Capítulo III

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1973

Bebieron café en silencio. Milton Vargas, con sus ojillos astutos, observaba cada uno de los movimientos que hacía el extranjero recién llegado.

—Veo que no va Ud. armado —le comentó entre sorbo y sorbo.

Hardy sonrió.

—Soy una excepción en el país. ¿No es así?

—Aquí conviene. Nunca se sabe —le contestó Vargas.

—En todo caso en el Jeep llevo una escopeta de caza.

—Hace bien —le contestó Vargas—. También sirve.

—Mis armas son esas —Hardy le mostró un par de máquinas fotográficas que había sacado del coche y que tenía junto a él sobre el banco de madera en el cual se hallaban sentados frente a la choza de Vargas.

—¿Es Ud. reportero? —preguntó.

—Bueno. Algo así —contestó lacónicamente Hardy y añadió—: En realidad trabajo por mi cuenta. Estoy haciendo un estudio sobre Colombia. Llevo ya cerca de dos años rodando de un lado hacia otro.

—¿De este lado? —preguntó Vargas.

—No. Por todo el país. Empecé por el lado del Pacífico, pero esta parte es más interesante. Sobre todo por los indios —añadió tras una pequeña pausa.

Vargas enarcó las cejas. Parecía sorprendido.

—¿Es Ud. etnólogo, tal vez?

—Algo parecido —sonrió Hardy levantándose y dirigiéndose hacia el coche. Cuando volvió llevaba tres botellas de whisky escocés. Se las ofreció a Vargas.

—Le ruego las acepte como signo de mi agradecimiento por su hospitalidad.

A Vargas se le fueron los ojos. Las miró embelesado.

—No tenía Ud. por qué…

—Olvídelo —le atajó Hardy—. Lo hago a gusto.

Un motor que de pronto se puso en marcha distrajo la atención de Hardy que volvió la cabeza en dirección donde sonaba, sin comprender.

—Es mi pequeño grupo —le aclaró Vargas adivinando su pensamiento y añadió—: ¿Quiere verlo? Es una maravilla.

Se levantaron y se trasladaron detrás de la choza principal. Bajo un cubierto de palma de moriche, montados sobre una plataforma de madera estaban el motor y el alternador. Junto a ellos había un par de bidones de gasoil. Todo tenía el aspecto de ser muy nuevo.

—Es una perfección cómo funciona —le comentó orgulloso Vargas—. Hace no más de tres meses que lo tengo y créame que me ha cambiado la vida. Es americano. Se dispara automáticamente cuando las baterías están bajas de carga.

—Es interesante —le comentó Hardy—. Como quien dice aquí podría instalarse un equipo de radio.

—Ya lo tengo —rio Vargas—. Se lo mostraré. Un aparato magnífico. Cojo prácticamente todo el mundo. Viviendo aquí, tan lejos, el único consuelo es por lo menos estar al día de lo que pasa en el resto del mundo.

—No me refería a eso —continuó hablando quedamente Hardy—. Estaba pensando en un equipo transmisor de radio.

Vargas se volvió y le miró atentamente. ¿Qué querría decir aquel extranjero con lo de un equipo transmisor?

* * *

Volvieron al porche.

—Permítame que brinde con Ud. por su llegada —le dijo Vargas abriendo una de las botellas que le había regalado Hardy—. Le advierto que aquí la compañía se agradece. ¡Lucía! —gritó—. ¡Tráenos un par de vasos! ¡Y que estén limpios!

La chica llegó con los vasos. Se había cambiado de ropa. Llevaba un estampado más exagerado. Unas flores grandes, de colores chillones. Se había recogido el pelo y lo llevaba anudado sobre la nuca. Tenía una manera de moverse felina. Al andar contoneaba suavemente las bien formadas caderas. “Por supuesto, es consciente de sus encantos”, pensó Hardy mientras la observaba de reojo.

—Esta es Lucía —le dijo Vargas sin mirarla, entretenido en sacar el tapón de la botella de whisky—. Es como si fuera hija mía, añadió sonriendo y dirigiéndose ahora hacia ella.

La miraba con hambre. Hardy comprendió que la buscaba. Que la deseaba.

—Lucía es la hija de un gran amigo mío que murió.

Con un gesto le indicó a la chica que ya podía retirarse. Ella antes de hacerlo miró fijamente a Hardy. Este la saludó con una ligera inclinación de cabeza, a la vez que se dibujaba en su cara una sonrisa amable. La chica se marchó sin decir nada.

—Yo la prohijé —continuó hablando Vargas. Y añadió—:

—¿Le sirvo una copa?

Hardy asintió alargándole uno de los vasos.

—¿Y estos niños? ¿Son suyos? —señaló el grupo de niños que desde el primer momento se habían mantenido apartados observando la escena de la llegada de Hardy.

—Sí. Tengo cinco —asintió Vargas sin demasiado entusiasmo—. Los mayores ya me ayudan a cultivar la tierra y guardar el ganado. Su madre y el pequeño están ahora en el río. Lavando la ropa. Ya los conocerá.

Brown los observó detenidamente. Parecían mestizos. Supuso que la madre sería india.

—Pues el padre de Lucía se llamaba Solanas. Era un gran tipo —continuó hablando Vargas—. Cuando murió, Lucía no tenía más de un año. Fue una lástima. Era un hombre de verdad. De esos que no abundan hoy en día.

La madre de Lucía murió en el parto.

—Conozco su historia —comentó quedamente Hardy—

Pedro Solanas. Este hombre debiera constar escrito con letras de oro entre los de los grandes revolucionarios que han dado su vida en defensa del pueblo.

Vargas se volvió perplejo.

—¿Lo conocía? —preguntó—.

—No personalmente —le contestó Hardy y rápidamente añadió—:

—Lo mataron ignominiosamente. Otro de los tantos crímenes que se puede apuntar la oligarquía de este país.

Vargas —visiblemente confuso— se sirvió una segunda ración de whisky. Le pasó la botella a Hardy, quien con un gesto rechazó el ofrecimiento.

—Pero la historia no se puede detener —continuó hablando Hardy—. Ha de seguir inexorablemente y el pueblo tiene su destino, aquí como en todas partes. Hay gente que lo siente. Solanas era uno de esos. Son los héroes imprescindibles que exige una causa justa como es la causa del pueblo. Son los que la burguesía y los imperialistas sacrifican brutalmente porque en ellos tienen el mayor peligro.

Vargas se recostó sobre el banco de madera, estirando las piernas sobre uno de los taburetes. Mantenía la copa en la mano, pero su mirada vagaba perdida sobre las copas de los árboles de la selva que bordeaba el río. Parecía haber entrado en un estado de éxtasis.

—Siga —lo dijo lentamente, sin mirar a Hardy.

Hardy, antes de continuar echó un buen trago.

—Solanas, Gaitán, Guadalupe Salcedo… ¡Guevara! y tantos otros, son los pilares del destino de la humanidad.

Estuvo unos segundos silencioso y luego añadió:

—A todos los han asesinado cobardemente.

Vargas se volvió y le miró fijamente.

—Sr. Brown, conoce Ud. muy bien —por lo que dice— la historia de nuestro país. ¿Acaso estuvo Ud. aquí durante los años de la Violencia?

Hardy lo negó con un movimiento de su cabeza y le contestó:

—Amigos míos estuvieron aquí luchando. Tarde o temprano, uno a uno, fueron cayendo.

—¿Sabe Ud. una cosa? —Vargas le miraba ahora fijamente. Parecía excitado. Y Hardy comprendió que lo que iba a decir tenía para él una gran importancia.

—Yo también luché —la voz de Vargas llegó hasta un tono desagradablemente agudo—. Durante trece años viví con ellos, sentí y sufrí como ellos sufrieron. ¿Y todo para qué? —añadió casi violentamente—. Observe cómo vivo. Mire cómo está el país: igual que antes. En manos de cuatro familias. Las mismas de entonces. ¿Ud. sabe lo que es luchar por un ideal, entregar los mejores años de su vida, para luego constatar que todo sigue igual que entonces?

—Nunca nada queda como antes —le atajó Hardy vivamente—. Hasta los mismos fracasos son necesarios para lograr más tarde mayores éxitos. Cada movimiento revolucionario es un paso adelante que no pueden ya recuperar los enemigos del pueblo. ¡Y no siempre fracasos! Mire Cuba. Está salvada. Y Vietnam. Su fuerza para luchar es ahora mayor que nunca.

—Cómo les envidio —Vargas se sirvió una tercera copa. Se le notaba ya muy cargado. Pronunciaba las palabras torpemente.

—Luchar y ganar. ¡Cómo les envidio! —repitió.

* * *

—Se puede ganar siempre —Hardy era quien miraba ahora fijamente a Vargas—. Es solo cuestión de voluntad. Créame Vargas. La causa es justa. El pueblo se lo merece.

—¡No y no! —Vargas pareció excitarse—. Yo ya luché y perdí. No quiero más fracasos. La pena es demasiado fuerte. Hizo un gesto con la mano como queriendo apartar de su memoria algún recuerdo que le estaba torturando.

—Yo también he luchado —le contestó suavemente Hardy—. También sé lo que es todo eso de lo que Ud. me habla.

—¿Dónde luchó?

—En España.

—¿España? —Vargas se volvió a mirarlo. Parecía haberle invadido un profundo respeto por su invitado.

—Nunca lo hubiera creído —continuó momentos después—. Me creí que era Ud. más joven.

—Tenía solo dieciséis años cuando fui allí —le contestó Hardy.

—Deme la mano, Brown —Vargas se levantó de la hamaca acercándose a Hardy. Se le veía feliz. Como un niño contento.

Se cogieron las manos emocionados. Luego, alzando los vasos brindaron por la revolución. Cuando era una hora más tarde Lucía fue a decirles que si querían comer podían hacerlo. Los encontró tumbados en las hamacas que colgaban bajo el porche, profundamente dormidos. En el suelo yacía caída una de las botellas de whisky, totalmente vacía.

* * *

Al caer la tarde Hardy montó su pequeña tienda bajo un árbol, junto al coche, algo alejado de la choza principal en la que vivía Vargas. Este había insistido en que durmiera en su casa, pero Hardy se mantuvo firme, prefería la pequeña tienda de campaña y el colchón de goma hinchable sobre el cual había dormido durante tantos meses, a la oscura pieza que le ofrecía su anfitrión.

Descargó el Jeep y le enseñó a Vargas una serie de fotos que había tomado durante su larga estancia en el país.

—Brown, ¿qué río es ese? —le preguntó Vargas mirando una de las fotos.

—El Vaupés. Es el más caudaloso que he encontrado. Lo seguí durante dos meses.

—¿Solo?

—No. Me acompañaban esos —Hardy le mostró las fotos de unos indios. Son de la tribu de los guayaberos.

—¿En qué estado se hallan esos? —Había un desprecio profundo en la forma de preguntarlo.

—Escasamente en el periodo de la agricultura —le contestó Hardy y añadió, enseñándole otra foto:

—Esos son aún peores. Son macus. Prácticamente no han pasado de la edad de piedra. Viven de la caza.

—Como los cuivas de por aquí —murmuró Vargas. Había cierto respeto en la forma de decirlo.

Hardy le enseñó otra foto y añadió:

—Esto no fue muy lejos de aquí. Son de la tribu de los curripacos.

—¿Curripacos? Por aquí a veces también pasa alguno.

—Aquí, básicamente, ¿qué hay? —preguntó Hardy.

—Guajibos y al otro lado del río los cuivas.

—Los guajibos, ¿cómo están de civilizados?

—Ahora empiezan. Algunos comienzan a poseer ganado. Casi todos hablan el español. La Misión en este sentido los ha ayudado.

—¿Cuál? ¿La que pasé viniendo hacia aquí?

—Sí. La misma. Están de aquí a unos ochenta kilómetros.

—Sí, ayer estuve parte de la noche allí.

—¿Le hablaron de mí? —Vargas parecía inquieto.

—Bueno, un comentario general. Yo les dije que me interesaban los cuivas. Me dijeron que ellos no tenían contacto. Que Ud. tal vez.

Vargas soltó una risita seca.

—Ellos jamás lo tendrán. No se atreverán ni a intentarlo. Los cuivas son duros de pelar. No quieren al hombre blanco. —Y Ud. ¿cómo lo logra? —Hardy no parecía excesivamente interesado al hacer la pregunta.

—Hay un camino —sonrió picarescamente Vargas—. Yo lo utilizo. Los de la Misión no lo harían jamás.

Hubo una pausa. Hardy no insistió. Miraba atentamente sus fotos.

—¿Y los guajibos? —preguntó más tarde—. ¿Tienen una cierta conciencia social?

—¿A qué se refiere exactamente? —Vargas se mostró interesado.

—Bueno, quiero decir, ¿demuestran su descontento por el gobierno, o son puramente neutros?

—Los guajibos sí. Esos ya saben lo que son las leyes y sus derechos. Verá, los colonos van avanzando cada vez más y más.

—Eso produce descontento. ¿No es así? —preguntó Hardy.

—Entre los guajibos, muchísimo. Ellos consideran este territorio como suyo.

—¿Y los cuivas? —volvió a preguntar Hardy.

—Los cuivas ni se enteran. Ellos viven en su reserva natural. Al otro lado del Vichada. Allí no hay quién entre.

—¿Ni los guajibos tampoco?

—¡Qué va! Se odian. Y los temen —le aclaró Vargas.

—Eso es muy interesante —comentó Hardy en voz baja. Luego preguntó:

—¿La pista principal por la que vine ayer noche está muy transitada?

—En la época seca, media docena de camiones por día toda la semana, se llegan hasta el Orinoco. Hay una ciudad llamada Puerto Carreño. Descargan su mercancía y el correo y vuelven.

—¿Y en la época de las lluvias? —volvió a preguntar Hardy.

—Escasamente dos o tres por día. La pista se pone intransitable y solo es capaz de pasarla un camión de tracción múltiple. Hay pocos de esos por aquí.

—El desvío que cogí en la pista principal para llegar hasta aquí, ¿cuánto tiene?

—Dos kilómetros —le contestó Vargas—. Pero ese nadie más que yo lo utiliza. Cuando yo quiero algo me voy hasta el cruce y espero los camiones que pasan por allí.

—¿A pie?

—No. Engancho una de esas vacas en un carromato que tengo.

—Le iría bien un Jeep. ¿No es así?

—¡Y que lo diga! —se rio Vargas—. Pero no hay plata. Hizo un gesto significativo con los dedos.

Hardy se levantó y se excusó.

—Me voy a estirar un poco las piernas —le dijo a Vargas—. De paso aprovecharé para sacar alguna foto. La luz del atardecer es siempre interesante.

—Vigile dónde pisa. —Vargas hizo un gesto significativo.

Hardy sonrió.

—No se preocupe. Y por cierto, tengo inyecciones antiveneno para diversos tipos de serpientes. Es posible que me sobren. Antes de mi marcha se las dejaré.

—Esto siempre se agradece —le sonrió Vargas.

Hardy se dirigió al río. Cuando estuvo fuera de la vista de Vargas apretó el paso dando un gran rodeo, pegándose a la selva. Escogió un lugar desde donde se veía la choza de Vargas. Del bolsillo de la sahariana sacó unos pequeños prismáticos y observó atentamente el rancho hasta que se hizo casi oscuro.

Por la noche descorcharon la segunda botella de whisky.

Habían cenado a base de arroz y de una gallina que había matado en su honor la esposa indígena de Vargas. Era una mujer de expresión triste, limpia y hasta cierto punto, ordenada. La cocina de la choza no estaba tan sucia como era de esperar.

Lucía apareció un par de veces. No cenó con ellos. Por lo visto los niños y las mujeres hacían vida aparte.

—Hábleme de Bogotá —le pidió Vargas—. Hace trece años que no he estado allí y la añoro.

—Hace dos semanas pasé por allí —le mintió—. Estaban en pleno ajetreo de elecciones.

—Esta vez parece que les sale la criada respondona. ¿No es así?

—¿Se refiere a Rojas Pinilla? —le preguntó—.

—Sí. A ese —y añadió:

—Yo luché por los liberales —Vargas hablaba con voz soñadora—. Ellos nos llamaban las chusmas liberales, pero muy pronto estuvimos perfectamente organizados y nuestra venganza se dirigió contra la policía y el ejército.

—La lucha de siempre: en todos los países donde el pueblo está sometido sucede lo mismo. Es el sacrificio más bello que puede ofrecer el proletariado —comentó Hardy—.

—Nacieron como setas —Vargas se incorporó, los ojos brillantes, el gesto violento—. Más de diez guerrillas prosperaron solamente en esa parte de aquí, de los Llanos. Las de Cheito Velázquez. La de los hermanos Bautista. La de Salcedo. Las de los hijos de Páez. La de Solanas… ¡Aquello era vida! Como dijo Bolívar: “Sobre mi caballo yo y sobre yo mi sombrero”.

—Todo el país estaba con nosotros. Incluso la Iglesia. ¡Imagínese!, la Iglesia. Los clérigos, desde los púlpitos, denostaban a miembros de la comunidad política. Respetables oradores —Vargas hizo un gesto cómico que le hizo sonreír a Hardy—, ultrajaban a damas y caballeros del Partido Conservador. Llegaron a tal extremo de que les obligaron a abandonar los templos.

—Y sin embargo —añadió— la prensa internacional nunca demostró su apoyo a las guerrillas revolucionarias. ¿Y sabe por qué, Sr. Brown? Porque la manejan los imperialistas y las sectas judías.

Vargas abandonó el porche y se puso a pasear arriba y abajo. Un chotacabras comenzó a repetir monótonamente una nota aguda cerca de la margen del río. Las mariposas nocturnas se acercaban a la luz de petróleo quemándose la punta de las alas. Caían pesadamente al suelo, bajo la lámpara, amontonándose las unas sobre las otras, formando una masa temblorosa con sus cuerpos agonizantes.

Hardy, a punto de caer dormido, las estuvo observando cómo estúpidamente se dejaban atrapar en aquella trampa de luz. Pensó en todos los revolucionarios que había mencionado Vargas.

Vargas se detuvo. Hizo un gesto como si fuera a decir algo, pero no lo hizo. Anduvo dos pasos más y luego añadió:

—Se cometieron barbaridades —por ambas partes— esto es cierto. Los hechos criminales llenarán de vergüenza a este país durante varias generaciones.

—Se rebanaron pechos, se violaron niñas y se cortaron los órganos sexuales de muchos, en presencia de sus familias. Cuando la fiebre de la venganza entorpece el cerebro, la imaginación se dispara con una crueldad intensa. Cerca de Villavicencio a una mujer que estaba encinta le arrancaron su hijo de las entrañas y a cambio, le introdujeron un gato.

—Son cosas de la revolución —la voz de Vargas era suave y acariciadora—. Tristes momentos por los que hay que pasar. Pero si el fin es justo, si el fin es el pueblo, todo sea por bienvenido. Cuba pasó por su trance, Rusia pasó por lo suyo. Pero la victoria final lo compensa todo. Pero nosotros no conocimos la victoria —Vargas lo comentó entristecido—. No sirvió para nada. Absolutamente para nada. —Los políticos remataron la revolución con el pacto de Sitges y ahora… Ahora todo está igual que antes.

* * *

Quedó el germen —Hardy hablaba de forma muy precisa—. Quedó un magnífico germen al que hay que darle un ideal. Un auténtico ideal. No el de una idea política liberal. No, una verdadera carga de justicia. Una cosa auténtica. ¿Comprende a lo que me refiero, Vargas?

Vargas se volvió lentamente. Veía a Hardy ahora con otros ojos. Bajo otro prisma.

—Me parece que sí —le contestó—. Ahora creo que empiezo a entenderle, Brown.

Se miraron intensamente. Emocionados.

—Ud. no ha venido aquí por casualidad. ¿No es así? —le preguntó Vargas.

Hardy se le acercó y le puso la mano en el hombro.

—No, Vargas —le dijo—. Yo he venido aquí porque sabía que iba a encontrarle a Ud.

Vargas fue a decir algo, pero Hardy le interrumpió.

—Es muy tarde ya esta noche. Mañana seguiremos hablando. ¿No le parece?

Vargas asintió. Sin darle las buenas noches desapareció en la oscuridad.