Encontramos un negocio mitad almacén y mitad cantina, con un rústico encañado en un patio lateral donde se repartían media docena de mesas con mantel de hule y servilleteros de lata. Comimos y bebimos en silencio, sin ocultar el placer de reponer fuerzas al influjo de salchichón, queso y matambre acompañado de un vino dulzón y bastante frío. La fruta del postre se nos antojó un manjar, porque pudimos sonreímos y recuperar el ánimo. El dueño reparó en nuestro aspecto de forasteros y supo que veníamos de lejos, pero no hizo preguntas. Dos parejas que nos acompañaban se limitaron a cuchichear, midiéndonos sin provocar o esperando que nosotros lo hiciéramos. Preguntamos por un alojamiento barato y limpio y el cantinero nos indicó un lugar a tres cuadras, una antigua pensión de viajantes y troperos. Agradecimos, pagamos -pagó Emma- y nos fuimos.
Durante la cena me había dedicado a repasar la situación y concluí que como fuera, debía llegar hasta el faro. Ahora todo lo que quería era desentrañar la clave de mi vagabundeo. También me interesaba encontrar al chino para explicarle el error y devolverle el contrato. Sin saber las prioridades de Emma, ahora me había pasado de su lado, o al menos aceptaba su visión de los hechos. También era verdad que me atraía, aunque no tenía demasiadas esperanzas de que la pasión volviese a imponerse. Tenía la sensación que allá, en la vieja estación abandonada, todo había sido un breve interludio salvaje que ella había asumido como una especie de peaje hacia una relación neutra, pautada por intereses complementarios: ella esclarecía mi mente confundida y yo la acompañaba en su cruzada justiciera. Estaba usándome y lo sabía, el hecho de que yo estuviera siguiéndola era un triunfo sobre Carbonardi y el inepto de Sandler. Como siempre, las dudas y los sentimientos encontrados me hacían obrar como un autómata, a favor de impulsos irreflexivos o de intuiciones erróneas. ¿Era posible entonces que el empleo ya fuera un proyecto archivado? ¿Spade primero y Emma ahora habían logrado disuadirme? ¿Por qué creerle a ellos y no a la Compañía?
La habitación era pequeña pero pulcra y ventilada y la cama era mullida y olía a lavandina antigua. Nos refrescamos en una pequeña pileta con canillas de bronce. Tendidos boca arriba y al oscuro sentimos el canto de los grillos y la música de un baile lejano. Emma contó una historia de Bélgica, una confusa situación vivida en Brujas que involucraba a un luthier y a un traficante de droga. Habló de un puente y de una taberna llamada Velbren, donde se suponía ocurría un encuentro en el que se intercambiaban estuches de violín. Uno lleno de polvo blanco en bolsitas y el otro con un Stradivarius auténtico. Antes de saber qué pasaba con los estuches, me quedé dormido.
Cuando desperté era media mañana y Emma se había marchado llevándose los discos. El olor fuerte de su cuerpo todavía impregnaba las sábanas y su ausencia inauguraba otra etapa de mi viaje. Sobre la mesa de luz, la nota:
«Tengo que hacer y vos necesitás descansar. Voy a encontrarme con Denis. Cuidáte. Nos veremos pronto. PD: El traficante, también era violinista.»
Me desperecé y tiré la nota a un rincón hecha un bollo. De alguna manera me lo merecía: yo la había llamado y había permitido que se entrometiera en mis planes. Desde la cabina telefónica a ese momento, la trayectoria había sido circular hasta cubrir trescientos sesenta grados. Ahora ella iba rumbo a un faro ubicado en algún lugar de la costa atlántica y yo gastaba mis últimos dólares en una pensión piojosa de Linares. También era probable que Sandler me hiciera pagar los platos rotos.
«El traficante también era violinista», es decir, cuál de los dos entregaba qué cosa a cambio. El trueque perfecto e interminable o la historia perfecta para que me quedara dormido. Había sido ingeniosa y perversa y me había hablado de un faro con un genio adentro. Demasiado para alguien que hacía cuatro días que no sabía dónde estaba.
Cuando golpearon a la puerta imaginé el regreso. Cuando abrí, la sonrisa algo ladeada y la mirada inmóvil de un hombre apoyado con sus dos brazos en el marco de la puerta, aventó mi esperanza.
—¿Leal?
La voz era pastosa, calma, con restos de noche y ecos deshilacliados de paciencia. El hombre era bajo, moreno, con entradas pronunciadas en la frente y un pronunciado vientre rebosante sobre el ancho cinto. La camisa blanca estaba transpirada en la axilas y su frente surcada de arrugas perlada de pequeñas gotas. Me miraba como si me conociera o fuera capaz de saber por qué estaba yo allí esa mañana, abandonado y confundido. Al cinto llevaba una pistola automática, encajada como al descuido en una canana gastada.
—Soy Moscoso, el Comisario Laramie Moscoso y vine a hacerle unas preguntas. ¿Estaba por irse?
No estaba por irme a ninguna parte -pensé- porque sencillamente no tendría adonde ir.
—No, claro que no, pase.
Moscoso hizo una reverencia inadecuada para su figura y resopló antes de entrar.
—Ya tenemos veintiocho grados y el hedor de los pollos muertos empieza a joder. Voy a tener que requisar todas las escopetas del pueblo y parar la broma. A propósito, ¿lleva armas?
Ensayé un ademán de perplejidad.
—Nunca, no sabría manejar una.
—Bien. Yo llevo siempre y sé manejarlas, pero preferiría no hacerlo. Puede lavarse la cara.
—Estaba en eso. ¿Qué se le ofrece, comisario?
—Simple rutina, como mienten los policías de las novelas, nada tiene de rutinario este oficio. Por ejemplo: el gerente del hotel Continental amaneció con plomo en la cabeza. Lo encontraron en el mostrador de la recepción, con la cabeza apoyada en una Selecciones del Readers y mucha sangre. La bala entró por un ojo. Demasiado para Linares.
Pensé de inmediato en Spade, en Emma, en Sandler y en el muerto en forma simultánea y tuve dos sospechosos para Moscoso. Un frío me corrió por la nuca porque probablemente ya había en Linares dos cadáveres vinculados a Irondrag. De Spade no tenía constancia y no era momento de preguntar, aunque probablemente Moscoso lo haría.
—Lo conocía. Estuve alojado allí -me adelanté para evitar suspicacias.
—Lo sé. ¿Qué pasó, la cama era incómoda?
—Todo lo contrario.
—¿Qué hace en Linares, Leal?
Me pareció buen momento para refrescarme la cara y pensar cómo responder a esa pregunta.
—Recibí un nombramiento de la Compañía Manufacturera del Sur y aguardaba instrucciones para ocupar mi puesto.
Moscoso me miró secarme y asumir una expresión suficientemente honesta. Disfrutaba de mi incomodidad y sabía que en parte yo mentía.
—¿Donde está la mujer que llegó con usted?
—No lo sé. Se fue mientras dormía.
—¿Quién es?
—Se llama Emma Kowalski y trabaja en la Compañía.
—¿Son amantes?
—No, en absoluto...
Moscoso se sentó en la cama y se desperezó. A cada minuto me creía menos.
—Duermen juntos en un cuarto de pensión y no son amantes...
—Fue algo circunstancial, llegamos muy cansados y necesitábamos más que nada descansar. No hubo más remedio que compartir esta habitación.
—Y esta cama. Usted estuvo antes en el Continental, luego se fue y ahora regresó con esta señora, ¿cómo dijo que se llamaba?
—Kowalski.
—Exacto... Kowalski. Según supe vinieron caminando y desde bastante lejos.
—La pick-up de la empresa tuvo un desperfecto y regresamos a pie.
—¿Qué hacían, Leal?
—¿Cuándo?
Por primera vez, Moscoso mostró un leve signo de impaciencia, como si ya lo supiera todo y estuviera corroborándolo.
—Ayer de tarde, o tal vez por la mañana.
—Kowalski me mostraba instalaciones de la Compañía.
Moscoso sonrió con desparpajo y se quitó un poco de sudor de la frente con su antebrazo.
—Me está hablando de ruinas, de despojos. Ya no que da nada por desguazar. Pero en mi comisaría denunciaron la desaparición de un material importante, unos compacts de informática. ¿Tiene idea de lo que le hablo?
Habíamos llegado a un punto donde probablemente tuviera que empezar a mentir y no tenía sentido que lo hiciera. O, si lo tenía, eso podía remitir a una nueva esperanza. Proteger a Emma no me ofrecía beneficios demasiado tangibles, apenas el gesto romántico de ayudar a una dama en apuros, homicida, tal vez.
—No, no tengo idea alguna -dije, siendo fiel a la versión ofrecida a Carbonardi, que acaso había hecho la denuncia.
Moscoso adoptó un aire concentrado y se puso de pie con las manos enlazadas por detrás, como un bochófilo a punto de lanzar su bola. De pronto dio unos pasos y se agachó para tomar la nota de Emma que yo había arrugado y tirado. La desplegó y leyó con interés. Volvió a mirarme ahora con expresión intrigada:
—‘El traficante también era violinista’... interesante. ¿Quién es Denis?, señor Leal.
Por primera vez noté un tono de apremio, oficial, en Moscoso. Era como si la situación hubiera empezado a interesarle y todo lo previo hubiera sido, realmente, simple rutina.
—Creo que se refiere a alguien que trabajó en la compañía.
—Es notable todo lo que cabe en un papel: un tal Denis, un traficante que también es violinista, la intención de hacer cosas indeterminadas. Si no le importa voy a guardarme esta esquela.
—Hágalo, no me importa -dije, ya nervioso, involucrado.
—No claro que no, Leal. A propósito: ¿dónde pasó la noche?
La pregunta me pareció obvia y retórica.
—Aquí, durmiendo como un tronco, al punto que ni me enteré cuando Kowalski se fue.
—No está mal, pero no hay testigos. Su único testigo se las tomó.
—¿Me está acusando de algo, comisario?
—Todavía no. Pero va a tener que acompañarme para que le hagamos una prueba de parafina y le cuente con lujo de detalles a mis muchachos todo lo que hizo desde que llegó a Linares hasta este momento. Y le conviene acordarse dónde vive ese individuo Denis que su amiga piensa visitar. Le prevengo que esto no es rutina.
—¿Puedo ir al baño?
—Sí, pero rápido. No tengo toda la mañana.