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Iba a ser difícil conseguir otro Barbus Lineatus con los colores invertidos. Los comunes miden 10 centímetros y son verde oliva o amarillo con cinco líneas longitudinales negras. Este era algo más largo y la inversión -accidental o genética- de su paleta le confería un aspecto misterioso, como lo tendría un tigre en negativo. Imaginé al Danio Malabaricus y al Ocellifer corriendo la misma suerte que el rayado y procuré interpretar la insanía del que los había quitado de la pecera. En apenas dos días, Jimmy Ladd había acumulado méritos suficientes como para patearle con reiteración el bajo vientre. Sin embargo, era probable que yo hubiera llegado a Linares traído por él en cumplimiento de otro de los designios inescrutables de la Compañía. De alguna manera, la bolsa marrón contenía un mensaje: yo habría de estar alejado algún tiempo de la capital y los peces se iban a morir tarde o temprano. Cuando llegué a la plaza, supe que no me movería de allí hasta que Kowalski me encontrase.

 

Desde la mesa del Bar de la Terminal, tenía un claro panorama del movimiento del pueblo. Inconscientemente, buscaba mapas o señales que me aclararan dónde estaba. En el centro de la plaza, un monumento pequeño y desproporcionado, eternizaba a Sempronio Linares, de pie, mirando hacia la iglesia, vestido de levita y con el sombrero en la mano. En el granito que servía de base a la fundición en bronce se leía el nombre del homenajeado y unas fechas: 1867-1930. Tal vez Linares había sido alguien realmente importante, médico o político, pero a mí nada me decía. Cuando el mozo se acercó a atender mi pedido dudé entre preguntar todo lo que ignoraba sobre el lugar o dejarme llevar por esa ignorancia. Me decidí por lo último y pedí un agua tónica y un par de aspirinas. A lo lejos, cruzando la plaza en diagonal, la renga del hotel parecía presa de una urgencia incontenible. En ese momento, con un estertor sofocado y un brusco chirrido de frenos, un micro se estacionó frente al Bar, abriendo la portezuela. Con aire extraviado y cargando un maletín de mano, descendió un hombrecillo calvo y de traje claro. Era el único pasajero y tras su descenso el ómnibus se silenció. Antes que yo pudiera decir ‘Kowalski’, el mozo me distrajo con su prolijo ceremonial de servicio y cuando miré nuevamente hacia afuera, no quedaban rastros del recién llegado. Desde la torre de la iglesia, las campanas anunciaron el mediodía. El calor había comenzado a ser algo pegajoso y palpable que parecía manar del sombrero de Linares.

 

Pagué y salí al bochorno de la plaza inhabitada mientras algunos negocios habían comenzado a bajar sus cortinas metálicas. Bajo el sol me sentí un auténtico insecto, deambulando sin saber claramente qué hacer y adónde ir. Al pasar junto a un tacho de desperdicios, arrojé la bolsita con el pez y luego me arrepentí. Pensé en la insignificancia de una alteración genética que termina en la basura, las líneas que han dejado de ser doradas para adquirir el tono opaco y seco de los cadáveres, el fondo negro que lentamente deviene en un gris putrefacto, las delicadas aletas transparentes que van rebajándose a cartílagos que amarillean y se quiebran en las mandíbulas de algún gato habilidoso que logró quitar la bolsa.

La Compañía sabía manejar los golpes de efecto.

 

Dejé atrás la plaza y torcí por una calle que descendía hacia el arroyo. Buscaba los galpones que había mencionado la renga. Eran la única presencia -salvo el Packard y Jimmy Ladd- de la Compañía en el pueblo. Mientras caminaba sin apuro analicé la secuencia de hechos a partir del envío de la carta postulándome para el empleo. Todo era fatigosamente burocrático y enredado, una sucesión de, por llamarlos de alguna manera, rituales. Eso: ritos de paso, procedimientos que me acercaban o alejaban del fin perseguido. Había un cargo esperándome en alguna dependencia de la Compañía Manufacturera del Sur, algo vinculado al nombre de ‘Irondrag’, una misión para la cual se estaban tomando el trabajo de someterme a prueba, de medir mi paciencia o mi grado de colaboración. Carbonardi había mencionado en la fiesta un fabuloso negocio con la China y yo había firmado un papel escrito en ideogramas. Nunca tuve demasiados talentos ni suerte, digamos que me considero el tipo promedio para no destacarse en nada. Sin embargo, me asiste la tenacidad, que es la inteligencia de los mediocres. Gracias a ello había sobrevivido a la Gran Corrupción y al Delirio Privatizador, me había atrincherado como un polizón mientras el barco se hundía y ahora, en el último año del siglo y del milenio, el año del gato, podía entrever una salida, la posibilidad de respirar por sobre la miasma. ¿Por qué no pensar que estar en Linares caminando sin rumbo y sin motivo era otra de la pruebas del gran cambio? ¿Cuándo hubiera llegado yo hasta un lugar así de no mediar las circunstancias fortuitas de un plan que a lo mejor me trascendía?

 

Mientras pensaba en esos acontecimientos, la calle se había ido estrechando y cediendo a un simple sendero de tierra que se adentraba en un bosque de eucaliptos amontonados junto al arroyo. El sol estaba alto y la generosa sombra me cubrió como una sábana fresca y olorosa. Me parecía mentira no respirar el caldo poluido de la capital, sus aromas de encierro y decadencia, la pestilencia inexorable del subte que tomaba todas las mañanas y todas las tardes en la época del Patio Bulrich y antes todavía, en la infame temporada en el Bar de la Plaza Güemes, atendiendo a terapeutas de décima o desquiciados que llegaban temprano a su sesión de licuadora. Sólo mucho más tarde, y no en este momento de nostalgioso divague, habría de comprender que la calma de Linares también era una trampa, un encierro mucho más sutil y perverso. Pero ahora yo estaba entregado al descubrimiento y la fe. De una manera absurda y sinuosa había empezado a creer de nuevo en mí. Buscar galpones semidesguazados en una ciudad desconocida era una nueva y extraña expresión de esa fe. Por fin estaba viendo esas construcciones esqueléticas y herrumbradas, tendidas junto al arroyo que poco a poco las iba tragando y corroyendo; estaba contemplando lo que quedaba de la Compañía Manufacturera del Sur en el pueblo de Sempronio Linares y en vez de sentir un ligero espanto, la esperable decepción que me dictaría la lógica, me invadía un sentimiento de lástima y la crédula esperanza de que eso estuviera desapareciendo para que el nuevo proyecto cobrara vida. ¡Me parecía todo tan claro! Me habían enviado allí para asistir a los últimos instantes del naufragio.

 

Los galpones -o lo que quedaba de ellos- parecían esas esculturas de vanguardia, hechas con hierros retorcidos y chapas acanaladas corroídas por el óxido y descascaradas en capas cada vez más finas. La estructura de sostén se asemejaba al enorme esqueleto de una ballena, ennegrecido por la podredumbre. Sin embargo, no podía decirse que aquello estuviese totalmente abandonado, más bien atravesaba la fase terminal de su existencia, que se corporizaba en cajones acumulados sin orden, recipientes de plástico desparramados o apilados en cualquier parte de lo que había sido un depósito. Había también carpetas y papeles amarilleando bajo el sol, moviéndose con lentitud por efectos de la brisa. En un rincón alejado del predio y separado de los galpones, una pequeña construcción, no mayor que una habitación de hotel, parecía lo único todavía en pie. Tenía dos ventanas mínimas con vidrios sucios y una puerta con el rótulo “Cía. Mra. del Sur-Administración”. A los fondos del habitáculo, un espacio cercado se prolongaba en un muelle pertrechado con una grúa manual, totalmente inutilizada por el deterioro.

Atravesando despojos y tablones apolillados llegué hasta la puerta de la oficina y sin golpear, entré. De una sola mirada contemplé lo previsible: dos escritorios de la época de la conquista del desierto, un mostrador cubierto de polvo, un par de teléfonos a manivela, una máquina de escribir Remington o Royal, un fichero metálico abierto y vacío, un calendario de 1944 colgado de una pared y la foto que ya había visto cuando la entrevista con Carbonardi, en otra. Todo estaba bañado por una luz sucia y despedía un olor que no era de encierro, era de abandono. Me asombró no ver los consabidos papeles diseminados por el piso y los rincones. Cuando entré y cerré la puerta, desde el costado oculto por ésta, una voz calma pero apremiante dijo:

—¿Buscaba a alguien?

La voz pertenecía a una mujer alta, rubia y de mirada helada, que empuñaba una pistola automática y me apuntaba directamente a la cabeza. Vestía una larga gabardina oscura, falda amplia gris y botas marrones y toda su figura trasmitía seguridad en lo que hacía. Con la otra mano sostenía unos biblioratos manchados por la humedad. Por unos instantes nos contemplamos: yo intentando justificar mi llegada intempestiva, ella disfrutando de mi sorpresa.

—No precisamente a usted -dije e instintivamente levanté las manos. Con un gesto ella me indicó que pasara y bajó el arma pero no la guardó.

—¿No sabe golpear antes de entrar a un lugar? Podía haberle volado la cabeza...

—Yo solamente pasaba y...

—Nadie pasa por aquí salvo que se lo proponga -me interrumpió con insolencia, y agregó: ‘señor Leal’.

Al oír mi nombre, mi tensión aflojó.

—Usted trabaja para la Compañía -dije con obviedad.

—Para lo que va quedando de ella.

—¿Cómo me reconoció, señorita...?

—Kowalski, Emma Kowalski -dijo con un dejo desdeñoso, como si le molestara admitir su identidad a esa altura de la conversación. Ahora todo encajaba: evidentemente Kowalski no era el hombrecito vestido de claro que había bajado del micro, Kowalski era mujer y se llamaba Emma y todavía no había resuelto guardar su arma ni hacerme sentir un poco más cómodo.

—No es nada difícil: mire su ropa y esos zapatos, nadie se viste así en Linares para caminar al mediodía por ahí. Estuve temprano en el hotel y me dijeron que había salido y que había estado preguntando cosas. Deduje que a la larga vendría y ya ve que no me equivoqué. Sáquele el polvo a una silla y siéntese. Y perdone el arma, los del gremio ya me han amenazado varias veces.

—¿Los del gremio?

—No se asombre. Llevo firmadas cuatrocientas veintisiete resoluciones de despido, pero eso a usted no le incumbe. A propósito, la suya es la primera solicitud de ingreso que se aprueba en diez años. ¿Contento, Leal?

—No le diría tanto. Hay cosas que todavía no entiendo. Para empezar por qué estoy aquí y quién me trajo, y sobre todo para qué.

Con el pañuelo quité el polvo de una de las sillas y me senté sin dejar de observar a Kowalski y su arma. Finalmente ella la guardó en un bolsillo de la gabardina y dejó los biblioratos sobre el mostrador. Su rostro había perdido agresividad y ahora me miraba con típica curiosidad femenina. Así pude descubrir que Emma Kowalski era más joven de lo que parecía y también, de alguna manera, más vulnerable.

—¿Qué hay de las instrucciones?

—Usted sigue creyendo en los papelitos...

—Sigo sin creer en nada, pero al menos esta es una posibilidad.

—No se haga ilusiones. La suya fue la única carta que respondió al aviso, la Compañía está muy desprestigiada. ¿Qué idea tiene de su empleo?

—Ninguna. Todo lo que sé estaba en el aviso. Ustedes se han encargado de entreverarlo todo: entrevista, viaje en lancha, fiesta, registro de mi departamento estando yo ausente, narcotizarme contra mi voluntad previa firma de un papel escrito en chino. ¿Qué más? Y este nuevo viaje para despertar en un hotel y recibir una nueva esquela. ¿Conoce al mequetrefe rubio que maneja el colachata y siente placer en asesinar peces? ¿Y al embajador de la China? No me diga que no sabe quién es la morocha y el crápula de Carbonardi. ¿Qué clase de broma es esta, Kowalski?

La mujer encendió un cigarrillo y se acodó en el mostrador. Sus fosas nasales se dilataron con una cualidad animal al expulsar el humo con lentitud. Luego sonrió casi con dulzura, como lo haría una madre ante un hijo en problemas.

—Estoy al tanto de todo eso. Digamos que nada me sorprende, por más que es lógico que a usted le parezca extraño. Desde ya le digo que puede tomar el primer micro que salga para la capital y olvidarse de todo.

—¿Qué significa ‘Irondrag’?

Ante mi nueva pregunta, Kowalski abandonó la pose indolente y recompuso la faz agresiva. Fue como si hubiera recibido un shock eléctrico.

—¿De dónde sacó ese nombre?

—No me responda con otra pregunta: sólo le devuelvo lo que me dijo Carbonardi luego del test.

Kowalski tiró el cigarrillo y se mesó los cabellos con un gesto casi varonil. Dio la vuelta al mostrador, acercó una silla y sin sacudirle el polvo se sentó frente a mí.

—¿Así que es para eso que lo eligieron?

—¿Para qué?

Kowalski no respondió, me siguió mirando con intensidad mientras me tendía un sobre manila con mi nombre y la dirección del Hotel Continental de Linares.

—Tome, lea las malditas instrucciones.

Extraje una hoja carta con el membrete de la compañía y leí:

Estimado Sr.:

Por la presente, la Compañía Manufacturera del Sur cumple en informarle que de acuerdo con la Resolución de Directorio No. 12.346/99, ha sido aprobada su solicitud de ingreso a la empresa con el cargo de Supervisor General de la Planta Modelo de Irondrag. La toma de posesión de dicho cargo, así como la suscripción del respectivo contrato de trabajo y acuerdo sobre emolumentos le será comunicada oportunamente por la Oficina de Personal, Recursos Humanos y Economato, debiendo permanecer usted a la espera de nuevas órdenes.

Sin otro particular, lo saluda muy atte.:

Gedeón Renaldo
Vice Presidente Ejecutivo

Guardé la carta en el bolsillo interior del saco y miré a mi interlocutora. Era evidente que aguardaba un comentario ya que no había leído la carta. Podía haberle mostrado la firma y las breves líneas que me confirmaban en el puesto. Preferí esperar a conocer su juego.

—Hablan de una planta llamada Irondrag y de un puesto para mí en ella. Está firmado por Gedeón Renaldo. ¿Hay algo más que deba saber?

—Vamos, dejemos esta pocilga, no soporto más el olor.

Dejamos la oficina y nos encaminamos hacia el muelle. En algún árbol cantaban las chicharras y el arroyo estaba quieto como un espejo. Emma Kowalski se detuvo junto a la grúa y encendió otro cigarrillo. Sin perder su aire de dominio de la situación finalmente dijo:

—Usted y yo vamos a tener que empezar a entendernos.