El sacudón me despertó y por un instante no supe dónde estaba. Me dolía la espalda y tenía la boca seca, como si hubiera masticado un kilo de estopa. La mano me volvió a sacudir y entonces, al incorporarme, lo reconocí a Moscoso. Sonreía con displicencia, perdonavidas y paciente. Estábamos en la plaza, yo en un banco, él de pie, empezando a fastidiarse con el calor y los vagabundos, conmigo.
—Indocumentación, vagancia, ¿qué voy a hacer con usted, Leal?
No tenía noción de la hora ni del momento en que me había rendido. Sólo atiné a buscar los veinte dólares en el bolsillo y a imaginar un micro que me sacase de Linares.
—‘Un lugar accesible y céntrico’, ¿recuerda? Aquí estoy, este es el ombligo de Linares. Y de cualquier acusación me declaro inocente.
Moscoso se sentó a mi lado y resopló.
—Si me promete que hoy mismo desaparece, le cuento algunas novedades. A propósito, ¿dónde pasó la noche?
—Ya lo ve. Sin dinero no se consigue alojamiento mejor que éste.
—Por ahora prefiero creerle -dijo el comisario, mirando el bronce que caminaba hacia el sur-, de lo contrario lo demás no encajaría y es necesario que encaje. ¿Se va a ir, verdad?
—Cuente con eso, comisario.
—Bien, para empezar se aclaró lo del gerente del Continental. Una deuda de juego. Asesino convicto y confeso, caso cerrado. Con esto le digo que usted y su amiga quedan afuera, aunque ella, definitivamente. ¿Escuchó lo que le dije?
En el tono de Moscoso había una desagradable excitación.
—Sí, pero no entiendo qué me quiere decir.
—Que los tiroteos no son sólo contra pollos en este pueblo de mierda. A sesenta kilómetros, no más, pueden involucrar gente, rifles M-1, ingenieros, matones a sueldo y damas rubias. Este maldito año pone a la gente muy nerviosa y al director de la morgue mucho más. Antes de irse va a tener que darme una mano para identificar los cadáveres. Es para eso que estaba buscándolo. Vamos, acompáñeme.
Sin hacer preguntas me incorporé y el aire me pareció más caliente e irrespirable que los días anteriores. Recordé las llaves del Rover y las busqué en el bolsillo trasero.
—¿Buscaba esto, Leal?
Moscoso me mostró el llavero y la documentación del auto y los guardó en su bolsillo. Luego me pasó un brazo por sobre el hombro y me empujó levemente, con una autoridad controlada y dominante.
—Quiero un buen informe para enviar a la capital y usted me va a ayudar a redactarlo. Tenía razón: detrás de los discos famosos había algo gordo y Moscoso va a destaparlo. Tengo un par de periodistas amigos que pienso llamar para darles la primicia.
—Necesito café, desayunar, temo desmayarme -dije, con un hilo de voz.
—No sea pendejo. Primero el deber, Leal.
Subimos al Falcon que esta vez manejaba Moscoso. Antes de arrancar me miró con un gesto eufórico, como si yo y todo lo que había detrás de mi llegada, le hubieran cambiado la vida. En cinco minutos estábamos estacionando frente al policlínico de Linares. Era un edificio simple, cuadrado y sin estilo reconocible. Su única planta parecía ocupar media manzana. En la puerta, algunas personas aguardaban pasivamente alineadas en una fila. Todos tenían lentes de sol y parecían aterrorizados.
—Mire eso -dijo el comisario- parece que ahora también afecta a las personas.
—No sé de qué me habla.
—Es el sol. Empezó con los terneros: ulceramientos de córnea, ardores, la capa de ozono está más fina que un virgo. Los pollos están todos ciegos. Trajeron un colirio nuevo de la capital. Un edil propuso vivir de noche, un disparate, claro. Venga, es por acá.
Habíamos atravesado un largo corredor y descendido dos escaleras a lo que parecía ser el sótano del hospital. El olor a éter empezó a darme náuseas y las paredes parecían ondular. Finalmente entramos a una sala con mesas largas y luz muy blanca. En el extremo de la habitación, sobre una larga mesada de mármol gris, vi tres bultos cubiertos con sábanas. Junto a uno de ellos un hombre de túnica aguardaba fumando. Nos miró con indiferencia, expulsando el humo casi con deleite. Enseguida supo que yo me sentía mal y sintió placer. Cuando nos sonrió pensé que disfrutaba estando allí. Miré mejor y descubrí algunas manchas de sangre en una de las sábanas, luego vi otras en el piso.
—¿Y doctor? Supongo que no ha sido difícil el diagnóstico.
El doctor sacudió la cabeza. Era un hombre maduro, encanecido y el hastío le calzaba como un guante. Sobre el bolsillo de la túnica leí «Dr. A. Tolve».
—De ninguna manera, comisario. Exceso de plomo en todos los casos. Hará unas cinco horas, seis como mucho. El sobreviviente está muy mal, no creo que dure.
—Ahora voy a preguntarle si conocía a estas personas, Leal. Hasta no identificarlos, el doctor no puede proceder al certificado. No necesitábamos esto en Linares.
Uno por uno los fue descubriendo. Primero vi a Sandler o lo que quedaba de su cara. Luego reconocí a Carbonardi, entero pero con un orificio del tamaño de un anillo en la garganta. Finalmente me reencontré con Emma, extrañamente calma, los cabellos más oscuros, como si la muerte los hubiera teñido. La situación era irreal porque ninguno de ellos se parecía a los que yo había conocido: eran un simulacro peor que el del programa diseñado por Denis. No tenía claro por qué debía identificarlos y la visión de su rigidez me produjo vértigo. Al final pude señalarlos y citar sus nombres, que el doctor Tolve anotó con fría prolijidad en un formulario. Después Moscoso los cubrió y con un arqueo de cejas me indicó que el trámite estaba cumplido.
Regresamos al corredor principal y vi más gente de lentes negros agrupándose en la puerta de un consultorio.
—El otro está en una sala de terapia intensiva, la terapia intensiva que puede conseguirse en Linares, claro. Es el del M-1. Después de la faena quiso resistir el arresto. Un hombre grande y de apariencia inofensiva, parece mentira.
—¿Cuál faena, en dónde y por qué estaban todos allí? - pregunté, aturdido por la urgencia de Moscoso. Me miró con insolencia, sabiendo que yo mentía y que había estado en la torre.
—Anoche estuve siguiendo a los del Packard, demasiado auto para pasar desapercibido y menos por la avenida Atlántica. Anduvieron en la vuelta, entraron en boliches, tomaron, preguntaron. Fueron y vinieron al hotel, pasaron por el velorio del gerente. Estaban muy nerviosos, como hormiga que pierde la carga. Al final, cerca de la madrugada, arrancaron para el lado de la ruta vieja y después enfilaron hacia el norte. Me les puse atrás con el Falcon y los dejé alejarse: en la llanura las luces de posición se ven desde dos kilómetros. Como a la hora los vi doblar campo adentro. Cuando llegué hice lo mismo y comprendí que había llegado al famoso faro, que no es nada más que una vieja torre de piedra que un inglés loco trajo hasta acá. El Packard estaba estacionado frente a la casa y había poca luz. Yo paré cincuentra metros antes y apagué el motor. Me dije: Moscoso, aquí se cocina algo raro. Entonces empezaron los tiros. Se sintieron desde la torre. Hubo gritos y más tiros. Yo le saqué el seguro al 38 y me puse a trabajar, puteando por haber venido solo. Corrí hasta llegar a la puerta de la torre, que estaba abierta. Había dos fiambres al pie de la escalera: la mujer y el hombre llamado Carbonardi. La mujer tenía en una mano una pistola Browning y el hombre estaba desarmado. Su garganta era un manantial de sangre. La mujer parecía dormida, pero estaba muerta, según Tolve, desnucada. Arriba sonaron más tiros. Empecé a subir por la maldita escalera caracol -tengo cincuenta y tres años, mi amigo- y cada peldaño me hacía resoplar. Nunca entenderé por qué alguien pudo levantar eso en el medio del campo, a santo de qué me pregunto. Pero al final subí. Cuando pisé el mirador, una bala me picó a una baldosa y otra casi me despeina. Estaba todo oscuro y me arrojé al piso. Había máquinas y monitores que chisporroteaban. Tiraron de nuevo y vi desde dónde. Grité ¡policía! dos veces, pero el tipo estaba ciego y siguió tirando. Me di cuenta que tenía un jodido rifle automático. Apunté con el fierro bien apoyado y cuando vi el movimiento, la sombra que buscaba avanzar para ver donde estaba, allí tiré al bulto y le di, saltó hacia atrás y se desparramó. Creo que se regaló. Créame que el mío es un oficio ingrato, Leal.
En ese punto del relato nos metimos, al final del corredor, en una pequeña sala, con un par de camillas y dos escritorios de metal. Había unas sillas y un armario vitrina lleno de ampollas y remedios. Sobre uno de los escritorios, una máquina de escribir antigua y un cesto de carpetas sugerían burocracia. Moscoso me indicó una de las sillas y él se instaló tras el escritorio de la máquina. Obedecí, con un nudo en el estómago y la sensación de estar viviendo una pesadilla ajena.
—Digamos que el tipo tenía un rifle peligroso y estaba fuera de sí, sin contar que se había cargado a por lo menos un tipo, el rubio, que lo encontré con la cabeza reventada, desparramado entre dos máquinas. Deduzco, por lo tanto, que al doctor lo despachó su amiga la rubia y que por alguna razón resbaló y se desnucó al caer por la escalera. Es probable que ella haya bajado primero y que tomó de sorpresa a los otros. El rubio no alcanzó a defenderse, y cuando quiso acordarse tenía dos muertos en el piso. Entonces subió y el dueño de casa le dio una bienvenida un poco pesada, según usted pudo ver recién. ¿Me sigue, Leal?
No respondí, pero a Moscoso eso no le interesó, todo era simple retórica. Necesitaba ordenar el caos a partir de un relato que incluyese aún los detalles que él ignoraba. De un día para el otro Linares se le había llenado de muertos, incluyendo uno que no aparecía: Spade.
—La cosa terminó con una llamada telefónica desde la casa, el aviso a mis muchachos y al doctor Tolve. La ambulancia demoró demasiado y el pobre hombre del rifle se me fue desangrando, el muy imbécil no tendría que haber tirado, no contra Laramie Moscoso, ¿verdad mi amigo? Nos vinimos con Packard y todo para el pueblo, y ahora, bueno, ahora llegó el momento de descubrir el sentido de tanta mortandad. Para empezar, usted va a explicarme dónde estuvo realmente anoche, entre la una y las tres y media de la mañana. También necesito una teoría sobre los famosos discos que siguen sin aparecer. Voy a pedir café y una resma de papel y vamos a redactar un informe de puta madre. No puedo mandar tres cadáveres a la capital, así como así.
Estaba claro que Denis también estaba muerto, pero no era un muerto de la especie de los otros: había sido abatido por el comisario de Linares en circunstancias dudosas.
De pronto me vi en una sala accesoria del policlínico de un pueblo que no figuraba en los mapas, declarando ante un policía confundido y superado por los acontecimientos, agotado tras días de errar por caminos polvorientos, conociendo gente violenta, cínica o simplemente equivocada, durmiendo mal y comiendo peor, gastando mi dinero en pensiones miserables o en viajes inútiles. Fue una visión distanciada de mí mismo, una percepción hecha desde fuera de los hechos. Podía ser ése el comienzo de la locura, cuando la mente se percibe a sí misma como actuando en otra cabeza, alguien que no es uno y que es capaz de verse así como estaba yo ahora, hablando del maldito aviso de empleo y la carta para responderlo, días de depresión o furor sin límites, la ciudad como una esponja gris y húmeda, monstruosa y gigantesca que resuma un líquido paralizante y letal que penetra las cosas y la gente, porque cuando hay ochenta y nueve por ciento de humedad y no llueve, nadie puede moverse ni respirar, sólo imaginar cosas disparatadas en el medio de una habitación atestada de despojos, aguardando a oscuras que el gato de una vez se decida y se trague a los peces inmundos que no entienden nada y que un millón de años después seguirán sin entender.