Al atardecer, la zona del puerto presentaba un desaforado movimiento de camiones y cuadrillas que finalizaban sus turnos, buscando urgentes los bares rebosantes de cerveza. Abandoné el Bajo y trepé por una calle cualquiera rumbo al Centro. Vagamente recordé que cerca debería haber una peluquería donde todavía cortaban «a la media americana». Me había entrado una urgente necesidad de lucir prolijo, para alentar la esperanza de quedarme con el puesto. La palabra «supervisor» daba vueltas en mi mente y la sospecha de haber sido víctima de alguna broma se diluía en las últimas palabras de Carbonardi, que prácticamente me otorgaban el puesto. En el aire tibio del crepúsculo me abandoné a una euforia repentina, que cambió el corte de pelo por unos chops bebidos en algún bar de la diagonal.
Sentado en una mesita de la vereda, desarrugué el telegrama, lo doblé y guardé en la billetera. Anoté en una servilleta el nombre mágico pronunciado por el doctor: «Irondrag». Tal como había dicho, no sabía nada sobre su significado, pero ahora estaba memorizándolo, intentando adivinar a partir de su grafía el posible vínculo entre mi empleo y esa palabra.
Los empleados de la City caminaban con sus chaquetas sobre los hombros y los nudos de las corbatas flojos, parloteando de manera incesante sobre tasas y cierres de bolsa. Tenían en sus semblantes el acelerado desgaste de los que agonizan por dinero ajeno. Muchos necesitaban una «media americana» y acaso un chop o varios. Ninguno, probablemente, conocía el nombre de mi secreto y yo los miraba desde el tercer «medio» con un poco de insolencia y también repugnancia. Tantas veces me habían humillado con sus cuellos blancos y sus corbatas de seda y la negativa de un préstamo a interés razonable. No había nada que garantizara mi solvencia, salvo mi insensata fe en proyectos jamás emprendidos: el criadero de peces gladiadores, el Centro de Espera Alienígena, una guardería para plantas. Con el dinero que esos imbéciles me habían negado, otra habría sido la historia.
Volví a mi departamento tarde y un poco achispado. A la cerveza le había agregado whisky en un mostrador de la Avenida del Trabajo. Me estaba comportando como si ya me hubieran confirmado en el puesto y pagado por adelantado. Se trataba de un típico exceso de confianza o una recaída de mi depresión. En la penumbra del living, los malditos peces temblaron y nadaron erráticos al sentirme entrar. Comprobé la falta de iniciativa del gato, que por supuesto se había vuelto a escapar por la ventana de la cocina. Obsesionado por la curiosidad, tomé la guía telefónica alfabética y busqué «Irondrag». No figuraba. Ningún nombre se le parecía. Abandoné la búsqueda y me apliqué furiosamente a ordenar el departamento. Siempre lo hacía en momentos eufóricos: una costumbre maniática cuyo único beneficio consistía en devolverle al lugar una precaria condición habitable. Con todas las luces encendidas y los peces mirándome desde su impávida estupidez, me sentí hacendoso y fútil plumereando muebles y juntando desperdicios en una bolsa de plástico. Todo marchó bien hasta que descubrí el chicle pegado bajo el lavatorio del baño.
Comprendí por qué el gato se había ido y el desorden -que me había parecido mayor de lo normal- ahora cobraba sentido. Corrí a la cocina y abrí la lata del azúcar; hundí la mano y reconocí con alivio el sobre con los dólares, los pocos que me quedaban para ir tirando. Un repentino miedo me despejó. Si de algo me jacto es de no tener «vicios de kiosco»: cigarrillos, bublegums, caramelos o maní con chocolate. No tengo limpiadora y hace años que un amigo no me visita. De damas, ni hablar: no soportarían el olor de mi madriguera. Pero el chicle estaba allí, todavía blando, puesto hacía pocas horas. Justo durante la entrevista. Estaba solo y alguien podía entrar a mi casa y dejar un chicle pegado tras haber husmeado por todos los rincones. Los peces lo habían visto y no podían decírmelo. Por alguna razón, empezaron a dolerme las vértebras cervicales.