2

—Mia, pequeña, estás muerta. Tienes que echar un sueñecito o tu cuerpo dejará de funcionar cuando menos te lo esperes.

Me separé del calor de su abrazo, me froté los ojos con la manga de la blusa e inspiré hondo unas cuantas veces para relajarme.

—Estoy bien. En serio, Max. Estaré bien.

—No, no lo estás —intervino la voz de Maddy desde atrás mientras se dirigía hacia nosotros. Miró la cafetera y la señaló—. ¿Uno de ésos es para mí?

Asentí y seguí sus movimientos mientras ella preparaba ambos cafés. Incluso se molestó en añadir leche y azúcar. Yo me lo había tomado solo, aunque detesto el café negro. De todas maneras, no me sabía a nada. Me pasaba lo mismo con la comida. Y no sólo prácticamente todo había perdido su sabor, sino que además el mundo a mi alrededor había perdido también su color.

Maddy se acercó a Max y se acurrucó directamente en su pecho. Era la primera vez que lo hacía. Él la rodeó con los brazos con vacilación y la estrechó mientras le acariciaba el pelo. Cerró los ojos, como si ese momento lo superara un poco emocionalmente hablando. Sabía que quería estar cerca de Maddy y de mí, pero lo de Texas había sucedido tan rápido que no habían tenido mucho tiempo para conectar. Primero descubrimos que Maxwell era nuestro hermano, después que ella era su hermana biológica completa, y entonces nos llamaron de la clínica y tuvimos que irnos corriendo.

Maddy levantó la cabeza y apoyó la barbilla en su ­pecho.

—Gracias por venir, Max.

—Como le dije a tu hermana, ¿dónde iba a estar mejor en este momento?

Nuestra hermana —respondió ella, y su voz tembló ligeramente.

Max frunció el ceño.

—¿Qué te pasa, cielo?

«Cielo.» Desde que nos conocía, la llamaba a ella cielo y, a mí, pequeña. Me gustaba bastante mi apelativo cariñoso.

—Nuestra hermana —repitió Maddy—. Antes has dicho tu hermana. Te estaba corrigiendo. Estamos todos emparentados, y quiero dejar bien claro que me da igual quién tenga más o menos sangre en común. Mia siempre será nuestra hermana al cien por ciento.

Max apretó los labios.

—Tienes toda la razón. No pretendía decir nada con eso. Lo siento.

¿Que lo sentía? ¿Qué?

—Max, no hace falta que te disculpes, en serio. Maddy se muestra demasiado sensible. Estamos las dos con los sentimientos a flor de piel con todo lo que estamos viviendo.

Mads entornó los ojos.

—No estoy demasiado sensible. Sólo digo las cosas como son, tal y como tú me enseñaste todos estos años. «Nunca te escondas detrás de una mentira. Nunca te muerdas la lengua cuando hay que hablar de algo importante...» No quiero seguir dándole vueltas a esto. Max tiene que saber que tú eres lo más importante en el mundo para mí. Si vamos a ser una familia, pase lo que pase, yo ocuparé el mismo lugar que ocupes tú. Eso es así, y punto. Me da igual quién sea mi padre biológico. —Señaló hacia el pasillo—. Ese hombre de ahí es mi padre. Y ningún análisis de sangre va a cambiar eso.

Max inspiró lentamente, y yo tracé unas marcas negras con el pie en el suelo de linóleo mientras pensaba en el mejor modo de lidiar con ese arrebato. Estaba claro que Maddy se sentía rara con toda la situación, estaba a la defensiva con respecto a nuestra relación y tenía un conflicto interno en cuanto a papá y a su linaje.

—Maddy..., Max, su mujer, Cyndi y la pequeña Isabel, así como el bebé que está en camino, forman parte ahora del clan Saunders, ¿eh? No lo veas como un cambio, sino como un añadido. Que ellos sean Cunningham no significa que tú lo seas.

Fue entonces cuando Max cometió un tremendo error.

—Bueno, técnicamente es una Cunningham, pero no lo sabía.

Vi el momento exacto en que esa afirmación hizo blanco en mi pequeña. Se puso del todo rígida, hinchó el pecho y parecía lanzar dardos con los ojos hacia Max. Lo señaló con el dedo, un gesto que yo detestaba cuando iba dirigido a mí, y empezó a golpearlo en el pecho con él varias veces. «¡Ay!» Sabía por experiencia que ese dedo huesudo hacía daño.

—¿Es que estás loco? —le espetó—. Sé que en Texas las cosas se hacen de otra manera, pero escúchame, y hazlo con los oídos bien abiertos. Yo soy, siempre lo he sido, y siempre lo seré, Madison Saunders. ¿Lo captas? Estaba perfectamente siendo quien soy, y eso no va a cambiar sólo porque una prueba de ADN demuestre nada. Admito que me ha sorprendido el hecho de tener un hermano, y eso me alegra, la verdad, pero no me vas a ganar como si fuera una especie de premio de consolación. ¿Entendido?

—Pequeñaja... —dije con tanta tristeza que mi propia voz sonaba irreconocible mientras rodeaba los hombros de mi hermana con un brazo.

Ella dejó caer todo su cuerpo contra mi pecho y hundió la cara en mi cuello.

—¡Soy Madison Saunders! ¡No soy una Cunningham! —sollozó, el denso velo de mi cabello cubriendo su rostro.

—Cariño, nadie quiere cambiarte. Ni el nombre ni quién eres. Siempre serás mi hermana. Siempre serás la hija de papá. Es sólo que ahora tenemos otra parte de familia a la que querer y conocer. Eso no cambia nada, Mads. Nada. Seguimos estando tú y yo frente al mundo, ¿de acuerdo? —Ella asintió, pero siguió llorando—. Lo digo en serio. Max no ha venido a cambiar nada, ¿verdad, Max?

Él se aclaró la garganta y puso una pezuña gigante en la cabeza de mi hermana.

—Cielo, yo ya las quiero a ti y a Mia muchísimo. Son mis hermanas menores, y, desde el momento en que nos conocimos todos, tuve esa sensación de que éramos familia, de que siempre lo hemos sido. Las he querido toda mi vida. Deseaba esa familia. Y, ahora que la tengo, soy muy feliz, preciosa. Cyndi, Isabel y el pequeño Jackson podrán disfrutar de unas mujeres maravillosas, y me siento muy afortunado. Eso es todo, cariño. Para eso he venido. Para apoyarlas mientras cuidan de su padre.

Al cabo de unos momentos, Maddy levantó la cabeza. Yo la tomé de las mejillas y le sequé las lágrimas.

—No ha cambiado nada, ¿eh?

—P-pues tengo la sensación de que han c-cambiado muchas c-cosas —dijo, y se limpió los mocos con la manga. Puaj. Las dos éramos unas marranas.

—Aunque ahora tengas esa sensación, no ha cambiado nada. Tú sigues estudiando, vas camino a convertirte en la esposa de Matthew Rains, y me tendrás siempre. Sólo que ahora tienes un hermano vaquero enorme y rico.

—Bueno, ricos somos todos —intervino Max intentando ayudar, aunque no ayudó nada.

Carajo. Debería haber tenido un botón de apagado. ¿Los hermanos no venían con uno incorporado? Con todo lo de mi padre, no había tenido tiempo de hablarle a mi hermana de Cunningham Oil & Gas.

Maddy frunció el ceño y una pequeña arruguita se formó encima de su nariz. Cuando era pequeña, le besaba esa arruguita y le decía que no frunciera el ceño porque se le quedaría la marca y, cuando fuera mayor, se arrepentiría.

—No somos ricas, Max —respondió airada—. Ni mucho menos.

Maxwell me lanzó una mirada severa.

—¿No se lo has dicho? —me preguntó mientras cruzaba sus brazotes sobre el enorme pecho.

Quería morirme. Habían pasado demasiadas cosas como para lidiar con esa conversación en esos momentos. Primero tía Millie, y, ahora, Max y Maddy. Ay, Dios...

—¿Decirme qué? —inquirió Maddy.

—Max, estábamos pasando por algo muy difícil. Lo último que necesitaba era añadir otro problema.

—¿Qué problema? —preguntó mi hermana.

—No es ningún problema. Es más bien una ventaja — añadió Max.

—¿Cuál? —insistió Maddy.

En lugar de participar, estaba demasiado cansada como para pensar en un modo de decirlo suavemente, y Max parecía estar deseando hacerlo, así que, ¿por qué no dejarlo? Bebiéndome el café y deleitándome con el cremoso líquido, que, sin duda, estaba mucho más bueno cuando otra persona lo preparaba (o podría ser por el hecho de que esta vez sí llevara leche y azúcar), observé cómo Max le explicaba a Maddy que los tres íbamos a llevarnos una parte de Cunningham Oil & Gas, aunque había conseguido convencerlo de que dividiera mi parte y la de Maddy por la mitad para que él se quedara con la mitad de la empresa. Era su derecho natural y su legado, no algo que nosotras hubiéramos anhelado tener toda la vida. Cada una de nosotras se quedaría con un veinticinco por ciento, lo cual suponía una increíble cantidad de dinero, pero no nos veríamos obligadas a participar en las decisiones cotidianas ni a trabajar en la empresa si no queríamos hacerlo. Yo, desde luego, no quería. A Maddy, en cambio, con la carrera que estaba estudiando, quizá le interesara la opción en un futuro.

Cuando Max hubo terminado de ponerla al día, ella permaneció inmóvil en el sitio, en shock o sumida en sus pensamientos, no lo tenía muy claro. Por fin, volvió en sí y su cara se iluminó. Un rubor se instaló en sus mejillas, y el alegre talante de mi hermana salió a la superficie.

—Poseo el veinticinco por ciento de una de las empresas petroleras más importantes del país.

—Sí, señora. —Una leve sonrisa se dibujó en los labios de Max.

—¡Qué fuerte! —Se llevó las dos manos juntas al pecho y las apretó—. Es surrealista.

—Surrealista es tener hermanas. Formar parte del negocio es tu derecho natural —anunció Max con orgullo.

—Entonces, cuando termine la carrera, si quiero, ¿puedo trabajar en la empresa?

Tal y como sospechaba, la nerd científica de mi hermana sí estaba por la labor.

Max se echó a reír.

—Por supuesto. Me encantaría que las dos vinieran a trabajar en la sede de Dallas.

Me encogí y negué con la cabeza.

—Lo siento, pero esta chica de Las Vegas es ahora californiana.

—Ya lo veremos. —Max sonrió y nos rodeó a las dos con los brazos—. De momento, tengo que encargarme de que coman algo decente. —Me olisqueó el pelo—. Y de que se bañen. Y de que duerman al menos cuatro horas.

Maddy y yo nos disponíamos a protestar, pero él nos obligó a pasar por delante de la habitación de nuestro padre sin entrar. Nada había cambiado en los últimos quince minutos que habíamos estado en la cafetería y lo habíamos dejado solo.

—No podemos dejar solo a papá —dijo Maddy.

—No van a hacerlo. Me encontré a tu novio. Su madre y él vinieron para que descansen un poco. Ellos le harán compañía. No admito discusiones. No le hacen ningún bien así. Seguro que se enojaría si supiera que no se están cuidando —repuso Max en tono firme.

Emití un sonido que estaba a medio camino entre una risa y un resoplido, pero no respondí. A papá le importábamos. Nos quería muchísimo, pero estaba siempre tan ebrio que no se daba cuenta de si Maddy y yo pasábamos días sin comer.

Una vez, no comimos en dos días. Yo tenía doce años y era demasiado pequeña para trabajar, y Maddy tenía siete. Habíamos acabado con toda la comida que había en casa, incluidos los alimentos secos y enlatados. Después de esos dos días, estaba desesperada. Así que recorrí la avenida principal hasta el atestado restaurante bufet de un casino y llené una bolsa de panecillos y piezas de pollo cuando la gente no miraba. Me aseguré de ponerme muy cerca de una familia con otros niños para no llamar la atención. Salí a escondidas del bufet y mi hermana y yo comimos durante tres días de lo que yo había hurtado, hasta que a papá se le pasó un poco la cruda y volvió a llenar la casa de comida. Tuve que hacer eso varias veces más a lo largo de los años cuando la cosa estaba mal. Así que la respuesta a la anterior afirmación de Max era un no rotundo. Papá no se habría enterado de si sufríamos, estábamos cansadas ni de nada por el estilo. Él, en cambio, me conocía a mí tan sólo desde hacía un mes, y a Maddy de hacía poco más de una semana, y ya sabía lo que necesitábamos.

Guiadas por un hermano autoritario, Mads y yo dejamos que nos arrastrara al otro lado de la calle, hasta el hotel con la lujosa suite doble que nos había reservado una semana antes, una suite en la que no habíamos dormido ni una vez. Sólo la usábamos para bañarnos, y únicamente cuando el olorcillo que despedíamos era ya insoportable. Max encendió el aire acondicionado y se sentó en la cama.

—Ustedes, a la regadera, ya —dijo señalándonos a Mad­dy y a mí.

Después tomó el auricular del teléfono.

—Sí, quería... Eh..., un momento. Les gustan las hamburguesas?

Se me hizo la boca agua al pensar en una suculenta hamburguesa con queso. Había perdido el apetito y llevaba días sin comer nada mínimamente decente. Mi dieta se había basado en café, barritas de Snickers y surtidos de frutos secos, y eso sólo cuando me obligaba a mí misma a meterme algo en el cuerpo. Ah, y la perfecta futura suegra de Maddy había venido todos los días a traernos algo de comer, pero no había sido capaz de llevarme nada a la boca. Papá no podía comer. ¿Por qué debería hacerlo yo? Ahora, con unos cuantos kilos menos y un estómago que se devoraba a sí mismo, sabía que no podía seguir así.

—Unas hamburguesas están bien, Max, gracias —respondí, y Maddy se limitó a asentir.

Por su modo de andar y su postura encorvada, supe que estaba perdiendo el control de la situación y que el peso de todo estaba empezando a afectarle.

Puesto que era una suite doble, había dos cuartos de baño. Yo me bañé en uno, y Mads en el otro. Cuando salí, me encontré una camiseta de hombre y un bóxer en el banco del lavabo. Ni siquiera se me había pasado por la cabeza la idea de traer una piyama. Salí al salón y vi a Maddy devorando una hamburguesa gigante. Ella también llevaba puesta una camiseta y un bóxer.

—Parecemos gemelas —bromeé, y Maddy estuvo a punto de atragantarse con la hamburguesa al reírse.

—Necesitaban algo que ponerse —dijo Max—. No han traído nada para dormir. ¿Qué se han estado poniendo hasta ahora?

Miré hacia la ventana y básicamente hacia todas partes menos a él para evitar la pregunta.

Maddy decidió ser sincera.

—Max, no nos hemos movido de la clínica.

Él echó la cabeza hacia atrás y se agarró las rodillas.

—¿Me estás diciendo que no han dormido en una cama desde que se fueron del rancho?

La pobre Maddy no captó el tono de reproche que había en su voz.

—Sí, casi todas las noches yo me dormía en el sofá y Mia en la silla.

Max me atravesó con la mirada.

—¿Llevas una semana durmiendo en una silla? —dijo señalándome—. Y tú debes de haberte retorcido como un pretzel para caber en ese sofá —continuó dirigiéndose a Maddy—. Por el amor de Dios, no me extraña que tengan esas caras de zombis. Y ¿dónde demonios están sus hombres?

Frunció el ceño y se agarró las rodillas con más fuerza.

—Buena pregunta —mascullé con la boca llena de papas fritas.

Estaban perfectamente crujientes y en su punto justo de sal y de grasa. Tras engullir al menos diez, tomé la hamburguesa.

Maddy tragó la comida que tenía en la boca.

—Mia no quería irse. Yo no quería dejar a Mia. Estamos juntas en esto, ¿verdad, hermanita? —dijo, como si ver cómo se moría nuestro padre fuera algo que necesitáramos hacer para tachar la solidaridad entre hermanas de la lista.

Aun así, era algo muy dulce por su parte. Sabía que ella quería que papá saliera de ésa tanto como yo, pero también temía lo que pudiera pasar cuando él se enterara de que no era su padre biológico.

Max se levantó, se paseó por la habitación y sacudió la cabeza.

—Bien, yo me quedaré unas dos semanas, a menos que la situación dé un giro positivo antes. Después tengo que volver con Cyndi. No puedo dejarla sola durante el último mes de embarazo. Aunque tal vez debería traer a las chicas también aquí. Así todos pasaríamos juntos por esto, suceda lo que suceda.

¿Podía existir un hombre más amable y generoso? No lo creo. Nunca había conocido a nadie como él, y probablemente nunca volvería a hacerlo. Sí, había conocido a algunos hombres muy especiales durante ese último año, unos que acabarían siendo magníficos amigos, amantes excepcionales y algo más en algún caso. Pero Max era único. Su amor por su familia rivalizaba con el de Tai y el clan samoano de los Niko en Hawái. Eran muy unidos, pero la ferocidad que exudaba Max, el modo en que se contenía, en que nos trataba a Maddy y a mí, cómo nos cuidaba como si quisiera hacerlo y quisiera hacerlo para siempre, significaba mucho más. No tenía palabras para describirlo sin sonar como una de esas postales cursis que vendían en Hallmark.

Comimos durante los siguientes diez minutos. Max señalaba el plato cada vez que una de nosotras se daba un respiro y se echaba hacia atrás para apoyarse en el respaldo. Quería ver los platos limpios, y no pensaba aceptar excusas. Cuando, por fin, Maddy y yo nos habíamos hinchado hasta reventar, sin darnos cuenta nos apoyamos la una en la otra, hombro contra hombro, y nos pesaban tanto los párpados que apenas podíamos mantener los ojos abiertos.

—Vamos, chicas. —Max me dio un empujoncito con el codo, pero eso sólo hizo que me apoyara más en Maddy.

De repente, su peso abandonó mi costado izquierdo y tirité al sentir el cambio de temperatura. Seguían pesándome demasiado los párpados como para abrirlos. Necesitaba dejarlos descansar unos minutos, y después estaría perfecta.

De repente, me volví ligera, como si estuviera volando con unas finas alas hacia un destino desconocido. Tras unas incómodas sacudidas, me colocaron sobre una nube de capas de algodón y me envolvieron con un mullido edredón. Sin abrir los ojos, me froté la mejilla contra su suavidad.

—Sólo unos minutos y después vuelvo a la clínica — farfullé.

Sentí algo cálido y húmedo en la frente.

—Claro, pequeña, sólo unos minutos. Por supuesto. — Max dijo algo más, pero no conseguí entenderlo.

Cuando me desperté, todavía no había anochecido. Me incorporé y miré la cama que había al lado de la mía. Maddy estaba profundamente dormida. Me volví y me levanté. En el instante en que puse un pie sobre la mullida alfombra, me sentí mareada y grogui. Estaba más que cansada. Estaba agotada. Eran las siete en punto.

Carajo. Habíamos dormido más de ocho horas. «¡Papá!»

Al recordar que mi padre estaba al otro lado de la calle luchando por su vida, me puse en marcha. Me coloqué unos jeans y una camiseta de cuello en V limpia, un par de calcetines limpios y los Converse. Tardé cinco minutos en estar lista. En el buró, encontré una liga para el pelo, la tomé, y me hice una larga cola de caballo mientras salía de la habitación. Max estaba sentado en el sofá viendo la televisión.

—Te despertaste.

—¡He dormido ocho malditas horas, Max! —rugí de camino al mueble donde estaban la llave de la habitación y mi cartera.

Él no pareció inmutarse ante mi pequeña explosión.

—Lo necesitabas, Mia.

Hay veces en la vida en las que te dan ganas de pegarle un guantazo a una buena persona. Ésa era una de esas veces, pero no lo hice.

—Necesito estar con mi padre. ¿Y si se despierta y está solo? O, peor, ¿y si...? —Ni siquiera era capaz de pensar en las palabras, y mucho menos de pronunciarlas.

Max se levantó e hizo un gesto con las manos delante de mí intentando tranquilizarme.

—Relájate. Acabo de hablar con Matt y Tiffany Rains. No ha habido ningún cambio.

—¡Te dije que me despertaras al cabo de unos minutos! —grité mientras ponía la mano sobre la manija de la puerta—. ¿Cómo voy a confiar en ti si no me escuchas cuando te pido algo tan simple como eso? —dije al tiempo que salía de la habitación. Intenté dar un portazo, pero, como estábamos en un hotel, la puerta se cerró lentamente gracias a su eficaz sistema hidráulico.

Mi nivel de ira aumentó de manera exponencial.

—¡Mia! —oí que gritaba Max mientras yo corría hacia el elevador y oprimía el botón con fuerza una y otra vez.

Eso no iba a hacer que llegara antes, ¡pero hacía que me sintiera mejor, carajo!

Max salió de la habitación y se acercó con cautela a mi lado.

—Mia, lo siento mucho. Pero necesitabas dormir. He estado en permanente contacto con la familia para asegurarme de que pudiéramos estar allí en dos minutos si algo cambiaba. No pretendía controlarte.

Puse los ojos en blanco y me crucé de brazos.

—Ya, bueno, ¿qué quieres que te diga? Estoy preocupada por mi padre. Y, además, no sé dónde está mi novio exactamente, llevo dos semanas sin saber de él.

—¿No has sabido nada de Weston desde hace dos semanas?

—¿Es que hablo en chino? Carajo... —Me toqué la frente al sentir que volvía aquel dolor perenne.

Maxwell frunció el ceño y me puso una mano en el ­bíceps.

—Haré algunas llamadas. Si alguien puede conseguir algo de información, ésa es Aspen. Tiene muchos contactos en la industria cinematográfica. ¿Te ayudaría eso?

¿Una ofrenda de paz? La aceptaba.

Asentí.

—Sí, gracias.

La puerta del elevador se abrió y me metí en él. Max se quedó en el pasillo.

—Esperaré a que Maddy se despierte —dijo.

—No la despiertes. Necesita descansar.

Abrió unos ojos como platos y sonrió con malicia.

—Y ¿acaso tú no lo necesitabas? Ya veo cómo funcionan las cosas aquí. Tú puedes proteger a Maddy, pero cuando yo intento ayudarte, soy un imbécil, ¿verdad? —dijo, y puso esa sonrisa de medio lado que hacía que Cyndi se derritiera.

—Yo soy la hermana mayor —contesté, como si eso respondiera a todas las preguntas del universo.

Se señaló el pecho con el pulgar.

—Hermano mayor. —Sonrió de oreja a oreja, y yo sonreí por primera vez en toda la semana.

—Sí, bueno, ese título es nuevo. Tendrás que ganarte ese honor, Maximus.

Sus ojos centellearon mientras evitaba que la puerta del elevador se cerrara.

—Pienso hacerlo durante el resto de mi vida, pequeña.

Dejó que las puertas se cerraran y él se despidió con la mano antes de dar media vuelta y regresar a la habitación. Lo había dejado claro: había venido para quedarse, y no iba a permitir que no nos convirtiéramos en una gran familia feliz. Ahora tenía un par de hermanas. Dos hermanas que compartían la sangre de su madre y de su padre, algo que no tenía hacía unas semanas. Y, por la clase de hombre que era Max, le sacaría el máximo provecho a eso y se entregaría por completo a Maddy y a mí. Carajo, ya lo había hecho, pero yo tenía demasiadas cosas en la cabeza y mi corazón estaba cargado de preocupación, así que era incapaz de expresar lo mucho que significaba para mí que él estuviera allí. Cuando ese año terminara, pensaba poner todo mi empeño en formar parte de su vida y estaba deseando hacerlo. Le dedicaría todo el tiempo que pudiera. Seguro que habría tiempo para ello. O, al menos, eso es­peraba.