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—Caramba, Leal. Es tarde, ¿qué anda buscando?

—Nafta, qué más... ¿y eso? ¿Mucho pollo suelto?

Reichenfeld bajó el caño y retorció la lata para arrojarla lejos. Su rostro estaba encendido, abotagado. Sobre el mameluco, gruesas manchas de sudor hablaban de horas de cervezas solitarias y de espera junto al surtidor.

—Yo diría más bien asesinos sueltos, ¿dónde creen que van? Usted no me gusta Leal, y todavía no conozco al señor que maneja. Nafta no puedo venderle, es para la Compañía.

Serrano me miró y yo sonreí en silencio mientras Reichenfeld volvía a elevar el caño. Desde el interior de la casa llegaba el consabido murmullo de sandeces y música circense. Decidí bajarme, pese al medio metro de metal bruñido que me amenazaba.

—Oiga, Reichenfeld: no va a negarme unos litros, ahí abajo hay cinco mil que a la larga van a evaporarse.

—Usted es un pesimista, Leal. Todo va a solucionarse cuando arreglen la antigua ruta. La Compañía ya contrató la obra, es cuestión de semanas. Yo tengo que estar listo y tener todo en regla para cuando lleguen los camiones.

—Antes va a llegar el furgón de la cochería. Pero de última, yo trabajo para la Compañía, lea esto -saqué el nombramiento pringoso y ajado del bolsillo y se lo mostré. Reichenfeld quedó descolocado y el caño volvió a bajar. Dentro del auto, Serrano había abierto la guantera.

—¿Y el señor? -balbuceó el gigante de mameluco.

—El señor es mi chofer y yo he contratado sus servicios. Un asunto de la Compañía que, como comprenderá, a veces debe subcontratar para cumplir con ciertos proyectos. El nuestro, hoy, esta noche, es encontrar un faro. ¿Conoce alguno por aquí?

—¿Un faro? ¿Qué faro?

—Supongo que un edificio alto que alumbra en la noche. Generalmente están junto al mar y ayudan a los barcos...

—Estamos en la llanura... pero ahora que me dice, ¡claro!, no me había dado cuenta... podría ser ése -Reichenfeld dudó y sacudió la cabeza, como si una idea muy provisoria sobre faros se abriera paso en su cerebro.

—¿Ese, cuál?

—No está en el mar y yo nunca lo vi. Está en un campo, a sesenta y pico de kilómetros por la ruta vieja, yendo hacia el norte. No sé si será un faro, es una torre seguro, alta y que se ve desde mucha distancia. Era el casco de la estancia de un inglés que vino por el siglo pasado a criar ovejas. Hay una leyenda de una loca encerrada en la torre, mujer o hermana del hombre. Hubo otras torres que se destruyeron; locas no sé si hubo más. Al paraje le llaman Nueva Albion por el inglés, que le puso así al establecimiento.

—¿Cómo está el camino?

—Fulero, y de noche más.

—Lléneme el tanque, Reichenfeld.

Con gesto cansado el rubio recostó cuidadosamente la escopeta al surtidor y accionó la palanca de la bomba. Luego quitó el tapón del Rambler, encajó la boca de la manguera y presionó el vástago hasta que la nafta empezó a fluir. Los cinco mil litros empezaban a gastarse y Reichenfeld parecía feliz.

—¿Estuvo el Packard?

—¿El Packard?

—Vamos, ya sabe cuál.

—Pasaron hace un par de horas, estaban apurados y ni se bajaron.

—¿Pusieron nafta?

—No. Preguntaron por una mujer. Una rubia, no recuerdo el nombre. Yo no vi a nadie. ¿Qué pasa, Leal, por qué tanto misterio?

—¿De veras no vio a nadie?

—En todo caso a usted no le incumbe. Son treinta pesos y no tengo cambio. -Desde el interior del Rambler, la mano presta de Serrano me tendió unos billetes roñosos. Pagué y puse el tapón. Reichenfeld fue hasta la heladera y abrió una nueva lata. Un viento caliente había comenzado a soplar, levantando polvo y arrastrando papeles y hojas secas. El rubio tomó la escopeta y bebió un largo sorbo de la lata, desinteresado de nosotros, considerando las posibilidades de un secreto o varios. Era posible que tras nuestra partida, se preocupara por ubicar a Carbonardi para informarle sobre el faro y el estado del Rambler. A cambio de eso obtendría baratijas y comida enlatada que ellos comerían mientras Clara era vejada con minuciosidad en el cuarto contiguo. Pero aun así los camiones jamás llegarían y la cerveza iba a empezar a acabarse. Le cogían a la hija por nada y él lo sabía.

 

—Vamos, Serrano, antes de que Moscoso se avive.