Subimos en el asiento trasero de un Falcon azul y abollado. El chofer iba uniformado y me miró con displicencia. A una orden de Moscoso, el auto arrancó derrapando, como si yo fuera un criminal largamente buscado. Por el momento no quería sacar conclusiones, salvo la probable circunstancia de quedar demorado en un calabozo mientras todo se aclaraba. Pero «todo» se refería a demasiados hechos, muchos inexplicables para mí, y a demasiadas personas. La muerte del ex limpiador de la Compañía no podía involucrarme, empezando por no existir un móvil. Moscoso no había mencionado a Spade y ello podía significar que nadie había entrado aún a la habitación 309 del City o que Sandler hubiera ocultado muy bien el cadáver. Sin embargo, yo estaba ahora detenido en un pueblo remoto, a merced de un comisario aburrido que por fin había encontrado distracción.
—¿Fuma? -dijo Moscoso, ofreciéndome un Parliament. La oficina era amplia y prolija, con esa economía de muebles y estilo que abunda en las reparticiones estatales. Los retratos de San Martín y del Presidente de la Nación se miraban enfrentados. En un tablero de corcho algunas órdenes de captura amarilleaban pinchadas con tachuelas de distintos colores. Un calendario enorme de Fate mostraba las carnes generosas de una rubia de mirada divertida y trasero estrafalario. El resto era ficheros metálicos, sillas de cármica y unos sillones de cuero con los resortes vencidos. En esa oficina no había acción desde mucho tiempo atrás y Moscoso lo confesaba en su deliberada actitud paciente, ostensiblemente canchera. Tenía un caso e iba a exprimirlo como un limón.
—No gracias, comisario.
—He leído su declaración. ¿Dónde se supone que esté Spade?
—La última vez que lo vi tenía visiones de delirium tremens.
—¿Por qué huyó? Se supone que este señor Sandler trabaja también en la Compañía.
—Tiene muy malos modales.
—Acaban de venir del hotel. No hubo ni hay ningún Samuel Spade registrado. La habitación 207 está desocupada y en perfecto orden. ¿Por qué robó un bote para ir hasta los galpones?
—No quería que Sandler me siguiera.
—En los galpones se reunió con Kowalski, quien se apropió de los famosos discos luego de adormecer a dos personas con un spray, ¿voy bien?
—No sé nada de ningunos discos.
—Miente, y realmente no me explico por qué, ¿protegerla a ella? Luego pensaban huir, no se adónde, ¿a lo de Denis? y la camioneta se averió. A propósito, ya la encontramos.
—No estoy protegiendo a nadie salvo a mí mismo. No sé de qué discos me habla.
Moscoso se incorporó y se colocó detrás mío, resoplando.
—¿Para qué se reunió con Kowalski?
—Quería advertirme sobre el estado actual de la Compañía y mis posibilidades en ella. Creo que he sido víctima de un engaño que también involucra a Su Excelencia el Señor Embajador de la República Popular China -enfaticé lo último a propósito, para sacarlo al imbécil de su punto de vista provinciano.
—¿Qué se supone que hacían allí el Sr. Carbonardi y el Sr. Sandler, denunciantes del robo?
—No lo sé. Tampoco entiendo qué tiene que ver eso con la muerte del conserje del hotel.
—Era el gerente. Como sabrá, el Hotel Continental pertenece a la Compañía.
—Parece que en este pueblo todo pertenece a la Compañía.
Moscoso dio la vuelta e inclinándose acercó su cara congestionada a la mía. La alusión no le había gustado.
—Cuidado con lo que dice. Estoy aquí por una cama que me hicieron en la capital, pero no soy ningún vendido y por mí la Compañía puede irse a la reputísima madre. Estoy investigando un asesinato y una denuncia por robo que aparentemente estarían conectados. Usted está aquí porque hay demasiadas coincidencias entre estos hechos y los días que lleva en Linares. Además no lo conozco y no conozco a la dama que hasta hace poco estaba con usted. Podría arrestarlo perfectamente por vagancia porque ese papelucho que usted muestra y que llama nombramiento no me dice nada, mucho menos esa sarta de jeroglíficos con su firma. No me creo la forma de su llegada a Linares, no pueden narcotizar a nadie y luego dejarlo aquí, en este pueblo de mierda para que espere no sé qué milagro de un puñetero puesto en una jodida planta industrial. Hay demasiados cabos sueltos en lo que me cuenta como para salirse con bravuconadas de pendejo.
Moscoso había jugado fuerte y lo sabía. Era ducho en interrogatorios y en Linares tenía tiempo para lucirse. En cambio yo tenía una historia que hacía agua por todos lados.
La clave estaba en los discos, pero yo seguía aferrado a negar que los hubiera visto.
—‘El traficante también era violinista’, ¿qué significa esa basura?, ¿no me va a decir que anda en la transa de la droga?
—Nada que ver, es tan solo el final de una historia que Kowalski me contó antes de dormir. Ocurrió en realidad en Bélgica, en un pub o algo así: dos personas se intercambian estuches de violín, en uno hay bolsas con polvo blanco y en otro un Stradivarius legítimo.
—Ya veo. Y el final era tan importante que se lo anota en la carta de despedida. Mire, Leal, voy a serle sincero. Lo está salvando la prueba de parafina. Del asesinato, zafa. Del robo de los discos, no sé. En todo caso, guardado aquí no va a tener oportunidad de mandarse una cagada para que yo descubra todo. Así que voy a largarlo y por ahí se me ocurre vigilarlo. Lo suyo es muy flojo, un verso que ni usted se lo cree.
Por alguna razón, Moscoso empezó a caerme simpático. No estaba del lado que yo suponía al principio, estaba solamente del lado de él, luchando por sobrevivir a la condena de ser comisario de Linares.
—Le prevengo que no puede irse del pueblo sin mi autorización, al menos mientras todo esto no se aclare. Quiero saber dónde va a estar alojado y me agradaría que fuera un lugar accesible y céntrico y no esa piojera infame.
Lo de «accesible y céntrico» me pareció un exceso de localismo o la demostración de que Moscoso había empezado a sobredimiensionar los hechos.
—Debería hablar con el embajador de la China -comenté sin énfasis, confiando en la imaginación del comisario.
—Déme una buena razón y lo haré.
—No pierde nada y puede destapar algo grande que me huele a estafa -después de hablar me arrepentí. No era el momento ni la circunstancia para jugar esa carta, excesivamente alta. Moscoso captó mi expresión agobiada, como la del boxeador que contra las cuerdas lanza golpes a ciegas.
—Muy bien, muy interesante, Leal. Empezamos a decir cosas con sentido. Estafa. ¿De quién a quién, si se puede saber?
Asesinato, robo y estafa. «Make my day», debe haber pensado Moscoso, emergiendo de incontables días de rutina, cuando el delito mayor era el adulterio con escándalo o algún robo de gallinas. Pude agregarle peces muertos, estupro con una débil mental, incumplimiento de promesas con Reichenfeld, etcétera.
—No tengo pruebas, pero creo que de la Compañía al señor embajador.
El comisario sacó una pequeña libreta del cajón del escritorio y realizó algunas anotaciones. Se estaba sintiendo importante, tal vez decisivo.
—Eso que ha dicho es grave, Leal. Le prevengo que tiene mucha imaginación para el disparate y me pregunto si usted no estará escapado de algún sanatorio. Me gustaría que aclarara un poco más eso de la estafa -Moscoso me miraba interesado, anhelante de detalles y complicaciones que lo salvaran de dormir la siesta tras el medio litro de tinto con el almuerzo.
—Creo -aclaré mi garganta antes de improvisar una teoría que siguiera fascinándolo- que quieren venderle una fábrica inexistente, algo bastante difícil de explicar. Pero es así como le digo -arriesgué, recordando la versión de Spade.
El comisario miró sus uñas y cerró la libreta. Su fastidio era evidente.
—¿Ha oído hablar de Irondrag? -agregué, antes de que el fastidio se transformara en ira.
—¿Ironqué?
—Irondrag. Según me han dicho es el nombre del gran proyecto de la Compañía, la obra del siglo. Ya cotiza en la bolsa. Pero hay quien sostiene que es sólo una ilusión, un diseño informático que no es materializable. En fin, le repito lo que me dijo Spade en el hotel City, habitación 309.
Moscoso abrió nuevamente la libreta y anotó. Con satisfacción, culminé la faena:
—Lea de nuevo mi nombramiento. Y de paso devuélvamelo -dije con suficiencia, mientras el comisario abría un sobre, sacaba mis papeles, leía y finalmente asentía con la cabeza. Con calmosa ceremonia dobló el nombramiento y el contrato con el chino y me los extendió.
—Así que Irondrag... Muy interesante. ¿Qué me dice de Denis? -contragolpeó, eficaz. No sabía mucho y así lo expresé:
—Que es ingeniero. Que dirigió el diseño de la planta y que probablemente viva en un faro. Creo que también desertó de la Compañía. Pero no lo conozco, nunca lo vi en mi vida.
—¿Dijo en un faro?
—Así es -ahora, la mirada de Moscoso se concentró en un mapa ubicado a mi espalda. Después regresó a mis ojos y era perfectamente calma y atenta, aunque desprovista de interés alguno por mí.
—Digamos que el trabajo sigue sumándose, quién lo diría -comentó para él, con maravilla o fastidio.
—Puede irse, Leal. Pero recuerde lo que le dije antes: manténgase cera de mí, donde pueda verlo y controlarlo.