Ya era viernes y todavía no sabía cómo iba a apaciguar a Blaine sin darle el dinero y sin meterme entre sus sábanas. Papá estaba mejorando. Maddy y Matt estaban bien y habían retomado su plan de vida. Max continuaba en la ciudad, y Ginelle estaba a salvo. De momento. En cuanto a mí... Mi vida era un puto desastre. Habían transcurrido varios días y Wes todavía no había llamado y tampoco había recibido más información por parte de Warren, a pesar de que le había estado llamando tres veces al día desde que me había dicho que Wes estaba vivo. Al parecer, había decidido no responder el teléfono. En una ocasión, Kathleen contestó y me explicó que estaba trabajando en ello y que no pararía hasta que supiera algo del paradero de Wes, pero que de momento no podía conseguir nada si no paraba de escuchar mi voz rota. Y lo entendía perfectamente. Yo tampoco podría hacer nada si una psicópata emocional no dejara de llamarme cada cinco minutos hecha una mierda pidiéndome información.
«El infierno debe de ser algo como esto.» Saber que el hombre al que amaba, la persona por la que habría dado mi vida, estaba sufriendo mental y físicamente y que yo no estaba allí para acariciarlo, para tomarlo de la mano y apoyarlo en su proceso de sanación era una auténtica mierda.
Tenía un dolor crónico en el cuello de estar mirando el teléfono sin parar, esperando, deseando recibir alguna llamada de un número desconocido. Cada vez que el puto artefacto sonaba, todo mi sistema entraba en acción, todas las sinapsis se disparaban, y mi corazón latía frenéticamente, hasta que comprobaba que se trataba de Max, de Maddy o de Gin. Uf.
La noche anterior por fin me había decidido a hacer algunas llamadas a mis amigos. Héctor se había echado a llorar cuando le había contado lo que le había pasado a Wes. Tony se enojó y me preguntó si necesitaba dinero, boletos de avión o cualquier cosa que pudiera ayudar, siempre dispuesto a solucionarte los problemas. Le aseguré que lo tenía todo controlado y que confiaba en que pronto volviera a casa, aunque era una mentira como una casa de grande. Ambos me dieron órdenes estrictas de que los llamara la semana siguiente para mantenerlos informados y me dijeron que, si no lo hacía, vendrían por mí. No tenía la menor duda de que cumplirían su amenaza. Mason no fue tan cordial. Se enojó. Estaba dispuesto a perderse los últimos partidos de la temporada, a pesar de que los Red Sox estaban encarrerados y él era su lanzador estrella. Recordé nuestra conversación:
—Mia, esto es una mierda. ¿Por qué esperas a que las cosas estén tan jodidas para llamar? —La voz de Mason sonó más distante, como si hubiera apartado la boca del receptor—: No, Rach, no voy a calmarme. Esto no me gusta nada. Somos su familia.
Me sentí fatal al oírlo decir que me consideraba de su familia. No tenía ningún derecho a guardarme todo ese drama para mí sola cuando había gente a la que le importaba y que me quería tanto como yo a ellos. Ya era hora de que empezara a contar más con ellos, si no físicamente, al menos sí emocionalmente.
Volvió a la línea.
—No puedo creer que hayas descubierto que tienes un hermano. Qué locura.
—Sí, pero la verdad es que es un tipo genial, y, no te lo imaginas: ahora poseo el veinticinco por ciento de Cunningham Oil & Gas.
—¿Qué? ¿Me estás tomando el pelo?
—No. Al parecer, Jackson Cunningham sabía de mi existencia y quería que recibiera una parte de su legado por ser hermana de Max. De lo que no sabía nada era de la existencia de Maddy, quien, por cierto, resulta que además es su hija. Aunque mi madre nos hizo creer a todos que era hija de mi padre.
—Carajo con tu madre...
Pensé en Mason y en su madre, que había fallecido a causa de un cáncer de mama cuando él era más joven. Su madre habría dado lo que fuera por pasar un día más con sus hijos, y mi madre había abandonado, no a uno ni dos, sino a tres niños que la necesitaban. Eso era algo casi imposible de perdonar. Entonces me pregunté si Max habría tenido ocasión de pedirle al detective que averiguara el paradero de nuestra querida madre. Si llegara a encontrar a Meryl Colgrove, ¿sabría qué decirle? ¿«Das asco»? Le restregaría en la cara lo bien que nos iba. Bueno, a Max y a Maddy les iba genial. A mí..., estaba trabajando de escort para pagar la deuda del hombre al que ella había abandonado.
Al despedirme de Mace, prometí estar más presente en sus vidas, ir a visitarlos al año siguiente y presentarles a Wes. Después llamé a Anton y a Heather. Como siempre, Anton le dio un enfoque filosófico a la situación, preguntándome cómo afectaba eso al panorama general y cómo me sentía al respecto. En serio, debajo de todas esas cadenas de oro que el Latin Lov-ah llevaba al cuello se escondía un auténtico hippy. Heather, en cambio, no paraba de repetir «no puede ser» y «madre mía». Estaba preocupada por mí y por cómo estaba tomando la desaparición de Wes. No tenía mucho que decir, porque, si lo hacía, acabaría hecha un mar de lágrimas, y debía mantenerme fuerte por Wes. Tenía que seguir luchando, y eso era lo que pensaba hacer.
Y, por supuesto, Alec fue... Alec. Escuchar su voz y notar su amor genuino hizo que me sintiera mejor. Tenía un pico de oro, y me dijo que confiaba en mi capacidad para sobrevivir otro día más. Por otro lado, si yo quería, estaría encantado de enviarme en un avión a Francia, donde cautivaría mi cuerpo y llenaría mi alma de luz. Tales fueron sus palabras. Aunque las dijo en un francés tan elocuente que sentí un cosquilleo por todo el cuerpo. Tuve que cortar aquello con una dulce advertencia, cosa que mi franchute entendió. El amor era el amor para él, pero aceptaba la monogamia y respetaría mis deseos, lo que significaba un futuro de nada de ñaca-ñaca con artistas franceses de lengua obscena. Tuve que decir esa parte en inglés y repetirla en francés para dejarla bien clara.
Me esperé adrede para llamar a Tai hasta el último. Como había imaginado, no tomó las noticias nada bien. Tanto es así que ni siquiera se lo conté todo, porque si llego a decirle lo de Blaine, lo de las amenazas y lo del secuestro, habría venido en el siguiente avión con media docena de samoanos dispuestos a derramar sangre. La sangre de Blaine. Eso, desde luego, me habría hecho las cosas más fáciles, pero esos hombres habrían acabado mal. Los tipos como Blaine eran demasiado pomposos como para luchar con sus propias manos, como demostraba el episodio que había tenido con Max en el pasillo. Blaine ni siquiera había intentado golpear a mi hermano. No, Blaine usaba matones, cuchillos y, por supuesto, pistolas. Y no pararía hasta que todo el clan Niko estuviera muerto y enterrado a dos metros bajo tierra en algún lugar perdido del desierto de Nevada. Y yo no iba a permitir que eso le sucediera a mi samoano sexi. Ni hablar.
Sí le conté lo de mi padre y lo de Max, y eso sólo ya hizo que su medidor de preocupación alcanzara el máximo nivel. Hablamos hasta bien entrada la noche. Me pregunté por un instante qué pensaría Amy acerca de nuestra larga conversación, sin embargo, en mitad de ella, le dio un beso de buenas noches y le dijo que lo esperaba en la cama. No había ni un ápice de preocupación, malicia ni ansiedad en su tono. Cuando le pregunté a Tai al respecto, simplemente me dijo:
—Amy lo acepta. Entiende que para mí eres como de la familia.
Y ahí estaba otra vez esa palabra: familia. Cuando inicié ese viaje hace nueve meses, esa palabra la conformaban cuatro personas en total: Maddy, Ginelle, mi padre y mi tía Millie. En ese momento no podía contar con los dedos de las dos manos la gente a la que consideraba parte de mi amplia familia, por no hablar de la nueva relación de sangre que me unía a Max, a Cyndi, a Isabel y a Jack, el bebé que estaba en camino. Con estos últimos sumaba cuatro parientes nuevos más. Me costaba asimilar lo mucho que había cambiado mi vida en esos últimos nueve meses, más de lo que nunca podría haber imaginado en mis veinticinco años de vida.
Y luego estaba Wes. Miré mi teléfono una vez más. Nada. Con el ceño fruncido, me vestí seleccionando cuidadosamente lo que me ponía. Si iba a suplicar y a arrastrarme ante Blaine para que me concediera más tiempo, al menos quería ir vestida acorde con la situación.
Recibí un mensaje en el teléfono y corrí a mirar la pantalla rezando para que fuera de Weston. Lo que vi me enfureció. Mi fuerza vital se estaba agotando.
De: Blaine Cabrón Pintero
Para: Mia Saunders
Espero que todo vaya bien y que o tengas mi dinero o estés preparada para aceptar mis condiciones. Acude a nuestro sitio dentro de una hora. Te estaré esperando.
Por supuesto que me estaría esperando, retorcido hijo de puta. Mientras tomaba mi bolsa y me la colgaba al hombro, Max tomó un juego de llaves y se me quedó mirando.
—¿Qué haces? —pregunté.
Él apretó los labios y su usual color rosado desapareció. Su lenguaje corporal era rígido y confuso.
—Voy a llevarte.
Me encogí.
—Eh..., no. Estaré bien. No va a hacerme daño, Max. Quiere cogerme, no matarme.
Apretó la mandíbula y vi cómo empezaba a palpitarle un músculo.
—Secuestró a tu mejor amiga, Mia. No debes tomarte esto tan a la ligera.
Suspirando, puse una mano en su bíceps, que se endureció por acto reflejo.
—Max, no le gustará verte allí. Sé muy bien a qué o, mejor dicho, a quién, me enfrento. Significo demasiado para él económica y físicamente, no hará ninguna estupidez. Estaré bien —mentí de forma descarada mirándolo a los ojos.
Blaine era impredecible. Nunca sabías qué podía enojarlo, hacerlo reír o cuándo iba a transformarse en el mal encarnado. Esperaba pescarlo de buen humor y jugar con su deseo por acostarse conmigo para conseguir más tiempo. O tal vez sacarles partido a sus ansias de dinero y prometerle más. Mucho más. Podía seguir trabajando para tía Millie y conseguir el dinero que me faltaba, además del que obtendría de Cunningham Oil & Gas. Sé que Max no quería que ese dinero financiara a un criminal, pero no tenía elección si quería disfrutar de algo parecido a una vida normal.
—Confía en mí. Yo me encargo de esto —dije, erguí la espalda y eché los hombros hacia atrás.
Max sacudió la cabeza y abrió la puerta.
—No, tú eres quien debe confiar en mí. —Se señaló el pecho—. Yo me encargo de esto. Te lo he dicho antes y te lo vuelvo a repetir, cariño. Yo cuido de mi familia. Fin de la discusión.
Dejé caer los hombros hacia adelante y lo seguí, primero hasta el elevador y después hasta su coche rentado. No dijimos nada durante el trayecto hasta el Luna Rosa. No tenía ni idea de qué decirle, y creo que él se reservaba algunas palabritas que yo prefería no oír.
Entramos en el restaurante y, como de costumbre, Blaine se encontraba sentado en la terraza, a nuestra mesa. Había unas sombrillas abiertas para proporcionar sombra. El agua del lago hacía que la temperatura en la terraza fuera directamente diez grados más fresca que en el resto de la calurosa ciudad de Las Vegas. Tan pronto como nos acercamos, Blaine se levantó. Llevaba un traje gris que le quedaba como un guante y una camisa de vestir de color coral con el cuello desabrochado que resaltaba el tono de su piel y de sus ojos. Sus ojos me recordaban a los de un gato en la oscuridad, parecían brillar con un resplandor amarillo verdoso.
Le ofreció la mano a Max y señaló con la cabeza la mesa que teníamos al lado.
—Veo que has traído tu propio músculo, como yo. — Sonrió.
Sus matones se abrieron los sacos y revelaron los cañones negros de sus 45 mm.
Max me apartó la silla y me senté, y entonces procedió a girar su silla para asegurarse de poder ver a Blaine y a sus dos guardaespaldas. Un movimiento muy inteligente. Ojalá se me hubiera ocurrido a mí. Por un momento agradecí que Max hubiera insistido en acompañarme, aunque lo cierto es que lo quería fuera de ese lío.
—¿Quieren tomar algo? —Blaine levantó un pinot grigio que parecía muy frío.
De repente, se me secó la boca, y asentí. Me sirvió una copa y mantuvo la botella en alto hasta que Max la miró y negó con la cabeza. Estaba demasiado ocupado imponiéndose como para beber vino.
Di un sorbo y no pude evitar gemir de placer. Blaine tenía un gusto realmente excepcional para los vinos. Era algo que se pasaba mucho tiempo haciendo: degustaciones y visitas a las bodegas para probar las últimas selecciones y reservas. En su día, había llegado a envidiar su selecto paladar.
—Vayamos directos al grano, ¿les parece? —dijo, y casi me atraganto con el vino.
Todavía no había pensado en cómo salir de ese dilema, pero moriría intentándolo. En serio, moriría, porque Blaine seguramente me dispararía en el acto, pero no tenía elección. Tenía que enfrentarme a ello.
—Mira, Blaine, sé que dijiste que no me dabas más tiempo, pero están pasando muchas cosas que tú no sabes y, en fin, yo...
Los ojos de Blaine se oscurecieron, y entonces me interrumpió:
—Espero que me estés diciendo que piensas escoger la puerta número dos, que lleva a mi dormitorio, porque sabes que no acepto excusas, guapa. Todo el mundo tiene una, pero a nadie le gusta recibirlas.
Inspiré hondo y las lágrimas empezaron a acumularse bajo mis párpados.
—Entonces no vas a tener otro remedio que matarme —repuse.
Blaine sofocó un grito de sorpresa al tiempo que el puño de Max impactaba sobre la mesa como un martillo, haciendo temblar los vasos y derramando mi vino. Sostuve la copa corriendo para salvar todo lo que pudiera antes de que cayera al suelo.
—Esto es una estupidez —rugió Max, y a continuación se levantó.
Mi hermano era gigante de por sí, sin embargo, cuando tú estabas sentada, parecía una montaña. Se llevó la mano al bolsillo trasero y entonces la tensión en el ambiente pasó de cien a mil. Blaine se agachó y sus matones se movieron como ninjas. En sólo un segundo, Max tenía el cañón de una pistola apuntándole a la sien y otro en la nuca. Se puso tenso.
—Espero que tengas una muy buena razón para llevarte la mano al bolsillo de los pantalones, vaquero, o mis hombres te sacarán de aquí y se encargarán de ti como se hacía en el viejo Oeste. Esta puta ciudad es mía —dijo Blaine con los dientes apretados—. Y la poli de por aquí está en mi nómina. Piénsalo bien antes de hacer tu próximo movimiento.
Max parpadeó e inmediatamente después fulminó a Blaine con la mirada.
—Iba a sacar un sobre. El tipo que tengo detrás puede comprobar que no llevo ninguna arma.
—Está diciendo la verdad, jefe —dijo el hombre rollizo, que parecía salido de una película de serie B sobre la mafia, por encima de su hombro.
Blaine hizo un gesto rápido con la barbilla y Max extrajo el sobre. Se inclinó hacia adelante, lo puso encima de la mesa y le dio unos golpecitos con el dedo índice.
—Aquí tienes todo tu dinero. Los cuatrocientos mil dólares.
La palabra sorpresa no alcanza a explicar lo que sentí en ese momento. Eran un montón de emociones a la vez. Alivio. Miedo. Orgullo. Amor. Pero la última me tomó por sorpresa.
Asco.
En ese instante sentí asco de mí misma porque mi hermano, probablemente el hombre más dulce sobre la faz de la Tierra, y que no merecía nada de eso, estaba pagando mi deuda. La deuda de mi padre. Una deuda bastante grande. No era como si le hubiera dicho: «Oye, ¿me prestas cincuenta dólares?» No, eran cuatrocientos mil dólares. Casi medio millón.
—No puedes hacer eso, hermanito —susurré, y mi voz sonaba como si estuviera hablando a través de una bola de algodón.
Max me miró a los ojos.
—Demasiado tarde porque ya lo he hecho. Nadie amenaza a mi hermana ni le hace daño a mi familia si yo puedo evitarlo.
—¿Se puede rastrear este dinero? —preguntó Blaine mirando dentro del sobre lo que debía de ser un cheque, ya que abultaba poco.
Cuatrocientos mil dólares, incluso en billetes de cien, formarían un buen fajo.
Max asintió.
—Hasta mí, sí. Es de mi cuenta personal. Si lo quieres en efectivo, lo tendrás esperándote al final del día en la recepción de tu casino. He traído el cheque como muestra de buena fe.
Blaine enarcó las cejas.
—¿Te importa que haga una llamada para comprobar que tienes fondos?
Max bufó.
—En absoluto.
Blaine lanzó una orden silenciosa con un movimiento de la cabeza y uno de sus matones tomó el cheque y se dirigió a la parte trasera de la terraza. Por primera vez, miré a mi alrededor y vi que no había ningún cliente más, a pesar de que era viernes al mediodía y de que estábamos en un distrito comercial. Imaginé que Blaine se había asegurado de antemano de que nuestra reunión fuera privada. Me bebí de un trago la nueva copa de vino que él me sirvió y esperé con impaciencia. No sabía qué hacer ni qué decirle a Max. ¿Qué podía decir para hacer que esa situación fuera algo mejor?
Con movimientos temblorosos, puse las manos sobre las de mi hermano. Él me tomó una de ellas y me cubrió la otra con su enorme palma. Lo miré a los ojos, de verde a verde, e intenté por todos los medios transmitirle todos mis sentimientos y emociones, por él y por lo que había sacrificado para salvarme la vida a mí y a Maddy, a Ginelle y a mi padre.
—Gracias —dije conmovida.
Él pegó su frente a la mía y, en el instante en que nos tocamos, sentí esa chispa de familiaridad. Esa sensación que alguien tiene cuando está con su familia. Me había sucedido desde el primer día, cuando lo conocí en el aeropuerto y le estreché la mano.
—Mia, tienes que saber que lo haría una y mil veces más con tal de que estuvieras a salvo y de tenerte en mi vida. Te quiero, hermana —dijo Max en voz baja y cargada de afecto.
Sus palabras se abrieron paso hasta mi pecho y se establecieron en mi corazón.
—Yo también te quiero, Maximus. —Entonces lo jalé y lo abracé con fuerza—. Ya encontraré la manera de devolvértelo.
Soltó una carcajada.
—Cielo, en tan sólo unos meses serás una mujer muy rica. Encontrarás la manera. —Se inclinó hacia atrás, me tomó de las mejillas y luego me secó las lágrimas con los pulgares.
—Todo en orden, jefe, el hombre tiene fondos —dijo el matón.
Al oír al hombre, Blaine juntó las manos formando un triángulo.
—Es una lástima, preciosa Mia. Estaba deseando tenerte debajo de nuevo.
Al oír sus palabras, me entraron escalofríos y me estremecí.
Entonces, Max decidió que ya era suficiente.
—Hora de irse, pequeña... —Me jaló del bíceps con tanta fuerza que me levantó de la silla—. Tendrás tu dinero esta tarde a las siete. Ya informé al banco de que podría necesitarlo en breve y lo están reuniendo.
—Magnífico. —Blaine se levantó, se abrochó un único botón del saco y alargó la mano.
Max se la quedó mirando, sin embargo al final decidió estrechársela. Carajo, el tipo era demasiado bueno. Debería haber un millón de hombres más como él dirigiendo el mundo. Sería un lugar mucho más feliz y mucho más pacífico.
A continuación, mi hermano me puso una mano en las lumbares y me instó a moverme.
—¡Espera! —gritó Blaine, y me volví.
Se acercó lentamente hacia mí, como un león a punto de abalanzarse sobre su presa. Inspiré hondo y esperé a que posara sus manos frías sobre mis brazos.
—Supongo que aquí se acaba todo, ¿no?
—Mi deuda está pagada —respondí.
Me acarició los brazos arriba y abajo.
—Eres libre, preciosísima Mia. —Se inclinó hacia adelante y sentí que Max se ponía tenso mientras Blaine me besaba en las mejillas.
Por último, levantó una mano, me tomó la cara y me acarició el labio inferior con el pulgar.
—Siempre he querido lo mejor para ti. A mi manera. Cuídate.
Y, tras esa frase de despedida, dio media vuelta y salió del restaurante con determinación. Max me instó a salir en dirección a su coche, pero antes de que abriera la puerta, lo tomé de la mano, lo jalé y hundí el rostro en su pecho. Rodeé su cintura con los brazos y lo estreché con todas mis fuerzas. Puse todo lo que sentía en ese abrazo.
Miedo.
Dolor.
Alivio.
Y acabé con una enorme dosis de gratitud.
Jamás podría pagarle lo que había hecho, y no me refería al dinero. Devolverle el dinero no sería ningún problema entre el trabajo y lo que iba a recibir de la empresa. Lo que no podría pagarle era el regalo de su persona. El que estuviera allí cuando lo necesitaba. Que cuidara de mí como lo hacía. Lo único que sabía era que me iba a pasar el resto de mi vida agradeciendo la existencia de Maxwell Cunningham, mi hermano mayor, hasta el día de mi muerte. Había ascendido puestos en mi vida hasta colocarse al mismo nivel que mi hermana pequeña, y ésa era una posición que jamás pensé que nadie más aparte de Wes pudiera ocupar.