4

El segundo telegrama no llevaba la firma de Carbonardi y era tan escueto como misterioso:

FAVOR PRESENTARSE EL MARTES 15 DEL CTE. A LAS 20.30 HS. EN EL MUELLE DE LA DARSENA NORTE. COMPAÑIA MANUFACTURERA DEL SUR.

Otra vez era convocado al puerto y a una hora impropia, lo cual me hizo pensar en un error o en una broma pesada. Pero el mismo martes, por la mañana, una esquela deslizada por debajo de mi puerta, me tranquilizó. Dentro de un arrugado sobre azul, un billete mimeografiado aclaraba:

QUEDA USTED INVITADO AL BANQUETE QUE LA CIA. MRA. DEL SUR OFRECE EN HOMENAJE AL CUERPO DIPLOMATICO INTERNACIONAL. HOY, 22 HS. ULTIMA ISLA. DELTA.

PRESENTARSE DE ETIQUETA.

Si pasaba por alto la desagradable abreviatura de «Manufacturera» y el hecho de no estar fechado -ese «hoy» podía significar «ayer» o dentro de cuatro días- la cita en el muelle cobraba lógica. No tenía sentido ir al Delta saliendo de la Dársena Norte, cuando lo habitual era tomar antes el ferrocarril hasta Tigre. Lo de «etiqueta» sonaba excesivo, teniendo en cuenta mi disponibilidad de ropa y dinero. Sólo podía apelar a un terno marrón, todavía digno y a la postergada «media americana» que aquella misma tarde me realizaron.

 

A la hora estipulada estaba en el muelle. La noche era clara y fresca y el olor a petróleo y agua estancada, insoportable. En un extremo de la dársena, la silueta iluminada del Vapor de la Carrera justificaba los gritos y conversaciones que se abrían paso por entre la pestilencia. A poco de llegar, supe que sería el único pasajero de un hipotético transporte hasta la Ultima Isla. La soledad del lugar era perfecta para cometer una infamia, e imaginé sucesivos ataques hasta que por fin apareció la lancha.

De alguna manera estaba preparado: la «Candelaria II» guardaba relación con el depósito de la entrevista y con el sucio papel de la invitación. Se trataba de un lanchón techado y equipado con varias filas de asientos de madera y esterilla, dispuestos como en un tranvía. En la cabina, ubicada en proa, una sombra parecía maniobrar ante un volante de metal y los movimientos lentos y calculados eran los de un experto en itinerarios sinuosos. La lancha crujió varias veces buscando el mejor perfil para acercarse al muelle. Se desplazaba sin luces, como si el que la guiaba supiese de memoria cada pequeño giro a cumplir. Cuando vi volar el cable, me acerqué. El hombre dio un salto y mientras anudaba la amarra, preguntó:

—¿Bruno Leal?

—¿De la Compañía? -atiné a decir, sin responder a la pregunta, dando por sentado que era retórica y que el hombre sabía de sobra a quién venía a buscar.

—Tacerno, Enzo Tacerno -dijo el piloto y me tendió una mano enorme y áspera como una lija. De un tirón me depositó sobre el espacio de popa destinado a bultos.

—Siéntese donde quiera -agregó y se escabulló rumbo a la cabina. Enseguida regresó con unos papeles que debí firmar sin leer.

—Es el comprobante del flete, papeleos para los de Prefectura -explicó con desgano, asumiendo que poco me debía interesar el trámite y sus consecuencias.

A cien metros, un remolcador lanzó un pitido lúgubre, abriéndose paso como una criatura extraviada. Otra vez sentí la sensación de estar siendo manejado por los subalternos de la Compañía. Me figuré que el test todavía continuaba y que Carbonardi me estaría aguardando al fin de la travesía con su sonrisa helada. Me propuse colaborar con la estrategia, fingir serenidad y aguardar. También era posible que el viaje nada tuviera que ver con el banquete, que no se ofreciera banquete alguno y que la única finalidad del paseo fuera una prueba de obediencia. En todo caso -pensaba, con un sentimiento parecido a la ilusión- el largo viaje había comenzado.

 

Tacerno era ducho en navegar el delta. Habíamos dejado atrás las dársenas y la fantasmal ciudad de barcos, chatas y dragas y nos remontábamos río arriba en busca de la Ultima Isla. Sin nada que hacer, salvo escrutar la noche y las formas difusas de los islotes de vegetación, sólo podía pensar en dos acontecimientos: la visita de un desconocido a mi departamento y la absurda idea de haber sido invitado a un festejo de la Compañía sin haber ingresado a ella. En días de furor depresivo había avisorado siempre la salvación a partir de ciertos sucesos extraordinarios que habrían de anunciármela. Un cambio en las costumbres milenarias de los peces o el encuentro fortuito con un dado de siete caras. Todo habría de cambiar a partir de entonces y yo asistiría a prodigios que me elevarían por sobre la miasma. Ahora me internaba cada vez más en la negrura y más que miedo experimentaba la fascinación del desprendimiento total. No era yo el que apoyaba la cara contra el vidrio frío de la ventanilla, ni era un río lo que navegaba. Como en los instantes previos al sueño, me sentía en suspenso sobre la nada, blandamente oscilante y entumecido mientras el rumor del motor se transformaba en mi propio ronquido.