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Afrontar un encuentro inesperado

Durante las dos horas siguientes, esas campanillas no dejaron de sonar con las idas y venidas de los clientes habituales y los que entraban a echar un vistazo animados por las ofertas. Sobre una mesita auxiliar junto a la puerta, siempre había una pila de tarjetas de visita con el nombre de la librería escrito con tinta dorada. Repuse las que faltaban y las ordené en montoncitos iguales, junto a los puntos de libros que solían regalar las editoriales.

Después quité el polvo de las recias estanterías de nogal que llegaban hasta el techo. Había cientos de libros en aquel espacio, puede que miles. Los había de todos los tamaños y colores. Ediciones lujosas con hermosas ilustraciones y grabados en las tapas, ediciones de bolsillo, clásicos y novedades. Oscar Wilde se codeaba con Paul Auster en el último estante. A su lado, Dickens descansaba entre Jane Austen y Charlotte Brontë. Dan Brown, James Dashner, Danielle Paige... Mi abuela siempre había tenido un sentido del orden muy peculiar.

Me pasé la mano por la frente, un leve dolor de cabeza me molestaba desde hacía un rato y mi mente cansada necesitaba despertarse.

—¿Te apetece un café? —le pregunté a Frances.

Asintió con una sonrisa mientras ayudaba a un señor mayor a elegir un libro sobre submarinos para su nieto.

Cogí mi bolso y salí a la calle. Como era habitual, el verano en Montreal venía plagado de ruido y movimiento. De olores que me transportaban a momentos especiales. Personas que parecían estar allí desde siempre. Como Beth, famosa por su pastel de menta y sus brownies de chocolate, que desaparecían de las vitrinas de su pastelería en cuanto subía la persiana cada mañana. O Percy, un músico callejero que tocaba la trompeta en la misma esquina desde que mi mente podía recordar. Los saludé al pasar e intercambié un par de frases corteses con Meg, la florista.

Nuestra librería se encontraba en la avenida Mont Royal, en el barrio Le Plateau. Ese distrito domina el centro de Montreal y es el hogar de estudiantes, artistas y bohemios. Cuando vivía en la ciudad, me encantaba recorrer sus calles estrechas bordeadas de árboles, con bonitas y coloridas casas victorianas y escaleras de caracol al aire libre. Me fascinaba la mezcla única y multicultural de sus tiendas y restaurantes.

Caminé sin prisa en dirección a Saint Denis. El sol se filtraba a través de una fina capa de nubes blancas, que comenzaban a oscurecerse en el horizonte. Miré al cielo con una súplica silenciosa. La boda iba a celebrarse en el inmenso jardín de la casa que mi padre poseía en Léry. La lluvia podía echarlo todo a perder y Hayley no se merecía ese disgusto. Llevaba meses planeando la boda perfecta.

Giré a la derecha y continué caminando por la acera. El café Myriade, mi destino, se encontraba en la siguiente esquina.

Estaba a rebosar de gente. En la terraza no cabía un alfiler y en el interior los clientes hacían cola frente al mostrador. Estuve a punto de dar media vuelta y buscar otro lugar, pero había hecho todo el camino fantaseando con sus bollos de queso cheddar y arándanos rojos, y me resistía a marcharme sin ellos y su maravilloso cafe latte.

Mi adicción a la cafeína era una de las pequeñas cosas que le daban sentido a mi vida.

Me coloqué en la fila y aproveché el tiempo para revisar el correo en mi teléfono. Tenía varios mensajes de Ryan Radcliffe, el editor que supervisaba mis prácticas. Quería saber si había terminado de repasar el último manuscrito que me había enviado. Resoplé y me llevé la mano a la cara, sintiéndome muy culpable. Añadí una nota de voz para recordar que debía descargarlo e imprimirlo, y me pondría con él en cuanto pasara la boda de mi hermana.

Se apoderó de mí la inquietud. Empecé a cuestionarme si el hecho de pensar en el trabajo de ese modo era una señal inequívoca de que, en el fondo, quería continuar con mi vida como hasta ahora. E inmediatamente pensé todo lo contrario, si el no haberle echado ni un solo vistazo a ese manuscrito quería decir que, quizá, no me interesaba tanto como creía. O puede que, como mi abuela acababa de morir, me importara un cuerno el resto del universo.

—Perdona, te decía si vas pedir alguna cosa.

Levanté la vista y le sonreí al camarero con una disculpa.

—Dos cafe latte y un bollo con cheddar y arándanos rojos, por favor.

Observé distraída a la gente que ocupaba las mesas y me fijé en un niño de pocos años que comía una magdalena con las manos a la espalda, fingiendo ser un pajarito que picoteaba en el plato. Sonreí al ver la desesperación de su madre.

Escenas así despertaban mi imaginación. Una bruja malvada, un niño convertido en un pequeño pájaro y una moraleja que contar... Otra idea más que sumar a la larga lista que ya tenía y que, probablemente, nunca escribiría.

—¿Harper?

Podría decir que en ese segundo eterno que mi nombre vibró en el aire, el mundo entero se ralentizó hasta detenerse por completo. Pero, por muy bonito y metafórico que pueda sonar, no fue lo que pasó.

Durante ese segundo eterno que mi nombre vibró en el aire, el mundo entero fue engullido por todos los desastres naturales que pude imaginar.

Porque eso era Trey Holt para mí, un terremoto, un huracán, un volcán escupiendo lava, la tormenta perfecta a la que jamás pude sobrevivir. Tiempo atrás me hundió como si fuese una frágil balsa de madera en medio de un mar revuelto y me dejó a la deriva convertida en un millón de astillas.

—¿Harper?

Creía haber pasado página. Sin embargo, cuatro años después de oírla por última vez, la había reconocido con solo una palabra. Así de profunda era la huella que su voz había dejado en mí.

Me volví con el corazón golpeándome el pecho con brusquedad. No supe cómo aguanté el equilibrio y permanecí de pie mientras alzaba la vista y me encontraba con sus bonitos ojos sobre mí.

—¡Eres tú! No estaba seguro, pero... ¡Dios, eres tú!

Lo miré fijamente, esforzándome por situarlo y convencerme de que realmente estaba allí, frente a mí. Después de mucho, mucho tiempo.

Dio un paso atrás para observarme de arriba abajo; y lo que vio debió de gustarle, porque su sonrisa se hizo más amplia y unas arruguitas enmarcaron su mirada. Se inclinó y me dio un abrazo que me pilló por sorpresa.

—Me alegro de verte, Calabaza.

Mi estómago se encogió al oír ese apelativo cariñoso que me habían puesto cuando era una niña. También fui tan estúpida como para cerrar los ojos cuando sentí ese aroma suyo, tan personal, enredándose en mi nariz.

Di un paso atrás en cuanto él me soltó.

—Hola, Trey —respondí con la boca pastosa.

Sonrió. Yo no pude devolverle el gesto. Lo odiaba por haberme roto el corazón y tirar mi autoestima por los suelos. Lo odiaba. Y en aquel momento tuve que recordarme la forma en la que me hizo daño para poder escapar de la telaraña que era su sonrisa traviesa e insolente, en la que acababa de quedar atrapada como un insecto.

Bajó la vista un momento y su expresión cambió. Me miró de nuevo, mucho más serio, y enfundó las manos en los bolsillos traseros de sus tejanos oscuros.

—Harper, siento mucho la muerte de Sophia, y lamento no haber podido asistir al funeral. Cuando Hoyt me dio la noticia, me encontraba fuera del país y no hallé la forma de regresar a tiempo.

Se me escapó una sonrisa sarcástica.

—Tranquilo, ni siquiera noté tu ausencia. Además, fue un acto muy íntimo, solo para la familia.

Me ardieron las mejillas al contestarle de ese modo, porque yo no soy así, borde e impertinente. Pero con él... Con él afloraba una parte de mí muy desagradable.

Intenté aparentar una absoluta indiferencia.

Trey frunció el ceño y su gesto se tensó, como si no entendiese mi actitud. Siempre se le había dado bien fingir que era un buen chico.

—Sí, por supuesto, la familia. —Guardó silencio, allí plantado, sin dejar de mirarme. El aire a nuestro alrededor se volvió tan denso que comencé a sentir claustrofobia. Entonces añadió—: Pero los Weston sois como mi familia y me habría gustado acompañaros en un momento tan difícil.

Solté un leve suspiro. Verle dolía como una herida reciente. Sus actos del pasado habían marcado una parte muy importante de mí y de mi futuro, y él se comportaba con una inocencia que no encajaba en aquel encuentro. Era culpable de haberme roto el corazón. Había hundido las manos en mi pecho y lo había aplastado sin pestañear.

—Seguro que Hoyt y Hayley habrían agradecido tu apoyo.

Me escrutó unos segundos y se humedeció los labios con la lengua.

—Ellos... Sí, claro.

Le sostuve la mirada. Sus ojos eran tal y como los recordaba. Una mezcla de verde y marrón, seductores. Pestañas gruesas y negras. Cejas marcadas. Mandíbula angulosa. Labios bonitos, el inferior algo más carnoso que el superior. Llevaba el pelo más largo que la última vez que lo había visto, lo cual le daba un aspecto más maduro.

Seguía siendo el hombre más guapo que había conocido en mi vida.

Se pasó la mano por la nuca y sonrió como si apartara de su mente un pensamiento triste. Me señaló con un leve gesto.

—¡Estás genial! Has... crecido. Dios, ¿cuánto hace que no nos veíamos?

«No lo suficiente.»

—Cuatro años. Tenía dieciocho, entonces. Acababa de entrar en la universidad y tú te marchabas a Estados Unidos.

—Sí, es cierto. Joder, cuatro años ya.

—Sí, cuatro.

—Estás muy guapa. Llevas... llevas el pelo mucho más largo. Te queda bien.

—Gracias, tú estás igual.

Contuvo el aliento al recorrer mi cara, como si repasase su contorno. Levantó una ceja y su boca se curvó de nuevo con una sonrisa.

—Bueno, cuéntame, ¿ha sido una coincidencia o sueles venir a este sitio?

—Suelo venir cuando estoy en la ciudad. La librería de mi abuela se encuentra muy cerca de aquí.

—Sí, es verdad, junto a esa tienda de cómics y vinilos de segunda mano. ¡Hace un siglo que no voy por allí y me encanta esa zona!

Miré por encima del hombro. ¿Dónde demonios estaba el camarero con mis cafés? Necesitaba salir de allí. La sensación de ahogo no dejaba de crecer en mi interior. Tragué saliva, nerviosa, con las palpitaciones de mi corazón resonándome dentro de la cabeza, caóticas.

—Hoyt me contó que te has licenciado y que trabajas en una editorial.

—No es un trabajo, aún. Un trabajo normal con sueldo, seguro médico y esas cosas, quiero decir —aclaré sin mucha paciencia—. De momento, solo son unas prácticas.

—Bueno, suena genial, y seguro que acaban contratándote. Hoyt dice que eres muy buena en lo que haces.

—Parece que Hoyt dice demasiadas cosas. —La frustración era patente en mi voz.

—De vez en cuando le pregunto cómo te va —declaró cohibido—. También me contó que pensabas hacer un máster. Así que supongo que pronto regresarás a Toronto.

—Es lo más probable.

Aparté la mirada de él, incapaz de sostenérsela. Pero mis ojos volvían a buscarle, atraídos por esa sonrisa perfecta que tantas veces dibujé en mi mente. ¿Solía preguntarle a Hoyt cómo me iba? ¿Por qué iba a hacer algo así? Nunca le importé. Se deshizo de mí con la misma facilidad que se tira una colilla al suelo.

—Me parece admirable que quieras hacerlo.

—Gracias.

—Yo me gradué en el MIT el año pasado, por fin.

—Ya eres arquitecto. Lo que siempre has querido.

—Sí. Ahora es cuando viene la parte difícil: trabajar. De momento he regresado a Montreal y trabajo en mis propias ideas.

Exploté.

—Trey, ¿qué te hace pensar que a estas alturas me interesa tu vida? Ni siquiera entiendo por qué te has acercado a hablar conmigo.

Me miró con tal desconcierto en el semblante que por unos instantes me arrepentí de lo que había dicho. Respiré. Respiré más fuerte, recordando aquella mañana de noviembre y las últimas palabras que salieron de su boca. Duras, frías y punzantes. El dolor regresó y entumeció mi cuerpo. Cuatro años después era incapaz de enfrentarme a lo que había pasado entre nosotros, más bien a lo que había pasado después «de» entre nosotros.

Era demasiado humillante.

No podía quedarme allí más tiempo.

—Perdona, debo marcharme.

Pasé por su lado y salí a la calle sin detenerme. Dijo algo más, pero lo ignoré y me alejé de allí. Mis pasos me llevaron de vuelta a la librería, mientras mi cabeza seguía dentro de la cafetería, con Trey. Verle de nuevo me había alterado más de lo previsto.

Un millón de veces había imaginado un encuentro entre nosotros, de distintas formas y en diferentes momentos. En todos ellos yo parecía adulta, interesante y maravillosa, y con una vida que cualquiera habría envidiado. Me volvía y allí estaba él, mirándome con arrepentimiento en los ojos. Contemplando lo que podría haber tenido si no hubiese sido tan idiota. Pero no tuve suerte ni en eso. Trey tenía mejor aspecto que nunca y yo...

Yo...

Vi mi reflejo en un escaparate y quise morirme. Mi pelo estaba enmarañado y el poco maquillaje que me había puesto esa mañana se había diluido con las lágrimas que no podía controlar cada vez que pensaba en mi abuela.

Trey. Maldito Trey.

Fue mi amor platónico durante mucho tiempo. Al principio de un modo infantil, inocente, porque era demasiado pequeña para entender lo que de verdad representaba amar y desear a otra persona. Después, con el tiempo, tomé conciencia del significado real de esas palabras, de que toda tu felicidad dependa de una sonrisa y que tu mundo se pare por una mirada.

Siempre había sentido algo muy intenso por él. Al menos, esa es la sensación que tengo.

La primera vez que lo vi, yo tenía doce años. Él dieciséis y acababa de mudarse a Montreal con su padre. El primer día de instituto, nada más conocerse, Hoyt y él se liaron a puñetazos en clase de gimnasia. Ambos acabaron en la enfermería y castigados a escribir juntos un trabajo sobre la violencia y sus consecuencias. El mismo día del incidente, Trey vino a casa para cumplir con su parte del castigo.

Yo me encontraba en el suelo de mi habitación, haciendo los deberes con la puerta entreabierta, cuando lo vi cruzar el pasillo. Pese al ojo morado y un labio hinchado, me pareció el chico más guapo que había visto nunca. Entonces me miró, y una sonrisa leve y fugaz se extendió por su cara provocándome un cosquilleo en el estómago. Me cautivó.

Después de aquello, Hoyt y Trey se convirtieron en los mejores amigos, junto con Scott, que por aquel entonces ya era novio de mi hermana Hayley. Los cuatro se hicieron inseparables. Pasaban tardes enteras en casa, viendo películas y hablando de sus cosas. Yo les observaba como si fueran lo más fascinante del mundo y soñaba con ser como ellos. Con pertenecer algún día a su universo.

Los dos años siguientes, Trey fue una constante de sufrimiento y felicidad en mi vida. Sufría cuando lo veía salir con otras chicas y me hacía feliz cuando se fijaba en mí, aunque él solo me viese como la hermana pequeña de su mejor amigo.

El verano que cumplí los catorce, ellos cuatro se trasladaron a Vancouver para estudiar en la universidad.

Creía que la distancia me ayudaría a deshacerme de mis sentimientos, pero no fue así. Y continué enamorada de él en secreto otros cuatro años, oyendo rumores, historias de cómo pasaba de una cama a otra y de una chica a otra; viéndolo por mí misma cuando venía de visita o regresaba por vacaciones. Usaba sus encantos como un arma, sin importarle a quién rompía el corazón ni destrozaba la vida. Incluso entonces, mientras fui testigo de cómo era él en realidad, me sentía incapaz de odiarle. Odiarle de verdad.

En el fondo quería ser la chica que desaparecía con él cada noche, en lugar de ser la que se quedaba viendo cómo se iba.

Hasta que un día logró que lo hiciera. Odiarle de verdad.

—¿Y el café? —me preguntó Frances.

—¿Qué?

Me había perdido de tal modo en mis pensamientos que no me di cuenta de que había llegado a la librería.

—Creía que ibas a comprar café.

—¡Sí! Bueno, es que había mucha gente y hacía calor. Además, es casi la hora del almuerzo. Perderíamos el apetito y me apetece mucho más uno de los deliciosos sándwiches de Schwartz’s. ¿A ti no?

—Solo son las once —me hizo notar con suspicacia.

Dejé mi bolso en el perchero, junto a la ventana, y le dediqué una sonrisa.

—Podemos adelantar la hora de la comida. ¡Hagamos una locura! —exclamé con una gran sonrisa.

Se echó a reír y el timbre de su risa hizo que me sintiera mejor.

La puerta se abrió a mi espalda, acompañada del sonido habitual de las campanillas. Me volví y allí estaba Trey, sosteniendo una bolsa de papel. El olor a café se enredó en mi nariz.

—Te has dejado esto.

Me sorprendió tanto que me hubiera seguido que no fui capaz de abrir la boca. Se hizo el silencio. Trey me miraba y yo lo miraba a él. Ocupaba toda la habitación con su mera presencia. Siempre había tenido esa cualidad, la de destacar en cualquier parte aunque estuviera rodeado de una multitud.

Frances carraspeó y salió de detrás del mostrador con el ceño fruncido. Me lanzó una mirada inquisitiva y fue al encuentro de Trey con una sonrisa. «Traidora», pero no podía reprochárselo porque nunca le había contado esa historia. Ni a ella ni a nadie.

—Hola, yo cogeré eso. Gracias.

—De nada —respondió él.

—Nos conocemos, ¿verdad? Tu cara me suena mucho.

—Sí. Venía por aquí con Hoyt. Pero hace mucho de eso. Éramos unos críos.

—¡Sí! Ahora te recuerdo. Te llamas Trey, eras el mejor amigo de Hoyt.

—Creo que aún lo soy —respondió con timidez.

Frances asintió con una sonrisa y me miró de reojo.

—Le gustabas a Sophia. Siempre me decía: «¿Ves a ese chico? Un día se sentirá orgulloso de ser quien es y desaparecerá ese ceño fruncido de su cara. Con lo guapo que es».

—¿En serio? ¿Por qué decía eso?

—Chico, ¿tú te has mirado en un espejo?

Trey se mordió el labio para no sonreír de forma descarada y ese gesto me desarmó. Estaba bajando la guardia y me recompuse.

—Me refiero a lo de sentirme orgulloso.

—¿Quién sabe? Sophia parecía apreciar cosas en la gente que los demás no podíamos ver. ¿Te sientes orgulloso de ser quien eres?

Frances siempre tan directa, sin filtros. Trey parpadeó y se encogió de hombros. Su expresión cambió de forma sutil mientras reflexionaba.

—Sí.

Le creí.

—¿Y antes no?

—No.

De nuevo le creí, y no pude evitar mirarle de un modo distinto porque, por un instante, tuve la sensación de que el chico que yo conocía no estaba allí, solo se le parecía.

—Ahí lo tienes. Vio algo en ti. ¿Por qué? No lo sé, quizá era otro don entre los muchos que tenía —susurró Frances emocionada—. También vio algo en mí y tampoco se equivocó.

Trey debió de darse cuenta de que la relación entre ella y mi abuela había sido muy especial, porque se acercó y le dio un apretón suave en el hombro.

—Lo siento mucho. Siempre fue muy buena conmigo.

Frances se enjugó una lágrima solitaria de su mejilla y asintió. Después dio media vuelta y nos dejó solos, llevándose el café consigo.

Él se quedó callado, y yo también. Me miró en silencio. Su rostro era un lienzo blanco desprovisto de emociones, al menos, a simple vista, pero cambió cuando me dirigió una dura mirada de reproche.

—¿A qué ha venido lo de antes? ¿Qué problema tienes conmigo?

¿Me había seguido hasta allí para preguntarme aquello? Alcé la barbilla, desafiante, pero por dentro empecé a sentirme rara y cohibida, como si empequeñeciera frente a él. Sus ojos me taladraron, esperando con cautela a que dijera algo.

—¿Que qué problema tengo contigo? Sabes cuál es la respuesta.

Trey enarcó una ceja. Su mirada no dio muestras de llegar a una conclusión.

—¿La sé? ¿Y qué se supone que sé?

Cerré los ojos, y también la boca. Sus preguntas eran una burla aún mayor que su presencia. Sabía tan bien como yo cuál era el problema, y que estuviera allí parado frente a mí, fingiendo una inocencia que no le pegaba nada, me hacía daño y desenterraba sentimientos que había ocultado en rincones muy profundos.

Me tragué la frustración que sentía y me dirigí a la puerta. La abrí y permanecí quieta, sosteniéndola, casi de puntillas para parecer más alta, más digna, más... todo. Y el intento en sí ya era un esfuerzo absurdo y patético porque Trey me sacaba dos palmos, a lo alto y a lo ancho, y su aspecto era el de un hombre mientras que yo seguía pareciendo una niña. ¡Dios, si aún me pedían el carnet cuando entraba en un bar!

Él apretó la mandíbula ante mi invitación a largarse por donde había venido. Me miró con los ojos entornados, gélidos y furiosos. Durante una milésima de segundo su boca se curvó con un asomo de sonrisa y en ella encontré al Trey que yo conocía, orgulloso, sarcástico y egocéntrico. Justo el tipo de chico al que jamás me acercaría, pero del que me enamoré mucho antes de descubrir cómo era.

Pasó por mi lado como un vendaval y desapareció.

Me quedé allí unos segundos, mirando el suelo, sintiendo cómo algo dentro de mí volvía a romperse. Empujé la puerta y me apoyé en ella mientras me cubría la cara con las manos.

Pensaba que lo tenía superado. Pensaba que, cuando llegara el momento, podría afrontar un encuentro inesperado.

¡Qué ilusa!