Cuando llegué al hotel, el viejo baldeaba la vereda. Me miró con indisimulada curiosidad y un leve desprecio, tal vez vinculado a la hora de mi llegada. Lo saludé con una sonrisa amable y me dispuse a tomar mi llave.
—¿Qué necesita, Leal? -la voz sonó segura, impertinente.
—Mi llave y dormir.
—Me han dado órdenes de cancelar su pensión -esta vez, la modulación fue neutra, conserjeril -. Su equipaje está en el depósito y su cuenta paga.
—Aquí está su correspondencia, señor Leal -desde la penumbra del hall, la vocecita de la renga me llegó como el complemento inevitable de la del hombre. Los adiviné insomnes, aguardando mi llegada para experimentar la satisfacción de echarme.
—Necesito un cuarto y puedo pagarlo -dije con calma, palpando los dólares en el bolsillo del pantalón. El hombre detuvo el lampazo y miró a la renga tras el mostrador.
—En este momento el hotel no tiene vacantes, señor Leal -dijo la mujer y el hombre asintió, fascinado.
—Voy por su equipaje, Stella.
—Que yo recuerde, no tengo equipaje.
—¡Oh sí, señor Leal, hay un paquete! Lo dejaron anoche para usted -dijo el hombre y se encaminó hacia el depósito. Yo tomé los sobres que me ofrecía la mujer: ninguno parecía remitido por la Compañía. Se trataba de la rutinaria basura promocional de tarjetas de crédito, excursiones, servicios de masajes y ministerios religiosos. No obstante había uno rotulado con letra manuscrita. Lo guardé y eché el resto a una papelera.
—¿Algún mensaje telefónico? -pregunté con ansiedad.
—¡Señor Leal, han estado llamándolo toda la noche y estaban muy extrañados con su ausencia! -la mujer exageró el tono de la respuesta y basculó sobre su pierna más corta.
—¿Algún mensaje en especial? -insistí sin dar importancia a su alarma.
—¡Oh, no! Ellos son muy cuidadosos y discretos. No me han dicho nada, pero conozco su manera de llamar cuando el asunto es importante y no tengo dudas que lo de anoche lo era. ¡Han cancelado su alojamiento! Eso de por sí es un indicio, señor Leal.
—¿Me podría comunicar con la Compañía? -dije, intentando que se pusiera de mi parte.
—¿Comunicarle? Ah... no veo cómo a esta hora: son las siete de la mañana. Y aun siendo más tarde, ¿con quién hablar? Nosotros estamos autorizados a llamar a Suministros o Mantenimiento, tal vez a Economato. ¿Conoce a alguien allí?
—Stella, el señor Leal quiere irse...- el hombre intervino masticando con cuidado cada palabra mientras me extendía un bulto envuelto en papel craft. Estaba atado con hilo rústico y tenía un pequeño adhesivo rojo con el rótulo «Iniciativas Serrano» impreso en negro. Con crayón azul el gordo había escrito mi nombre.
—Lo dejaron anoche para usted.
Se trataba de un paquete plano y del tamaño de una baldosa. Lo sopesé y miré casi con diversión, sobre todo pensando en mis posibilidades de salvación y las del propio Serrano. En todo caso él a lo mejor todavía estaba en una pieza del City, preparando una nueva etapa de su delirante gira. Mientras el hombre volvió al lampazo y a la vereda, intenté un cambio de estrategia.
—Tiene razón, señora, la Compañía es muy cuidadosa y yo no querría estar en falta con ellos. Lo mejor será que me comunique directamente con el doctor Italo Carbonardi, que a estas horas debe estar muy preocupado por mí.
La mujer me miró como si yo hablara en chino y basculó nerviosamente.
—No estamos autorizados a llamar al doctor Carbonardi... ni siquiera tenemos el número -el hombre habló desde la calle, con un dejo insolente. La mujer se protegió detrás del mostrador y comenzó a ordenar unos papeles en blanco. En ese momento recordé el sobre manuscrito y lo extraje del bolsillo. Era un sobre de papel manila, sin impresiones. En una torpe letra manuscrita con lápiz se leía mi nombre y la palabra «personal» subrayada en rojo. Dentro del sobre había una esquela redactada, también a mano, sobre un ordinario papel de fideos, marrón y áspero. El mensaje decía: «Lo espero a las 9 en el bar de la terminal. Asunto que puede interesarle. Ruego puntualidad y discreción. Samuel Spade-Investigaciones». Si pasaba por alto la obviedad del seudónimo, no perdía nada con aceptar la invitación. Esta podía ser una de las extrañas vías de comunicación de la Compañía. Estrujé el mensaje en las narices del conserje y asumí que mi estadía en el Continental había terminado. Por el momento, Carbonardi podía irse al mismísimo carajo.
—Me mudo al City -expresé por toda despedida y me encaminé hacia la plaza. De golpe los fragmentos inconexos comenzaron a unirse: Emma Kowalsky, Reichenfeld, la pareja del hotel, Jimmy Ladd, Clara, el chino, Wanda, el imperturbable Tacerno, Carbonardi... demasiadas personas conocidas de golpe y a partir de un simple aviso de oferta de empleo. Era como bailar una danza sin música con una multitud de desconocidos. Y ahora una nueva cita, otra bifurcación en el juego de las escondidas en Sempronio Linares. Añoré mi departamento y el ochenta y nueve por ciento de humedad, su olor a encierro y a fracaso, los peces moviéndose en el limitado mar de la pecera y el gato regresando una vez más para verlos, sin decidirse jamás a cenarlos.
Mientras bajaba la pendiente hacia la plaza, el recuerdo de Clara y su pequeño cuarto se instaló en mí como una extraña versión de la angustia. La duda de haberla poseído en los lindes del agotamiento me hacía sentir un miserable y desde cierto punto de vista un irresponsable. En la víspera de tomar posesión de mi nuevo empleo yo me había demorado en la cama de una subnormal, arriesgándolo todo a cambio de una noche de erotismo disfrazado de piedad. Estaba claro que había sido otra de las trampas de la Compañía para poner a prueba mi integridad. Ahora había retrocedido varios lugares en el juego: me habían llamado al hotel y no estaba, por lo cual se habían cancelado el alojamiento y los mensajes. ¡Cómo mis torpezas se sucedían para hundirme! No podía cometer más errores, pero la cita de las nueve en el bar de la terminal era mi único movimiento posible si descartaba llamar a Emma Kowalski.
Mientras caminaba por 14 de Noviembre una pick-up Fargo dobló en una de las bocacalles y aceleró hacia mí haciendo eses. De un salto me parapeté tras un árbol y la vi pasar roncando y levantando polvo. Manejaba un muchachón rubio y de piel colorada. En la caja iba un grupo de cinco o seis muchachones más, todos armados de escopetas y aureolados de un furor agresivo que contrastaba con la calma de la mañana. Parecían un grupo de revolucionarios de los sesenta, pero ese empatotamiento tan exuberante sólo obedecía -según el relato de Clara- a la fútil aventura de dispararle a caravanas de pollos que emigraban hacia el sur. Indefensas aves ciegas atravesando la llanura para diversión de los hijos de la opulencia: otro de los signos extraordinarios que por tanto tiempo había estado esperando.