Bajo la noche sin luna el Rambler avanzaba a tientas, precedido del débil resplandor de sus focos estrábicos. Serrano se había sumido en un mutis casi profesional, como si lo único que le interesara fuera conducir para hacerse de los doscientos dólares pactados. Afuera, la llanura era silencio y oscuridad. Si habíamos tomado por el camino correcto, pondríamos más de una hora en llegar al paraje de Nueva Albion, contando que la catramina que nos llevaba no podía superar los setenta kilómetros de velocidad. De vez en cuando miraba hacia atrás para ver si éramos seguidos, pero la negrura detrás nuestro era absoluta y el silencio mucho más.
—Me gustaría saber cómo distinguiremos la maldita torre -masculló Serrano, repentinamente vuelto al ambiente-, no se ve un carajo.
—La veremos, no tengo dudas.
—Usted me enternece, Leal. ¿Qué piensa encontrar allí en caso de llegar? ¿Le interesa tanto esa mina?
—Si está Denis, unas piezas más del rompecabezas. No llegué hasta aquí por nada. Se trata simplemente de saber.
—Buena metáfora: un faro apagado en medio de la noche, eso puede representar su verdad. ¿Y después qué?
—Después nada. Maneje, Serrano, y déjeme a mí el resto.
En algún momento me dormí y soñé con una ciudad en invierno, mojada por la llovizna. Yo caminaba por entre los edificios de una urbanización, simétricos y grises, buscando el departamento de un amigo. Alguien, desde una ventana de un piso alto, me saludaba con una voz familiar y afable, animándome a que subiera. Con dificultad, llegaba a la entrada del edificio y buscaba en los timbres un nombre demasiado común, Julio Pérez, y leía cientos de ellos como en las páginas de la guía de teléfonos. De pronto era Serrano el de la voz y cuando desperté estábamos detenidos junto a un alambrado, fuera de la ruta. El motor del Rambler moderaba con agradecimiento.
—Mire, allá creo distinguir algo blanco. Se ven luces y no están lejos. Por el cuenta kilómetros podría ser Nueva Albion.
Me costó pasar de los timbres a la noche sobre la llanura. Abrí la portezuela y descendí para poder ver mejor. Un coro de sapos sedientos me saludó y me aferré a los alambres todavía tibios. Dos cuadras campo adentro creí distinguir una forma esbelta y clara. Detrás, unas luces anémicas denunciaban una casa o galpones.
—Ahí tiene su meca, Leal. Es el fin de mis servicios.
Le tendí un par de billetes de cien dólares -los últimos- y el gordo los guardó con presteza.
—No es seguro que Denis esté aquí... pero yo no tengo nada que ver con las trampas de la fe, simplemente me valgo de ellas -dijo Serrano, con un dejo de piedad y otro de ironía.
—Si se cruza con Moscoso, no pare.
La última reflexión de Serrano era válida. Yo me había dejado llevar por el dato de Reichenfeld y tal vez Nueva Albion no tuviera nada que ver con un faro. Pero la otra opción hubiera sido tomar el primer micro que saliera para la capital y volver a cero. Era preferible estar caminando hacia las vagas construcciones en las que se entreveía una torre, y asumir que, de acuerdo a la lógica de los hechos, bien podía ser ese otro signo de lo excepcional. Si yo había invocado sucesos extraordinarios para mi vida, en casi una semana ya se habían acumulado demasiados, incluida una relación amorosa en una estación de trenes abandonada. Volví la mirada hacia el camino y vi al Rambler alejándose lentamente, porque Serrano ya había hecho su día y su noche y todo lo que tenía que hacer era llegar al pueblo para redoblar las cervezas y olvidarse de mi aventura. Ahora yo buscaba a alguien llamado Denis que iba a explicarme para qué había sido elegido por la Compañía y qué grado de participación iba a tener en la estafa. También esperaba encontrarme con Emma y en su mirada descubrir si había matado o no al conserje o si sólo estaba allí para entregar los discos y desarmarle la tramoya a Carbonardi. Era demasiado lo que podía encontrar en esa torre que poco a poco iba corporizándose más pese a la noche.