12

Almorcé una comida pésima y bebí un par de cervezas en el Bar de la terminal. Desde allí la vi partir a Emma y su gabardina asfixiante en un micro color amarillo. Desde la ventanilla me dedicó una mirada inexpresiva y un gesto breve con la mano. Lamenté no haber seguido la charla, pero lo dicho me bastó para sumirme en una única y pegajosa duda. No podía ya sentirme eufórico por la confirmación en el puesto ni entrever por fin una ocupación que reencauzara mi vida. Cuando volví al hotel era media tarde y en el vestíbulo el fresco me pareció una bendición. No estaban ni la renga ni el de la voz cavernosa y todo lucía pulcro, ordenado y vacío. Tomé mi llave y atravesé el patio hacia mi habitación. Cuando la abrí, alguien estaba en mi cama arrojando naipes dentro de un sombrero. No podía ser otro que Jimmy Ladd. Al verme entrar se incorporó de un salto.

—Póngase cómodo, todavía no estoy lo suficientemente harto de usted -le dije sin mirarlo, jugueteando con la pesada bola del llavero.

—Demoró tanto que preferí esperarlo aquí. ¿Por dónde andaba, Leal?

—Tomando el aire, por ahí. Y ahora quisiera descansar.

—Lo hará en el viaje. Vamos, nos están esperando.

—¿Quiénes?

—Los jefazos. Yo que usted no los haría esperar.

—¿Tiene algún otro sobre para mí?

El rubio sonrió, se puso la chaqueta y se encajó el sombrero con displicencia. Los naipes los guardó en un bolsillo del pantalón. Parecía disfrutar del manejo sobre mi persona. Era el “correveidile” perfecto y lo sabía.

—¿Quién paga esta habitación?

—Todo el hotel es nuestro, amigo.

Salimos y la recepción seguía igualmente silenciosa y vacía. Imaginé a la renga y al otro convenientemente ocultos y precavidos. En la callejuela lateral al edificio, el Packard hervía bajo el sol.

Subí al asiento trasero y el auto arrancó haciendo chirriar los neumáticos en la calma de la siesta de Linares. En el habitáculo, el aire acondicionado era como una caricia que complementaba los asientos mullidos y la penumbra de los cristales polarizados. Rápidamente atravesamos el pueblo y en una esquina vi al hombrecito de traje claro. Estaba como perdido y no llevaba su portafolios.

Pronto estuvimos en una carretera recta como un tajo sobre la planicie verde y reseca. En todo ese tiempo, Jimmy Ladd no habló, preocupado en la ruta y en masticar con frenesí su bublegum. Harto de cooperar, pregunté:

—¿Se puede saber adónde me lleva?

—Se puede. Vamos a Campo Grande. La señorita Renaldo lo espera.

—¿Usted es su chofer?

—No precisamente.

—¿No habíamos quedado en que yo no lo había visto y usted no me conocía? ¿Cambio de planes? -por el espejo retrovisor vi que Jimmy Ladd sonreía con una mueca de fastidio.

—No me produce placer llevarlo de pasajero. Usted no me gusta pero yo debo cumplir con mi trabajo, de eso se trata. He tenido que hacer muchas cosas desagradables y ésta es apenas una molestia. ¿Por qué no disfruta del paisaje y deja de fastidiarme?

Miré por la ventanilla y sólo vi la misma extensión de diez quilómetros atrás, igualmente plana y monótona, una especie de pesadilla geográfica. Podríamos ir en ese momento a ciento setenta y no se notaba. Pensé en Wanda Renaldo incorporada a ese paisaje, vestida no sabía cómo y haciendo absolutamente nada. También pensé en Emma Kowalski en el micro amarillo, yendo en esa dirección u otra, alejándose luego de haber venido expresamente a entregarme un sobre y a contarme un posible crimen. La nuca obscena de mi chofer me sustrajo de las cavilaciones. Tenía una carnadura colorada bajo el pelo rubio y desprolijo, húmedo de transpirar ante cada inclinación de obediencia a sus patrones. Era una nuca ancha y acostumbrada a rápidos giros vigilantes, una nuca proclive a dolores de jaquecas repentinas, producto de la mala bilis o de una hipertensión permanente. Abandonamos la ruta y el auto enfiló por un camino de tierra que rápidamente se transformó en una huella por la que el Packard corcoveaba pese a su suspensión hidráulica. Al llegar a una tranquera nos detuvimos, Ladd la abrió y retomamos la marcha por una avenida arbolada que se perdía en el horizonte. Al cabo de un rato de marcha lenta, nos detuvimos.

—Sigamos a pie -dijo el rubio.

Cruzamos la arboleda y bajamos una suave pendiente que desembocaba en una pradera cortada a máquina, verde y olorosa como si hubiera sido regada con Lavanda Inglesa. A lo lejos unos jinetes parecían forcejear y otros merodear en círculos sobre unos caballos de pelaje brillante y aperos deportivos. De pronto algo salió despedido hacia arriba y los jinetes y sus corceles arremetieron al unísono. Lo que estaba viendo era un deporte bárbaro y aristocrático, la prolongación de un juego nacido hacía tres siglos y que por primera vez yo contemplaba. En uno de los lindes del campo había tiendas estilo oriental y toldos sobre mesas repletas de botellas de agua mineral y baldes con champagne. La luz del atardecer lo teñía todo de tintes dorados y la escena no me pareció menos impresionante que cualquiera de las que había visto en la fiesta. Al llegar a una de las tiendas, un mayordomo vestido de blanco me indicó que entrara. En ese momento el partido finalizaba y uno de los jinetes llegó al galope hasta el límite de la cancha. El caballo resopló y se detuvo con los ijares bañados de transpiración. Era un ejemplar magnífico, que trepidó unos instantes más antes de quedar totalmente inmóvil para que su monta descendiera. De pie ante la tienda contemplé la ceremonia: el jinete desmontó y con cuidado se quitó un complejo casco protector que le cubría la cabeza y parte de la cara. Al hacerlo, una hermosa melena azabache quedó suelta y pude ver el perfil inolvidable de Wanda Renaldo. Con gesto indolente entregó el casco y las riendas a un peón y se volvió hacia mí. Pese al traje de montar y la transpiración, no me pareció menos femenina que cuando la fiesta. Sin que ella lo hubiera pedido, el mayordomo le alcanzó una botella de agua mineral y una toalla blanca y esponjosa.

—Espéreme adentro, Leal -dijo con una sonrisa y yo entré a la tienda. Su espacio equivalía al de todo mi departamento, sólo que olía infinitamente mejor y tenía una alfombra persa de veinte centímetros de espesor. Diseminados sobre ella había almohadones y tapices de factura oriental y pequeñas bandejas con frutas de estación. Sobre una mesa de madera negra con incrustaciones de marfil, un balde de plata rebosante de hielo enfriaba una botella de champagne. Junto al recipiente, dos copas de cristal tallado aguardaban ser llenadas. Al fondo de la tienda, un biombo de madera similar a la mesa ocultaba espejos y una tina de loza. En algún rincón, algo se quemaba y producía un aroma fresco y dulzón que predisponía a la ensoñación.

Me pareció todo muy complejo para que se tratara del vestuario de un equipo de pato. Nuevamente me sentí incómodo con mi terno marrón, mi barba de dos días y el convencimiento de que esa gente, por una razón que yo no llegaba a comprender, sentía placer en manejarme.

—Póngase cómodo, Bruno -la voz de Wanda me rescató del ensimismamiento. Consideré un almohadón cercano pero dudé en la forma correcta de sentarme. Viendo mi embarazo, ella disfrutaba.

—¿Champagne?

—No sé si la hora... -dije, e inmediatamente me arrepentí.

—El Dom Perignon no tiene hora. Cosecha 1967, ya casi no se consigue. ¿Le gusta el pato? -dijo y me sirvió una copa.

—Llegué sobre el final, pero jamás he visto un partido, salvo en documentales.

Sin importarle mi presencia, Wanda comenzó a quitarse la ropa de montar. Yo seguía de pie sosteniendo la copa sin animarme a dar un sorbo. Sin blusa, mi anfitriona se reclinó sobre un almohadón redondo y me ofreció una pierna para que le quitase la bota.

—Tire desde el tobillo sin torcerla. Muy bien, ahora la otra.

De un salto se puso de pie y aflojó el cinto del pantalón y este comenzó a descender deslizándose sobre unos muslos firmes. Para darme ánimo bebí la copa de un sorbo.

—Esto es un pretexto para cabalgar. Cabalgar me excita -dijo, ya completamente desnuda y desapareció tras el biombo. Todo había sucedido demasiado rápido como para que yo tomara conciencia de su descaro. Mientras se bañaba, consideré seriamente la posibilidad de irme, de no seguir el juego. Había en la atmósfera del lugar una penumbra decadente que me atraía y rechazaba a la vez. Era la misma que había sentido en la oficina derruida junto al arroyo, mientras Emma Kowalski me tendía el sobre manila con el nombramiento. Todas eran manifestaciones de un misterio que inexorablemente se imponía por sobre mi capacidad de comprensión. Entonces no tuve más remedio que aferrarme a la carta firmada por Gedeón Renaldo y creer una vez más en el empleo prometido, en la posibilidad, siquiera remota, de que hubiera un lugar llamado Irondrag donde yo habría de realizar una tarea todavía no pactada por un sueldo desconocido. La tienda donde estaba y la mujer desnuda que había del otro lado del biombo podrían no significar nada, o al menos nada que yo pudiera entender. Entonces me serví más champagne: necesitaba estímulo para dialogar con una diosa.

—¿Siempre es tan respetuoso, Bruno? Puede hablar mientras me refresco...

—No sabría sobre qué, es decir, apenas nos conocemos.

—¡Y le chocó que me desnudase! -la réplica sonó menos insinuante que vulgar. El sonido del agua agitada en cada movimiento, subrayaba los silencios.

—Eso no ha sido lo más sorprendente. Me gustaría saber dónde estoy y para qué me ha llamado.

—Está en mi tienda, diez minutos después de mi partido semanal de pato y, para serle sincera, no sé aún para qué lo llamé. El informe de Carbonardi era muy completo, pero como todo lo de él, cargado de expresiones técnicas. Tal vez me pareció más adecuado un contacto directo. En la fiesta no hubo tiempo y usted se sentía mal. Veo que todavía lleva ese horrible traje.

—No me dieron chance para que me cambiase. Diría que en dos días ya me han secuestrado demasiadas veces. Eso, sin contar el asesinato de uno de mis peces. Me preocupan los otros y el resto de mis pertenencias que quedaron en el departamento. A cambio de ello sólo he recibido papeles y órdenes contradictorias. Si he de trabajar para su empresa me gustarían las cosas más claras. Espero que usted sea franca y comprenda mis dudas.

Vestida con una bata blanca y un turbante violeta, Wanda reapareció tras el biombo con una expresión lánguida y divertida a la vez.

—Si gusta refrescarse podemos cambiar el agua. Es un método del pasado -me refiero a la tina- que me parece inmejorable. Felizmente algo podemos conservar de aquel esplendor... un juego del siglo diecisiete, esta tienda heredada de los moros, el champagne. Mi tío Facundo decía que en el fondo todo es ceremonia, ritos que cuando se olvidan dan paso al desconcierto y la improvisación. Los Renaldo ya acumulamos cinco generaciones de expertos jinetes. Lo que ha visto no es simplemente un deporte, es nuestra forma de ser. Y mi hospitalidad no es condescendencia: si le sugiero bañarse es porque no soporto el olor a polaca.

—Preferiría quedarme como estoy.

—Al menos quítese esa chaqueta y siéntese, luce cansado.

Ambos nos reclinamos a la usanza de oriente y por primera vez nos miramos con interés. En mangas de camisa, mi transpiración se hacía evidente. Con un gesto rápido Wanda pulsó un control remoto que extrajo del bolsillo de la bata y una música comenzó a fluir desde las alturas de la tienda. Eran unos espasmos breves de cuerdas muy graves que se superponían al aleteo de unos chellos en contrapunto. Desde muy lejos, los ecos de un murmullo de rezos parecían ensamblarse como un coro que iba creciendo con la cadencia de un lamento.

—Tzu Moriarty -dije, aunque no conocía el tema.

—¿Lo conoce?

—Sólo él y Mahler logran conmoverme.

—Pensé que disfrutaba con Discépolo.

—Le informaron mal. ¿Qué es esto?

—‘Plegarias del fin del mundo’, la obertura. Un acontecimiento, escuche los chillidos de las ratas.

—¿Ratas?

—Cientos de ellas. Llenó un galpón en el puerto de Rotterdam y las roció con un excitante químico. Luego grabó sus chillidos por horas: asegura que son capaces de dar todas las notas de la escala. Ratas chillando, las últimas palabras de un sidoso, el Rosario en una iglesia de Palermo, cánticos umbandistas, sonidos de baños públicos: está todo ensamblado con la partitura que ejecuta la Filarmónica de Londres dirigida por él mismo. El texto de la ópera consta de una sola frase que repiten el coro y los solistas en más de veintisiete idiomas: “Señor, escucha y ten piedad”. Escuche: Wilhelmenia Wiggins Fernández, un portento.

La música tenía resonancias apocalípticas y una reiteración obsesiva de sus temas. Escucharla a esa hora, en ese lugar, con esa mujer, podía parecer un contrasentido: sin embargo todo se ensamblaba para mi febril confusión y la distancia que existía entre Wanda y yo podía abolirse por el genio de Moriarty. Ese era otro de los signos: una tienda en medio de la nada cobijándonos a ambos para escuchar una música que nos abismaba hacia el fin de los tiempos. Podía sentir el aroma del cuerpo de Wanda mezclándose con el del humo que nos envolvía y más remotamente con el del bosque cercano y a través de esos olores desentrañar la esencia de algo soñado, entrevisto en tantas madrugadas insomnes en el departamento. Si como ella había dicho, todo era ceremonia, ésta era de una especie que superaba mis expectativas. Yo, negado a mujeres importantes, oscuramente anónimo en mi habitación, pegajoso en la humedad de la ciudad, rebotando contra el mobiliario como los peces contra el vidrio de la pecera, jamás hubiera entrevisto un encuentro como el que estaba viviendo. Y sin embargo, en lo profundo algo me decía que debía huir, no entregarme al juego cuyas reglas seguía sin conocer.

—Una música para el fin de los tiempos... -dijo una Wanda repentinamente vulnerable y por lo tanto más bella.

—¿A qué se refiere?

—Ya ha comenzado una ola de suicidios en todo el mundo; este sonido parece aprovecharse de ese clima y terminará sonando hasta en los supermercados. Hasta los presidentes invitan a la oración y el sol parece más cercano. Conozco gente que confía en que los extraterrestres habrán de salvarlos. El embajador me recomendó la lectura del Tao y del I Ching; yo prefiero no estar preparada, de alguna manera siempre me he sentido inmortal.

Yo no tenía la menor idea de lo que me decía, había estado pensando demasiado tiempo en mi propio final. Esa era la típica lata que las revistas de actualidad difundían para divertir el ocio de los poderosos.

—Hay textos que lo han previsto con lujo de detalles -insistió quitándose el turbante y moviendo la cabeza para que la melena, todavía húmeda, le cayera sobre los hombros. Tal vez estuviera genuinamente preocupada con el tema, o quizá era todo una evasiva frívola para que no habláramos de lo que me parecía verdaderamente importante. Busqué en mi saco el papel escrito en chino y se lo mostré:

—Textos incomprensibles como éste. ¿Tiene alguna idea de lo que dice?

Lo miró como si jamás lo hubiera visto.

—Parece chino.

—Claro que lo es. Y usted hizo que lo firmara al pie, ¿no lo recuerda?

Repentinamente su mirada se volvió dura y con un gesto ágil se puso de pie, sin responderme. En ese momento comprendí que había cometido el error de no seguirle la corriente. No obstante, preferí seguir adelante.

—¿Donde está su amigo, el embajador? Tal vez pueda hacerme algún comentario, aunque más no sea en esa especie de gringo que balbucea -había comenzado a impacientarme-, o quizá el doctor Carbonardi, tan enterado, esté al tanto.

Con un gesto de Wanda, la música cesó y ella desapareció tras el biombo. Yo guardé el papel en la chaqueta, me incorporé y me la puse. Acababa de arruinar la charla y el clima, pero el silencio me habilitaba a un nuevo movimiento:

—¿Qué sabe de Irondrag, señorita Renaldo?

Wanda reapareció totalmente vestida, el pelo recogido y la expresión de prescindencia que ya le conocía.

—No me ocupo de la empresa en mis horas de recreo y mucho menos de los asuntos de un aspirante a funcionario. Su tenacidad me asombra, pero me asombra más su nulo sentido de la oportunidad. No sé que vio Carbonardi en usted, yo sólo veo a alguien basto y mediocre que parece desconocer las reglas de la hospitalidad. Es hora de que regrese a su cuartucho de Linares o a su vivienda de la ciudad. Lo que quiero es verlo desaparecer. ¡Sandler!

Sin que yo pudiera responder, la tienda se abrió y la cabeza rubia de Jimmy Ladd se asomó obsequiosa y ávida de órdenes.

—Lleve de regreso al señor Leal.

—¿Y usted, señorita?

—Avísele al piloto. Vuelvo a la capital. Los demás pueden pernoctar en la finca y cenar sin mi, comuníqueselo a Ramiro. Hasta pronto, Leal.

Wanda me tendió su mano, que apenas estreché. Me miró por última vez, ya sin desdén pero con indiferencia. Sandler sonrió cínicamente, interpretando el adiós como un logro para su desprecio por mí. “Todo es ceremonia”, pensé mientras nos encaminábamos hacia el Packard. Como en los juegos infantiles, había retrocedido tres lugares y por segunda vez en el día una mujer me había llamado mediocre.