantenía con vida? No, habría preferido morir congelado antes que hacer eso. Ese hombre se habría puesto sobre mí, me habría bombeado el pecho y me habría hecho la reanimación cardiopulmonar sin parar si eso me hubiera mantenido con vida aunque fuera sólo durante un minuto. Yo tenía que darle a él la misma oportunidad.

—Buenos días, señorita Saunders —dijo el doctor McBuenote mientras sacaba la historia de mi padre del extremo de la cama y le echaba un vistazo.

Durante unos minutos, tomó notas, comprobó algunas cosas, pasó páginas y demás.

Yo me levanté, estiré los brazos por encima de la cabeza y doblé ligeramente la espalda para intentar aliviar el constante dolor que sentía en el centro de la columna, el típico que uno tiene después de haberse pasado casi una semana sentado en una silla de plástico. Mi espalda protestó, y me encogí de dolor. El doctor McBuenote sacudió la cabeza y me miró por encima de un par de lentes de armazón negro. Tenía el pelo negro y rizado tan corto que casi daba la impresión de que le brillaba el cuero cabelludo. Parecía que lo llevaba mojado y, por la fresca fragancia que desprendía, habría dicho que acababa de salir de la regadera. Al oler el limpio aroma del jabón, caí en la cuenta de lo mucho que necesitaba yo misma un baño. Hacía dos días que no salía de la clínica, y ningún desodorante podía enmascarar el olorcillo que empezaba a emanar de mis sobacos.

—Buenos días, doctor. ¿Cuál es el pronóstico? ¿Ha mejorado algo? —Intenté no parecer demasiado esperanzada, porque todos los días durante casi siete días había fruncido el ceño y se había limitado a sacudir la cabeza. Sin embargo, ese día había habido un instante en el que supe, simplemente lo supe, que nuestra suerte estaba cambiando.

El joven médico se reunió conmigo en mi lado de la cama y me puso una mano en el hombro. Me lo apretó, y yo intenté no gemir al sentir la liberación de tensión que aquel pequeño apretón me había proporcionado. Me dolía tanto que cualquier contacto, por breve que fuera, era un tremendo alivio.

—Según las lecturas, en algún momento de la noche los pulmones de tu padre empezaron a moverse contra las máquinas. Es una respuesta ligeramente positiva, ya que indica que es posible que pueda respirar por sí solo, pero no quiero vender la leche antes de ordeñar la vaca.

No encontraba las palabras para expresar mi agradecimiento por ese minúsculo rayo de esperanza. Así pues, no dije nada, me lancé contra su cuerpo y lo abracé por la cintura. Vertí todo lo que tenía en ese abrazo, y me aferré a él como si mi propia vida dependiera de ello. A él no pareció importarle. De hecho, me devolvió el abrazo. Rodeó mi cuerpo con los brazos y me mantuvo pegada a su pecho. Permanecimos así un rato, una mujer desecha y un hombre de la medicina, un sanador. Me apoyé en ese hombre y recé a Dios para que le concediera la capacidad de salvar a mi padre, lo mereciera o no. Necesitaba creer que todo el mundo merecía una segunda oportunidad. Si lograba salir de ésa, creo que papá estaría de acuerdo. Tal vez eso fuera lo que necesitaba para darse cuenta de que valía la pena vivir la vida.

El teléfono empezó a sonar e interrumpió la euforia de mi único momento positivo en la mayor parte de la semana. Me aparté de un brinco y miré los ojos azul cielo del doctor McBuenote.

—Disculpa. Es que son muchas... —empecé, pero él me interrumpió.

—Mia, no te disculpes nunca por necesitar un abrazo. Se nota que eres una joven muy fuerte, pero todo el mundo necesita apoyarse en alguien. Sigamos rezando para que suceda el milagro. Volveré dentro de un par de horas para comprobar su estado.

Asentí y, al volverme, vi a Maddy con su celular pegado a la oreja.

—Eh..., sí, está aquí, tía.

Mads me ofreció su teléfono mientras se apartaba de la cara el pelo rubio y revuelto de haber estado durmiendo. Daba la impresión de estar tan cansada como yo me sentía, aunque estoy convencida de que, si me hubiera mirado en un espejo, habría parecido salida de La noche de los muertos vivientes.

Exhalé un largo suspiro y me llevé el celular a la oreja.

—¿Sí?

—¡¿Qué carajos te pasa?! ¡No has respondido a mis llamadas, no has tomado el avión y, definitivamente, no te has presentado en Tucson, Arizona, donde te esperaba el cliente número nueve!

Intenté responder, pero no se me ocurría nada. Debía disculparme; debía decir algo, pero lo cierto es que en ese momento nada me importaba.

—Tía Millie...

—¡Déjate de «tía Millie»! ¡Estás en un buen lío, jovencita! Si lees la letra pequeña del contrato, verás que, si dejas plantados a los clientes, no sólo pierdes los cien mil dólares del pago, ¡sino que les debes cien mil dólares a ellos por los inconvenientes ocasionados!

Desplazándome todo lo rápido que mis piernas me lo permitían, salí de la habitación de papá y me dirigí por el pasillo hasta la puerta del jardín. Era temprano, de modo que todavía no había salido nadie.

—¡¿Me estás diciendo que ahora le debo a un rico cabrón cien mil dólares?! —rugí al teléfono.

—¿Me estás gritando? —replicó ella con una voz letal cargada de veneno—. Te lo has buscado tú solita.

—¡No tenía elección! ¡Mi padre se está muriendo!

—Y ¿por qué no me llamaste para decírmelo? Mia, de haber avisado al cliente con tiempo, esto podría haberse evitado. Actualmente tienes un agujero de doscientos mil dólares. No había suficiente dinero en tu cuenta como para realizar el pago mensual a Blaine.

Ay, no. Mi cuerpo empezó a temblar y las piernas no me sostenían en pie. Muerta de miedo, me dejé caer sobre el banco más cercano.

—He fallado en el pago... —dije, y el pánico controlaba mi lengua.

—¡Sí! Te he estado llamando varias veces al día. Al final, intenté llamar a Maddy, pero no ha respondido a mis llamadas hasta hoy.

—Tengo el teléfono apagado. Mi padre ha estado muy mal esta última semana, tía Millie. Y su estado aún es crítico. No puedo dejarlo solo. —Me pasé una mano temblorosa por el pelo, ésta se quedó atascada en las raíces, y el agudo dolor que sentí trajo consigo una claridad mental que estaba intentando asimilar.

—Yo no puedo ayudarte, Mia. Tengo mi dinero comprometido en el negocio y en una nueva empresa en la que acabo de invertirlo todo. Tendrás que hablar con alguno de tus amigos ricos. ¿Tal vez con alguno de los que pagaron el extra? —sugirió, como si fuera así de fácil.

Sexo y dinero. Ése era el nombre de su juego.

¿Que les pidiera a Wes o a Alec doscientos mil dólares? De eso nada. Ni hablar.

—Ya se me ocurrirá algo.

—Pues espero que se te ocurra rápido. Tu próximo cliente es Drew Hoffman.

El nombre me sonaba un montón, y entonces me vino a la cabeza.

—¿El médico de las estrellas? ¿El que tiene su propio programa diario de televisión, su propia línea de vitaminas, ropa deportiva y DVD? ¿Estás de broma?

—El mismo. Al parecer, vio tu campaña de ropa de baño. Quiere darte un espacio diario en su programa que se llamará «Belleza y vida». Mia, si esto sale bien, podrías tener una sección fija en el programa a principios del próximo año. Sólo tendría que esperar un par de meses a que pudieras empezar. Sin presiones. —Se echó a reír a carcajadas.

Era la típica risa de las brujas de las películas de serie B. De haber estado cerca de ella, me habría costado un mundo no estrangularla.

«Sin presiones.» Tía Millie lo decía como si tal cosa. Me apreté las sienes con los dedos. Toda la sangre de mi cuerpo parecía dirigirse a toda prisa a mi corazón y hacía que éste latiera con más fuerza de lo normal. Si no hubiera estado allí, con mi padre, en ese mismo instante, habría sido una noticia fantástica. Las críticas que había recibido me habían dado a conocer, aunque fuera un poco, en el mundillo de la interpretación. Los medios de comunicación se habían fijado en mí, y cuando el videoclip de Anton se presentó al mes siguiente, coincidió convenientemente. Sin embargo, la oportunidad de participar de manera regular en un espacio de televisión con el doctor Hoffman era una auténtica locura. Era la gran ocasión que necesitaba para encontrarme, para encontrar mi propio camino.

Maldita fuera, necesitaba hablar con Wes. Necesitaba que me diera su opinión, saber si conocía personalmente al famoso médico y si sabía algo del tema. Pero, claro, no podía hacerlo porque no sabía nada de él desde hacía dos semanas. No sabía dónde estaba, ni cuándo volvería. Lo único que sabía era que Judi me había contado que había tenido que irse de la noche a la mañana. Le había dicho que no regresaría hasta dentro de un par de semanas o tres, y que me dijera que me llamaría. Eso fue lo único que pudo decirme. Me dejó un breve mensaje en el buzón de voz que se oía tan mal que apenas entendía nada. Que volvería pronto a casa y que me quería. Nada más.

Por otro lado, debía dar también con el modo de conseguir doscientos mil dólares y de convencer a Blaine de que me concediera más tiempo.

—Con un poco de suerte, papá estará pronto fuera de peligro. No canceles el trabajo de octubre hasta que te diga algo. Intentaré estar más disponible por teléfono, pero me está resultando difícil en estos momentos, tía Millie. También tengo algunos asuntos familiares que comentarte. Cosas graves que tienen que ver con mamá.

—¿Has sabido algo de Meryl? —dijo en un tono tan bajo como un suspiro, tanto, que tuve que pegarme el teléfono con fuerza a la oreja.

Al oír su ridícula pregunta, sacudí la cabeza, lo que confirmaba que no tenía ganas de entrar en el tema en ese momento. Papá estaba allí, luchando por su vida. Nuestra madre, la hermana de tía Millie, y las horribles decisiones que había tomado durante las últimas tres décadas no iban a ser el centro de atención. En lo último que quería pensar en ese momento era en mi madre y en sus secretos.

—No, qué va. Pero ha surgido algo. Te llamaré cuando papá esté a salvo, ¿de acuerdo?

Tía Millie suspiró desde el otro lado de la línea.

—Y ¿va..., eh..., a ponerse bien?

Un sonido a medio camino entre una risotada y un ronquido salió de mi boca.

—No finjas que te importa una mierda lo que le pase a mi padre. Siempre lo has odiado. Lo culpas por no habernos llevado a California cuando mamá nos dejó en la estacada. Él hizo lo mejor que supo.

Oí una exclamación de incredulidad.

—Lo mejor habría sido que les hubiera permitido tener una vida. Cuando mi hermana estaba allí, todos eran felices. Fue incapaz de ocuparse de su familia cuando ella se fue —dijo con una voz tan gélida que me heló hasta los huesos.

De repente sentí una necesidad visceral de defender a mi padre. Me daba igual que fuera mi tía, estaba haciendo leña del árbol caído y alguien tenía que ponerla en su sitio.

—Al menos, él no nos dejó. Ésa fue tu hermana. La mujer a la que tanto extrañas abandonó a sus dos hijas, una con diez años y otra con cinco, pero supongo que eso es lo de menos, ¿verdad? Y no era la primera vez que dejaba colgada a una familia. Carajo, hasta donde sabemos, podría tener un montón de ellas repartidas por todo el país. Seguramente tengo un puñado de hermanos más cuya existencia desconozco.

Tía Millie se sorbió la nariz y dijo con voz temblorosa:

—Tu madre nunca estuvo bien, preciosa. Y lo sabes. En el fondo, sabes que no estaba hecha para ser esposa y madre. Su espíritu necesitaba vagar libremente; de lo contrario, se sentía encerrada en su propia vida.

—¿La estás excusando?

—Mia, ella te quería.

Bufé.

—Claro, y como nos quería tanto, nos abandonó. No, mi madre no sabía lo que era querer.

Ahora que tenía a Wes, estaba convencida de ello. Cuando quieres tanto a alguien, te importa más su felicidad que la tuya propia. Haces sacrificios que los benefician a ellos, no a ti. Por supuesto, es un toma y daca, pero en eso consiste compartir la vida, tener una familia.

—Mi madre no sabía lo que era querer, tía Millie —repetí.

—No digas eso. Lo que pasa es que Meryl no estaba muy bien de la cabeza todo el tiempo. Siempre fue así, desde pequeña.

En ese mismo instante, decidí que necesitaba una buena dosis de realidad sobre su querida hermana.

—Ya he oído suficiente. Hazte un favor: ¿por qué no indagas un poco en el nombre de Maxwell Cunningham una vez más?

—¿Tu último cliente? Ya lo investigué, y lo sabes —dijo entre aburrida y enojada.

—Hazlo, tía Millie. Mira lo que dice en su acta de nacimiento.

Se oyeron unas interferencias cuando me dirigía a la puerta para entrar de nuevo en la clínica. Necesitaba una dosis de cafeína, y rápido.

—Mia, lo que dices no tiene sentido. ¿Su acta de nacimiento?

—Sí.

—Y ¿qué esperas que descubra en ella?

Me eché a reír, una carcajada mitad ronquido de cerdo, mitad risotada de hiena, echando el cuerpo hacia adelante completamente. Un grupo de profesionales médicos pasaron por mi lado en el pasillo y me miraron como si acabaran de salirme alas y les hubiera dicho que era un hada. Me daba igual. Los delirios estaban a la orden del día allí, y supongo que esa gente trataba suficientes enfermedades mentales como para no darme ninguna importancia.

—Pues vas a descubrir que el nombre de la madre de Maxwell Cunningham es Meryl Colgrove y, su padre, Jackson Cunningham.

—¡¿Qué?! Eso debe de ser alguna especie de broma de mal gusto. No puede ser. Te está mintiendo. Alguien te está mintiendo. —El pánico y la sorpresa en su voz eran palpables.

Al menos ahora sabía que mi tía no era cómplice de la inmoralidad de su hermana.

—Sí, Meryl abandonó a su hijo cuando éste tenía sólo un año. Tres años más tarde, se casó con mi padre, y, un año después, me tuvo a mí.

No tenía intención de ponerla al tanto de mi puto árbol genealógico, pero me había sacado de mis casillas al defender a la única mujer que no se lo merecía.

—Eso no puede ser. Yo lo habría sabido... —dijo totalmente estupefacta.

Cuando por fin llegué a la cafetería, me acerqué a la máquina, metí cincuenta centavos y puse un vaso de papel debajo de la boquilla. El café de la clínica estaba asqueroso, pero me ayudaba a mantenerme despierta. Bueno, al menos durante una hora, y después volvía a repetir mi paseo zombi hasta la cafetera. Ésa era otra de esas rutinas que repetía varias veces al día.

Inspiré hondo y pegué la frente a la máquina mientras ésta cobraba vida y vertía el café. El zumbido y la vibración que emitía aliviaron un poco mi dolor de cabeza.

—Pues es verdad. Pero la cosa no acaba ahí.

—Mia, no —dijo mi tía con la voz ahogada entre so­llozos.

Sinceramente, a esas alturas, me daba igual. En las últimas dos semanas había experimentado más mierdas de las que debería vivir cualquier persona normal. Ella también debía cargar con el peso de la verdad.

—Max Cunningham, además de ser nuestro hermano, comparte con Maddy ambos progenitores. ¿Sabes qué significa eso, tía Millie? ¿Eh? —dije, y la ira hizo que elevara la voz sin poder evitarlo—. Eso significa que tu hermana engañó a mi padre. Tuvo una aventura con Jackson Cunningham una década después de que hubieran tenido su primer hijo y se quedó embarazada de Maddy. Esa perra rastrera le hizo creer a mi padre que era hija suya, y jamás se molestó en contar la verdad. Ésa es la clase de mujer que es tu hermana. Aprende a vivir con ello. Yo lo he hecho, carajo.

Corté la llamada, tomé el café y me lo bebí de un trago. Estaba tan caliente que me quemó la lengua, arrasando todas las papilas gustativas a su paso. Pero no me importó. Al menos, el dolor me proporcionaba algo en lo que centrarme que no fuera la peliaguda situación en la que se encontraba mi padre.

Me saqué un billete de un dólar del bolsillo, lo metí en la máquina, añadí diez centavos y dejé mi vaso vacío a un lado y puse uno nuevo para Maddy en el otro. Una vez más, pegué la frente en la máquina. Esta vez, el zumbido duró más tiempo. Durante un minuto, sucumbí a la oscuridad.

—Dios mío, pequeña, ven aquí —pidió la voz más dulce del mundo después de la de mi Wes.

Luego, me dio la vuelta, y el que había resultado ser mi hermano me acogió en sus inmensos brazos.

—Max —dije con voz ahogada contra su pecho.

Me agarré a su espalda y dejé que las lágrimas fluyeran. Descendían de manera rápida y furiosa, como una lluvia torrencial, empapando la camiseta negra de cuello redondo de Maxwell, pero él sólo me apretó con más fuerza. Por primera vez desde que había recibido aquella llamada, me sentí segura. Protegida.

—Gracias. Gracias por venir —dije entre sollozos.

Entonces me estrechó con más fuerza todavía, y me sentí cómo rodeaba de calor mi gélido ser.

—¿Dónde iba a estar mejor que acompañando a mis hermanas en un momento tan difícil como éste? Apóyate en mí, pequeña.

Y lo hice. Durante mucho mucho rato.

Cuando un sollozo ascendía por mi pecho y escapaba por mi boca, me abrazaba con fuerza. Cuando me fallaban las rodillas y era incapaz de ponerme de pie, me levantaba. Cuando rogaba que mi padre viviera y le rezaba a Dios, él susurraba las palabras adecuadas conmigo.

Nunca había podido contar con nadie, nunca había tenido a una persona que lo dejara todo para estar ahí cuando lo necesitaba. Y, en ese momento, en el refugio de sus brazos, grabó su huella en mi alma. Tenía un hermano y, ahora que era así, no quería saber cómo sería la vida sin él.