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No le fue difícil a Serrano transformar unos ordinarios lentes de sol de procedencia coreana en el «Instrumento de Salvación para la Córnea y otros componentes del globo ocular». Su capacidad para captar las oportunidades le viene, como él mismo dice, de «una innata condición para llenar vacíos». Esa cualidad le permitió, aquella tarde del gran chaparrón, regresar a la plaza luego de haber derivado todo el día y encontrarme mojado y derrotado por unanimidad. Ya tenía la idea de los lentes bailando en su atareado cerebro pero sabía que el Rambler y él no iban a ser suficientes para sacarle dividendos a un producto que los desesperados iban a reclamarle a gritos. Antes, había pasado por la única óptica del pueblo -que compartía el salón con una peluquería de damas- y había adquirido todos los pares de lentes negros que quedaban, provocando así, el necesario vacío que suele anteceder a toda desesperación. Después esperó y cerveza mediante, hizo números como un vulgar especulador. Mientras tanto yo creía estar liberado del estigma del empleo y la palabra Irondrag se desvanecía en mi mente como un Alkaseltzer en un vaso de agua.

—Usted es un gran iluso, un pelmazo, mírese -dijo Serrano desde lo alto, hediendo a cerveza y a soberbia, midiéndome desde la perspectiva de su nueva idea. Luego me ayudó a incoporarme y me tendió un pringoso pañuelo para que me secara al menos la cara. Yo obedecí, dócil como un descerebrado, pasada ya la euforia libertaria.

Con una autoridad displicente, me condujo hasta una tienda del otro lado de la plaza y me compró saco, pantalón y camisa en telas y colores convenientemente discretos. Ante cada intento mío de interrumpir esa caridad, el gesto de Serrano me instaba a despreocuparme y a dejarlo hacer.

—Hoy le hice un favor, ¿recuerda? Devuélvamelo simplemente aceptando mi preocupación por su persona. He comprobado que nuestros caminos han insistido en cruzarse, por lo cual renuncio a perderlo de vista, creo que es inútil zafar de usted.

—Créame, esta vez no es culpa mía.

—La culpa, esa vieja coartada. ¿Qué esperaba allí, todo mojado, un milagro?

Mientras me ponía la nueva ropa, le conté, sintético y economizando adjetivos. Detallé muertes y posibles culpables, resumí razones y filosofé sobre finales. A Serrano no se le movió un solo músculo de la cara y simplemente murmuró:

—Un final digno para tantos chapuceros, ¿cómo pudo usted meterse con esa gente? Tiene suerte de tenerme aquí. Bien, ahora parece una persona capaz de vender la salvación y que se la compren.

—¿Qué insinúa? -dije, mirándome al espejo con la ropa nueva, mientras el vendedor aprobaba y yo me descubría en otro, más flaco, un poco más gastado.

—Que a partir de este momento usted trabaja para mí. Si buscaba un empleo, ya lo tiene. Este es el momento de ampliar el negocio, porque los tiempos engendran la necesidad de mis productos.

Bajo la mirada embelsada del tendero y la condescendiente de Serrano, yo renacía transformado en vendedor. La imagen del espejo me mostró un Bruno Leal inédito, investido de responsabilidad.

—¿Qué me responde, Bruno?

 

El tiempo siguiente nació de aquella duda reflejada en el espejo y del pavor atávico a no tener ocupación ni obligaciones. Fue en ese momento que compré la salvación y paradójicamente me condené. Pasé del sueño virtual a una realidad de carreteras interminables y precarios hoteluchos, manejando un Rambler American agonizante, cargado de objetos de invención variada y nombres pomposos. Me transformé en Juan Miguel Serrano y aprendí a lucir sus corbatas chillonas y a ser dúctil para prometer y sutil para descubrir la recóndita debilidad de cada comprador. Mientras tanto, el otro se quedó entre bastidores, pergeniando nuevos instrumentos y nuevos nombres impresionantes para describir lo obvio.

De vez en cuando nos enontramos en algún cruce de la llanura, generalmente en el parador de alguna gasolinera. El llega en el Rover que le negoció a Moscoso, porque los deudos de Denis jamás aparecieron. Trae mercadería y frases cortas y cínicas. Bebemos cerveza sin apuro y revisamos las facturas, en medio del calor y las moscas. Siempre elogia mis ventas y me liquida comisiones que apenas alcanzan para lo mínimo. Discutimos viáticos y revisamos la lista de pedidos. En cada encuentro lo detesto un poco más y él lo nota, pero no le importa. Sabe que él es un elegido y que todos los necesitan, empezando por mí.

 

Voy mirando el tajo recto de la carretera. Bajo un cielo absolutamente vacío de nubes viajo a sesenta y cinco en cuarta mientras escucho en la radio la compleja improvisación de Barrocco, grabado por Tzu Moriarty en Berlín, en 1996. La melodía me transporta más que la cinta de asfalto gris y puedo llegar mucho más lejos que la distancia que me separa del próximo pueblo. A lo lejos veo las montañas y las nieves perpetuas, deslumbrantes en la última claridad de la tarde, mientras las frases musicales se suceden como cascadas imaginarias. Los signos extraordinarios ya han cesado y el porvenir es largo, como este camino que me va llevando al sur lejano.