Quizá porque estaba allí y no en otro sitio.
Quizá porque ya era tarde para salir corriendo.
Quizá porque en el fondo tenía la esperanza de hallar la respuesta que necesitaba. Porque había oído un millón de veces que la vida es impredecible, que cambia cuando menos lo esperas, y deseaba creer que era algo bueno, cerré los ojos y dejé de huir de la mía.
No se puede escapar de lo que uno realmente es a menos que pretendas fingir ser otra persona.
Quizá llevaba demasiado tiempo fingiendo.
Abrí los ojos y contemplé el océano. Una suave y fresca brisa me acarició la piel y me trajo olor a algas. Podía sentir el sabor del agua salada en el aire, pegándose a mi lengua. Caminé hacia la orilla, abriendo mis sentidos al espacio que me rodeaba. En pocos segundos se inundaron con los colores, sonidos y aromas. Era como si mirara el mundo por primera vez y lo que veía me encantaba. Un rincón del planeta, aislado y salvaje.
Paseé durante un rato. La arena suave de la playa dio paso a unas dunas ondulantes, y estas a una pared escarpada de tierra roja como la sangre. La escalé hasta la cumbre y miré hacia abajo. Jadeé. Me encontraba en la cima de una larguísima playa de guijarros. Se extendía hasta el infinito y las olas la golpeaban, formando crestas de espuma.
Una ráfaga de aire me sacudió con fuerza y trastabillé hacia atrás. Al norte, la tarde parecía haber echado un manto gris sobre el cielo. La playa estaba desierta salvo por una casa, tan lejana que se veía diminuta, y un par de surfistas envueltos en neopreno. Bajé trotando por la pendiente hasta la orilla.
El agua burbujeante me lamió los pies. Estaba un poco fría, pero era una sensación maravillosa chapotear siguiendo su vaivén. Entre los guijarros, una piedra roja y brillante llamó mi atención. Me agaché para cogerla y la sostuve entre los dedos mientras destellaba con el sol. Parecía de cristal.
—Buen hallazgo. Es difícil encontrarlas tan grandes.
Un grito ahogado de sorpresa escapó de mi boca. Alcé la vista rápidamente hacia la voz. Una mujer me miraba sonriente. ¿De dónde había salido?
—Siento si te he asustado —se disculpó.
—No pasa nada. Es que no te he visto acercarte —respondí mientras me levantaba.
Lo primero en lo que me fijé de ella fue en su larga melena oscura hasta la cintura, a la que el sol arrancaba reflejos cobrizos. Tenía la piel ligeramente tostada y los ojos verde turquesa. Era muy guapa. Vestía una túnica blanca, amplia y vaporosa, que transparentaba las formas de su cuerpo. No supe calcular su edad. Poseía un rostro aniñado, atemporal, cosa que solo desmentían las pequeñas arrugas de expresión que lo enmarcaban.
«Etérea», esa palabra me vino a la cabeza mientras la miraba embobada.
Señaló con un gesto mi mano.
—¿Qué vas a hacer con ella? Es perfecta.
Miré el guijarro, sin entender a qué se refería.
—¿Qué se supone que debo hacer?
Alzó una ceja, sorprendida.
—Te he visto y he pensado que tú... ¿No sabes lo que es?
—¿Un canto? —tanteé.
Sus ojos, posados sobre mí, brillaban divertidos. Mi confusión crecía por momentos.
—Es una lágrima de sirena —respondió.
Abrí mucho los ojos y traté de mantener una expresión neutra. ¿Se refería a una con cola de pez, cuerpo de mujer y un cangrejo como mascota? A ver, soy una persona de mente abierta, y nunca se sabe. Creí en el hada de los dientes hasta los once años, y me avergüenza admitir que aún miro con anhelo una chimenea en Navidad. ¿Quién era yo para juzgar a los demás por lo que creen o dejan de creer?
—¿Una lágrima de sirena? Quieres decir... ¿una de verdad? —pregunté como si nada.
Se echó a reír y un sonido dulce y musical escapó de su garganta. Tenía un bonito acento francés, pero no como el de los canadienses de la zona este y las islas que hablaban el idioma; el suyo era mucho más suave.
—No, querida. La gente les da distintos nombres: lágrimas de sirena, cristal de mar... En realidad, solo son trozos de vidrio que el océano arrastra hasta la costa. Por cierto, me llamo Adele.
—Yo soy Harper, un placer.
—Encantada de conocerte, Harper. Nunca te había visto por aquí.
Su mirada era amable, pero también cauta.
—Es la primera vez que visito la isla. Llegué ayer, en el último ferry de la tarde. La... la casa amarilla que hay en Old-Bay es de mi hermana.
Asintió y noté cómo sus hombros se relajaban. Por algún motivo, mi respuesta le había quitado un peso de encima.
—Sí, la conozco. Es una casa preciosa. Mi amiga Molly era la antigua dueña. La heredó de sus padres y la convirtió en un bonito bed and breakfast, hasta que enfermó y tuvo que ponerla a la venta. La pobre Molly nos dejó hace poco.
—Lo siento mucho.
—Sí, fue un duro golpe para todos los que la conocíamos. Ella me enseñó a distinguir un canto de una lágrima de sirena.
Sonreí con las mejillas encendidas y bajé la mirada sin saber qué más decir. Ella continuó observándome con curiosidad, sin intención alguna de moverse.
—¿Y por qué los llaman así? —pregunté para acabar con el silencio.
—Por una leyenda...
Una fuerte ráfaga de viento nos sacudió, arrastrando arena. Parpadeé para evitar que me entrara en los ojos. La siguió otra más violenta y el agua nos lamió los pies hasta las pantorrillas. El oleaje penetraba con fuerza tierra adentro con un sonido ensordecedor. Nubes blancas y grises flotaban por el cielo, entrando y saliendo de mi vista. El tiempo era más desapacible por momentos.
—¿Te apetece tomar un té? Vivo en la casa azul que hay sobre el acantilado. Está muy cerca. Además, hace mucho que Sid y yo no recibimos visitas. Será agradable tener a alguien de fuera con quien hablar.
La invitación me sorprendió.
—¿Quién es Sid?
—Mi marido.
Pensé que no era buena idea. No conocía de nada a esa mujer ni a su marido. Cuántas historias comienzan con esa inocente invitación y acaban con una chica encadenada a un sótano. A veces, mi propia imaginación me daba miedo. Además, el viento cobraba fuerza y me parecía más sensato volver a casa antes de que empeorara y me resultara imposible regresar. A esa casa vacía y solitaria sin ninguna distracción.
Solo pensarlo me deprimía.
—Será un placer tomar el té con vosotros.
La casa de Adele era de un color azul brillante con pequeñas ventanas blancas y un tejado a dos aguas de pizarra oscura. Tenía dos plantas y una buhardilla. Desde fuera no aparentaba lo espaciosa y luminosa que era por dentro. La seguí hasta la cocina y me senté a la mesa mientras ella ponía una tetera a calentar en los fogones y sacaba dos tazas de una alacena con aspecto antiguo. Tomó de la encimera un tarro con pastas de mantequilla, después sirvió media docena en un plato.
Fuera se oían unos golpes rítmicos, como si alguien estuviese talando un árbol o cortando madera, alzándose insolentes por encima del bramido del viento. Dentro, un cadente tictac marcaba el tiempo con solemnidad. Me di cuenta de que Adele se sentía cómoda con aquellos largos silencios que ella misma provocaba, pero a mí me ponían nerviosa.
La presencia de otra persona desataba por mi parte una guerra al mutismo que ni yo misma entendía a veces, sobre todo cuando no tenía nada interesante que decir, y, aun así, mi boca no dejaba de emitir sonidos mientras mi mente pedía que cerrara el pico.
Estaba a punto de decirle lo bonita que era su casa, cuando ella empezó a hablar con una sonrisa misteriosa en los labios.
—Cuenta la leyenda, que las sirenas nacían con el poder de cambiar el curso de la naturaleza. Podían controlar los océanos y sus corrientes, los vientos, incluso provocar una tormenta. No obstante, Neptuno, dios del mar, se lo tenía prohibido. En una noche aciaga y oscura, se desató una terrible tempestad, y una goleta que surcaba el océano se encontró en medio del huracán. El capitán de la nave y sus leales marineros lucharon durante horas contra el viento y las olas para seguir a flote. El hombre se mantuvo firme al timón sin desfallecer ni un solo segundo pese a las velas rasgadas y los mástiles resquebrajados. Sin embargo, con un giro inesperado, un golpe de mar le hizo perder el equilibrio y cayó al océano enfurecido.
Hizo una pausa cuando la tetera comenzó a silbar. La apartó del fuego y sirvió el agua hirviendo en las tazas con sendas bolsitas de té. Se sentó frente a mí y se puso dos terrones de azúcar.
Prosiguió:
—Una sirena había estado observando al capitán en la distancia, maravillada por su fuerza y valentía. Nunca antes había visto un hombre tan intrépido y, sin apenas darse cuenta, se enamoró de él. Cuando lo vio luchando por no hundirse y salvar la vida, no pudo evitar romper la prohibición para protegerlo. Así que aplacó el viento, detuvo la lluvia y calmó las olas, y el capitán pudo regresar a salvo a su goleta.
Yo la escuchaba sin parpadear, completamente cautivada por el sonido de su voz y la historia. Una sensación extraña crecía dentro de mí, había algo en Adele que me resultaba familiar.
Ella continuó:
—Neptuno averiguó lo que la sirena había hecho. Airado, la desterró a las profundidades del océano, condenándola para siempre a no volver a la superficie. La sirena aceptó su castigo y se sumergió, lejos del capitán al que había entregado su corazón, y lloró sin descanso consumida por la tristeza y su alma rota. Desde ese día, sus lágrimas brillantes bañan las costas del océano como cristales, el recuerdo eterno de su amor.
Me quedé mirándola mientras ella removía su té con elegancia. Tenía una sonrisa genuina a la que era imposible resistirse y volví a sentir algo familiar en ella.
—Es una historia preciosa y, al mismo tiempo, tan... ¡triste!
—Me enfadé muchísimo la primera vez que la oí. Me parecía injusto el destino de esa sirena, el que no se rebelara y luchara. Después comprendí que hay ocasiones en las que el amor no tiene futuro, el sacrificio es inevitable y que esa es otra forma de amor. Creemos que amar con locura es suficiente para superarlo todo, y no es así. Hay obstáculos contra los que no se puede hacer nada por muy doloroso que nos resulte. La sirena y el capitán ni siquiera pertenecían al mismo mundo. No tenían futuro, ella lo sabía y, pese a todo, se sacrificó por él.
—Cuando ese hombre no sabía ni que ella existía y lo que había sacrificado por él —susurré. Suspiré tras beber un sorbito de té, aún dándole vueltas a la historia—. ¿Por qué las mujeres somos tan tontas? Nos enamoramos y nos volvemos idiotas. ¡Puf, adiós cerebro!
Adele me miró a través de sus pestañas, largas y negras.
—Percibo cierto rencor en esas palabras y me pareces muy joven para que hables de ese modo.
Me encogí de hombros.
—Pueden romperte el corazón a cualquier edad.
—Eso es verdad.
Los ojos de Adele permanecieron suspendidos en mi rostro, contemplándome con curiosidad y un sentimiento cálido. Me pregunté si vería lo mismo que yo cuando me detenía frente a un espejo. Mi interior como una cáscara de huevo llena de grietas, vacía, pero con el deseo de llenarla de algo más que carencias y necesidad. Temí que quisiese averiguar algo sobre mi corazón roto y me apresuré a cambiar de tema.
Puse sobre la mesa mi cristal.
—¿Qué es en realidad?
—Desechos de vidrio que el mar devuelve a la costa.
—¿En serio?
—¿Sabes? Antes de que se inventara el plástico, casi todos los enseres que se usaban en el día a día eran de vidrio: botellas, platos, vasos, jarras, lámparas... Muchas de estas cosas acababan en el mar. Sin contar los barcos antiguos que en algún momento naufragaron con cargamentos de alcohol que desaparecieron en el fondo del océano. Miles de botellas de cerveza, whisky, ginebra... Las corrientes marinas y la fuerza del oleaje, junto con la arena y las piedras, rompían estas piezas y las pulían. Uno como este... —señaló mi tesoro sobre la mesa— puede tardar treinta o cuarenta años en tener ese aspecto antes de que el mar lo devuelva a tierra. Algunos regresan siglos después.
—¡Es increíble!
—Sí, algunos son muy cotizados, dependiendo del color. Como el gris, el rosa o el... rojo. —Me dedicó una sonrisa cómplice—. Cada vez cuesta más encontrarlos. Son escasos en las playas porque quedan menos y los residuos que acaban en el mar ahora son de plástico.
—¿Y por qué los busca la gente?
—Los coleccionan. Pero, sobre todo, para fabricar joyas y objetos de decoración.
—Por eso me has preguntado qué pensaba hacer con él —dije, acariciándolo con las yemas de los dedos.
—Sí.
—¿Cómo sabes tanto sobre este tema?
Me guiñó un ojo y se puso de pie.
—Ven, quiero enseñarte una cosa.
La seguí por la casa hasta una puerta entreabierta en la segunda planta. Me quedé sin palabras en cuanto la crucé. Por todas partes había tarros llenos de cristal de mar de muchos colores. El centro de la habitación lo ocupaba una mesa cuadrada en la que vi herramientas, distintos pegamentos, hilos de metal, un pequeño yunque bajo una lupa y cajitas con compartimentos con más cristal organizado por tamaños. Una vidriera sin terminar reposaba sobre otra mesa, bajo una de las ventanas, junto a una vitrina en la que había distintas piezas de bisutería: anillos, colgantes, pulseras...
—¿Los haces tú? —pregunté sin dar crédito a lo que veía.
Ella sonrió con las mejillas encendidas y me di cuenta de que se sentía orgullosa de su trabajo. No era para menos. Cada objeto, cada pieza, era una obra de arte. Me acerqué a la mesa y vi una pulsera casi a punto de acabar. Los engarces de plata donde encajaban los cristales estaban hechos a medida con su forma. Ella misma fundía la plata y los moldeaba. Miré a Adele sin disimular mi admiración.
—¡Eres toda una artista!
Movió las manos, rechazando esa idea.
—Solo soy una artesana que disfruta con su trabajo. —Su cara se iluminó—. Él es el artista.
Di media vuelta y me encontré con un hombre cubierto de serrín y virutas de madera que me miraba con curiosidad. Debía de medir al menos un metro noventa y sus hombros ocupaban todo el umbral. Era enorme. Tenía el cabello negro, lacio y brillante, bajo una bandana anudada a la cabeza. Por sus rasgos, no tuve ninguna duda de que era un nativo.
—Cariño, te presento a Harper. Nos hemos encontrado en la playa y la he invitado a tomar una taza de té.
—Hola —saludé un poco cohibida.
—Es un placer conocerte. Soy Sid, el esposo de Adele.
Me ofreció su mano y yo la estreché.
—Sid es escultor. Talla la madera y crea maravillosas obras de arte —me explicó Adele.
Sid se echó a reír y, pese a su piel oscura, noté que se ruborizaba.
—Como puedes ver, de los dos, yo soy el modesto —bromeó.
Adele frunció el ceño a modo de reprimenda, pero solo fingía porque sus ojos brillaban llenos de amor. Durante unos segundos se enzarzaron en un divertido tira y afloja, que acabó zanjado con un beso que me obligó a apartar la mirada. Después, Sid se despidió con una sonrisa y desapareció para prepararse un café antes de regresar al trabajo.
—Adoro a ese hombre —suspiró Adele.
—Sois una pareja encantadora.
Ella hizo un gesto vago con la mano, quitándole importancia a mi comentario, y me comentó lo afortunada que se sentía a su lado. También lo difícil que le había resultado conquistarlo, algo que me costó creer, porque su personalidad era como un hechizo imposible de resistir. Sus anécdotas eran interesantes y divertidas, y yo la escuchaba encantada mientras curioseaba por la habitación.
Me acerqué a la pared, donde colgaban unas fotografías. En algunas reconocí a Sid, mucho más joven. No me había equivocado respecto a su origen, era un nativo, en concreto de la tribu de los mohawk por la bandera que enarbolaba en una de las instantáneas. Canadá había pertenecido a su nación y a otras muchas siglos antes de que ingleses y franceses la colonizaran. Ahora su cultura apenas subsistía en pequeñas reservas que unos pocos trataban de mantener vivas.
Seguí curioseando bajo la atenta mirada de Adele. Me detuve en seco frente a una fotografía en blanco y negro. La mire con atención y entorné los ojos, de nuevo con esa sensación de familiaridad que ella había despertado en mí, como si ya la conociera. Y entonces me acordé. Se me escapó un gemido de sorpresa. ¡Era ella! ¡Dios mío, la adolescente que posaba con un premio César era ella!
Tragué saliva con el corazón a mil por hora y me di la vuelta a punto de sufrir un infarto.
—¡Eres Adele Sauvage! —exclamé casi sin voz. Ella asintió con timidez—. De niña me encantaban tus películas. Las adoraba. ¡Te adoraba!
Me sonrió con gentileza, como si supiera exactamente cómo me sentía.
—Gracias.
—Vi tu primera película a los nueve años y te convertiste en mi actriz favorita. Compraba todas las revistas en las que salías.
—Eres muy amable.
—¡Oh, Dios mío, sé que me estoy comportando como una lunática, pero no puedo evitarlo! ¡Eres tú! —Agité las manos en el aire—. Lloré tanto con aquella película en la que te quedabas huérfana. Para mí significó mucho en ese momento de mi vida.
—Esa es mi favorita.
—¡Y la mía! ¡Te admiro tanto! ¡Dios mío, si hasta te escribí una carta! ¿La recibiste? Ay, seguro que no. Cómo se me ocurre... Te escribirían miles de personas. —Agaché la cabeza, avergonzada—. Por favor, haz que pare. Haz que mi boca pare de hablar. Te juro que soy una persona normal, yo no... ¡Es que eres tú! Cierra la bocaza, Harper.
Adele rompió a reír con ganas.
Me temblaban las piernas. En realidad, me temblaba todo el cuerpo. Se me escapó una carcajada nerviosa que traté de reprimir. No podía dejar de mirarla. Estaba en la misma habitación que el ídolo de mi infancia, en su casa, y había tomado el té con ella.
¡Madre mía!
Ella me observaba con una sonrisa paciente en los labios y, por momentos, me sentí un poco abochornada por mi reacción infantil. Inspiré hondo y fingí ser una persona adulta que no se moría por pedirle un autógrafo.
—Espero que no te moleste la pregunta, pero ¿por qué dejaste de hacer cine? Desapareciste por completo.
Se sentó en un taburete y soltó el aire de sus pulmones por la nariz. Me miró como si me evaluara y estuviera intentando decidir si me contestaba.
—Dejó de interesarme —respondió al fin. Me hizo un gesto para que me sentara a su lado. Casi corrí para ocupar la silla vacía—. Bueno, es más complicado que eso. Con una madre actriz y un padre director de cine, todo el mundo esperaba que yo siguiera sus pasos, y así fue. Al principio me gustaba actuar, disfrutaba con ello, pero con el tiempo dejó de hacerme feliz y se convirtió en algo mecánico que hacía sin pensar. Interpretaba los papeles, pero no había pasión, no sentía a los personajes, ¿entiendes? Y lo dejé. Esa no era la vida que yo quería, era la que querían los que me rodeaban. No era justo para mí.
—¿Y te apoyaron?
—Al principio no. No entendían cómo podía desear algo diferente a la maravillosa vida que compartíamos. También les preocupaba la prensa y lo que se publicaría sobre mí. Las especulaciones en ese mundo pueden llegar a ser muy dañinas. Todo se reduce al sensacionalismo y a cuántos periódicos se pueden vender, sin importar si lo que cuentan es cierto o no.
—Recuerdo algunos de esos titulares —susurré apenada.
—Se contaron auténticas barbaridades: accidentes de avión, clínicas de rehabilitación, embarazos... Me lo tomé con humor, no me quedó otra.
—¿Y cómo has acabado viviendo aquí?
Su expresión se suavizó.
—Algunas escenas de mi última película se rodaron aquí. Me enamoré del lugar, de la gente, y conocí a Sid. El hombre más maravilloso del mundo.
Me emocioné y la romántica que habitaba en mí comenzó a soñar.
—¿Fue amor a primera vista?
Me sonrió y un ligero rubor cubrió sus mejillas.
—Por mi parte sí. Jamás había visto un hombre tan impresionante como él.
—Y te quedaste para poder estar juntos. ¡Creo que me va a explotar el corazón!
Soltó una risita divertida y posó su mano sobre la mía. El gesto me sorprendió tanto que me estremecí. Adele lo notó y me dio un ligero apretón.
—Siento desilusionarte, pero no. En aquel momento no pasó nada entre nosotros. Yo sabía que era imposible. Acabó el rodaje y regresé a París. Volví a mi vida, a los estrenos, las promociones y las fiestas, pero me di cuenta de que ya no formaba parte de nada de aquello y no dejaba de pensar en cómo me había sentido aquí. Feliz, libre... Yo misma. Tres meses más tarde, regresé para quedarme.
—Es una historia preciosa.
—No lo es. Es mi vida —replicó contenta. Se puso de pie y dio unos cuantos pasos, como si no pudiera estar quieta durante demasiado tiempo. Me miró con atención—. ¿Y qué hay de ti? ¿Dónde está tu casa?
Me sobresalté cuando un postigo golpeó con fuerza la pared. El viento ululaba fuera con un silbido ensordecedor. Inspiré hondo mientras mi corazón volvía a recuperar su ritmo normal.
¿Qué me había preguntado? ¡Ah, sí!
—Vivo en un apartamento alquilado en Toronto, aunque soy de Montreal.
—Eso está un poco lejos de esta isla. ¿Has venido por vacaciones?
—No. Bueno, en cierto modo sí. Es una larga historia. —Resoplé con hastío. Mi vida me desesperaba y el tono de mi voz lo expresó sin ningún reparo.
Ella ladeó la cabeza y entornó los ojos.
—Me encantan las historias largas.
Le dediqué un atisbo de sonrisa y me encogí de hombros.
—La verdad es que este viaje ha sido algo improvisado. Ya debería estar en casa, retomando las prácticas y preparando el nuevo semestre. Pero mi abuela falleció hace unos días y siento como si el mundo a mi alrededor se hubiera detenido. Todo se está desmoronando. —Hice una pausa para tomar aire—. Ella fue la persona que me crio y...
La expresión risueña de Adele cambió de golpe. Vino a mi lado y se arrodilló frente a mí. Me cogió las manos.
—Lo siento muchísimo, Harper. Sé lo que duele la pérdida de un ser querido.
—La echo mucho de menos.
—Claro, querida. —Me acarició con sus dedos suaves la mejilla y me enjugó una lágrima—. Ven, sentémonos en el salón, estaremos más cómodas.
La seguí hasta un sofá amarillo que ocupaba el centro de la habitación principal, frente a una chimenea. Me senté junto a ella y guardé silencio. Siempre hacía lo mismo, acababa dando explicaciones que nadie me había pedido. Contando cosas personales que nadie me había preguntado. Me justificaba todo el tiempo y odiaba hacerlo. Esa necesidad de aprobación...
Lo sencillo, lo correcto, lo que te mantiene a salvo de juicios es el silencio, pero no había forma de aprenderlo.
—Siento haberte preguntado. No pretendía perturbarte.
Su voz dulce provocó en mí una sensación reconfortante. La miré de reojo y me aclaré la garganta.
—No, al contrario, estás siendo muy amable. No me conoces de nada y me has abierto tu casa. Además, yo te he interrogado primero. Lo justo es que te devuelva esa confianza.
—Solo si quieres, Harper. No te sientas obligada. Pero si lo necesitas, se me da bien escuchar.
Adele me miró con inquietud, parecía muy preocupada por mí, y yo le sonreí para tranquilizarla. Le conté a grandes rasgos la situación en la que me encontraba y ella me escuchó en silencio. A través de sus ojos sentí que me entendía, que con cada nuevo pensamiento que le confesaba ella me conocía un poco más.
—Debo tomar una decisión muy importante para mí y espero encontrar aquí la respuesta que necesito. Ese es el resumen.
Ella soltó el aire que había estado conteniendo y me miró durante otro nuevo silencio. Me llevé una mano al pecho, nerviosa. A lo lejos creí oír el retumbar de un trueno y, por momentos, la luz al otro lado de las ventanas perdió brillo.
—Yo también espero que encuentres esa respuesta, Harper. Ojalá pudiera darte un consejo que te ayude, pero soy alguien que se ha equivocado muchas veces antes de tomar la decisión correcta.
—¿Y cómo supiste que era la correcta?
—Porque me hacía feliz. Tan fácil como eso.
—Tengo miedo, Adele. Me asusta equivocarme.
—Oh, querida, todos tenemos miedo a equivocarnos. Yo aún lo siento, porque la decisión correcta no quiere decir que sea la mejor, la más acertada ni la más sensata, ¿entiendes? Solo la que en ese momento a ti te hace feliz. No es malo estar asustado. El miedo es un sentimiento natural que te mantiene despierto, te empuja a luchar, a sobrevivir. El problema es cuando ese miedo se transforma en pánico. El pánico es como un ser rabioso, capaz de detectar el más ligero indicio de fragilidad y después devorarte porque sabe que eres débil y que no harás nada para salvarte. Es fácil dejarse arrastrar por la corriente, pero todos sabemos que luchar contra ella puede ser lo único que evite que nos ahoguemos.
Alcé la vista del suelo y la miré. Lo que decía tenía sentido y noté esa debilidad de la que hablaba, la corriente que me arrastraba, el pánico que me mantenía inmóvil. Vivían dentro de mí desde siempre, como el pequeño gusano que roe la manzana; por fuera puede parecer perfecta, pero una vez la abres puedes ver que está llena de agujeros que la debilitan y la pudren.
Tenía ganas de llorar, y sin embargo sonreí. Lo hice con rebeldía, enderezando los hombros y levantando la barbilla con un gesto de desdén a mi propia inseguridad. No iba a poder conmigo, esta vez no.