No hay absolutamente ninguna razón de peso para que hoy sea jueves, pero mi socio igual se ofusca porque yo me confundo y creo que es martes, tal vez porque tampoco para que sea martes hay ninguna razón.
–Estaría bueno que te tomes el trabajo un poco más en serio –me recrimina al teléfono.
–Me estoy curtiendo a una pendeja de veinte –le doy a entender que mi trabajo es rehacer mi vida y que me lo estoy tomando muy en serio.
Me pidió que le averiguara por terrenos baratos en la zona y no lo hice, ese es el problema. O más bien el problema es que mi socio no entiende que cuanto más tiempo uno tiene, menos le sobra. Ahora necesito muchas más horas que antes para comer, para bañarme, para ir de paseo o estar con mi chica. Necesito tiempo para ver pasear a las bandurrias (así se llaman los pájaros de cuello amarillo y pico curvo), tiempo para acompañar a Feliciano mientras cultiva sus plantines (así se llama a lo que después da la planta), tiempo para charlar con el gordo mientras arregla autos (así los llaman). Es como los ricos con la plata, que cuanto más tienen, más avaros se vuelven, trato de explicarle a mi socio, pero en vano.
–Está bien que estés de licencia, pero pensá que acá hay otros que la seguimos yugando.
–Me pregunto cuál será la relación etimológica entre yugar y jugar.
–Y yo me pregunto por qué no te vas un poquito a cagar.
De todas formas algo debería hacer, pienso mientras le corto, algún trabajo con principio y fin, porque siento que mis días empiezan a ser intercambiables. Efecto vacaciones, aunque no es que vaya todos los días a esquiar y por ende mis jornadas puedan resumirse a una sola, no cambié la rutina del trabajo por el trabajo no menos rutinario de descansar. Cada día hago algo distinto y conozco a gente nueva, cada día está lleno de impresiones memorables y descubrimientos trascendentes, pero a la vez siento que lo que hice ayer podría hacerlo mañana o viceversa, sin por eso alterar el normal desarrollo de mi existencia. Es como si mi mundo empezara y terminara con cada día, sin causas ni consecuencias entre ellos, simples episodios unitarios de una serie llamada Yo.
El ajedrez, por ejemplo, que sigue ahí sobre la mesa. No porque sea lo mismo devolverlo hoy o mañana o pasado, pienso ahora, sino quizá porque no hace ninguna diferencia si lo hubiese devuelto ayer. En el fondo siento que podría haberlo devuelto incluso antes de haberlo pedido, y que tampoco eso alteraría demasiado el orden de las cosas. Como sea, lo que es seguro es que podría haberle ganado a Rudolf sin práctica previa.
Aprovecho el impulso intelectual, agarro el juego y salgo raudamente. Eleonora se asusta y corre, yo modero mis pasos y me río en voz baja, no de mi amante vacuna sino de mi precipitación, que en un lugar como éste resulta bastante cómica. De ahí quizá que el ajetreo infundado de las liebres resulte tan gracioso de observar, igual que el de los pájaros. Observándolos el otro día por la ventana se me ocurrió que los pájaros deben sus movimientos bruscos a que son muy livianos. Ellos quisieran girar la cabeza con lentitud, pero su cabeza tiene tan poco peso que se les escapa, y por eso deben frenarla de golpe antes de que dé la vuelta completa. Es probable que gasten mucha más energía en frenar el movimiento que en darle inicio, y de alguna forma volar es eso, contrarrestar el movimiento natural hacia abajo. De alguna forma el mundo entero es eso, pienso ahora, un amasijo de átomos que se puso en movimiento y ahora nadie sabe cómo frenar.
Bueno, bueno, cabeza de pajarito. Le nace un pensamiento y ya no sabe cómo matarlo. Debería mandárselo a mi socio, así entiende en qué nubes ando cuando me olvido de averiguarle el precio de la tierra. También le podría hacer llegar un disco con temas de Sui Generis (Fer me regaló una guitarra) y algunos números de mi revista predilecta, la Clic Clasificados (“Cambio gallinas de chiquero por chanchos ponedores”, es hasta ahora mi aviso preferido). Igual no sé por qué tengo que justificar en qué invierto mi tiempo. Al menos no, como mi socio, en averiguar en qué lo dilapidan los demás.
Tal vez si me mudara al pueblo reaccionaría más rápido. Allá he visto gente muy atareada, hablando por celular y acelerando sus automóviles, incluso chocando por hacer las dos cosas a la vez. Cuando regresaba de lo de Mnestr el otro día levanté a un paisano que me dijo que él ya casi no iba al pueblo porque la gente estaba muy loca. Lo alarmante es que no se refería a El Bolsón, sino a El Hoyo. Eladio que no encuentra ningún crimen digno de ser reportado y éste que les teme antes incluso de que se publiquen.
Hablando de crímenes salvajes, la puerta de Mi Capricho debe ser la primera que encuentro con traba desde que llegué. El impedimento me resulta antinatural, tan acostumbrado estoy a que las puertas sólo cumplan acá con su función primitiva de impedirle la entrada al frío y a los animales. Incluso en el sentido arquitectónico las cosas conservan en este sitio algo así como su esencia. De ahí que visitar la casa de Trencita sea como asistir a los orígenes de la disciplina, si no en el sentido material, porque abusan por ejemplo de lo que ellos llaman vidrio hippie, o sea plástico, sí en lo conceptual y hasta ideológico: una ventana es un lugar por el que entra luz, una planta en altura es un sitio hacia donde sube el calor. Así se pensaba cuando no estaban de moda los ventanales y así se volverá a pensar cuando dejen de estarlo.
Mientras espero que respondan a mis golpes veo que el cantero de enfrente está lleno de unos tallos marchitos salvo en el medio, donde hay dos florecientes. Parecen un par de turistas en shorts y camisa hawaiana que se tomaron el avión incorrecto y aterrizaron en un centro de esquí. Supongo que como subió bastante la temperatura deben creer que se viene la primavera, y lo cierto es que estamos más cerca de la próxima que de la anterior. Quizá yo también sufro los vaivenes del clima y por eso mis días se trastornan, como las cuatro estaciones de Vivaldi escuchadas en modo random.
–Perdón, pongo la traba cuando no está mi esposo –al fin me abren.
–¿Tiene miedo de que le entre algún bandolero norteamericano? –ironizo.
Me mira extrañada. Evidentemente no asistió al “Simposio internacional sobre bandoleros norteamericanos en la Patagonia” que se llevó a cabo el fin de semana pasado en Cholila y al que Fernanda (que de pronto descubrió que le interesa la Academia) me arrastró porque daba una conferencia sobre “Butch Cassidy, Sundance Kid y la Patagonia agónica”. Su tesis, hasta donde la pude seguir, porque le tocó exponerla después del corderito que bajamos con una buena cantidad de “Lágrimas del Piltri”, como se apoda al vino de rosa mosqueta, una planta que se exporta a pesar de estar considerada una plaga y que siembran los propios animales al comer sus frutos y excretar sus semillas, todo lo cual me fue revelado por un historiador de la región que se llama Juan Domingo Matamala y que estuvo a punto de llamarse Juan Domingo Cabildo Abierto Matamala en memoria a cierta asamblea que se hizo en honor al General, todo lo cual a mí me parece de lo más interesante pero a mi socio no le hizo la más mínima impresión, él sólo quiere saber cuánto cuesta un pedazo de tierra y cuánto costaría eventualmente limpiarla de rosa mosqueta, animales y peronistas; la tesis de Fernanda fue que la presencia en la comarca andina de los dos famosos forajidos a principios del siglo pasado era un hecho que correspondía en realidad al Lejano Oeste norteamericano, pero que quedó registrado acá como consecuencia de una falla de memoria, la misma que también explicaría otros muchos recuerdos incongruentes que presenta la zona, como es el caso del plesiosaurio, una especie de Nahuelito que se supone que avistó el sheriff Sheffield, y el mismo sheriff Sheffield, que vino a la caza de los bandoleros incongruentes. La Patagonia sufriría según Fernanda una especie de Alzheimer invertido, de agonía mental patas para arriba: en lugar de olvidar lo propio, recuerda lo ajeno. Matamala aplaudió su exposición (“Mi propio nombre es un recuerdo ajeno”, me acuerdo que dijo, o quizá se lo dijo a otro y el recuerdo me cayó a mí) pero lo que realmente la halagó fue que un conferencista norteamericano la tratara de loca, porque la palabra nuts deriva de la palabra nuez y ella se había inspirado para su teoría en la madre de Feliciano, cuyas nueces guardaba como un científico unos cerebritos de ratón.
–Cierro por miedo a que me entre cualquiera –insiste la dueña.
–¿Pero le pasó algo alguna vez? –empiezo a alarmarme yo también.
–No, a mí nunca, pero veo la televisión y sé lo que pasa. ¿No vio este chico en Filadelfia que se metió en la escuela y mató a no sé cuántos?
Habla de un caso en la tierra de Butch y Sundance como si hubiera ocurrido acá a la vuelta y lo hubiera visto en persona. También la tele produce Alzheimer al revés, reflexiono, haciéndonos ciudadanos del mundo en el sentido menos cosmopolita del término. Comparada con la paz que debe implicar hundirse en el olvido, el terror que insuflan estos recuerdos vía satélite parece ser el verdadero mal, por lo que tal vez el Dr. Alzheimer lo que descubrió no fue la enfermedad, sino la cura.
Dejo el ajedrez y me voy sin entrar. Pocas cosas me dan más miedo que los paranoicos. Cuando salgo, el campo huele mucho a campo. Bajando hacia La Anónima pienso que podría quedarme a vivir acá para siempre, colgado de las nubes como el Piltri. Ya no tendría que rendirle cuentas a nadie, ni siquiera a mí mismo. Paseando con mi carrito creo ver a Rudolf abasteciéndose de verduras. Pero lo veo de reojo, tal vez era sólo una rata.
–¡Son lo chilotes! ¡Yo lo saiba! ¡Los chilote traidore nos están atacando! ¡A lo búnker! ¡A lo búnker!
Las vacas y las gallinas miran gritar a Palomo en silencio. Se fueron reuniendo bajo los árboles sin motivo aparente, como arrastradas por una fuerza de gravedad horizontal, y desde hace varios minutos que ahí están, quietas y aterrorizadas, a la espera de una explicación de su propio comportamiento. Recién ahora el cielo se las proporciona en forma de una nube negra y densa que avanza sobre nosotros exactamente desde donde Palomo vaticinó que empezaría la invasión chilena. La inocencia les valga a los pobres bichos si creen que esos edificios sin paredes les van a servir de refugio.
–¿Tienen búnker acá? –la inocencia le valga también a Fernanda.
–Depende. ¿Cómo se llaman esos árboles?
–¿Esos? Son álamos.
–Ah, entonces no.
Qué inocente. El complejo no se iba a llamar Los Álamos porque estuviera lleno de abedules. Igual Feliciano podría haber sido un poco más imaginativo y bautizar a sus cabañas Lo Búnker. Si se confirma la hipótesis de su hijo, alquila todas enseguida.
–Es un volcán que entró en erupción, está en la tele –llega en ese momento Feliciano.
–Qué volcán ni volcán, viejo, son lo chilote hijueputa que vienen a ocupar la Patagonia –Palomo enciende un cigarrillo, le da dos pitadas y lo tira contra el horizonte como si fuera una granada.
Nos unimos a ellos en el medio del parque, también se acercan el gordo y la fea acompañados por el nene y el perrogato. Juntos observamos cómo la nube de alquitrán se va comiendo las montañas hasta ennegrecerlo todo. Belicosa o pacífica, humana o natural, como imagen del fin del mundo hay que decir que es bastante convincente. Aporta al verosímil el hecho de que estando como estamos en su desenlace geográfico, nada se opone a que por acá empiece también su colofón temporal.
–Los chilenos están más jodidos que nosotros –Feliciano se rasca el hombro caído–. Parece que El Chaitén está cubierto de ceniza volcánica.
–Macanas, viejo. Lo chilotes nos mean y la tele dice que llueve.
Invocada por Palomo, en ese momento empieza a caer una lluvia lenta y grisácea, como de plumas de pato. Parece una nevada, la primera de copos grandes y duraderos desde que llegué, con la diferencia de que el aire está pesado y huele a podrido.
–Es el azufre –aclara el gordo.
–Esto es como respirar Odex –completa su amante.
La comparación me resulta convincente y a la vez absurda. Como decir que los grupos sanguíneos de las personas son como las normas de las videocaseteras, o como equiparar un álamo sin hojas con un edificio sin paredes. Nadie que no haya sido criado lejos de la naturaleza puede invertir de manera tan escandalosa el orden natural de los elementos. Somos nosotros en todo caso los que limpiamos bañaderas con ceniza volcánica o nos trepamos a los árboles en ascensor.
Insinúo que si el aire semeja un producto de limpieza entonces no debe ser muy higiénico que lo respiremos y cada grupo vuelve a su habitáculo. Desde adentro vemos cómo la ceniza va depositándose sobre todas las cosas con la majestuosa lentitud de quien se sabe inevitable y definitiva. A este ritmo es sólo una cuestión de horas que nos termine de tapar por completo. Siento la impotencia de un egipcio ante el advenimiento de las plagas, con la diferencia de que moriré sin el orgullo de haber construido una pirámide.
–¿La Cenicienta se llamará así porque era pura ceniza? –cuando la vida está en peligro uno tiende a buscar amparo en las preguntas trascendentales.
–A ver qué dice la radio –Fernanda prefiere refugiarse en el búnker más prosaico de la información pura y dura.
Una voz engolada a la que en otras circunstancias no le creería ni la hora nos alerta de que el volcán sigue escupiendo ceniza y hay peligro de que en cualquier momento entre en erupción. De ocurrir eso, lo más probable es que lo imiten todos los otros volcanes de la cordillera, que al parecer son unos cuantos. La cadena de terremotos que se desataría tendría la fuerza suficiente como para dejar la cordillera, formada ella misma por movimientos tectónicos, de nuevo al ras de la tierra.
–Justo el otro día estaba pensando que mis días acá son intercambiables, como que no pasa nada hoy que no pueda haber pasado ayer o mañana, y de pronto pum, pasa esto, un hecho histórico, un antes y un después. Ahora que lo pienso quizá lo de a.C. y d.C. no es por Cristo, sino por la Ceniza.
–O por la Cenicienta.
Lo que me gusta de Fer es que aprendió a burlarse de mí, sin por eso dejar de tomarme en serio. O a tomarme en serio, sin por eso dejar de burlarse. De pronto se siente un temblor en la tierra y ella me abraza asustada.
–Si he de morir, Yolanda, quiero que sea contigo –canto en broma.
–¿Yolanda? ¿Quién es Yolanda? –me pregunta en serio.
No es la primera vez que le cito un lugar común del latinoamericanismo revolucionario y Fer no lo entiende, como si se hubiera criado no en Bolsón sino en Villa General Belgrano. Su cultura general tiene en ese sentido unos baches tan notorios que no me sorprendería enterarme de que se educó bajo las órdenes de una institutriz extranjera. Lo más probable sin embargo es que el desfase se deba a nuestra diferencia de edad. Fuimos chicos en países distintos, aunque casualmente con la misma ubicación geográfica.
–¿Vos sabés lo que hay que hacer en caso de terremoto? –se aprieta más contra mí.
–No, pero sé lo que hay que hacer cuando las vacas pasan corriendo cerca de la cabaña, que es abrazarse y cantar canciones de Pablo Milanés.
–Te hablo en serio, Fernando. ¿Y si viene un terremoto de verdad?
–La vida no vale nada si no es para perecer.
Desde que volví a tocar la guitarra que estoy cada día más subversivo. Las canciones emergen del fondo de mi disco rígido (tendría que ponerle un nombre científico a estas metáforas invertidas, potro en vez de tropo, o en vez de símil, misil) como las oraciones religiosas para quien se educó en un colegio religioso. La diferencia es que la fe sigue vigente, mientras que a la revolución ya nadie le tiene fe. Retornaron las canciones que prohibieron los asesinos, pero ahora nadie las escucha, silenciadas sonaban mucho mejor.
–Fer, tengo algo que decirte –me dice Fer.
–Apurate que se viene el fin del mundo y lo queremos esperar como se debe.
–Te hablo en serio.
–Yo también. Donde hay cenizas tiene que haber fuego.
Silencio. Expectativa. ¿Hablaremos o garcharemos? Lo primero no quita lo segundo, pero lo segundo tiene la ventaja de que podría anular lo primero. Para mujeres como Fer lo primero es de todas formas una variante apenas sublimada de lo segundo, como quien dice hacer el amor en vez de garchar.
–Bueno, decime –cedo.
–No, dejá –recula.
Del otro lado de la ventana pasa una bandurria toda cubierta de ceniza. Parece una peluca entalcada con patas, si se me permite el potro. Se frena delante del ventanal y al vernos emite un chillido como de trompeta. Tiene que ser el anuncio del fin de los tiempos. Y nosotros que seguimos vestidos.