Lo hice por mi hijo. Y por Palomo. Cuando le conté que pensaba denunciar a su tío putativo, menos para pedirle permiso que perdón, Palomo me confesó que de chico, durante sus excursiones al Piltri, Rudolf había abusado repetidamente de él. Doble motivo para entregárselo al cazanazis, me entusiasmé yo, pero Palomo lo veía distinto. Si no lo había denunciado hasta el momento era porque no le guardaba rencor, más bien se sentía en deuda.
–Gracia a Rudolf yo me hice puto, y la verdad es que ser puto me ha dado mucha satifacione.
Como lo agarré despidiéndose de una joven turista con la que a todas luces había pasado la noche, bastante machona la petisa, aunque a fin de cuentas mujer, no pude dejar de insinuarle que acaso existiera un principio de inconsistencia entre ser orgullosamente homosexual y acostarse con mochileras más o menos femeninas, a lo que Palomo me explicó que una cosa era el goce y otra muy distinta el trabajo.
–A esta gringas me la fifo con forro pinchados para asegurarme la jubilación.
Apostaba, en efecto, a que los hijos que les hiciera a las extranjeras se criaran en algún país rico y luego lo mantuvieran cuando llegara a viejo. Tan seguro estaba de ser lo único excitante que les iba a pasar en toda su miserable vida de tedio primermundista que en lugar de abortarlo, el souvenir que él les dejaba en el vientre serviría más bien para acelerar las nupcias con algún economista de pito corto que las haría opulentamente infelices, razón por la cual aquella lejana aventura patagónica cobraría las dimensiones mitológicas que, transmitidas al primogénito, lo impulsarían ya de grande a buscar a su verdadero padre y a amarlo incondicionalmente, sobre todo en lo que se refería al dinero.
–Y eso imaginátelo multiplicado por quinientas, que son las yegua que pienso dejar preñadas para asegurarme una vejé dinna.
Aunque con la autoridad moral algo mocha por haber yo mismo embarazado a una niña inocente, igual le recriminé al patagonic lover que abusara de la civilidad primermundista, tan afecta aún al mito del buen salvaje.
–Esos hijos que ellas se llevan son hombres que nosotros perdemos, estás fomentando una fuga de fetos muy dañina para el país –busqué sensibilizarlo, pero viendo que no lo lograba tuve que acudir directamente al golpe bajo–. Con lo bruto que suelen ser los extranjeros, no me extrañaría que esas chicas les terminen enseñando a tus hijos a gritar los goles de Chile.
Aunque algo tocado por la imagen, el misógino volvió a salirse por la tangente, explicándome que acostarse con turistas le cuidaba la reputación entre sus compañeros de armas.
–Si no mostrás que te gustan la minurrias, en el cuartel nadie se te acerca a culear, por miedo a que lo otros piensen que están con putos.
–Bueno, pero entonces cuidate: en vez de pinchar los forros, que es alevosía, usá los Camaleón, que no fallan.
Denuncié, pues, al tío abusador, en parte para vengar a Palomo, que había sido demasiado víctima como para ahora poder juzgarlo objetivamente, y en parte para que mi hijo no tenga que crecer con un progenitor encarcelado por deudas, para colmo ajenas. Los otros igual creen que lo hice por pura codicia, y consecuentemente planean en qué gastar la recompensa como si fuera propia. Trencita por ejemplo me insta a que contrate unos sicarios para que liquiden a mi socio y a mi ex, sin olvidarme antes de financiarle la construcción del segundo piso de su casa. Palomo dice que invierta en desarrollar energía atómica con fines pacíficos (invadir Chile y reconquistar la costa del Pacífico), Mnestr me propuso hacer de El Bolsón un parque temático de los años ochenta (el gasto estaría en hacer que todo quede como está) y el gordo quiere que armemos una especie de biblioteca de autos, donde la gente pueda consultar modelos antiguos y llevárselos prestados a su casa (lo llamaríamos “Iaten Karting”, que suponemos significará algo así como “Donde los autos viven”).
La única que no me sugirió nada específico fue Fernanda, aunque ahora que vuelve a salir el tema insiste en que tengo que usar la plata en un proyecto propio y de importancia, algo que me haga sentir realizado como persona.
–La Patagonia es el lugar de los grandes proyectos –me recuerda.
–Y de los grandes fracasos –le recuerdan.
Entre varios van armando la lista: la fusión en frío que Richter nunca logró en la isla Huemul, el depósito de basura nuclear que no se llegó a construirse en Gastre, el Reino de la Araucanía que nadie reconoce, la República Independiente del Bolsón que duró lo que una borrachera, las comunidades hippies que jamás llegaron a funcionar como tales y el aeropuerto del magnate norteamericano Charles Lewis, que las autoridades se niegan a habilitar. Barbablanca agrega que Patagonia fue uno de los lugares que se barajó para fundar el Estado de Israel y su mujer opina que, bien mirados, los dinosaurios patagónicos son una especie fracasada. Todo lo cual no hace más que justificar que estemos acá, protestando contra la megacomputadora, el último de los grandes proyectos patagónicos condenados a jamás llevarse a término.
–Debería llamarse Patagonía, porque acá todo lo que hace pie, muere.
–Patagonía, tierra de la utopía y de la megalomanía.
–Y de la decadencía y la desgracía.
–En el fin del mundo todas las palabras deberían ser agudas.
Es natural que nos pongamos un poco idiotas. Van a ser ya tres horas que estamos parados en medio del campo, mostrándoles nuestras pancartas de protesta a las ovejas y las bandurrias. Ni siquiera estamos del todo seguros de que sea ésta la tierra donde Lewis quiere instalar la megacomputadora, ni para qué la va a usar, ni si se entera de que nosotros nos oponemos. Es un acto simbólico, digamos, sólo que el frío es bastante real.
Para combatirlo hay algunos que juntan ceniza, que en Bolsón ya barrió la lluvia, pero que por acá todavía se conserva intacta. La meten en frascos de vidrio y después la venden en la feria o por internet. Acá todo se enfrasca y se pone a la venta: truchas fileteadas, frutos enteros, licores rojos, cremas regenerativas, pócimas medicinales. Venden las semillas hasta de los cardos, y de cualquier yuyo hacen una mermelada o un té. La capacidad innata que tienen estos hippies para los negocios sólo es comparable con lo radical de su anticapitalismo. Hace un rato discutían precisamente el proyecto, al parecer ya antiguo, de abolir la plata en El Bolsón. Los turistas deberían cambiar sus billetes en La Anónima (ya expropiada por el Estado bolsonvique) y con los productos adquiridos hacer trueque en la feria. Para evitar las especulaciones, se instaurarían precios fijos en base a relaciones inamovibles: una bombilla igual a tres kilos de papa, un kilo de papa igual a un queso, dos quesos igual a un porro, y así. La primera consecuencia, y la más deseable, es que desaparecerían los economistas, que según la opinión generalizada son unos inútiles que sólo sirven para pronosticar tardíamente las crisis que ellos mismos generan. La segunda consecuencia, ya no tan apetecible, es que yo me quedaría sin mi recompensa, o la cobraría en dulce de guinda y té de mosqueta.
Por fin alguien sugiere que la protesta duró lo suficiente y enrollamos las pancartas. En ese momento, tal vez porque en perspectiva se confunden con los álamos del fondo, tengo repentinamente la visión de lo que quiero hacer con lo que me sobre de plata: edificios. Unos rascacielos con forma de álamos, hechos de escaleras que se entrecrucen como ramas, altos y vacíos en el medio del campo. Unos enormes e injustificables álamos de hormigón.