Fue Karen Blixen quien dijo que la cura para todo es siempre agua salada: el sudor, las lágrimas y el mar.
No sé por qué me abordó esa idea, pero pensé en ella mientras contemplaba el océano desde la cubierta del ferry. La interioricé y me encontré a mí misma en sus palabras. El sudor que empapaba mi piel cuando despertaba tras una pesadilla. Las lágrimas derramadas por todos esos sentimientos que tanto me costaba expresar. El mar que me estaba devolviendo la calma y curando mis heridas, mientras me esforzaba por soportar el dolor que me causaba el proceso. Porque la sal quema y escuece, pero también sana y cicatriza.
Inspiré hondo y llené los pulmones con la brisa marina. Unos días atrás había hecho ese mismo trayecto, solo que en dirección contraria, y no me sentía la misma persona que entonces miraba ese mismo mar con recelo y temor. Sin saber adónde me conducía.
Empezaba a darme cuenta de que ahí residía el valor, en avanzar y enfrentarse a un futuro incierto y averiguar qué te aguarda más allá. Que lo que consideraba mi zona de confort, en realidad no era más que una cómoda cárcel a la que me había acostumbrado, acallando cualquier instinto de libertad.
Ahora percibía esa libertad. Aún etérea, tomando forma y haciéndose fuerte en mi interior. También cierta ingravidez, como si mi cuerpo pesara cada vez menos, libre de las cadenas que lo habían mantenido anclado.
¿Se puede cambiar en tres días la inercia de toda una vida? Antes de que Hayley me abriera la puerta a aquel confín del mundo, habría respondido con un no tajante. Del mismo modo que no creía en el amor a primera vista, ni en las revelaciones espontáneas que dan con la solución casi por arte de magia. Todo eso me sonaba a recurso literario, a una licencia más a la que un escritor recurre en la ficción. Pero este era el mundo real y esas cosas no pasaban.
Me habría equivocado.
Tres días pueden cambiar la inercia de toda una vida. Sin más. Sin que ocurra nada especial. Porque, a veces, las cosas más sencillas son las que lo cambian todo. Las que dan sentido a lo que nunca lo ha tenido. A veces, sucede algo o aparece alguien que consigue abrirte los ojos de la forma más inusitada. Como aquel paseo con Trey la tarde anterior. Había conseguido que desnudase mi alma, que me diese cuenta de lo que faltaba en mi vida y de quién quería ser.
Él no imaginó lo importante que fue ese momento para mí. Lo mucho que me salvó de mí misma, de la esperanza que me hizo sentir.
—Debe de ser un pensamiento muy bueno por cómo sonríes.
Lo miré de reojo.
—Lo es. —Me sujeté a la baranda para no perder el equilibrio. Las olas en esa parte del golfo eran más fuertes—. ¿Crees en el destino?
Me ofreció una chocolatina que había comprado en Pequeño Príncipe antes de zarpar. Le quité el envoltorio y le di un mordisco. Él hizo otro tanto y se comió la mitad de un solo bocado.
—No creo que el destino esté detrás de todo. Que cada paso de nuestra vida esté predestinado. —Ladeó la cabeza para mirarme—. Significaría que no tenemos la posibilidad de elegir y no me gusta la idea de no poder controlar mi propia vida.
Sonreí hasta que me temblaron las mejillas. Éramos distintos en muchas cosas y al mismo tiempo tan parecidos.
—Pues yo sí creo en el destino. Y también en las casualidades y en los accidentes afortunados.
—¿Accidentes afortunados? ¿Qué significa eso?
—Los accidentes afortunados son esas cosas que nos ocurren, que a priori pueden parecer malas, pero que después te acaban conduciendo a algo bueno. No sé, como que se te estropee el coche en medio de la autopista y que del único vehículo que se detiene a ayudarte baje Chris Pratt.
Arqueó una ceja. No parecía muy convencido.
—¿Cuántas probabilidades hay de que algo así ocurra? ¿Una entre millones?
—Pero existe una. El destino y la esperanza suelen ir de la mano.
Su ceja se elevó un poco más.
—Creo que tú llamas casualidad o accidente afortunado a una serie de circunstancias que dependen de la persona y de su entorno. Nada más. No hay un genio que cumpla deseos. Ni un universo trazando un plan para nosotros ni planetas alineándose para propiciar una señal cósmica que nos diga lo que debemos hacer. —Se dio la vuelta y apoyó la cadera en la baranda, de espaldas al océano—. Lo que tú llamas destino, somos nosotros y las decisiones que tomamos. Si tu coche te deja tirada en una autopista, el único accidente afortunado será que aparezca la grúa.
Me eché a reír.
—Pues a mí me gusta la utopía del destino. Y también pensar que es como uno de esos libros de «Elige el final» y, dependiendo de tus decisiones, la historia acabará de una manera o de otra.
—Esa idea plantea la posibilidad de que no hay un destino, sino varios para cada persona.
—¡Sí! —Lo entendía. O al menos me entendía a mí.
Me dedicó una sonrisa torcida y se inclinó sobre mí hasta que sus ojos quedaron a la altura de los míos. No me aparté. Me quedé atrapada en ellos. Por cómo me miraban. Por todo su ser. Porque me encantaba él y su actitud. La persona que se escondía bajo la piel. Su forma de ver las cosas. Porque podíamos hablar de cualquier cosa solo por placer, sin miedo al silencio.
—¿Crees que fue el destino el que nos hizo coincidir en la isla? —me preguntó.
—Me gusta pensar que sí.
Inspiró hondo, sin apartar sus ojos de los míos, y luego alzó una mano muy despacio hasta rozarme la mejilla con las puntas de los dedos.
—¿Sabes? Puede que yo también acabe creyendo en el destino.
Arribamos a Souris a última hora de la tarde. Descendimos del transbordador a bordo del todoterreno y poco después abandonamos la ciudad, dirigiéndonos hacia el oeste.
Tal y como había prometido, confié en Trey y me dejé llevar sin hacer preguntas.
El sol teñía el cielo de naranja y me dediqué a contemplarlo a través del parabrisas, disfrutando del atardecer que empezaba a oscurecerlo. El viento entraba por la ventanilla, despeinándome el cabello. Era fresco y olía a tierra húmeda. Cerré los ojos e inspiré hondo, y al abrirlos de nuevo me perdí en un paisaje de pastizales y mágicos bosques.
Las carreteras estaban prácticamente vacías. La isla no tenía grandes ciudades como otras provincias de Canadá, al contrario, el ambiente era bastante rural. Sencillo y encantador.
Pasamos parte del trayecto hablando de todo y de nada, con la música muy bajita sonando de fondo. Nickelback era uno de sus grupos favoritos, y también el mío, y esa tarde perdí casi todo mi miedo al ridículo, cantando a pleno pulmón sus canciones.
That trying not to love you, only went so far
Trying not to need you, was tearing me apart
Now I see the silver lining, of what we're fighting for
And if we just keep on trying, we could be much more
'Cause trying not to love you
Oh, yeah, trying not to love you
Only makes me love you more
Only makes me love you more
Descubrí que nuestro destino era Charlottetown mucho antes de llegar. Recordaba el camino que había recorrido días atrás, aunque no dije nada. Me gustaba la expresión traviesa que lucía la cara de Trey, convencido de que iba a sorprenderme.
Y lo logró.
Estacionamos el coche junto al centro de información turística y nos movimos a pie por la ciudad. Paseamos por las calles del centro como dos turistas más y cenamos en la terraza del Water Prince. Pedimos pasteles de pescado caseros y almejas fritas. Después nos dirigimos a Queen Street, a la famosa heladería Cows. Probé el helado de manzana crujiente y él prefirió uno de nueces y sirope de arce. Acabamos la noche en un bar de copas al aire libre con música en vivo.
—¿Otro? —me propuso Trey tras apurar el segundo chupito.
Me ardía la garganta y asentí con la cabeza, incapaz de lograr que mis cuerdas vocales funcionaran.
Vi cómo se abría paso entre la multitud de camino a la barra. Era mucho más alto que la mayoría de los allí presentes y era difícil que pasara desapercibido; más bien al contrario. Sobre todo para las mujeres con las que se cruzaba. Una de ellas intentó llamar su atención y puse los ojos en blanco. Me negué a admitir que me molestaba. Sin embargo, él no se percató de su presencia. No parecía darse cuenta del interés que despertaba, o, por lo menos, actuaba como si toda aquella atención no le importara.
Otra prueba de que ya no era ese chico que yo había conocido.
Ahora era alguien muy distinto. Ahora era...
Era...
Era tormenta. El fuego que arde en una chimenea. Las gotas de lluvia que resbalan por la ventana. Arena arrastrada por el viento. Vino dulce. Chocolate derritiéndose en la lengua. La luz del sol. Palabras en el porche. El sabor de un beso. El sonido grave de una risa. El tacto de unos dedos sobre la piel. Era música y silencio. Era aire. Los latidos de un corazón.
El alcohol nunca me había sentado demasiado bien.
Entrada la madrugada, regresamos al coche y Trey condujo hasta el Fitzroy Hall, un bonito bed and breakfast donde había reservado dos habitaciones.
Mientras me metía en la cama, pensé en lo perfecta que había sido la noche. Descubrí que estar viva era mucho más que respirar. Era hablar, reír, escuchar, oler y saborear. Sentir a través de la piel. Con el corazón. El cosquilleo de las nuevas experiencias. Caminar entre turistas y creerte una persona distinta.
A la mañana siguiente, nos despertamos un poco tarde. Desayunamos, recogimos nuestras cosas y fuimos en busca del coche. La curiosidad hacía que las preguntas me bailaran en la punta de la lengua y contenerme me costaba un poco más.
—¿Lista? —me preguntó.
Asentí con un cosquilleo en la tripa.
Contemplé la ciudad que dejábamos atrás mientras avanzábamos por la carretera. El cielo estaba completamente despejado y el sol calentaba mi piel a través del parabrisas. Es curioso cómo cambian las cosas a veces. Sin embargo, hay otras que nunca lo hacen. Yo continuaba sintiéndolo todo con demasiada intensidad. Lo bueno y lo malo. Me sumergía en mis emociones como si fuesen una piscina llena de agua, en la que caía y caía hasta alcanzar el fondo, donde permanecía sentada aguantando la respiración. Unas veces tardaba unos pocos minutos en apaciguarlas y volver a emerger. Otras podían atraparme durante días.
En ese momento, un pensamiento retumbó en mi mente como un trueno estival y noté que empezaba a hundirme en esa piscina. Directa e indirectamente, mi decisión iba a tener consecuencias, habría reacciones que aún no estaba preparada para afrontar.
—Estás muy callada. —Volví la cabeza hacia él e hice un gesto afirmativo. Me dedicó una sonrisa—. Un dólar por tus pensamientos.
—¿Qué tal cinco? —bromeé.
—Hecho. Cuéntame qué hay dentro de esa cabeza.
Dejé escapar un suspiro. Me quité las sandalias, subí los pies al asiento y me abracé las rodillas.
—Es que no dejo de pensar que estoy a punto de convertirme en la propietaria de una pequeña librería independiente con la que apenas podré pagar las facturas, en lugar de intentar ser alguien.
—Ya eres alguien. Y no solo serás la adorable dueña de una bonita librería, también vas a ser escritora profesional, y algún día, cuando seas famosa y millones de personas compren tus libros, te darás cuenta de que hiciste lo correcto.
Me ruboricé por su inexplicable fe en mí.
—Eso espero, porque mi padre va a desheredarme. Me desterrará para siempre y hará que me quiten su apellido.
Trey me miró atento, y vi que intentaba decidir si hablaba en serio o no.
—¿Crees que no va a apoyarte?
—No lo hará.
—Puede que al principio le cueste aceptarlo. Es un gran cambio. Pero cuando te vea feliz...
Aparté la mirada y la clavé en el paisaje. Negué repetidamente.
—No, Trey. La relación que tengo con mi padre es muy complicada. No suele estar de acuerdo con las cosas que hago y cómo las hago.
—¿Por qué?
Me encogí de hombros y me mordisqueé un pellejito seco que tenía en el labio.
—No lo sé —susurré. Noté su mano sobre la mía, envolviéndola entre mis piernas desnudas, y dejé que lo hiciera pese a que el gesto era muy íntimo—. Siempre que he intentado tomar las riendas de mi vida, nunca lo he conseguido. No sabía cómo hacerlo. O quizá sí, pero no era capaz de pensar solo en lo que yo quería o necesitaba, sino en lo que él pensaría. Esa es la verdad. Y pensar en él no me ayudaba, porque a mi padre nada que tenga que ver conmigo le parece bien. Es difícil contentarlo. Yo no lo he conseguido, y dudo que algún día lo logre mientras me siga tratando como si fuese su mayor error.
—No lo sabía. Tus hermanos nunca han mencionado nada de eso.
Forcé una sonrisa y me volví hacia él. Era la primera vez que me expresaba de forma tan sincera con alguien sobre este tema.
—Para ellos es distinto, ¿sabes? Quiero mucho a mis hermanos, pero no puedo evitar sentir envidia y odiarles un poquito cuando les veo llevarse bien con él. Tienen su aprobación, su afecto, algo que yo nunca he tenido. Habría hecho cualquier cosa por conectar con mi padre aunque solo fuese una vez. Cualquier cosa. Pero ya no, estoy muy cansada.
—Lo siento mucho, Harper. No tenía ni idea de que las cosas fuesen de ese modo.
—¡No pasa nada, estoy bien! —Traté de mostrar más entusiasmo del que sentía—. Llevo años viviendo con el plan B cuando ni siquiera he intentado el A, y eso se acabó. Quiero hacer lo que siempre he soñado: escribir. Escribir como si cada página pudiera ser la última antes de morir.
No respondió, porque yo no necesitaba que dijera nada, y que lo supiera hizo que mi corazón latiera mucho más rápido. Redujo la velocidad y acabó deteniéndose en el arcén con el motor encendido. Nos quedamos mirándonos durante una eternidad, y yo sentí que me olvidaba del mundo entero.
El hombre que había irrumpido en mi vida como un huracán y me hizo creer en mis sueños se inclinó poco a poco sobre mí hasta estar tan cerca que el aire que escapaba de su boca tentaba a la mía.
Sus labios rozaron los míos, casi sin tocarlos.
Cerré los ojos por puro instinto y esperé.
Volví a sentirlo, pero esta vez no fue solo un roce. Sus labios presionaron los míos mientras acogía mi rostro entre sus manos. Fue dulce y delicado, tierno y al mismo tiempo devastador.
Me rendí a ese beso y lo devolví. Temblé por dentro. Jamás había sentido tanta intimidad con otra persona. Ni siquiera cuando estuvimos juntos esa primera vez. No sabía que podía ser así. Y cuando su lengua rozó la mía, mi corazón empezó a girar como una noria y supe que nunca más querría besar a otro chico como lo estaba besando a él.
Un pensamiento saltó de mi mente y cobró vida: seguía queriéndole, y darme cuenta me asustó.
Me aparté entre jadeos y tuve que hacer acopio de todas mis fuerzas para no abalanzarme sobre él y volver a besarle.
—Creo que esto ha sido un error —musité, con la respiración todavía agitada.
Él sonrió como si supiera un secreto que yo ignoraba y deslizó el dorso de su mano por mi mejilla.
—Me encantan las cosas tan bonitas que me dices —comentó, dándome un besito mucho más casto. Sonreí como una tonta, no pude evitarlo—. Ahora cierra los ojos y prométeme que no vas a abrirlos hasta que yo te diga. Estamos a punto de llegar a un sitio y quiero que sea una sorpresa.