Cuando salí del hotel era más de media mañana, calculando la altura del sol. La calle era estrecha y polvorienta y las casas, salvo el edificio del Continental, eran bajas y de material humilde. Todas parecían construidas en la misma época y por la misma persona: techo a dos aguas de chapa y galería al frente con variados tipos de plantas y de deterioro en la pintura. Tenían ventanas pequeñas y un jardín, también pequeño, que se interponía entre el portal y el estrecho porche. Sin orientación ni apuro caminé a favor de la pendiente que tal vez bajaba hacia el arroyo. Me pareció que en esa dirección debía quedar el centro del pueblo, previsiblemente una plaza rectangular, una estatua ecuestre o un simple busto, bancos y gente tranquila bajo el sol. Debía existir una iglesia, un destacamento policial, bares, farmacia y un edificio municipal pintado de blanco. Y poco más, tal vez un par de hoteles y una terminal de ómnibus, alguna tienda de ramos generales, un local de remates, quizá un Banco. En todo caso, todo eso era necesario para que yo supiera que la Compañía Manufacturera del Sur no me había olvidado en los lindes de la civilización. Era probable que el maldito Kowalsky anduviera por ahí merodeando como yo, recientemente llegado en algún micro destartalado y polvoriento, con las ‘instrucciones’ en el portafolios. Eso, sin contar que en los galpones realmente no quedara nada ni nadie de la empresa. Yo era todo duda y todo esperanza en ese momento y a la vez tenía miedo y la indefinible liviandad del desprendimiento absoluto. Sentía que los signos entrevistos la noche de la fiesta se habían confirmado y que había empezado para mí una nueva existencia cuyo único vínculo con la anterior era el terno marrón que me vestía. Bajo el sol, en una ciudad desconocida, todo parecía recién creado y a la vez antiguo. Mi propia sombra que lamía el canto rodado de la calle se me antojaba más elemental: era la sombra de alguien que no era nadie.
—¿Qué calle es ésta? -pregunté a un niño que conducía una vaca.
—14 de Noviembre- dijo sin mirarme.
La fecha nada podía decirme: una calle designada con una fecha es como un acertijo, es la huella de un suceso que ya nadie recuerda: una batalla, el nacimiento de un héroe, la muerte de otro. Bien, catorce de noviembre, me dije y torcí hacia la derecha, para aprovechar más el declive. Ahora las construcciones se hacían más robustas y menos elementales. Había galpones y casas de ochenta o noventa años, con paredes verdes de musgo y árboles frondosos en las veredas. Al llegar a una nueva esquina, pude ver el arroyo asomando tras un bosque y más atrás un puente ferroviario que se elevaba por sobre las copas más altas. Al final de la calle descubrí la plaza, el monumento, los edificios altos del Centro. También pude ver, bajo la sombra de unas acacias, el Packard Centennial azul semioculto bajo el polvo. El recuerdo de Wanda Renaldo bajando de él me hizo transpirar. En el recuerdo se introdujo el chino y, sobre todo, Jimmy Ladd, obsequioso y ubicuo. Era posible que estuvieran todos durmiendo o estirando la resaca en la confitería del pueblo, bebiendo cerveza o vermouth con soda o las dos cosas a la vez. Podía estar Kowalsky con ellos, mientras deliberaban sobre mi futuro y diseñaban el siguiente paso del test.
Cuando me acerqué al Packard vi a Jimmy Ladd al volante, el sombrero echado sobre los ojos y completamente dormido. El auto estaba estacionado en una cuadra cualquiera, delante de lo que parecía un depósito. El color azul aparecía deslucido bajo una capa de medio centímetro de polvo y los escupitajos de la acacia sobre vidrios y chapa imitaban el rastro de una tenue llovizna. Si al verlo por primera vez me había preguntado cómo esa mole cromada había llegado a la isla, no era menos maravilloso pensar cómo había salido de ella. Era evidente que yo había viajado en él y que el rubio había sido el chofer. También estaba claro que la Compañía no disponía de viáticos para dos cuartos en el Continental. No obstante, había demasiados cabos sueltos en la historia y sólo Ladd podía ayudarme a juntarlos. Abrí la portezuela y el chofer despertó con sobresalto, se acomodó el sombrero y me miró.
—Lindo pueblo para dormir una siesta -dije por decir algo. Ladd todavía vestía de smoking, por lo que el sombrero resultaba bastante extravagante. Permaneció unos instantes presa de un estupor lento, como si le costara reconocerme o la resaca se le hubiera adherido como una red al cerebro.
—¿Dónde están los otros? -pensé en el chino, Wanda, tal vez Carbonardi o Kowalski.
Ladd sacudió la cabeza y se desperezó con la aparatosidad de un oso. Luego puso el auto en marcha, cerró la portezuela y me miró con una mueca de burla:
—Usted no me vio y yo no lo conozco, infeliz.
Antes de arrancar, abrió la guantera, extrajo una bolsa de papel marrón y arrugado y me la arrojó por la ventanilla. Con un chirrido de neumáticos y en medio de una nube de polvo, el Packard se lanzó hacia adelante y dobló en la primera bocacalle. Recogí la bolsa y miré en su interior. Reconocí el sobre con los dólares, la llave de mi departamento y, dentro de una bolsita de plástico, el pez negro con rayas doradas, mi preferido, completamente muerto.