–¿Qué le pasó?
–A mí nada, vine a acompañar a mi... Está embarazada.
–Ah. ¿Y usted es de acá?
–No, de la capital. ¿Usted es de Puelo?
–No.
–Ah. ¿De la capital?
–No, no.
Si hay algo que no me importa en este mundo es saber en qué lugar del mismo nació este señor. Y si hay algo que me molesta es la gente que oculta información banal, como buscando darle al menos ese valor ínfimo, el del develamiento demorado. Porque seguro que tarde o temprano me lo revela. Todo secreto es una forma de la mentira, y como tal tiene las patas cortas.
–¿Y de qué trabaja? –sigue con su interrogatorio.
–Por Internet –me hago yo el interesante.
–Internet es pura basura.
Si se refiere a que todo queda colgado ahí para siempre y nadie hace una limpieza, estamos de acuerdo. Si en cambio se refiere a que ahí se pueden escuchar canciones de Julio Iglesias, también.
–Bueno, todo medio puede ser usado para...
–Es un mecanismo de control, como el celular o la tarjeta de crédito. Los tipos saben dónde vivís, qué hacés, todo.
Debe ser de Brasiloche, entonces. O de Nueva York. Porque no creo que la gente de acá sea tan celosa de su intimidad, ni respetuosa de la ajena. De hecho la intimidad, entendida como ese vacío que hay que llenar protegiéndolo de la mirada de los otros, es de alguna manera un invento de los mismos que ahora buscan violarla por todos los medios a fin de vender sus productos. La intimidad misma es un producto foráneo, que al parecer este tipo se compró creyendo que era industria nacional. Todavía no entendió que la idea de la aldea global es que todos volvamos a saber todo de todos. Mientras las ciudades chicas sueñan con ser Nueva York, Nueva York tiene nostalgia de cuando era como El Bolsón.
–Los pibes se la pasan en el Internet –prosigue con su interne–. Nadie aprende ya un oficio. Todos quieren ser ingenieros, arquitectos, hacer planitos en la computadora, ¿y quién hace las cosas? ¿Quién se pone el mameluco y se ensucia las uñas? Después no nos quejemos de que el país se llene de extranjeros.
–Pero como contrapartida el extranjero se llena de argentinos especialistas en redes cibernéticas. ¿Usted tiene un oficio?
–Sí.
Me acuerdo que una vez le pregunté a una persona si tenía hora y me contestó eso: sí. No le pregunté qué hora tenía, como no le voy a preguntar a este secretópato cuál es su oficio.
–Mi padre era vaporista. Él fue el que cambió las locomotoras a leña por locomotoras a gasoil. Estudió en Francfort. Era extranjero.
Qué rápido pasa el tiempo. Hace un segundo la misma palabra significaba algo malo.
–¿Alemán? –arriesgo.
–Español.
El dato le parece tan contundente que no necesita jugar al misterio. A los bolivianos que hoy se sienten discriminados por los hijos de inmigrantes como este señor hay que pedirles la paciencia que los gallegos le tuvieron a los criollos que llegaron antes que ellos. Que sepan que sus hijos van a estar orgullosos de ellos, sólo les falta conseguir a algún otro extranjero que discriminar.
–Mi padre sabía que el ferrocarril no tenía futuro, y por eso no quería que perdiéramos el tiempo con eso. Además él decía: enseñá a volar, pero no dejes que te sigan el vuelo.
Ahí está entonces la fuente secreta de tanta secretofilia: un Edipo desviado y mal resuelto. Nunca dejará de sorprenderme que un judío vienés haya explicado con tanta precisión, hace más de un siglo, la mentalidad de un criollo patagónico actual.
–Pero a usted su padre le enseñó, quiero creer.
–A mí no me dejaba ni entrar en su taller. A mi hermano sí. Igual aprendí por mi cuenta. Sé un treinta por ciento de lo que sabe mi hermano, pero tengo un equipamiento que él en su puta vida va a tener.
Qué linda familia. Ojalá me invite a un asado en su casa así tengo el gusto de conocerla. Lo único que pido es que usemos cubiertos de plástico, como en los aviones.
–Pero con esa lógica de no enseñar los secretos hacen bien los jóvenes en no querer estudiar el oficio de aviador.
–¿Aviador?
–Digo, por eso que pedía su padre de enseñar a volar. Me imagino que si él iba en tren habrá querido que sus hijos...
–Yo soy gasista. Gasista matriculado.
Se supo nomás. El señor no vuela, a lo sumo explota. Una lástima. El universo ha perdido un secreto. Ya no es un lugar tan interesante como hace un momento.
–Hay pocos gasistas diplomados –comento.
–En Maitén, que es de donde vengo, yo soy el único.
Ya está, pues. Ahora lo sé todo. Me siento Dios. Qué fastidio. Nada más aburrido que la erudición.
–Gana todas las elecciones del sindicato –bromeo.
–Los sindicatos son pura basura. Son los que hundieron a este país. Me acuerdo que una vez mi padre se rebanó el dedo, fue al hospital, lo cosieron y a la tarde ya estaba trabajando. Ahora por una heridita de nada cualquier peón de mierda se hace mil estudios. Ayer estaba viendo en la televisión el fallo de la Corte Suprema que le quita poder a los sindicatos. Es una gran noticia. Me gustaría leer ese fallo completo porque es histórico.
–Búsquelo en Internet, debe estar.
–Internet... Ahí lo único que hay son minas en bolas.
–Eso en las páginas de transexuales. Hay otras con minas en concha también.
Me mira contrariado. Tal vez no se anima a preguntarme el nombre del sitio en cuestión. Igual no se lo daría. Un secreto piadoso, para que su vida sea un poco menos aburrida.
–¿Y usted está acá por qué? ¿Se rebanó el sin uña porninterneteando?
–¿Eh? No, no. Me estoy haciendo unos estudios.
Fer sale del consultorio y lo saluda. Es el que le colocó las estufas en su casa, me explica. Ahora el tipo me reconoce: yo soy el abogado que perdió a su mujer y a su hija en el accidente de autos. “Mi más sincero pésame”, me despide compungido. La culpa es mía por contar mi pasado con tarjeta de crédito.
Mientras caminamos hacia lo de Anenka, Fernanda me cuenta que hace unos años el hijo del gasista se enfermó de Hantavirus, para colmo en medio de una inundación. Tuvieron que movilizar hasta un helicóptero de gendarmería para llevarlo a un hospital, donde milagrosamente lograron salvarlo. Lo interesante del caso es que pocos meses más tarde lo dejó una novia y el pibe se pegó un tiro.
–Es que a veces lo mejor es cortar por lo enfermo.
–¿De qué hablás?
Buena pregunta. Vine a rehacer mi vida y me han dado todo para que lo logre, desde un pasado trágico que mejor olvidar hasta una profesión distinta y una chica joven con la que formar una nueva familia. Ya nada me queda en Buenos Aires que no sean deudas, mientras que acá me espera una recompensa magnífica y la posibilidad de concretar mi primer proyecto propio. Ni en la más entusiasta de mis cartas de no suicidio se me ocurriría qué otra cosa pedir para justificarme seguir con esta vida.
–A ver qué quieren hoy mis chicuelos –Anenka.
–La verdad es que no sé –Fer.
Ni yo. Pero para eso venimos acá. Nada más difícil que saber lo que uno quiere, ni más lindo que otra persona te lo diga.