5

Dos semanas en Las Vegas, y el ambiente zombi había alcanzado nuevos niveles de horror. Tanto Maddy como yo nos desplazábamos arrastrando los pies la una alrededor de la otra, como esos pequeños robots que limpiaban el suelo de forma automática pero no llegaban a chocar con otro. ¿Roomba se llaman? Como si las dos tuviéramos un sensor a treinta centímetros de nuestros cuerpos, nos movíamos día tras día con el piloto automático puesto, sin tocarnos. Tal vez necesitábamos tocarnos, sin embargo ninguna de las dos era capaz de hacer ningún esfuerzo. A mi padre le habían quitado la respiración asistida hacía un par de días. Definitivamente, respiraba solo, y los medicamentos estaban por fin actuando sobre la infección. Los médicos se mostraban muy satisfechos con el nuevo pronóstico.

Maddy y yo también estábamos aliviados, pero el hecho de que siguiera repleto de tubos por todos los orificios no nos gustaba tanto. Dentro de otra semana, Maddy y Matt volverían a la facultad. Ella tenía que prepararse para ese cambio. Era su tercer año de carrera y se había inscrito en todas las materias, como de costumbre. Mi hermana, siempre tan aplicada. En el fondo, me encantaba que se cargara tanto peso sobre los hombros, porque eso significaba que aún tardaría en casarse.

Eso me recordaba que aún tenía una plática pendiente con el puritano de Matt sobre el tema de presionar a mi hermana para que se casara. Si la quería, debía esperar, terminar los estudios y demostrarle la clase de hombre que era. Además, me preguntaba cómo reaccionaría cuando Maddy le comentara sus intenciones de trabajar en Cunningham Oil & Gas, en Texas. ¿Acabaría eso con su compromiso? Matt tenía una familia estupenda en Las Vegas, una de ésas de las que no quieres alejarte mucho. ¿Lo haría por ella? Imaginaba que sólo el tiempo lo diría.

Mi celular empezó a sonar en mi bolsillo, y lo saqué. Era un mensaje con un video de un número desconocido. Fruncí el ceño y oprimí para abrirlo. Lo que vi casi hizo que me cayera de rodillas. El video no se estaba reproduciendo, pero en el fotograma fijo vi una cara que conocía tan bien como la mía propia. Era Ginelle. Tenía los ojos tapados con una tira de tela negra y un chorro de sangre descendía desde su nariz hasta su boca.

Sin mediar palabra, corrí literalmente al jardín y oprimí la flechita que reproduciría el video.

¿Qué carajos había hecho?

El video empezó a reproducirse y me mostró a una Ginelle asustada, cuyas lágrimas descendían por sus mejillas por debajo de la tela que tenía atada alrededor de la cabeza. Se pasó la lengua por los labios y sollozó. Tenía un corte hinchado y amoratado en el labio inferior. La cámara se alejó y entonces vi que iba vestida con uno de sus trajes de trabajo. Las plumas y las lentejuelas estaban hechas jirones y, de repente, apareció en la pantalla la mano de un hombre que acarició con los pulgares el espacio que había entre sus pechos en una repugnante manifestación de poder. Quise gritar, chillar y estampar el teléfono, pero no podía. Gin estaba allí, en alguna parte, recibiendo abusos de unos hombres que daba por hecho eran los matones de Blaine.

El muy hijo de puta había ido por mi mejor amiga.

No se me había pasado por la cabeza que pudiera secuestrarla. Me quedé mirando horrorizada cómo el hombre ponía su mano rolliza alrededor de su yugular, como si fuera a partirle el cuello.

—¡Mia! —gritó Gin.

Me agaché y todo lo que me rodeaba se volvió negro. El sol había desaparecido. El jardín había desaparecido. Sólo estábamos yo, la oscuridad y el momento en el que estaba viendo cómo mi mejor amiga suplicaba muerta de miedo por su vida.

—¡Dilo, puta! —le ordenó el matón, y apretó con más fuerza las manos alrededor de su cabeza y de su cuello.

Ginelle tosió, se atragantó y asintió.

—Mia..., eh..., cena a las siete..., esta noche. Ya sabes dónde. Si llamas a la poli, ellos... —Se le quebró la voz y el hombre la sacudió con violencia. Otro hilo de sangre fluyó desde su nariz hasta su boca. Ella se la lamió y gritó cuando el hombre la agarró del pelo con fuerza—. Me m-matarán si se lo dices a alguien. —Cuando la imagen empezó a alejarse, Ginelle susurró—: No es culpa tuya. Te quiero, Mia.

La pantalla se quedó en negro, y el sonido de un mensaje entrante me sacó de mi estupor. Toqué la pantalla para leerlo.

De: Blaine Cabrón Pintero

Para: Mia Saunders

Es una muñequita muy dulce. A mi amigo le gusta mucho. A las 19.00 en punto. No faltes.

Como si estuviera poseída, tecleé mi respuesta en un tiempo récord y le di a enviar sin leerla.

De: Mia Saunders

Para: Blaine Cabrón Pintero

Iré. Por favor, por favor, no le hagan daño.

Blaine respondió antes de que me diera tiempo a secarme los mocos y las lágrimas de la cara, y me dio un vuelco el corazón.

De: Blaine Cabrón Pintero

Para: Mia Saunders

No vuelvas a desafiarme o dejaré que haga lo que quiera con ella. Ponte guapa. Tenemos planes.

Me caí de nalgas al suelo y me di en toda la rabadilla. Pero aquel dolor no era nada comparado con el de mi corazón y el que me provocaba el ácido que me perforaba las paredes del estómago. Blaine y sus matones tenían a Ginelle. Unos terroristas tenían a Wes. Mi padre estaba en coma. La vida se había convertido en un retorcido thriller de acción, y yo era el pobre personaje con pocos recursos y estaba emocionalmente destrozada.

No me quedaba más remedio que obedecer a Blaine. Quería que nos viéramos en un lugar que él denominaba nuestro sitio, y allí estaría. Retorcido hijo de puta.

El sitio al que se refería era el Luna Rosa, el restaurante italiano al que me había llevado la primera vez que salimos. Nos habíamos sentado fuera, en la terraza que daba al lago Las Vegas. Las parpadeantes luces blancas que rodeaban las palmeras le conferían a su piel un brillo etéreo. En su momento, estaba completamente enamorada de Blaine. Metro noventa y tres, unos años mayor que yo, con un pelo oscuro que combinaba a la perfección con su perfecto traje azul marino. Con ese cuerpo tan esbelto y esa estructura ósea podría haber sido modelo. Sus ojos, de un color verde amarillento único, eran algo que siempre había actuado en su favor. Podría haber fundido los calzones de cualquier chica en un momento con una sola mirada.

Blaine me embrujó desde el momento en que le serví aquella primera bebida en el casino en el que trabajaba hacía años. Esa noche, vino, pidió tres dedos de whisky y estuvo observándome durante veinte minutos enteros mientras yo trabajaba y él se bebía la copa. Ése fue el principio del fin. No me quitaba los ojos del trasero, de los senos y de todo lo demás, y hacía que me sintiera sexi, importante y deseada de un modo que había extrañado desde que Benny desapareció, aunque luego descubrí que me había plantado para salvar el trasero.

Le entregué a Blaine la cuenta y él me dio una propina de cien dólares y se fue de la barra sin decir nada y sin mirar en mi dirección. En aquel instante le quité importancia y pensé que no le gustaba tanto como pensaba, ya que no me había invitado a salir. Supuse que había preferido entretenerse mirándome a mí en lugar de los deportes y las noticias que aparecían en las pantallas del bar. No pensé mucho en ello, y estaba más que agradecida por aquellos cien dólares con los que mi hermana y yo podríamos comer durante semanas. Después, cuando acabó mi turno, mientras esperaba un taxi para volver a casa, un zapato brillante asomó por la puerta abierta de un BMW con los vidrios polarizados, y Blaine se ofreció a llevarme. El coche era increíble, pero nada comparado con lo bueno que estaba su propietario.

De modo que aquella Mia estúpida de veintiún años se subió en el coche con aquel extraño tremendamente sexi y dejó que la llevara a casa. Aquella primera vez no se me insinuó. Se comportó como un caballero todo el tiempo, me acompañó hasta la puerta, me dio un beso en la mejilla y me preguntó si podía invitarme a salir la noche siguiente. Yo accedí, y el Luna Rosa fue donde empezamos la velada. Pedimos pizza y un vino caro, cosa que me pareció genial. Podría haberme invitado a algún asador elegante y haber empezado a pedir un montón de platos gourmet para impresionarme o llevarme a la cama. Pero, en lugar de eso, estuvimos hablando, nos bebimos dos botellas de vino y comimos pizza, seguida del tiramisú más delicioso que había probado en mi vida.

Una vez al mes, durante los dos años que estuvimos juntos, volvíamos a «nuestro sitio» y nos poníamos hasta arriba de pizza y vino. Después, nos íbamos tambaleándonos hasta el Town Car, y uno de sus guardaespaldas nos llevaba en coche hasta el casino. A veces, estábamos tan cachondos en el elevador que yo rodeaba con las piernas sus caderas y él me la metía hasta el fondo antes de que las puertas del penthouse se abrieran. Entonces, me cogía contra la pared. A Blaine no le importaba nada que los individuos que pudieran vivir o haber reservado las otras pocas habitaciones de la planta superior nos descubrieran. Carajo, creía que lo amaba, y que él me amaba a mí.

Era tan joven, tan estúpida y estaba tan ciega que me tragaba todas las mentiras que me decía. Sólo quería hacer locuras y vivir el momento. Pero ya no. Había aprendido esas lecciones a las malas. Si Blaine creía que iba a ganar puntos conmigo por citarme en el Luna Rosa, se pasaba de listo.

No había cogido nada elegante que ponerme del rancho de Maxwell porque..., en fin, vivíamos en el rancho. Nos pasábamos prácticamente todo el tiempo en casa, reuniéndonos con sus amigos y disfrutando de la hacienda.

Sentí una punzada en el corazón al acordarme de Max. Cuando mi padre mejoró, nos dijo que tenía que volver con su mujer y su hija. A Cyndi le quedaba un mes para dar a luz al pequeño Jackson, y mi hermano tenía que comprobar cómo iba el cambio de la propiedad de la empresa y encargarse de sus actividades empresariales más urgentes mientras estuviera allí. Aun así, había prometido que llamaría a diario.

Nunca había aspirado a ser rica, pero no podía evitar pensar que, si el cambio de propiedad avanzara más rápi­do y pudiera acceder a mi parte, tal vez podría pagarle a Blaine y toda esa mierda terminaría. Viviría en Malibú, practicaría surf y besaría y haría el amor con el hombre con el que quería pasar el resto de mi vida. Por desgracia, Max me había advertido que el proceso de ultimar el testamento y de poner nuestra parte a nuestro nombre usando las muestras de ADN como prueba de nuestra relación llevaría un tiempo, pero que al final todo habría valido la pena.

Si salía con vida de todo eso, tal vez se demostrara que tenía razón. Por ahora, me costaba mucho ver la luz al final del túnel. En esos momentos tenía la sensación de que la vida me llevaba por una carretera resbaladiza sin semáforos en medio de un huracán en un coche con el limpiaparabrisas y los frenos descompuestos.

Llegué al Luna Rosa a las siete en punto. Maddy me prestó un vestido que yo le regalé cuando había ido de compras en Chicago con Héctor. Era bastante sencillito, de color berenjena oscuro, con un escote en V muy pronunciado en la espalda. La falda llegaba hasta la mitad del muslo, y la tela se ceñía en el pecho. De no haber estado tan enojada al pensar por quién me lo estaba poniendo, me habría sentido guapísima. Pero, en lugar de eso, me sentía como una mierda apachurrada, aunque desde fuera nadie lo notaría. Me cubrí las ojeras y las bolsas de los ojos con una buena capa de corrector y me puse un poco de colorete para darles un tono rosado a mis mejillas. Por suerte, era una de esas chicas que no necesitaban llevar mucho maquillaje para girar cabezas, y sabía exactamente lo que a Blaine le gustaba. Me dejé el pelo suelto y me lo coloqué por delante de un hombro, algo que un día me dijo que le encantaba.

Me abrí paso a través de la clientela y lo vi fuera, en la terraza. Cómo no, había escogido el sitio más romántico posible en la misma mesa que ocupamos la primera vez que cenamos allí.

Al ver que me acercaba, se levantó y me miró de arriba abajo como un depredador que evaluara a su presa, de manera sigilosa y rápida, sin perder ni un detalle.

—¿Reservaste esta mesa para intentar ganar puntos? —pregunté, y me senté con el ceño fruncido.

Sus rasgos, por el contrario, se iluminaron considerablemente.

—Veo que todavía te acuerdas. Me alegro mucho, preciosa Mia.

Me encogí. Carajo, odiaba que utilizara ese viejo apelativo cariñoso conmigo. Cuando estábamos juntos, no paraba de repetirme lo guapa y lo preciosa que era, y que nunca nadie le gustaría tanto como yo..., hasta que, cómo no, encontró aquel dos por uno con la recepcionista y la perra de su gemela. Además, ¿quién se coge a dos hermanas? Qué asco.

Antes de que pudiera responder, el mesero llegó con una botella de vino. Reconocí la etiqueta. La habría reconocido en cualquier parte.

Signore, el Cignale, colli della Toscana Centrale, elaborado con cabernet sauvignon —anunció, y vertió el líquido carmesí en la copa de Blaine.

Él la levantó, meneó el contenido en la copa, lo olisqueó y dio un sorbo.

Era tan pretencioso que me daban ganas de vomitar.

—¿Es de 2006? —preguntó al mesero.

—Por supuesto, signore.

Blaine asintió, y el mesero llenó un cuarto de nuestras copas. Tomé la mía y me la bebí de un trago.

Blaine miró a nuestro alrededor y sonrió antes de posar una mano sobre la barandilla que daba a las serenas aguas del lago Las Vegas y tomar con la otra el tallo de su copa. No me quitaba los ojos de encima.

—Me tomaría otra —dije, y él sonrió de oreja a oreja, se inclinó hacia adelante y me sirvió más vino.

Esa vez bebí un sorbo y esperé a que hablara. Pero, después de mucho rato, no lo hizo. Se limitaba a observarme, como si estuviera estudiando mi aspecto. Al final, no pude soportar más el silencio.

—¿Dónde está Ginelle? —le espeté.

Sus ojos de serpiente se tornaron oscuros y penetrantes.

—Está en buenas manos, te lo garantizo —dijo en tono dulce.

Solté un bufido.

—¿En serio? ¿Así es como llamas a secuestrar y darle una paliza del carajo a una mujer inocente que iba camino del trabajo? —respondí con los dientes apretados.

Me estaba agarrando a la mesa de madera con tanta fuerza que creo que llegué a dejar las marcas de las uñas en ella.

Blaine hizo un gesto de desdén con la mano y se inclinó más hacia mí.

—Mia, ambos sabemos que si hubiera querido matar a tu amiga ya lo habría hecho. Ahora, relajémonos y disfrutemos de nuestra cita.

«Cita. ¿El muy pirado acaba de llamar cita a esta coacción?»

Parpadeé con rapidez para intentar dejar a un lado la ira que sentía. Me daban ganas de tomar el cuchillo que tenía tan convenientemente a mano y hundírselo en ese frío corazón. Por desgracia, era probable que al muy cabrón ni siquiera le doliera. Ya estaba muerto por dentro.

—No sé para qué querías que viniera. Sabes que voy a pagarte —susurré, y miré a mi alrededor—. Jamás se me ocurriría engañarte.

Sonrió de oreja a oreja.

—Ay, mi preciosa Mia, ahora que dices eso, no te imaginas cuánto extraño tus engaños —dijo intentando hacerse el gracioso, y meneó las cejas de manera sugerente.

Me entraron ganas de vomitar sobre la mesa. En su día estuve totalmente enamorada de Blaine. Era dolorosamente atractivo, tremendamente encantador y muy bueno en la cama. Pero ahora no soportaba verlo y detestaba lo que representaba.

—Blaine, le has hecho daño a una persona a la que quiero mucho, y ¿quieres hablar de sexo?

Enarcó las cejas.

—No quiero hablar de ello, no. Preferiría estar haciéndolo contigo, si es eso lo que deseas saber.

Tensé la mandíbula.

—Eso no va a pasar, así que más te vale ir quitándotelo de la cabeza. Tú mismo jodiste lo que teníamos..., literalmente. Jamás volvería contigo, jamás —dije en un tono bajo de advertencia.

Él sacudió la cabeza, frunció los labios y meneó el vino en círculos.

—Aquellas dos no significaban nada para mí. Sólo necesitaba desahogarme un poco porque no habías respondido que sí a mi petición de matrimonio.

—¿Acostándote con dos mujeres?

—Pues claro, Mia. Un hombre tiene necesidades y orgullo. Me habías hecho daño. —Me soltó la excusa como si tuviera todo el derecho del mundo a hacer lo que había hecho como varón de sangre caliente que era.

—¿Así que te cogiste a dos fulanas para sentirte más hombre?

Su mirada se tornó severa, y su voz, gélida.

—Precisamente tú no tienes ningún motivo para insinuar que no soy lo bastante hombre.

Sacudí la cabeza.

—¿Por qué estamos teniendo esta conversación?

—¿No es evidente? —Me miró y parpadeó despacio.

—Para mí no.

Sólo había un único motivo por el que había acudido allí, y ése era Ginelle.

Blaine apoyó los codos en la mesa y la barbilla en la palma de su mano. Era la calma, la serenidad y la compostura personificadas, mientras que yo estaba muerta de preocupación y de miedo.

—Quiero que vuelvas. A mi cama. A mi vida. Como mi mujer.

Sus palabras cayeron como una bomba atómica y lo devastaron todo a su paso. Eché un vistazo a mi alrededor para ver si alguien más había sobrevivido a la explosión. Así de destructoras habían sido, aunque, por desgracia, sólo en la minúscula insignificancia que yo llamaba mi vida.

Decir que no me lo esperaba habría sido quedarme corta. Habría esperado la segunda venida de Nuestro Señor antes que esa declaración.

—Blaine —susurré, casi incapaz de hablar—. No puedes estar hablando en serio.

—Y tan en serio. Estoy dispuesto a negociar los términos. Aquí y ahora.

—Esto tiene que ser una pesadilla. Blaine, ¿te estás oyendo? Acabas de decirme que quieres retomar las cosas donde las dejamos cuando rompimos.

—Sé lo que quiero, y es a ti. Creo que lo dejé bien claro. Ahora, cállate y escucha lo que te ofrezco.

Y lo escuché, no porque me lo hubiera ordenado, sino porque estaba tan pasmada que no me venían a la mente los pensamientos que se necesitan para formar palabras. Ese tipo estaba total y absolutamente loco de atar. No había otra explicación posible.

Antes de que empezara a explicarme su oferta, el mesero nos trajo dos pizzas recién horneadas, una margarita y una suprema. Empecé a salivar sólo de olerlas. Llevaba dos días sin comer de forma decente. Los Rains y Maxwell habían intentado que tomara algo, pero era incapaz de hacerlo al pensar que Weston con toda probabilidad estaba muriéndose de hambre y mi padre recibía sus alimentos a través de una sonda. El único motivo por el que iba a cenar esa noche era para acabar con eso cuanto antes.

—Verás, todo este tiempo que hemos pasado separados, he estado reflexionando sobre nuestra relación y sobre nuestra vida juntos —dijo.

¿«Este tiempo que hemos pasado separados»? Rompimos. Me fui del estado, había sido escort durante los últimos ocho meses y había estado seis viviendo en Los Ángeles antes de eso. En total, hacía más de un año que no estábamos juntos, y por sus palabras cualquiera diría que lo había dejado la semana anterior. Había estado con otros hombres, me había enamorado. Eso no tenía ningún sentido.

—Blaine, hace más de un año que lo dejamos... —empecé, pero él me interrumpió con un movimiento de la mano.

—El tiempo y la distancia no importan. Ahora estás aquí, y he llegado a la conclusión de que eres la mujer de mi vida.

—Y ¿llegaste a esa gran conclusión antes o después de cogerte a esas dos pirujas gemelas porque sí?

—¡Estoy intentando conectar contigo, Mia! —rugió—. Haz el favor de controlar tus modales. Sólo voy a hacerte esta oferta una vez.

—No hay trato. No quiero lo que me estés vendiendo.

Se apoyó en el respaldo de la silla y se cruzó de brazos.

—Creo que, si me escucharas, verías que es una oferta que no vas a poder rechazar. Todos tus problemas se solucionarían, y todo volvería a ser como tiene que ser. Los dos juntos controlaríamos todo esto —dijo, y abrió los brazos como si tuviera todo Las Vegas en la palma de la mano.

Menuda pieza.

—No, Blaine, ya tuve lo que me ofreces y me alejé de ello. —Me levanté y la silla cayó al suelo formando un gran estrépito detrás de mí—. Y eso mismo voy a hacer ahora también. Esto ha sido un error. Voy a llamar a la policía.

—Tu amiga estará muerta por la mañana —dijo con el volumen justo para que sólo yo lo oyera.

Me volví con todo mi cuerpo encendido de ira y con el vello tanto de los brazos como del cuello de punta. Ese tono... Ese tono ya lo había oído antes, cuando ladraba órdenes por teléfono y disponía planes para hacer pagar a la gente. Hería a cualquiera que osara contrariarlo del modo más vil y violento posible. Era con ese hombre con quien estaba hablando en ese momento, no con el que me había abrazado, me había besado y me había amado hasta hacerme perder la razón. Ése era el hombre del que me había enamorado. Ése era su alter ego. Todo el mundo le tenía un miedo atroz a esa cara suya. Era su mundo. El resto de los mortales sólo vivíamos en él.

—¿Qué tengo que hacer para que la dejes ir? — pregunté con voz temblorosa y cargada de angustia.

Levanté la silla y miré a mi alrededor. La mayoría de los clientes estaban mirándonos directamente, atentos a cómo evolucionaba la escena. Seguramente daban por hecho que era una discusión de enamorados. Y, en cierto modo, lo era.

—Antes sentí nostalgia, al estar aquí, al verte ahí sentada frente a mí sabiendo que eso es lo que quiero ver durante el resto de mi vida. —Su mirada se tornó dura y entornó los ojos—. Pero ahora que te has puesto en evidencia y, por ende, a mí, con tus tonterías, ya no me siento tan generoso.

—Ponle un precio —me limité a decir.

—Los cuatrocientos mil que me debes, o tú, por una sola noche, en mi cama.