No sería la primera vez que el hijo del Rulo roba libros de una biblioteca. En la de El Bolsón ya no lo dejan entrar, parece, y ahora que lo agarraron acá, en El Hoyo, seguro que ataca en Lago Puelo. Cuando nos acordemos otra vez de él, el pibe ya va a tener diezmadas todas las bibliotecas populares de la comarca.
–Mejor que robe libros a que robe otra cosa –acepto el mate que Eladio fue preparando mientras recitaba el prontuario del malhechor.
–Pero doctor –abre su mano buena–, eso es lo mismo que decir que un comerciante es más culto por vender libros en vez de ropa. Si al menos los leyera, podríamos discutirlo. Pero Rulito roba libros para venderlos en Chile, donde están carísimos. Es como un chileno que roba walkmans para venderlos de este lado de la frontera.
Estoy tentado de decirle que no haría gran negocio, pero lo dejo pasar. Hace un rato, mientras me traía desde El Bolsón en su Renault 12, “el mejor auto de la historia” según la definición de su dueño, y lo cierto es que correspondía más a la vitrina de un museo que a una ruta del presente, el Rulo, que manejaba con la misma imprudencia que al bus sólo que ahora yo la comprendía y hasta la agradecía, muchas otras diversiones no parece haber en este lugar, me dijo que el CD saltaba tanto que la gente estaba volviendo al casete. También en ese momento estuve tentado de alertarlo sobre la existencia del ipod, pero preferí callarme. Mientras que en la ruta del progreso electrónico no se vislumbren novedades al frente, tienen todo el derecho de mirarla por el espejito retrovisor.
–Me parece que se está haciendo demasiada mala sangre por una nimiedad –devuelvo el mate.
–Tan nimia no debe ser si el Rulo le pone un abogado para defenderlo –Eladio vuelca la pava y sostiene el mate con la misma mano.
La gravedad de un hurto no se define por el valor del objeto sustraído sino por la forma de hacerlo, me sigue explicando el bibliotecario, olvidando que el abogado se supone que soy yo. Y lo grave en este caso es que el hurto no tuvo ningún agravante, cosa que paradójicamente confirmaría el profesionalismo del caco. Nada más fácil que robar un libro, me pasa Eladio otro amargo, ni nada más difícil de castigar. A Eladio no le queda ni el consuelo de una justicia mediática, pues ahí sí que cuenta más el valor de lo robado que la forma. Esa es la razón por la que a él le resulta prácticamente imposible colocar sus notas en El Chubut.
–Soy corresponsal de policiales –explica.
–¿Policiales acá en El Hoyo? –pido más explicación.
El Hoyo y aledaños, amplía Eladio, donde según él no faltan accidentes de tránsito, incendios intencionales, robo de herramientas y cuatrerismo. Nada de eso alcanza sin embargo para convencer a los editores en Trelew, por lo que en dos décadas de corresponsalía Eladio no consiguió que le publicaran ni un solo artículo.
–Hace unos años, cuando vino el gobernador del Chubut a entregar unos subsidios, la esposa perdió la billetera –rememora el periodista bibliotecario–. Era mi gran oportunidad de hablar sobre bandas de maleantes en la zona, sobre asaltos a camiones chilenos, sobre contrabando de material atómico, pero a última hora la encontró.
–Así como lo cuenta parece como si quisiera que haya crímenes –lo acuso indirectamente de magnificar por eso el de Rulito.
–No más que cualquier periodista de policiales sin trabajo. No más que cualquier bibliotecario aburrido. No más que cualquier habitante de pueblo chico.
Lo más triste, siempre según Eladio, que se chupa todo el mate en el espacio de una coma, es que la cantidad de crímenes que tiene lugar en un pueblo como El Hoyo, donde al parecer no pasa nada, es proporcionalmente mucho mayor que en una capital con millones de habitantes, donde da la impresión de que andan todos matándose por la calle. La diferencia es que acá se matan puertas adentro, despacito y en silencio. Proliferan los casos de maltrato familiar, abuso de menores y violaciones, sólo que no cuentan como crímenes porque nadie los denuncia, ni siquiera es seguro que los perciban como tales. Eladio está convencido de que si las víctimas pudieran hablar sin miedo a represalias, o si al menos entendieran que son víctimas de algo que está mal, la sección de policiales del pueblo tendría el tamaño de la sección de permutas en la revista Clic Clasificados.
–Lo otro que ayudaría es que se reporten los crímenes entre animales. Hace años que lucho para que se informe sobre las manadas de lobos que atacan rebaños o sobre pendencias entre toros de renombre. Un perro malo que se come un par de ovejas causa mucha más conmoción que un padre que deja embarazada a su hija.
–Pero los animales matan para alimentarse, es una defección que no tiene nada de delictuoso –hablo con tecnicismos que me suenan de abogado, aunque no sé si los uso correctamente ni si de verdad existen.
Mi intervención le da pie a Eladio para exponer una extraña teoría acerca de que todos los animales, incluyéndonos, son en verdad vegetarianos. Comer el cuerpo de un semejante es una costumbre que habría surgido durante alguna sequía muy fuerte, acaso una inundación, y si bien algunas especies la habían ido naturalizando con el paso del tiempo, no por eso dejaba de ser un crimen. La prueba biológica de esta hipótesis estaría dada por el hecho de que cualquier animal puede subsistir a base de plantas, frutas y lácteos, pero no todos logran digerir la carne ni mucho menos los huesos.
–¿Y cómo se justifica entonces que la caza sea una actividad registrada desde la época de las cavernas? –busco defender el corderito patagónico que planeo comerme en cualquier momento.
–Si el hombre vivía en cavernas es porque lo atacaban otros animales. De ellos copió la costumbre de comer carne, igual que los americanos copiamos de los europeos la pasión por las armas de fuego y la fe en un solo Dios, entre otras atrocidades.
La hipótesis de Eladio es que los primeros animales carnívoros fueron los célebres gigantes patagónicos, que debían su tamaño precisamente a su régimen alimenticio. En ellos estaría expresada la creencia antediluviana de que un animal que se come a otro animal automáticamente debe crecer en proporción al cuerpo ingerido. Los gigantes eran como el hombre de la bolsa, sólo que venían no cuando el chico dejaba comida, sino cuando tomaba comida impropia, como por ejemplo carne.
–Las bolsas de estos gigantes eran tan grandes como ellos, de ahí lo de bolsón. Y no importa si eran reales o no. La sola idea de inventarlos demuestra que fue acá donde empezó esta costumbre malsana de comer carne. Por eso nosotros tenemos la obligación moral de acabar con ella.
–Y una forma de empezar a hacerlo sería reportando los casos de canibalismo animal como si fueran crímenes entre humanos.
Eladio asiente chupando el mate, luego ceba y me lo pasa, todo con el brazo izquierdo, el otro le cuelga muerto desde el hombro. Es tal la habilidad que despliega la extremidad sana que no parece hacerle falta la otra, sino más bien sobrar en los que conservamos dos. Me tienta preguntarle qué le pasó, pero lo dejo pasar.
–¿Y qué lo trajo al sur? –pregunta en cambio él, sin empacho.
–Perdí a una mujer –contesto con ambigüedad no deliberada.
En ese momento la puerta se abre y da paso a una señora vestida de negro, que lleva un sombrero de paja y entra plegando una sombrilla. Es tan ancha que podría ser la hermana del gordo amigo de Feliciano, en todo caso resulta poco probable que sea vegetariana. El espacio, de por sí pequeño, ya no parece alcanzar para los tres.
–Bueno, yo me voy yendo –me paro.
–¿Usted es el arquitecto que le va a hacer la casa a Leandro? –se sienta.
–¿Además de abogado usted es arquitecto? –Eladio le pasa el mate.
–A usted ser bibliotecario no le impide dedicarse al periodismo –la mejor defensa.
–Entre otras muchas cosas –agrega la señora–, aunque todas juntas no suman una sola de mediana decencia.
–La señora trabaja de viuda –se acuerda de presentármela Eladio–. Se llama Clitemnestra, Clite para los conocidos.
–Mnestr, para los otros.
Antes de salir Clitemnestra me dice que cuando termine con lo de Trencita me dé una vuelta por su chacra porque anda con ganas de construir unas cabañas. Estoy tentado de decirle que no vine al sur a trabajar, mucho menos de lo que ya trabajaba antes, que estoy en crisis con mi carrera y en general con mi vida y con el mundo, pero me callo. El primer paso para solucionar los problemas de uno es entender que carecen de importancia para los otros.