16.

La historia del Piltri, por él mismo. Así se llama el segundo libro que me encajó Eladio. Ahora lo firma “un autor regional”, aunque las últimas letras vuelven a estar borroneadas. En el prólogo, de apenas una página, se explica que la forma de una montaña cuenta su historia, sólo basta con saber leerla. El regio autor de estas hojas malamente encuadernadas lo sabe, y en beneficio de la humanidad procede a transcribirla “sin agregar ni un punto ni una coma”, lo que dicho sea de paso dificulta bastante la lectura. No me acuerdo lo que contaba, pero sí que los periodos de tiempo entre uno y otro acontecimiento eran algo extensos. Sucede una cosa digna de mención y “cincuenta y ocho mil años más tarde” la próxima. Quizá hacia el final los tiempos se precipiten, yo sólo llegué a leer los primeros diez millones de años.

No, miento. Hojeando más adelante caí en una extensa nota al pie, donde de hecho figura lo único interesante de todo el libro, a saber: que “Piltriquitrón” no significa “Colgado de las nubes”, como interpretan los especialistas en mapuche, sino “Maldición eterna al huinca que escale esta montaña”. Lo mismo corre según parece para el resto de la toponimia mapudungun, que por su parte no significaría “lenguaje mapuche” sino “Y a vos qué carajo te importa”. El río Quemquemtreu, “por poner un ejemplo corriente”, lejos de significar “El arroyo de las piedras” debería más bien ser traducido como “Haga patria, ahogue a un huinca” o, según una versión un poco menos literal, “Huinca trolo cuidate el orto porque en la primera de cambio te lo hacemos sangrar a pijazos”. Esto último me sorprendió especialmente, pues no me imaginaba que los aborígenes usaran expresiones tan homofóbicas como las nuestras.

–Salvo la nota al pie, la verdad es que éste libro me pareció un poco aburrido –le fui sincero a Eladio esta vez, en la esperanza de que no me siguiera enchufando sus bodrios.

–Si le gustó el pie de monte, entonces este le va a encantar –volvió a agregarme un libro al máximo de dos que se supone estaban permitidos.

Quizá la próxima deba intentar decírselo en mapuche. A mí estos libros me mapudungun, manco, así que si me encajás otro más, te quemquemtreu. ¿Por qué no se los da al hijo chorro de Rulo? Al menos él va a hacerle el favor de no devolverlos, lo que claramente elevaría el nivel intelectual de la biblioteca, o al menos dejaría de constituir un riesgo para el de sus lectores.

El último que me dio, El autor Verna de la Lomadel, tiene la peculiaridad, no ya de estar escrito por un autor inverosímil, de hecho ni se lo nombra, sino de estar dirigido a un lector imposible. “Al despertar una mañana después un sueño intranquilo, el autor Verna de la Lomadel se encontró con que el idioma en que escribía le era ajeno”, empieza, y de ahí en adelante no se entiende más nada. Como asumo que se trata de una trilogía (cuando no de una tetra o pentalogía, aunque de eso espero no enterarme) me sorprende que alguien versado en el lenguaje de los animales y capaz de interpretar la historia de una montaña por sus formas de pronto no pueda traducir esto, ya sea que corresponda al idioma de las plantas o de los marcianos. Me sorprende porque mi pálpito es que sí puede, sólo que prefiere abstenerse, haciendo gala de una humildad bastante poco común entre los intelectuales.

–La historia que cuenta ese libro es verdadera –me explica Mnestr, a la que acabo de cruzarme de nuevo en la biblioteca y ahora transporto en mi flamante Citröen 2CV modelo 62 rumbo a la chacra donde dice que quiere que le ayude a poner algunas cabañas, si bien tengo mis razones para sospechar que sus intenciones conmigo son otras, y aunque no soy muy exigente con las mujeres pido al menos que estén por debajo de los cien kilos, de ahí que para evitar falsas expectativas de su parte no la llame Clite, como insiste en que la apodan los amigos, sino Mnestr, aunque más fácil y hasta más justo sería llamarla Quitrón–. A Eladio le pasó verdaderamente que un día se levantó con ganas de escribir la historia de un escarabajo que se levanta un día y se da cuenta horrorizado de que se transformó en un hombre, pero cuando se puso a escribir se dio cuenta con horror que lo que se había transformado era su idioma. Ya no lo entendía.

–Pero siguió escribiendo –yo.

–Así es, con la mano derecha –ella.

A la cabeza me viene la imagen de Eladio al saludar y claramente veo que me da la mano izquierda dada vuelta, por lo que la mala tiene entonces que ser la derecha. Estoy por corregir la confusión cuando Mnestr, algo nerviosa, me indica (me repite, en rigor) que tenemos que agarrar el camino a mano derecha. En otras circunstancias la maniobra que ahora hago hubiera terminado en vuelco, pero como el auto de todas formas no desarrolla mucha velocidad y en el ángulo interior lleva un contrapeso casi de su mismo kilaje, permanecemos en perfecto equilibrio. Cruzamos un puente angosto y seguimos por un callejón de tierra, más bien una guardería para bebés de cráteres, al decir de Trencita.

–Perdón por el volantazo, pensé que la derecha era la mano con que escribía Eladio.

–Eso también.

–¿Pero no es la que tiene como muerta?

–Ahora. En su época estaba viva.

–¿Y qué le pasó? ¿La mató el libro?

–A tinta fría.

Al principio Eladio sólo sentía que se le acalambraba de a ratos, me cuenta Mnestr, pero al promediar la redacción ya no la podía mover. “De hecho, eso fue lo que le marcó que el libro se había terminado, porque como igual no entendía nada, le daba lo mismo seguir escribiendo o no”. Los médicos comprobaron después que la parálisis no se debía al ejercicio escriturario sino a una falla congénita, lo que para Eladio fue una confirmación de que el brazo, intuyendo el fin, había pedido lápiz y papel para desahogar sus penas y acaso develar algún misterio, por ejemplo el de su propia cura. Ahora sólo faltaba descubrir en qué idioma lo había hecho.

Como primera medida, Eladio mandó imprimir algunos ejemplares y empezó a repartirlos entre los turistas extranjeros, a ver si ellos lo entendían. Pero no. Sin excepción le decían que el libro les había encantado, que es lo que al parecer dice la gente (no sólo en mi caso) cuando ni lo miró. Se le ocurrió entonces que podría tratarse de un idioma muerto, como el brazo con que fuera redactado, y estuvo comparándolo con libros en latín, griego, sánscrito, catalán. Tampoco esas exploraciones tuvieron éxito, aunque al menos le sirvieron para formar en la biblioteca la sección de lenguas muertas más importante de la comarca. “Igual Eladio hace trampa y la va agrandando con todos los libros medio ilegibles, como el Finnegans Wake o la obra completa de Mujica Láinez. También terminó incluyendo ahí toda la literatura francesa, que según él carece ya de signos vitales.”

El giro copernicano en la investigación recién sobrevino mucho tiempo más tarde, un mediodía en que Eladio almorzaba en lo de Ananke y entró una pareja con una nena de unos diez años que no sabía hablar. Eso al menos fue lo que dijeron sus padres cuando Ananke se dirigió a ella y recibió como respuesta una serie de sonidos ininteligibles. Para Eladio, en cambio, escucharla fue como leer su libro. La nena hablaba en el mismo idioma, incluso en el mismo tono que la voz interior que se lo había dictado. Con lágrimas en los ojos se lo comunicó al padre, que enseguida sacó el facón.

–Los paisanos son un poco desconfiados –aclara Mnestr–. Igual ni Ananke le terminaba de creer.

–¿No se llama Anenka?

Son hermanas gemelas, me explica. Una tiene su fonda en Lago Puelo y la otra en El Hoyo. Son muy competitivas, y por eso para diferenciarse Ananke, al ver que su hermana Anenka abolía el menú, redactó uno de casi cien páginas, donde el cliente debe elegir desde el tipo de bordado para su mantel hasta el grueso del trazo de la birome con que quiere que le hagan la cuenta. Mientras que Anenka interpreta todo, e incluso a quien pide una comida específica le sirve lo que a ella le parece que en realidad el otro tiene ganas de comer, si a Anenka uno le pide fideos caseros al huevo de dos centímetros de ancho y veinte de largo pero se olvida de elegir “hervidos” en la parte “Tipos de cocción”, le llegan crudos.

–O sea que al final las dos medio que hacen lo que se les antoja.

–Como cualquier cocinera de raza.

A fin de convencer a los padres, prosigue Mnestr después de mi interrupción, Eladio los invitó a la biblioteca, y casi no había empezado a leer de su libro cuando la nena se largó a llorar, no se supo si por el contenido de lo que oía o por su mala pronunciación. En todo caso, quedó claro que algo entendía, porque cuando él paró de leer, también ella dejó de soltar lágrimas. Hasta ahí no habían avanzado mucho, porque saber que el idioma del libro era el mismo que el de la nena era como saber dos veces que no sabían nada. Pero entonces la chica dijo la palabra clave: Papá.

–¡Era su hija! –casi me doy contra un alerce.

–No, padre en tehuelche se dice mamá.

“Papá” era la forma en que la nena llamaba a la criada de la familia, una india de El Manso que resultó ser una antigua vecina de Los repollos, donde Eladio nació y se crió. “La Comarca es como un gran barrio, sólo que cada manzana está a varios kilómetros de la otra”. Investigando acerca de la vida de “Papá”, Eladio descubrió también que se trataba de la última hablante de tehuelche que quedaba en el mundo y, más inquietante aún, que había muerto el mismo día en que él terminó su libro. El error conceptual había estado entonces en creer que escribía en una lengua muerta y no moribunda, como en realidad lo estaba su brazo. El tema del libro tenía que ser entonces el idioma en sí, de modo que hubiera debido titularse Historia del tehuelche, por él mismo, sólo que ya no quedaba nadie capaz de redactarlo.

–Es el mismo título que sus libros anteriores, ya me parecía que tenían que ser de él.

–No son anteriores sino posteriores. ¿No viste lo mal escritos que están? Acá a la izquierda.

Doblo de inmediato y Mnestr se ríe. Lo que había querido decirme es que Eladio escribió los libros posteriores con la zurda, de ahí que fueran tan malos. La confusión igual me permite conocer los suburbios de la fruta fina, por cierto que bastante más bonitos que su capital. Hago un comentario alusivo a la belleza de las montañas y la diafanidad del aire, pero Mnestr lo desprecia con un gruñido.

–Esto es un agujero. Si te agachás un poco le ves la bombacha a las montañas. Y por muy puro que sea el aire, un fruncimiento de montañas alrededor de un hoyo sigue siendo el culo del mundo.

Ella ya había intentado de todo, me cuenta, tuvo su huerta de verduras y de frutas, sus vacas, ovejas, chanchos, patos y gallinas, sus caballos y sus panales de abejas, sus hierbas y sus flores, sus mermeladas y sus cremas, su criadero de truchas y su ahumadero, sus parras y su producción de lácteos. “Como una piba que de adolescente no deja droga sin probar, yo acá lo intenté todo”. Ahora estaba cansada de las cosas del campo, en las que había fracasado invariablemente, por lo que planeaba poner las cabañas y vivir de rentas. Pero tampoco a este nuevo emprendimiento le tenía mucha fe.

–En el campo todo está condenado al fracaso.

–Quizá porque el éxito es una idea de la ciudad.

Le pregunto cómo vino a parar acá y me cuenta que por su difunto marido, un empleado de la CIA que había sido comisionado para hacer un relevamiento de “La Cuba patagónica”, como al parecer llamaban los servicios a El Bolsón en los años setenta. Ya en la década del veinte hubo en la zona un movimiento secesionista, la así llamada República Independiente de El Bolsón, proclamada por Otto Tipp y olvidada antes incluso de que llegaran las tropas del gobierno a disolverla. Y antes aun, a principio de siglo, un francés se había autoproclamado Rey de la Araucanía, y aunque fue oportunamente desalojado por la fuerza pública, su presunto sucesor sigue rigiendo en el exilio desde París.

–Una zona subversiva de alma, como ves.

–Me hago lío con los indios, pensé que los araucanos estaban más al norte y los mapuches...

–Araucanos es la forma en que los blancos llamaban a los mapuches y los mapuches usaban para llamar a los tehuelches. Es como llamar a alguien bárbaro, o subversivo.

Los drogones de Mallín Ahogado eran menos peligrosos todavía que el alemán beodo o que el francés lunático, según Mnestr hasta ella misma se tomaba el comunismo más en serio que ellos (“siempre repartí la comida con mi esposo en porciones iguales, y así quedé”). Sin embargo el marido, con el buen olfato que caracteriza a los servicios, estaba convencido de que Bolsón era una amenaza latente para la seguridad sociopolítica del hemisferio sur. Ni siquiera aceptó ser trasladado a San Marcos Sierra en Córdoba, donde al parecer hay otro foco de “cubanitos de chocolate”, como se llama en la jerga de la CIA a los que se dejan endulzar por la labia de Fidel.

–Mi marido se murió creyendo que los artesanos de la feria escondían armas de destrucción masiva, y no sólo del buen gusto.

–Lo más gracioso es que con la excusa de vigilarlos, al final terminó viviendo acá como los mismos hippies.

Pero mi conclusión fue apresurada. El Hoyo no es El Bolsón, ni mucho menos Mallín Ahogado, me explica Mnestr. Es como un degradé, los “rebeldes re verdes” viven en Mallín, a los que ya se les pasó “el cuarto de horda” se mudan a Bolsón y “los que dejaron tan atrás la comunidad El Arca que ya fueron admitidos en la mucho más populosa de los garcas” se instalan directamente en El Hoyo. ¿O por qué creía yo que le llamaban fruta fina y no frutos rojos?

–Qué raro, porque también en Córdoba los hippies están muy cerca de los nazis.

–Es que entre un porteño jipón y un nyc facho no hay tanta diferencia. Los dos se cagan en todos, sólo que unos por derecha y los otros a contramano.

–¿Adherís a la teoría de los dos demonios?

–Obvio que no. Pero que es cierta, nadie lo puede negar.

La degradación se sigue acentuando hacia el sur, donde primero viene Esquel, “una ciudad tan militarizada que hasta los pájaros cantan el himno”, y luego Trevelin, “un pueblo tan del Opus que hasta los militares saben latín”. Recorrer la ruta cuarenta en esta parte es como hacer una visita guiada por el devenir ideológico del hombre mediocre, concluye Mnestr, y enseguida me indica que llegamos.

–¿La cicuta no es un veneno? –señalo el cartel que anuncia su chacra, incrédulo de que alguien haya llevado a la práctica mi idea de bautizar los campos con nombres políticamente incorrectos.

–El veneno de la sapiencia, lo llamo yo. Porque es el que tomó Sócrates, pero sobre todo porque huele a pis de sapo.

Señalándome unos tallos secos me dice que la cicuta crece acá de forma silvestre, y que una pequeña dosis basta para matar. Le pregunto por cuál de las dos razones le puso ese nombre a su campo y me contesta que por ambas.

–La naturaleza nos ofrece la solución a todos nuestros problemas y nosotros nos negamos a aceptar su ayuda. Por eso cada día lo primero que yo hago al levantarme es escribir una carta de no suicidio. Hoy no me suicido porque viene el jardinero. Hoy no me suicido porque juega Cipolletti contra Independiente de Trelew. Siempre así. Si las leés todas juntas son como la historia de una persona que se levanta cada mañana después de un sueño intranquilo y descubre que la peor de sus pesadillas se ha hecho realidad: sigue siendo ella misma.