13

Cuando llegamos a la ruta, el sol ya se había puesto y las primeras estrellas empezaban a colgarse de un cielo sin luna. Durante el viaje, Jimmy Ladd había permanecido callado, pero al detenerse con brusquedad sobre el terraplén que ascendía al asfalto, dijo:

—Fin de nuestros servicios, le ruego que descienda por la puerta más próxima. El comandante le agradece la preferencia... -y largó una risita corta, demente.

—No pensará en dejarme aquí, en una ruta que no figura ni en los mapas.

—Acertó, infeliz. Yo vuelvo a la capital y usted a donde quiera, pero lo hará sin mí. ¡Abajo, fuera!

Sandler se volvió para mirarme en forma convincente. Pude ver el brillo de sus ojos pequeños y claros y una irracional dosis de odio tiñéndole el semblante.

—Le hubiera gustado estar allí dentro, ¿verdad? Pero el alcahuete no puede disfrutar del resultado de su tarea. Le contaré algo antes de despedirnos: cabalga para excitarse y luego necesita a alguien como yo para solucionar el problema. Puso música y me invitó a disfrutar de su bañera y del champagne que seguramente usted le compró y del cual no le quedó ni el tapón. Después fingió frialdad para salvar las apariencias. ‘Todo es ceremonia’, le gusta decir y tiene razón: con empleados como usted hay que andarse con cuidado. Y algo más: la próxima vez que lo encuentre en mi habitación voy a sacarlo por la ventana, empaquetado para que se lo lleven los basureros.

Me bajé y cerré con violencia la portezuela. Desde el interior, Sandler me miraba, rojo de ira, confuso. Instantes después el Packard arrancó y se perdió en la negrura. Con resignación me puse a caminar en dirección a donde suponía quedaba Linares. Según mis cálculos, a unos ochenta o cien kilómetros de allí.

 

Hacía media hora que caminaba, cuando a mis espaldas divisé las luces de un vehículo viniendo. Me planté en medio de la ruta, dispuesto a que se detuviese o me pasara por arriba. Por un momento pensé que podía ser Jimmy Ladd arrepentido, pero lo que se detuvo y derrapó en medio de un chirrido desangelado era un desvencijado Rambler American. El conductor se bajó y golpeando con sus dos puños sobre el capó, gritó:

—Me cago en la extremaunción: ¿quién le enseñó a hacer dedo?

—Voy para Linares y hasta mañana no pasan micros, ¿me acerca?

Contra las luces amarillas, el hombre parecía obeso y sofocado. Vestía un traje enorme y arrugado y una corbata de dibujos grandes y coloridos.

—¿Linares? Primera vez que escucho... ¿Queda para el sur?

—¿Usted sigue por esta ruta?

—No tengo más remedio. Le erré a un acceso de la autopista y me perdí. Suba, vamos a ver hasta dónde llegamos.

—¿No se cruzó con un Packard?

El gordo me miró con expresión de agotamiento. El Rambler arrancó con una protesta ahogada y un sacudimiento general de su suspensión. El habitáculo olía a madriguera de perro y el asiento trasero parecía un desván.

—Disculpe, no me presenté: mi nombre es Leal, Bruno Leal.

—Un gusto: me llamo Serrano, Juan Miguel Serrano. ¿Y qué andaba haciendo a estas horas caminando por la carretera? Disculpe la curiosidad, Leal.

—Asistí a un partido de pato y luego a una reunión con uno de mis patrones. El vehículo que me llevaba a Linares sufrió un desperfecto y, ya me ve, quedé varado.

—Ya veo. ¿Un partido de qué, me dijo?

—De pato, en fin, llegué justo al final. Un juego insensato, privilegio de pitucos. Le prevengo que ese deporte no me interesa, me llevaron obligado. ¿Y usted qué hace?

—‘Iniciativas Serrano’, soy su propietario y único corredor. Es una lucha, hay que entregar, levantar el pedido, cobrar. Antes tenía tres empleados, pero me robaban. Eran de lo peor.

—¿Y qué vende?

—Instrumentos de salvación, por supuesto.

—¿Instrumentos de salvación?

—Es lo que pide el mercado y yo se lo doy. Opero en el nicho de los desesperados, de los insatisfechos, de los ansiosos, de los suicidas. Es un rubro muy dinámico que permanentemente exige nuevos productos y mucha imaginación. Lamentablemente el importado compite muy fuerte y no ha sido posible desarrollar mercadería nacional, aunque este país podría jactarse de producir lo mejor del mundo para esas necesidades. En fin, yo represento algunas marcas asiáticas de primer nivel y algo europeo, alemán sobre todo. Los alemanes son muy buenos inventando instrumentos de salvación, son prolijos, muy refinados y, eso sí, excesivamente sobrios. Con eso, cagaron a los suecos.

Yo escuchaba a Serrano y miraba el asiento de atrás buscando los famosos instrumentos. Me imaginaba cursos de autoayuda grabados en compact o talismanes de plástico y cuerina. Sin embargo, sólo veía un amasijo de papeles, restos de comida, latas de cerveza vacías y un enorme mapa de rutas deplegado y salpicado de salsa ketchup.

—¿Y cómo va la venta, Serrano? -pregunté.

—Por momentos bien, a veces regular y en general mal, como todo en el país. No hay una verdadera vocación para salvarse, ese es el punto. Se sigue transitando la peligrosa cornisa de la soberbia, de que a mí no puede pasarme nada. Hemos olvidado el pasado y abolimos por decreto el futuro: todo es el hiperpresente, se vive el instante de una manera escandalosamente obscena. Nadie reflexiona un solo minuto en nada que no se compre y provea placer. Pero mi clientela, por suerte, zafa de ese esquema. Necesitan la salvación. ¿Se acuerda del cuento de Isidoro Blaisten? El del tipo que entra en un comercio y pide que le vendan ‘la salvación’. Bueno, en el final no se sabe bien qué fue lo que compró, pero el hombre termina muerto y abrazado al paquete. Esa historia me dio la idea: todos quisiéramos comprar nuestra salvación como compramos un litro de tinto o un número de lotería. Es más, cuando hacemos eso estamos comprando un instrumento de salvación, conscientes o no de ello. De ahí a ponerle marca a todos esos métodos dispersos y bastante heterogéneos, medió poco. Piense en esto: una cosa es que le vendan un revólver y otra un ‘instrumento de salvación calibre 38 con seis chances’, ¿capta el matiz? O que en vez de usar un consolador -y perdone que sea un poco zafado-, equis señorita manipule un ‘instrumento de salvación vibrátil, de apariencia, textura y tamaño humanos’. A propósito de esto -y no estoy haciéndole en este momento el artículo, porque sé que usted es un caballero- le paso este dato: es mi segundo artículo más vendido después del ‘instrumento de salvación bíblico resumido por el Pastor Patricio Lagos’. Bueno, dejémoslo aquí, yo me entusiasmo hablándole de mi negocio y a usted eso no le interesa.

En realidad, Serrano me estaba hablando de algo que sí me interesaba: la salvación. Yo no tenía muy claro en qué consistía, pero pensaba que un empleo bien remunerado era una posibilidad de salvación tan legítima como las que él vendía. Yo podía decirle eso y mucho más, para empezar que me importaban un comino sus famosos instrumentos y que todo su discurso no dejaba de ser la consabida perorata del chanta profesional. Pero a la vez el gordo me caía simpático y me estaba rescatando de pasar la noche tirado en la cuneta.

—¿Para quién trabaja, Leal?

Dudé, pero al final respondí:

—Para la Compañía Manufacturera del Sur.

El gordo esquivó un pozo y rebajó a segunda para poder acomodar de nuevo el volante. Resopló y maldijo a toda la Dirección de Vialidad.

—¿Esa empresa no estaba fundida?

—Parece que no: hoy me ha llegado el nombramiento. Falta ajustar algunos detalles, fundamentalmente económicos. Voy a encargarme de la supervisión de una planta modelo.

—Planta modelo... caramba. A lo mejor se trata de otra compañía, en fin, ha habido tantos cruces ¿Quiénes son los dueños?

—Un tal Gedeón Renaldo y su familia.

Serrano enlenteció la marcha y se rascó la cabeza, como si su cerebro fuera un enorme archivo y tuviera que recorrer una por una miles de carpetas.

—¡Claro! Los Renaldo. Gente muy hábil. Fueron desarrollistas, estuvieron con el proceso, aprovecharon la plata dulce e hicieron turismo en Caymán, qué sé yo... También utilizaron los instrumentos de salvación del Estado, ¡fíjese qué competidor! No les fue bien con las privatizaciones, más que boliche les faltó farándula y no tenían claro a quién tocar. ¿Así que todavía pelean?

No supe qué responderle. Evidentemente, Serrano estaba mejor informado que yo sobre la Compañía. Otra vez la imagen de una caja fuerte con un muerto adentro volvió a inquietarme. Repasé esquelas e invitaciones mimeografiadas en papel ordinario, vi la pulcra oficina de Carbonardi en medio de un sucio depósito y recordé el olor a abandono del cobertizo junto al muelle. Y antes la fiesta, con su orquesta deprimente y la aristocracia de alquiler que me mostró Jimmy Ladd. No podía hacer encajar en ese panorama al embajador de la China, sus modales suaves y su sonrisa que lindaba con la estupidez. Estuve tentado de mostrarle al gordo mi nombramiento y el papel redactado en chino, extraños instrumentos de salvación que podían complementarse o anularse y que mi recelo y un poco de imbécil soberbia no me habían permitido esgrimir en mi charla con Emma Kowalski.

—¿El nombre Irondrag le dice algo?

El gordo tosió un par de veces y pudo meter la tercera. El Rambler parecía a punto de desintegrarse.

—No, francamente no. ¿Alguna mina?

Sonreí al imaginar una posible mujer con ese nombre. La concebí gorda, inmóvil y sentada sobre una montaña de latas de cerveza, o tal vez como la gorda de “Bagdad Café”, dotada de un erotismo redondo y amenazante, pero encantador.

—Es el nombre de la nueva planta. Pensé que con su experiencia en las rutas podría conocer un lugar llamado así.

—¿Y sabe dónde queda? -dijo Serrano con criterio práctico.

—No tengo la menor idea.

—Caramba, lo noto un poco perdido, mi amigo.

Y tenía razón. Pero el hecho de avanzar a tientas tenía también un sentido. Era una manera de poner a prueba mi fe. Según Kowalski el mío era el primer nombramiento luego de cuatrocientos veintisiete despidos, de manera que yo debía poner todo mi empeño en ocupar ese puesto para el cual había sido elegido. El desconocido Serrano también alimentaba esa fe: me había rescatado en la carretera y me acercaba a Linares para que yo siguiese aguardando nuevos mensajes. Cuando vi la señal que indicaba el ingreso al pueblo, sentí un profundo alivio y la necesidad de dormir.

—La verdad es que yo estoy tan perdido como usted, veamos que tal se come y duerme en Linares -dijo el gordo y enfiló hacia allí.

—Señor Leal... por fin llega, estábamos preocupados.

Me volví con interés hacia la voz.

—Se ha hecho un poco tarde, sí.

El hombre se incorporó con lentitud y pude ver la brasa de un cigarrillo viajando junto con su mano. Su respiración parecía un crujido.

—Le han llamado por teléfono, querían hablar urgentemente con usted. ¿En dónde estaba?

La pregunta me pareció insolente.

—¿Quién me llamó?

—Oh, ¡no lo sé! No llamaron aquí, con este calor las líneas funcionan mal. Vinieron a avisarnos.

—¿Quiénes? -había comenzado a exasperarme.

—El muchacho de los Reichenfeld.

—Bien...¿cuál es el mensaje?

El hombre tosió un par de veces y se acercó para que pudiera ver su cara congestionada, descompuesta. Una nube de humo azulada lo precedía y seguía.

—Parecía importante, era de la Compañía -la referencia a ésta sonó respetuosa, interesada.

—¿Un mensaje de la Compañía Manufacturera del Sur?

—¿Cuál otra, si no?

—Usted dijo que no sabía quién me había llamado.

—Exactamente... el muchacho no aclaró quién, sólo dijo que era urgente que usted se comunicara con alguien.

—¿Dejó anotado quién?

—No ha dejado anotado absolutamente nada.

—Entonces...

—Le sugiero que vaya hasta lo de los Reichenfeld, al otro lado del pueblo.

—¿Podría pedirme un taxi?

—No a esta hora. Ya ha cumplido su turno.

—Indíqueme como llegar hasta allí.