En el sueño me llega el sonido de la bocina de un auto, rumor de voces, y con los primeros rayos del sol despierto. Entonces domina de nuevo el aquí y el ahora. Miro el reloj sobre la mesilla de noche: son las siete de la mañana. Me tallo los ojos, en los últimos días tengo comezón en el ojo izquierdo y veo puntos negros.
Lo primero que hago al levantarme es dar a Leo una ración de croquetas y luego, escaleras abajo, abro la puerta al gato para que salga a pasear y de paso saco el correo. En el buzón encuentro cuentas de médicos y la vista de los sobres me trae a la memoria el olor a medicina y el ruido de monitores. Cuando subo al departamento camino por el pasillo alfombrado y las paredes adornadas por enmarcadas pinturas. El estudio y el dormitorio al final del pasillo son cuartos bien iluminados, y el armario apenas arroja una sombra sobre el tapete. Desde tu partida, ambas habitaciones duermen un sueño de olvido y en ellos reina el silencio sobrecogedor que dejó tu ausencia.
Entro al dormitorio. En el armario cuelgan tus sacos y corbatas perfectamente ordenados, paso los dedos entre la ropa. En un cajón encuentro un pañuelo con tu nombre grabado, lo aprieto entre mis manos y vuelvo a dejarlo en su lugar. Sobre la mesilla de noche descansa el ejemplar de Hesse que ya no terminarás de leer, tus lentes que ya no usarás, tu despertador desconectado y las pastillas de mentol que ya no tomarás. Tomo las pastillas en la mano, las dejo resbalar entre mis dedos y las tiro al bote de la basura.
Salgo de la recámara.
Cuando abro el estudio me miran desde un cuadro unos infantiles ojos negros. Es la pintura de una niña en la época de la guerra civil en San Salvador. En una pizarra están clavados con chinchetas los rasgados boletos de entradas al cine, de los partidos de fútbol de cuando vfb Stuttgart llegó a campeón de la liga, y cuando jugó en Berlín por el campeonato de la copa alemana. También fotos de cuando nuestro mundo estaba entero: en una de ellas con Markus en una feria frente a un puesto de tiro blanco. Él tiene en la mano derecha un conejo de peluche de pantalón de pechera y sonríe triunfante.
Me detengo ante una serie de fotos instantáneas que nos tomamos en Berlín. En aquella ocasión, en un descuido, te perdí de vista entre la muchedumbre. Te busqué durante horas y rumié mi rabia porque no recordaba el nombre del hotel donde nos habíamos hospedado y tú no traías el celular contigo. Furiosa, juré que cuando te encontrara, te diría lo que merecías por tu necedad de no usarlo. No obstante, cuando te vislumbré recargado en una esquina de la plaza de Potsdam, fumando y mirando para todos lados, lo único que hice fue correr a abrazarte, contenta de verte sano y salvo.
Desvío la mirada hacia el escritorio, y a un lado de tu agenda descubro un cedé sin indicaciones de su contenido, lo tomo, salgo del estudio, paso de largo por los cuartos de Emilia y Markus y me dirijo a la sala. Prendo la televisión y el reproductor de cedés donde lo coloco. Me quedo paralizada de asombro cuando tu cara aparece en la pantalla respondiendo a las preguntas de un reportero de una cadena televisiva de San Salvador. Apago el aparato, no soporto ver tu imagen.
Voy a la cocina con armarios de madera y aparatos eléctricos. Todo está en orden. Ni un solo plato fuera de lugar, ni una sola miga, ni una mancha enturbia el brillo del fregadero. Pongo agua en la cafetera, en el filtro café y prendo la máquina. Con una taza de café en la mano voy al comedor. Me froto la frente cuando mi vista tropieza con la vitrina donde está la vajilla que sólo usábamos en ocasiones especiales; la porcelana parece prisionera en el mueble.
Me siento frente a la computadora y entre la claridad del día y la sombra de las ramas del tilo me dispongo a continuar escribiendo esta carta. Se me hace un nudo en la garganta al observar la mesa donde nos reuníamos los cuatro a comer, en donde Markus imitaba a su maestro de matemáticas, devoraba montañas de pasta y Emilia, con disimulo, por debajo de la mesa le daba trocitos de jamón a Leo, mientras nosotros fingíamos no darnos cuenta. Cuántos gratos recuerdos pasaron en torno a esa mesa envueltos en el aroma a manzanas, vainilla, chocolate, café, clavo, cilantro o tocino.
¿Cuántas veces en esta misma mesa debatimos sobre política o intentamos arreglar los problemas del mundo entero? ¿Cuántas veces discutimos sobre la hora de llegada de ellos, de la disco?, o bien ¿cuándo fue la última vez que alguno de nosotros derramó un chorro de leche o jugo, o manchó el mantel con salsa de tomate? ¡Qué no daría por volver a vivir aquello, aunque sólo fuera una vez! Hoy los tres parecemos desconcertados, sin saber qué hacer con la pena que nos agobia.
Algo en mi interior se agita, crece un mundo de brumas, de algo informe e incierto. Tengo la sensación de perder el contacto con la tierra y flotar sin peso sobre arenas movedizas, han transcurrido varios meses desde tu partida y yo continúo a la deriva. Del estupor del primer tiempo he pasado a la infinita tristeza, al miedo de que vuelva a ocurrir algo malo, y a la apatía mezclada con aflicción.
Días van, vienen y yo sigo con esa desazón que sube como espuma y no mengua. Algo tengo que hacer, algo que me saque de la melancolía. En estos meses no he vuelto al club de golf, ni al estadio, ni a ningún sitio que te recuerde para no dejar que mi mente se pierda en las imágenes que conducen hacia el ayer. No quiero recordar.
Un relámpago cruza el cielo seguido del reventar de un rayo y Leo corre a esconderse bajo el sillón, pues aunque parezca un bandolero del oeste, cuando de ruidos fuertes se trata, se transforma en un miedoso ratón. Por eso hoy, por libre voluntad, se queda en casa. Lo tomo en los brazos y acaricio su lomo. No tengo ganas de escribir, cierro la computadora y me siento en el sofá.
Comienza a llover.
Prendo la televisión para ver las noticias y tomo mi tejido. Leo se echa a mis pies y dormita en su cojín. Se estremece en el sueño; es agradable mirar su cara dormida y algo regordeta. Cuando despierta estira sus patas delanteras mientras mira en dirección al ovillo de lana que estoy usando. Primero sólo lo mira, luego de un zarpazo lo atrapa y encuentra gusto en moverlo entre sus patas. Cuando la bola cae al suelo, él salta enseguida y sigue jugando con ella hasta que la convierte en una maraña, donde queda atrapado y sólo se vislumbra su cabeza y en sus ojos color caramelo se refleja el brillo de la pantalla televisiva. Poco a poco lo libero de aquel enredo y él se echa de nuevo sobre su cojín.
Ha dejado de llover. El sol se refleja entre las ramas de los árboles y llena el balcón de una luz dorada. Leo levanta la cabeza y observa a través de la ventana sin cortinas. Su bigote tiembla. Está impaciente por salir, le gusta husmear en el jardín y tener la posibilidad de atrapar insectos, salamandras, un ratón o un pájaro. La vista de éstos últimos revoloteando entre las ramas de los árboles lo emborracha de gusto.
Dejo a un lado el tejido y sigo sus movimientos. Con paso silencioso atraviesa el comedor, se acerca a la puerta abierta del balcón posterior se cuela entre los barrotes del barandal. Mira hacia el tilo y calcula con ojo de experto la distancia entre éste y el sitio donde se encuentra. Fácilmente vence el obstáculo y de un salto alcanza una rama.
Con donaire se desliza por el tronco del árbol, y con un siguiente brinco aterriza en el jardín. Ahí están los olores a hierba y a tierra húmeda, aderezados con la presencia de escarabajos, grillos, mosquitos, salamandras y ratones.
Permanece un instante indeciso, como pensando hacia dónde debe dirigirse. Husmea entre el pasto húmedo, y sus transparentes orejas con finos pelillos por dentro se quedan atentas a los ruidos cercanos. Concentra la mirada en algo que está entre la hierba. Quizás alerta del correteo sigiloso de una salamandra que, un instante después, sostiene entre los dientes. De pronto la suelta al vislumbrar un pájaro en el árbol. Endereza las orejas, cauteloso trepa al tronco, se desliza hasta una delgada rama y ahí espera a su presa sin mover un músculo. Sus ojos ambarinos brillan, los entrecierra, se relame el hocico al imaginar cómo sus garras y dientes se clavarán en la carne del avecilla. Pero cuando intenta seguir ascendiendo, su peso vence a la delgada rama y aterriza en el suelo con toda su peluda existencia.
Se levanta enseguida y emite un agudo maullido, como retando al pájaro que continúa impávido mirándolo desde su altura. Pobre Leo, es un inexperto cazador, pues jamás ha logrado atrapar un pájaro.
La lluvia regresa y con ella retomo la escritura de esta carta. Escribo hasta que percibo que las lámparas callejeras se han encendido. Apago la computadora. De pie frente a la ventana veo cómo cae la lluvia sobre la calle, abro una de las cajas traídas del sótano y comienzo a hurgar su contenido. Encuentro tus días, tu pipa y un álbum. Veo las fotos y evoco fragmentos de nuestro pasado: el azul del mar, el chillido de las gaviotas y el rumor de las olas en una playa de San Salvador, los coloridos jardines en Guatemala, el olor a mango, el eterno verano y el bullicio de la gente en Bolivia, la tierra colorada y la blanca sonrisa de Davis en Malaui.
Como en retrospectiva centellean imágenes que intento encerrar en lo más profundo de mi memoria. Sobre todo ahora que hallo entre la engrapadora y los clips, el llavero de madera que me diste para un cumpleaños. Habías esculpido una joven con silueta delgada y la cara adornada con una sonrisa. A un lado escribiste. Feliz cumpleaños, chica. 1992. Paso los dedos sobre las palabras grabadas e imagino tu mano bajo la mía tallando cada letra.
También encuentro las cartas que me escribiste durante los meses de separación, cuando volviste a Alemania a trabajar y yo me quedé en México a presentar el examen de maestría. ¡Qué alegría me provocaron en aquel tiempo, ahora son motivo de intenso desazón! Suspiro y bebo un sorbo del frío café. Cierro la caja, salgo al balcón y dejo tras de mí la habitación envuelta en el silencio.
Mientras aspiro el olor a humedad que impregna el ambiente, me pregunto: ¿Por qué no me di cuenta de tu grave estado de salud? ¿Por qué no te llevé a rastras al hospital, aún en contra de tu voluntad? ¿Qué voy a hacer con toda esta tristeza que me rezuma por la piel? Turbias conjeturas me torturan recordando alguna discusión nuestra, alguna palabra mal dicha, pensando en los ratos que me perdí de estar a tu lado por haberme salido a pasear con alguna amiga o quedarme hasta altas horas de la noche escribiendo en la computadora. Siento una intensa urgencia por recuperar el tiempo perdido que no pasé a tu lado, por corregir lo que he hecho mal, pedirte perdón por alguna ofensa infringida, por confesarte cuánto te amo. Y al pensar en las veces que no te repetí que te quería se me llena la garganta de las palabras no dichas. Sin embargo, ya es tarde, demasiado tarde para todo.
Pronto me iré de aquí y cuando alguna vez te sueñe, me despertará la nostalgia, añoraré nuestras noches en el balcón mirando el estrellado cielo. Desde que te fuiste ya no reconozco este sitio como mi hogar. Las cortinas de encaje me parecen enaguas tristes que se agitan al compás del viento. Desde que ya no estás, nuestra vivienda, un día bulliciosa y llena de luz, se ha tornado silenciosa y sombría como si estuviera de luto. Tanto que he tomado la costumbre de hablar en susurros. No quiero estar aquí, es como si este lugar ya no tuviera nada que ver conmigo.
En cuanto a la comida es lo que menos me interesa. Como alguna fruta. Aso un pedazo de carne y le pongo sal y pimienta. En otra época lo hubiera condimentado con jengibre, cebolla, ajo y romero, y su aroma me hubiera hecho agua la boca, pero desde que te fuiste he perdido el apetito. Lo mismo les sucede a Markus y a Emilia. El único que no lo ha perdido es Leo.
Es casi la medianoche cuando vislumbro a Leo frente a la puerta del edificio. Corro escaleras abajo para dejarlo entrar. Está empapado de agua y tiene las patas manchadas de lodo. Después de lavárselas y secárselas lo pongo en el suelo. Se acerca a mí rozándome los tobillos con su cabeza, como diciéndome: “¿qué esperas para llenar mi plato de comida?”. Y cuando termina de comer, se echa en la alfombra mientras ronronea con placer, satisfecho con su vida.
Cierro los ojos. Quizás al abrirlos resulta que todo ha sido una pesadilla y mi mundo volverá a la normalidad, tú estarás a mi lado, me cubrirás con una manta y sentiré tu mano rozando mi mejilla. Luego, de puntillas abandonarás la habitación para no despertarme.
Abro los ojos; todo sigue igual. Apago las luces y todo se hunde en la oscuridad. Leo salta a mi cama; lo abrazo y lo aprieto contra mi pecho.
Si él supiera que dentro de poco ya no vivirá aquí. Odio esa idea.
***
Esta tarde Gloria llega a tomar café conmigo, y mientras ella pone los platos y tazas sobre la mesa del balcón voy a la cocina por la leche y el pastel.
—Qué rico está el pastel de manzana —dice ella, deja el tenedor en el plato y se limpia la boca con la servilleta.
—Se lo diré a Isolde cuando la vea, ella lo hizo —respondo mientras contemplo el rosal que planté la primavera pasada y que descansa al lado de la sombrilla verde limón con base de granito que compraste el verano anterior.
Al levantar la vista, descubro al vecino del edificio de enfrente, está a un lado de la ventana y nos observa. En el lado izquierdo, tras la cortina, puedo ver su cara enmarcada por una maraña de pelo blanco. El señor Lewandowski es un hombre solitario que, de tarde en tarde, suele pasear con su perrito. No saluda a nadie y apenas se digna a mirar a los vecinos; puede ser que sea un hombre tímido o un déspota. ¿Habrá estado casado alguna vez? ¿Tendrá hijos? Quién sabe. Ama los perros, pero los gatos no son santo de su devoción, Leo menos que ningún otro, pues sabe que su mascota le tiene miedo.
La cortina se cierra y la cara del vecino con su pelo blanco y espeso bigote desaparece.
En su balcón ondea una bandera de la Unión Europea.
Gloria y yo hablamos de él; de su vestimenta fúnebre y de sus bigotes tiesos como brocha. De súbito ella me pregunta:
—¿Cómo conociste a tu marido?
—Es una larga historia. ¿Te interesa de verdad oírla?
—Sólo si quieres contármela.
—Claro —dice ella, bebe el último sorbo de su frío café y frunce la cara.
—Espera un momento, deja que te sirva café caliente.
Ella le pone una cucharada de azúcar y un chorro de crema a su café y lo bebe con placer, mientras le cuento nuestra historia de principio a fin. Y al hacerlo siento que aligero mi pena.
—¿En qué piensas?, chica —pregunta ella al ver que al final de mi relato permanezco callada.
—En que hay instantes en los que pasa algo que cambia toda tu vida. En las últimas semanas he soñado a Max. En el sueño lo veo sentado en un café en Venecia, leyendo un libro, luego manejando por una autopista en Florida, con una mano en el volante y en la otra sosteniendo un cigarro. En este balcón, él solía sentarse a leer un libro, fumar y ver pasar a la gente. Y cuando yo regresaba de mi paseo, nos quedábamos aquí en silencio oyendo el murmullo de las voces de los vecinos, los pasos de algún transeúnte o mirando las estrellas.
”El septiembre pasado, la víspera de mi partida a México cuando cenábamos aquí, de repente él levantó la vista y me dijo: ‘Espero que el próximo año podamos pasar un verano tan bueno como éste’. ‘¿Qué va a impedirlo?’, le contesté. ‘Nunca se sabe’. ‘No va a ocurrir nada malo’, repliqué. ‘Si un día tengo que irme… me guardas luto un año y luego vuelves a casarte’. ‘¿Por qué dices eso?’. ‘Porque puede suceder’. ‘¿Cambiamos de tema?’, le dije. ‘¿Por qué temes hablar del futuro?’. ‘Tengo sueño, Max, y tú también debes estar cansado’. ‘Miedosa’, replicaste.
”Más tarde, cuando ya estábamos en la cama la luna entró por la ventana, su plateada luz jugó con el contorno de la cama y se reflejó en el espejo del armario. Sin embargo, la silueta de Max permaneció oculta en la oscuridad y eso me atemorizó. Tuve ganas de abrazarlo y esconder la cara en su espalda. No lo hice porque no quise interrumpir su descanso, y a la mañana siguiente cuando nos llevó a Emilia y a mí al aeropuerto me dijo: ‘Lástima que precisamente ahora vas a México, pues el fin del otoño alemán te gusta mucho’. ‘El próximo año no me lo perderé’, le respondí entusiasmada. Pero me lo perdí. Lo perdimos todos.
Mi voz se quiebra.
—Lo extraño tanto que mi dolor se vuelve físico; es como si ácido corriera por mi piel.
—Te entiendo porque pasé por lo mismo —responde Gloria.
—Aquella noche, cuando Max acompañado de Markus salió rumbo al hospital y cerró la puerta, me quedé frente a la ventana y lo miré. Llevaba su abrigo gris y su chal de cachemira del mismo color. Él levantó la mano despidiéndose antes de entrar al auto, yo la levanté de vuelta y miré el vehículo hasta que desapareció al final de la calle. Jamás sospechamos que era una despedida definitiva. Su muerte nos tomó a todos por sorpresa; incluyéndolo a él.
”En opinión de su médico internista, Max sólo padecía de una tos como reacción por haber dejado de fumar, y le aseguró que después de unos días se sentiría mejor. Pero no mejoró. Es evidente que él no tuvo buen ojo para darse cuenta de lo que estaba pasando. Dos días después le hizo una visita a domicilio y dio una orden para internarse en el hospital. A las cuarenta y ocho horas de haber ingresado empeoró y fue trasladado a la estación de terapia intensiva, donde tuvo lugar el desenlace.
”A veces me pregunto: ¿cómo fueron sus últimos instantes antes de caer en la inconciencia? Imagino su estupefacción al darse cuenta de que la vida se le escapaba. Debió haberle dado un vuelco el corazón y pensado: “¿Es el fin? ¿Cómo es posible que me esté muriendo? Yo tengo aún planes, la historia de mi vida todavía no está completa. ¿Cómo es posible que acabe así? Pasé tantos peligros para terminar de este modo. No puede ser, esto es una mala jugada del destino. Yo pensaba que podía morir a manos de un asaltante en un país pobre o víctima de la malaria que una vez me tuvo al borde de la tumba. O bien en un accidente aéreo o en la carretera por distraerme fumando, pero no en uno de los mejores hospitales del mundo”.
”¿Qué vio? Debió verse las manos. No llevaba más anillos que el de matrimonio. Debió pensar en nosotros. ‘Ahora muero sin despedirme de mis hijos y de Esperanza. Esta tarde cuando ella y Markus vinieron a verme no lo hice porque confiaba en que viviría muchos años. Aún me quedan cosas por experimentar, quiero ver a mis hijos casarse, conocer a mis nietos. No es posible morir a causa de una tos mal cuidada. ¿Cómo puedo pasar los últimos instantes entre extraños y lejos de mi familia?’. ”¿Habrá pensado eso? ¿Fue consciente de estar a las puertas de la muerte completamente solo? O quizás agradeció no haber sabido antes que su tiempo en esta tierra estaba contado. ¿Pensó en nosotros? ¿Tuvo tiempo de hacerlo? ¿O cuando le llegó el momento ya estaba inconsciente? Quizás sólo estuvo sorprendido y no tuvo tiempo de sufrir o tener miedo. Simplemente se hundió en el sueño artificial de la anestesia y de un instante al otro pasó de su cuarto de hospital al otro mundo.
—No te tortures pensando en eso. Sólo Dios sabe —replica Gloria.
—Me duele pensar en todas las cosas que él ya no podrá experimentar: el desarrollo de Emilia en su trabajo, la terminación de estudios de Markus, el matrimonio de ellos y el nacimiento de nuestros nietos.
—La vida es dura y parte el alma —murmura Gloria.
Tengo comezón y me tallo el ojo.
—¿Qué pasa con tu ojo izquierdo?, se te ve irritado —pregunta ella.
—Desde hace días veo puntos negros; debe ser que leo bajo una lámpara con mala iluminación.
—Deberías acudir al oftalmólogo, puede ser algo de cuidado.
—Ya fui con uno y me aseguró que todo está en orden, hasta me sugirió operármelos con láser para no usar más los lentes de miope. Pero voy a hacerlo en Turquía, pues allá cuesta la mitad y aprovecho para tener vacaciones. Ya lo hablé con el especialista de allá y el fin de semana va a operarme; es una intervención sencilla. Después sólo necesito reposar dos días y usar lentes oscuros por una semana.
Bajo el calor de la tarde bebemos el resto del café y miramos a Leo correr en el jardín tras otro gato. Leo posee un pelaje colorado, unos ojos brillantes como dos esmeraldas, pero sobre todo un enorme ego. Estoy segura de que cree ser el rey de mi casa y de la colonia entera.
Cuando comienza a oscurecer Gloria se marcha. Recojo los platos y tazas, y coloco todo en la máquina de lavar trastes. Al final, sacudo el mantel y miro hacia la calle.
En el balcón del vecino aún ondea en el aire la bandera de la Unión Europea.
***
Por la noche cuando comienzo a leer, noto que los puntos negros que veía se han convertido en una línea negra sobre mi ojo izquierdo. Sin embargo, no le doy importancia pues el oculista me ha asegurado que todo está bien y supongo que la causa reside en mi mala alimentación.
El viernes, Emilia y yo volamos a Turquía. Después de registrarnos en el hotel, vamos al consultorio del oftalmólogo. Durante el chequeo, él pone gesto grave cuando revisa mi ojo izquierdo y lo revisa concienzudamente. Me pregunta desde cuándo veo puntos y esa línea negra. Vuelve a hacer más pruebas y al final pronuncia su dictamen final: la retina del ojo izquierdo se ha perforado y deben operarme de inmediato.
El domingo por la noche volamos de regreso a Alemania y el lunes, a primera hora, llamo a mi oftalmóloga, que al oír el diagnóstico me recibe enseguida. Le explico que desde hace diez días comencé a ver puntos negros y desde hace tres una línea negra sobre el ojo.
—¿Por qué no vino en cuanto empezó con esos síntomas? —pregunta furiosa.
—Usted estaba de vacaciones y consulté a su colega de aquí enfrente y él no detectó nada. Claro que los exámenes que me hizo no fueron tan completos como los que ha hecho usted ahora. Al parecer él estaba más interesado en hacerme una costosa intervención con láser para que yo no volviera a usar anteojos. Pensé en dejarme operar en Turquía porque es más barato y allá fue donde me diagnosticaron perforación en la retina.
La doctora mueve la cabeza preocupada, llama al jefe de cirujanos de una renombrada clínica de ojos, le explica el caso y me da una orden para ser atendida de emergencia.
—Si hubiera venido la semana pasada, yo hubiera podido cerrar la perforación con láser, pero ahora se ha desprendido la retina, tendrán que intervenirla quirúrgicamente y aún así no hay seguridad de salvar la visibilidad del ojo.
Tengo la sensación de que el piso se hunde bajo mis pies. ¿Cómo van a tomarlo Markus y Emilia? Un motivo más de preocupación para ellos. “Dime, Señor, si me has abandonado. Dame una señal”, murmuro y levanto la vista al cielo. El cielo permanece impávido y quizás eso es una señal.
Emilia aún no se ha marchado a Frankfurt y me lleva a la clínica. En la recepción ella explica el caso y llena un formulario, mientras yo aguardo en la repleta sala de espera del doctor Speer. Recorro con los ojos a los pacientes: lucen caras largas, ansiosas o simplemente cansadas. Intento trabar conversación con alguno, quizá para encontrar cómplices para mi enfermedad, pero nadie parece interesado en platicar. Algunos se preparan una bebida en una mesa donde descansa una cafetera, un hervidor de agua, sobres de té, leche y azúcar. O bien permanecen mirando la nada. Quizá porque no miran nada.
—Nos vemos —dice un paciente al salir del consultorio del doctor.
El verbo ver en esta sala de espera ocupada por casi ciegos suena a chiste.
El doctor, al auscultar mi ojo confirma la gravedad del caso.
Emilia llama a Markus, quien acompañado de Lisa llega enseguida a la clínica. Él pide permiso para entrar a conversar con el cirujano.
—¿Cuáles son los riesgos de la anestesia? —pregunta Markus y lo observo: su rostro está pálido como la cera.
—Las consecuencias de una mala dosificación de la anestesia van desde un infarto, quedar en coma o morir… —dice el médico en un tono mezcla de ironía y broma.
Pero Markus no está para chistes de esa naturaleza, después de lo que acaba de suceder contigo.
—¿Cómo puede usted bromear con algo tan delicado como la vida de sus pacientes? Su respuesta me parece una falta de sensibilidad y de empatía de su parte.
El oftalmólogo se queda sin habla ante sus palabras.
—Yo no estoy obligado a operar a su madre, y si no le agrada mi respuesta puede consultar a otro especialista.
Me disculpo en su nombre y le explico lo que acaba de pasar contigo.
El doctor guarda silencio y al final murmura:
—Esta tarde después de intervenir a dos niños, la operaré a usted.
Markus teme que pueda sucederme algo malo con la anestesia general, y para ahorrarle la preocupación pido al médico que me opere con anestesia local.
—Es muy doloroso.
—Eso no es un problema para mí, no soy delicada.
—También es arriesgado porque el menor movimiento podría poner en peligro el éxito de la intervención.
Cuando salimos del consultorio intento tranquilizar a Markus.
—No te preocupes hijo, todo va a salir bien. Tengo salud de acero.
—Eso mismo dijo papá y mira lo que sucedió.
—Es diferente, él era algo enfermizo, en cambio yo tengo sangre azteca y un azteca no conoce ni el dolor ni los achaques.
—¿Quién cuidará a Leo? —pregunta Emilia.
—Mi vecina del departamento de enfrente puede hacerse cargo de él, ella lo adora y estará encantada de cuidarlo unos días.
—Ahorita mismo la llamo y también yo estoy segura de que todo va a salir bien, mamá. Hasta al ratito —dice Emilia.
Por la tarde, rumbo a la sala de operaciones, veo las caras de los muchachos. Intentan sonreír, pero tienen la sonrisa paralizada. El asistente del jefe de médicos les asegura que el doctor Speer es uno de los más exitosos oftalmólogos del país y al igual que el anestesiólogo desde hace años realiza esa operación varias veces al día y siempre con éxito. Habla de modo sereno y convincente, y logra tranquilizarlos.
La retina de mi ojo izquierdo se ha caído y seré operada precisamente hoy, el día de las madres.
¡Feliz día de las madres!
***
Estoy ya en la sala de operaciones, el cirujano me da una palmadita afectuosa en el hombro y asegura que estoy en buenas manos; en sus manos. Su amabilidad me sorprende, no se parece en nada al hombre arrogante de esta mañana.
—Entonces, ¿no me voy a morir?
—Algún día, pero hoy no.
Aparte de él, están el anestesista, dos asistentes y una enfermera con sus batas y cabezas cubiertas con gorros azules. El anestesista hace algunos comentarios en relación con la intervención. Luego se dispone a inyectarme y me pide que cuente hasta tres.
—Sí —respondo con un hilo de voz. Llego sólo hasta dos, los gorros y siluetas azules desaparecen frente a mis ojos y me hundo en la nada.
¿Fue esto lo que sentiste, Max?
***
Cuando despierto, siento frío y a lo lejos me llega el zumbido de un monitor. Con el ojo derecho veo un rostro cerca del mío, y su dueño me informa que estoy en una sala de recuperación y todo salió bien. Dice eso y muchas cosas más, pero aun mis sentidos están entorpecidos y sus palabras se pierden en la niebla de la anestesia. Sólo al cabo de un rato noto que alguien empuja mi camilla por un pasillo. Markus, Emilia y Lisa se ponen de pie en cuanto me ven, y yo intento parecer lo más saludable posible. Es importante que sepan que no va a repetirse tu historia. Por lo menos no ahora.
—Ya pasó todo —les digo.
Me conforta ver el gesto de alivio en sus caras. También encontrarme en un hospital, atendida por amables enfermeras y lejos de la realidad. Con gusto contemplo el rayo de sol que cae sobre el piso y cómo, en su dorada luz, bailan motitas de polvo. Es martes, pero siento que es domingo.
En el preciso instante en que voy a entrar a mi habitación, veo en el umbral a una mujer con un parche en el ojo derecho. Al parecer es mi compañera de cuarto y está acompañada de un anciano que ya se dispone a marcharse.
Una vez nos quedamos a solas, la señora se acerca a mí, me tiende la mano y se presenta:
—Margarete Kohl y él que acaba de irse es mi esposo.
—Esperanza Villanueva y el mío murió hace poco.
—Lo siento mucho —responde ella con sinceridad.
—Todo ocurrió tan intempestivamente que ni siquiera pude decirle adiós. Lo que más me tortura es no saber cómo se sintió antes de fallecer.
—Vamos, no piense en ello…
Ella continúa hablando, sin embargo ya no logro escucharla; estoy débil, cierro los ojos, enseguida me duermo y comienzo a soñarte…
Los minutos se alargan como una liga que se estira lenta, pero continuamente amenazan con romperse. En la mente de Max se mezclan y se superponen hechos pasados con actuales. Recuerda que lo subieron a una camilla y mientras la enfermera la hacía rodar por los pasillos, sus ojos se deslizaron por los techos ocupados en medio por tubos de neón. Había percibido que tenía dos delgados tubos dentro de la nariz, y en su brazo enterrada una aguja con una cánula que seguía el camino hacia una botella de infusión.
De algún lugar le había llegado un rumor como el de las salas de hospital de una serie televisiva.
Después hay un espacio vacío en su mente.
En su cabeza domina una niebla que le entorpece el pensamiento y no puede medir el tiempo. ¿Cuándo ocurrió todo aquello? ¿Hace horas, días, una eternidad, un instante? Max no lo sabe. Ha perdido el sentido del tiempo y del lugar. Tampoco es importante.
En algún momento una enfermera entra y descorre las cortinas que producen un rumor seco. La luz del día hiere sus ojos. Está en un cuarto de un blanco cegador e inhóspito como un bloque de hielo. A su alrededor todo es blanco y él está acostado en una cama desconocida. Alguien le ha puesto una bata y quitado los zapatos. Tiene escalofrío, le castañean los dientes y le cuesta trabajo respirar. Ve frente a su cama a un médico cuyo cabello desordenado delata que es urgente que visite al peluquero. ¿Visión o verdad? Lo ignora.
Y cuando comienza a conciliar el sueño lo traspasa un candente dolor, es tan intenso que lo hace encogerse y le roba la respiración. Se lleva la mano al pecho, a tientas busca y oprime el botón de emergencia para pedir ayuda. Se incorpora, arrastra las piernas hacia el suelo, las rodillas le tiemblan, la cabeza le da vueltas, tropieza con sus sandalias y se derrumba en el piso.
Max ve parpadeantes luces rojas en los monitores. También a un médico, seguido de otro más joven y dos enfermeras que se apresuran a socorrerlo. Alguien le pregunta algo. Él no puede responder; su lengua parece de cemento, sus labios se mueven, pero sólo logra emitir un ronco sonido. El zumbido de los aparatos se torna agudo, insistente y se eleva vertiginosamente.
Escucha una voz que dice “esto no se ve nada bien” y pronuncia la palabra reanimación. Ve cómo maniobran en su pecho, ahí donde el dolor insistía desde hacía días. Sus ojos llenos de angustia se abren desmesuradamente y se encuentran con los del médico; la mirada de éste refleja su propio horror y, en una fracción de segundo, se da cuenta de la gravedad de su estado.
Al cabo de un rato, los rumores a su alrededor le llegan amortiguados como a través de un cristal, y las siluetas de los médicos y enfermeras parecen mezclarse y sobreponerse. En el umbral de la inconciencia, mientras se apaga el último latido de su corazón, mira a través de la ventana de la habitación; le parece ver cómo los árboles cubiertos de nieve se convierten en un mar de blanca espuma y cómo en el cielo el destello de las estrellas, una tras otra, se va extinguiendo. Y aquel paisaje es la última imagen que Max tiene de este mundo.
Un repentino temblor recorre su cuerpo, de su boca escapa un hilillo de sangre y un estertor sale de su garganta. El médico sigue maniobrando en su pecho como si no se resignara a la derrota. No obstante, las curvas y picos en la pantalla del electrocardiograma se van aplanando. Al final se convierten en una línea recta, y un zumbido permanente es lo único que se percibe en la habitación.
Una eternidad después, así le parece, Max tiene la impresión de encontrarse flotando en otra dimensión, fuera del tiempo. Observa su cuerpo que yace sobre la cama. Los médicos no dicen una palabra, pero ve a uno de ellos desconectar los aparatos y a otro cerrarle los ojos, mientras gotas de sudor en su frente brillan como bolitas de cristal. Luego siente que es barrido por un suave viento que lo empuja hacia un túnel rodeado de luces y de un rumor vibratorio como el sonido de un martillo contra el metal.
El tiempo retrocede como cuando las olas refluyen en el mar y sacan la arena bajo los pies. Ve siluetas y oye voces infantiles. Emilia con sus lentes coloridos, su blusa rosada y sus pantalones rayados construye un castillo de arena a la orilla del mar, mientras Markus con una vara dibuja su nombre en la arena. A un lado, estoy yo con el pelo suelto y la mirada pensativa los observo. Los tres estamos tan imbuidos en nuestro mundo que no notamos su presencia. Durante un rato, Max deja pasar aquel carrusel de imágenes por sus ojos.
Luego las figuras se tornan desteñidas, frágiles como las hojas del otoño que arrastra el viento y al final se desvanecen. Se ve a sí mismo caminando a la orilla del mar, siente la brisa en su piel y escucha el rumor de las embravecidas olas, con sus espumosas crestas chocando contra las rocas. Cielo, mar y mundo están oscuros. Sigue caminando y de pronto se encuentra en su ciudad natal. Las callejuelas, el ayuntamiento, la iglesia, la farmacia, la tienda de abarrotes, la mercería, el estanquillo de los periódicos, el correo y las casas de ladrillos rojos; todo está igual que antaño. La memoria le devuelve su propia imagen de niño con pantalón de cuero y chanclos de madera. También la imagen de personas que no había vuelto a ver desde hacía mucho tiempo: el dueño del estanquillo donde su padre compraba su tabaco y el periódico, el peluquero, el zapatero, la florista y el relojero. Y entre todas ellas cree reconocer a su padre con sus ojos castaños, el pelo veteado de nieve y su amplia sonrisa, que con la mano derecha le indica el camino a seguir, el camino hacia el callejón de vuelta al pasado.
La luna continúa escondida y la calle en tinieblas. Max se detiene frente a una casa sin luces y un jardín que la nieve cubre como un blanco sudario. Al frente, un abeto alto, y en el suelo están regadas piñas del árbol: él conoce ese sitio aunque hacía muchos años que no estaba ahí; es la casa donde transcurrió su infancia y adolescencia. Él amaba ese lugar con su chimenea prendida en el crudo invierno, su largo pasillo, su escalera de madera clara y el jardín soleado, donde su familia y él pasaban las tardes veraniegas.
Entra. Cruza el vestíbulo y la sala, en cuyas paredes el invierno ha formado flores de hielo. A su mente le llegan imágenes y el murmullo de rumores del pasado: las voces de sus hermanas jugando a las muñecas en la sala, las siluetas de su madre horneando un pastel y su padre leyendo el periódico. Percibe el quedo tic tac de un reloj y la música de un radio. Es una melodía romántica y al mismo tiempo con tonalidades melancólicas, que Marlene Dietrich interpretaba y su madre solía tararear a menudo: Bitte geh’ nicht fort… Lass mich nicht allein… (Por favor no te vayas… no me dejes sola…).
La luz de una vela al final del pasillo lo conduce por el corredor hasta la cocina. La candela parpadea y arroja sombras en las paredes. Tras él deja la melodía y el tic tac del reloj. Al llegar al umbral de la cocina distingue las cacerolas y cucharones que cuelgan de una pared. Una olla descansa sobre la estufa apagada. “¿Hay alguien aquí?”, pregunta. “Yo. Pasa, te estoy esperando”, le responde una sombra perdida en la penumbra, que le habla con voz suave, como si no quisiera romper el silencio nocturno. La silueta femenina con el pelo del color de la nieve y un floreado delantal se acerca. A la luz de la vela, su sombra se agiganta en la pared, Max la reconoce enseguida y un sentimiento de calor y afecto lo domina.
—Eres tú, madre. Qué alegría verte, qué gusto estar de nuevo en casa. ¿Podría sentarme un momento? He caminado mucho con este mal tiempo, el frío me ha entrado hasta los huesos y estoy agotado —murmura él y se deja caer en una silla.
—Descansa, hijo —dice Ana y toma asiento a su lado.
Max recarga la cabeza en el pecho materno y un agradable calor lo invade. Ana le acaricia la cara con los dedos y le pasa la mano por el pelo, mientras le habla en un alemán claro y puro; el alemán de su niñez. Luego, la imagen de ella se va alejando, su voz tornándose más queda y la luz de la vela apagándose hasta que domina la oscuridad. Ninguna voz, ningún rumor como si el mundo hubiera enmudecido. El pasado, el presente y el futuro desaparecen en un manto hecho de niebla y espuma; el tiempo parece congelarse y se mezcla con la eternidad.
“Todo está bien”, le susurra Ana al oído. A Max lo domina una sensación de bienestar, de alivio, de absoluta serenidad y libre de todo dolor. Y en sus labios se dibuja una sonrisa que la frialdad del invierno no logra borrar.
***
Cuando despierto, en mi cabeza aún flota la voz de Marlene Dietrich y en algún lugar fuera del sueño escucho un murmullo. Al abrir el ojo derecho me percato de la presencia de la señora Kohl, está frente a mí y me tiende un vaso con agua.
—Beba un poco, se sentirá mejor. Usted ha estado muy inquieta como si hubiera tenido una pesadilla —dice.
—Mientras dormía me adentré en los pasadizos de la memoria de mi esposo. Lo soñé en el umbral de la muerte y volviendo a los lugares de su infancia. Lo vi caminando a la orilla de un mar oscuro, entrando a una casa solitaria mientras en el aire flotaba la melodía que su madre solía entonar a menudo. Todo fue tan real como si hubiera visto una película —digo, me siento en la cama y noto que estoy temblando.
La señora Kohl también lo percibe y me arropa como lo hubiera hecho mi madre si aún viviera. Me ofrece que si lo deseo le hablé de ti, de lo que quiera. No creo importante relatarle a qué te dedicabas o de dónde venías, sino de lo que en ese instante pienso de ti. Le digo que te gustaba comer chocolate con avellanas, salami y pastel de manzana, y tu bebida favorita era campari con jugo de naranja. Tenías una cicatriz en el tobillo izquierdo, a causa de una caída de la bicicleta cuando eras niño. Le cuento que te gustaban las novelas de Virginia Woolf, Antón Chéjov, Flaubert y Oscar Wilde, la música de los Beatles, de Mozart y las películas cómicas, en especial la de Der Killer und die Klette (¡Que te calles!) con Gérard Depardieu y que la habías visto infinidad de veces. Y la última ocasión que fuimos al cine habíamos visto la cinta Amigos, y tú te desternillaste de risa con la actuación del enfermero de los dientes tan blancos como los de un comercial de pasta dental. También le cuento tus fallas: que fumabas como chimenea y el humo de tus cigarrillos se quedaba pegado en las paredes y techo del estudio (por eso estaban cubiertos de un vaho color mostaza); que siempre salías a cumplir tus compromisos con el tiempo preciso, y que por las prisas después conducías como cafre y más de una vez tuviste que pagar multas por exceso de velocidad; que eras un hombre inteligente y al mismo tiempo alegremente ingenuo, y en cuanto a habilidades artesanales poseías dos manos izquierdas. Pero que tu defecto que más me enervaba era que jamás reconocías haberte equivocado, y mucho menos pedías disculpas por ello. Quiero contarle más cosas, pero se me hace un nudo en la garganta que me impide continuar.
La señora Kohl se inclina sobre mi mesa y observa el yogur y el pan del desayuno.
—Usted debe alimentarse mejor —sentencia y añade—: tengo la impresión de que usted no platica toda la verdad sobre su marido, y eso no le hace bien.
Me encojo de hombros.
—La muerte elimina los malos momentos y magnifica los buenos, porque tenemos la convicción de que los muertos están más allá del bien y del mal —concluye ella.
***
La señora Kohl dice que los muertos son intocables y cuando alguien fallece sólo se recuerdan las cosas buenas de esa persona. Eso no lo puedo decir de mí. Esta mañana después de mi conversación con ella, mientras paseaba por el jardín de la clínica, entre las rosas y macizos de lavanda, me vino a la memoria nuestro altercado en el 2007 al volver de Marruecos. Todo empezó en el aeropuerto de Stuttgart cuando comenzaste a sangrar por la nariz. El médico de urgencias del lugar intentó detener la hemorragia, pero pese a sus esfuerzos la sangre siguió fluyendo como en una fuente. Entonces él decidió trasladarte al hospital más cercano.
Después de tantos años recuerdo ese episodio. Con nitidez veo cómo sales ayudado por los paramédicos rumbo a la ambulancia, dejando tras de ti un reguero de sangre, mientras yo me quedo en medio de la sala de migración con dos maletas, dos equipos de golf y sin las llaves de la casa. Recuerdo que antes de bajar del avión me habías pedido que te diera las mías porque habías olvidado las tuyas.
Un empleado del servicio médico aeroportuario se ofreció a cuidarme el equipaje, mientras yo iba a sacar dinero de un cajero bancario, y después me acompañó hasta la parada de taxis. Al llegar a casa dejé las maletas a la entrada del edificio y fui en busca del conserje para que me abriera la puerta. A la entrada del departamento solté el equipaje y salí de nuevo rumbo al hospital, donde permanecí hasta que te declararon fuera de peligro.
El diagnóstico del médico fue nada halagador: como ingerías anticoagulantes había sido difícil detener la hemorragia. Además padecías de presión alta y los niveles de colesterol también eran elevados.
—Nosotros comemos sano, pocos alimentos grasos… —repliqué.
El médico no me dejó terminar la frase y añadió:
—Hay personas, como parece ser el caso de su esposo, que tienen tendencia genética a producir colesterol, aunado a ello está el posible estrés y su adicción al tabaco. Él me ha dicho que fuma una cajetilla diaria.
—O más —agregué.
—Debería pensar seriamente en dejarlo para siempre.
—¿Qué más debemos hacer para que mejore su salud? —lo inquirí.
—Él debe continuar con una alimentación sana, ejercicio, pero sobre todo abstinencia al tabaco.
Al final sentenció:
—Él perdió mucha sangre, debe quedarse aquí unos días para que le hagamos varios estudios y saber con más precisión la causa de su presión alta.
—Mañana no tienes que venir tan temprano porque la hora de visita empieza a las cuatro —dijiste.
—Entonces hasta el rato.
Cuando volví a casa de madrugada, sudorosa y agotada, me metí bajo la ducha, me puse una pijama y me acosté.
Horas después, cuando me disponía a salir rumbo al hospital, llegaste a casa.
—¿Por qué no me avisaste que te iban a dar de alta? Te hubiera ido a recoger…
—Porque no necesito de una mamacita que me cuide. No soy un niño ni un tonto —replicaste al tiempo de dejar en el piso tu maleta y un sobre amarillo en la mesa.
—Pudo haberte pasado algo en el camino, aún estás débil.
—No iba a sucederme nada, tú te alarmas de todo —sentenciaste, sacaste la cajetilla de cigarros del bolsillo de tu chaqueta, tomaste uno, lo encendiste y aspiraste con placer el humo, para luego dejarlo salir lentamente por la nariz.
—Tus pulmones deben estar renegridos.
Nadie decía nada, hasta que me atreví a romper el silencio.
—¿Son esos los resultados de los estudios que te hicieron? —te pregunté señalando el sobre que habías dejado sobre la mesa.
—Sí.
Abrí el sobre y comencé a leer el informe médico: arterías calcificadas a la altura de los pies, de los riñones y en diversas partes más del cuerpo y con riesgo a provocar ulceraciones…
—¿Cómo es posible que acabando de salir del hospital y sabiendo cómo estás, empieces a fumar? Puede darte un infarto, una embolia…
—Mi internista ha dicho que tengo pulmones de atleta y él sabe lo que dice, porque para eso estudió y tú sólo hablas tonterías —sentenciaste.
Tus palabras y el tono con que las pronunciaste me ofendieron, pero más aún tu mirada despectiva, como si estuvieras hablando con una iletrada. Tu actitud me resultó grosera y desagradecida. Sentí como si estuviera hablando con un desconocido.
Por casualidad, un rato antes había oído en la radio a un hombre que había sufrido un percance similar al tuyo y llamaba a la estación radial para darle las gracias a su mujer, por haberse preocupado por su salud y disculparse por los contratiempos que le causó con su repentina enfermedad. Por ello, me resultó ofensiva tu respuesta en la que no escuché una pregunta de cómo logré organizar mi regreso a casa con tanto equipaje y sin llaves, y mucho menos la palabra gracias.
A causa de ese incidente evoqué otros que te reclamé: tu incapacidad de reconocer tus errores, de disculparte y tu habilidad para abochornarme frente a mis amigas, cuando tu franqueza con algunas de ellas rayaba en la grosería.
—¿Lo dices por tu amiga Erika cuando llamó un domingo antes de las nueve de la mañana? ¿Porque le informé que a esa hora y en día de asueto no se llama a casa de nadie y le colgué? ¿O porque le sugerí a tu amiga Petra ponerse a dieta, pues está tan gorda que la creí embarazada?
—Entre otras muchas cosas más.
—Eso se llama ser sincero y no grosero.
—Eso se llama carecer de sensibilidad y de sentido común. Uno nunca hace a otros lo que no le gustaría que le hicieran a uno. Te falta sentido común.
—¿Sentido común?, yo a eso lo llamo ser hipócrita.
—Me incomoda invitar a mis amigas aquí porque nunca sé cómo vas a tratarlas. Todo depende del estado de ánimo con que amaneciste. O las atiendes como reinas o les dices que es hora de que se marchen porque estás cansado.
—A mí no me gusta darle rodeos al asunto.
Discutimos y me acusaste de ser rencorosa, y de no reconocer que siempre me habías ayudado cuando lo había necesitado. Y no sé cómo llegamos a ese punto, pero me recordaste los esfuerzos que hiciste los primeros años de mi estancia fuera de México para arrancarme la intensa nostalgia. Te resultaba incomprensible esa mentalidad de apego a la familia, cuando en Europa, en general, los jóvenes abandonan el hogar cuando cumplen la mayoría de edad o al concluir el bachillerato cuando van a la universidad. En cambio, en México permanecen en el hogar y dependen emocionalmente de los padres hasta el día que se casan.
—Eras incapaz de alegrarte por tu nueva cocina, por tus muebles, por nuestros viajes por Venecia, las Islas Seychelles o Kenia, etcétera, todo era México y tu familia, ¿por qué?
—Lo sé y te estoy agradecida por todo tu apoyo, recuerdo que cuando me veías decaída, me preparabas tazones de chocolate caliente y me ofrecías tu hombro para que desahogara mi pena, pero…
—¿Pero qué?
—Por aquel entonces no podía evitar extrañar a mi gente, a mi pueblo, aunque gozara de más comodidades o hubiera ciudades mil veces más lindas que Los Remedios. Para mí lo más importante no son las cosas materiales, sino la esencia de los seres humanos que yo quiero.
—Eso es absurdo.
—Para ti, pero yo no pienso como tú. Para mí tienen más trascendencia mis raíces, mi gente. Además, aunque tardé años para acostumbrarme a vivir lejos de todo ello, lo logré y hoy en día Alemania es mi segunda patria.
Aquél fue el altercado más grave que tuvimos en casi treinta años y cada que intentábamos aclararlo terminábamos discutiendo a gritos; fue la primera vez que dormiste en el estudio tres semanas consecutivas.
Un día tuvimos otro intento de reconciliarnos y fuimos a dar un paseo por un parque cercano. Esa ocasión coincidió con el cumpleaños de tu hijo Frederick. Te pregunté por qué no lo invitabas a venir de vacaciones con nosotros, ya que a Markus y a Emilia les encantaría conocer a su hermano mayor.
—Él siempre fue un muchacho difícil y mi ex, Katherine, una mujer posesiva y egoísta. Mi hijo no quiere saber nada de mí desde su pleito con ella —suspiraste hondo y agregaste—: Y él no me reprocha nada que yo no me reproche.
En el tono de tu voz percibí cuánto te dolía su ausencia y por un instante olvidé el motivo de nuestra discordia.
—Eso pasó hace mucho tiempo, estoy segura de que si vuelves a hablarle, a explicarle… Hoy he visto la foto de él que tienes sobre el escritorio, qué niño más hermoso. Ahí debía andar por los cinco años, ¿no?
—No, apenas tenía cuatro cuando se la tomé. Fue unos meses antes de irme de la casa. Siento como un pinchazo en el pecho cuando recuerdo aquel día. Cuando él me preguntó por qué me iba y le dije las tonterías que se dicen en esos casos; que lo quería mucho, que iría a visitarlo a menudo, pero que ya no viviríamos juntos porque su madre y yo ya no nos entendíamos. Tengo tan presente cómo se abrazó a mis piernas, cómo corrió escaleras abajo, su llanto y su voz desesperada: “No te vayas, papá, no te vayas…”. Esa voz, ese ruego es la culpa más grande que llevo conmigo. En aquel tiempo yo era un joven egoísta que había tenido que elegir entre el amor de mi hijo y el de una mujer. Elegí el último. Sacrifiqué a Frederick por una pasión pasajera. Y la vida se encargó de cobrármelo: un par de años después, aquella mujer me engañó con mi mejor amigo.
”Mientras Frederick fue pequeño nuestra relación fue buena, a pesar de que tanto él como mi segunda esposa no se llevaban bien. Después, poco a poco nos fuimos alejando porque él tenía amigos, otros intereses y en su vida había menos espacio para mí. Aún así disfrutábamos de nuestro tiempo juntos.
”Pero cuando Frederick llegó a la pubertad y yo me casé con Katherine la situación empeoró; mi tercera esposa era muy celosa, decía que no soportaba tener en casa al hijo de otra y siempre que él nos visitaba las peleas entre nosotros ya estaban programadas. Él tampoco me la ponía fácil pues se comportaba agresivo, caprichoso y yo le llamaba la atención, quizás de modo inadecuado.
”Quise ser un buen padre, pero cometí muchos errores. Muchos. La última vez que me visitó, Katherine y él pelearon, ella llegó al grado de amenazar con suicidarse. Él se fue de la casa antes de lo planeado y desde aquel día, pese a mis intentos de reconciliación y de escribirle a menudo, rompió el contacto conmigo y mis cartas son devueltas sin haber sido abiertas. Él se limita a enviarme el certificado con las notas escolares y es a través de su madre que sé algo de su vida…
Aquel día te sinceraste conmigo y confesaste que estabas consciente de que nuestros intentos de aclarar nuestra situación habían resultado ser una acumulación de frases malogradas, cargadas de reproches. También de tu precaria salud, pues sabías que podía darte un ataque de apoplejía y temías no llegar a ver a nuestros hijos casarse o el nacimiento de nuestros nietos o, en el peor de los casos, quedarte en una silla de ruedas o en coma. Pensabas que al salir airoso de aquel percance en el aeropuerto, el destino, en su imprevista generosidad, te daba una oportunidad de seguir viviendo.
—Entonces, ¿por qué me llevas la contraria? —te pregunté.
—Porque tengo espíritu fregativo —respondiste a manera de chiste.
Mientras hablabas, te observé. En tu mirada, en el tono quedo de tu voz percibí la autenticidad de tus sentimientos.
Sin embargo, apenas tu amigo Peter llamó a tu celular, el tono de tu voz volvió a tornarse seco, y cuando te preguntó cómo seguías, pues él me había notado afligida, le respondiste que se había tratado de un ligero malestar, nada de cuidado: “Esperanza tiende a exagerar las cosas, yo estoy perfectamente”, sentenciaste. Y cuando colgaste ya habías vuelto a adquirir la actitud indiferente de antes y cerraste la pequeña hendidura que me había dejado vislumbrar tu verdadero sentir.
Al volver a casa quise retomar el tema, y después de cenar al verte tan relajado te pedí que platicáramos.
—¿De qué? ¿Sobre qué?
Miraste a lo lejos, encendiste un cigarro, aspiraste el humo y luego lo dejaste salir lentamente por la nariz.
—De lo mismo —respondí y señalé tu cigarro.
—No hay razón para inquietarse. Son tus miedos los que te hacen actuar así.
—No tengo miedo por mí, sino por ti.
—Tu inseguridad la quieres reflejar en mí. Mi internista dice que tengo pulmones de deportista.
—No lo creo. O él se equivoca o tú me estás ocultando la verdad.
—Hablas sólo por hablar. Él sabe lo que dice; para eso es médico. ¿No tienes algo mejor que hacer que meterte en mi vida? Yo estoy bien y tú deberías de ocuparte de hacer algo más provechoso que molestarme. ¡Déjame en paz!
—No lo haré porque tu vicio no es sólo un problema tuyo, sino que concierne a toda la familia porque también perjudicas a los muchachos y a mí que somos fumadores pasivos.
—Cuando ellos están en casa me salgo al balcón a fumar y tú ya no tienes que soportarme en el estudio, ya que te mudaste a trabajar en el cuarto de visitas.
—Pero después de la comida, del desayuno y de la cena fumas en el comedor, en la sala y a tu cuarto de trabajo nadie puede entrar sin arriesgarse a sufrir una intoxicación. Ahí flotas en una nube gris y tanto el techo como las paredes en algunas partes ya tienen un color mostaza.
—Exageras, exageras.
Suspiré hondo para tranquilizarme y cambié de tema:
—¿Por qué no intentas de nuevo acercarte a Frederick? Sé que sufres lo indecible por su ausencia y su rechazo, y a nosotros nos alegraría mucho tenerlo aquí el tiempo que él decida quedarse. Mira, si quieres yo le escribo a nombre mío…
Apretaste los labios, me miraste de modo extraño y dijiste:
—No quiero hablar más de eso.
—Siempre censuraste a tu madre porque no solía mostrar sus sentimientos, porque según ella eran un asunto de incumbencia meramente personal. Luchaste tanto por no ser como Ana y al final te comportas igual. ¿Quieres de esa manera limpiar tu conciencia por los años de incomprensión que tuviste con ella? ¿Quieres rendirle tributo de esa manera? ¿Piensas en nosotros? No, no lo haces, sólo piensas en ti, en tu placer, eres egoísta y necio…
Como si no hubiera algo más importante, te pusiste a buscar el periódico del día.
—Aquí está —te dije y te lo entregué.
—¿Por qué insistes en afirmar que estás sano si tienes que tomar anticoagulantes? ¿Por qué no dejas de fumar?
—¿Por qué? ¿Por qué? Que te importa. Es mi salud, es mi asunto y no tienes por qué meterte en asuntos que no te conciernen —sentenciaste, diste un manotazo en la mesa, te levantaste y saliste de casa dando un portazo.
El día siguiente de aquella discusión coincidió con el fin de cursos en la Universidad Popular donde yo había impartido por primera vez clases de español. Al bajar del tren, ahí estabas esperándome con una sonrisa en los labios y en las manos un ramo de rosas. “Felicidades, chica, lograste pasar la prueba de fuego. El próximo semestre ya será fácil para ti”, exclamaste con exultación. Y al llegar a casa me encontré con la mesa puesta, mantel de lino, flores, velas y vino. Te atravesaste una servilleta en el brazo, recorriste la silla y dijiste:
—Tome asiento, señora, he preparado asado de res con guarnición a base de ejotes y coliflor, y de postre, pastel de manzana con salsa de vainilla. Espero que la comida sea de su agrado.
Comimos con verdadero apetito, bebimos y platicamos hasta la medianoche. Cuando salimos al balcón, respiré el aire fresco de la noche y cerré los ojos. Hacía tan bien sentirse libre de preocupaciones y reír de trivialidades, que desee que el tiempo se eternizara. Y tus inesperadas atenciones me conmovieron y las entendí como una manera de disculparte sin expresarlo. Tu lema era: “Los hechos hablan más que las palabras”.
Me siento en un banco frente a un estanque donde nadan algunos peces. A la orilla de la laguna una tortuga toma el sol escondida bajo su concha y al verla te asocio con ella. Te gustaba ayudar, pero te negabas a recibir ayuda, lo sentías como una debilidad. Quizás porque en el fondo eras débil. Y así no querías ser visto por nadie. Preferías esconderte como la tortuga bajo un caparazón.
Mis intentos de confrontarte con la verdad te enervaban. Tu petulancia al sentenciar que fumabas pero no eras adicto me sacaba de quicio. En realidad atrás de tu sólida fachada se escondía un cuerpo consumido por la enfermedad y la sospecha de que ya no había vuelta hacia atrás. Tu pensamiento y ánimo estaban divididos entre la realidad y la apariencia donde tu debilidad por el tabaco te había arrojado con paso lento pero seguro. Y en tu afán por ignorar la verdad no percibiste que la enfermedad se apoderaba sigilosamente de tu cuerpo y ánimo como un ladrón en la oscuridad nocturna.
Me pasé días, semanas con el por qué no dejas de fumar en la boca. Tanto discutimos sin resultado alguno, que llegó un momento en que dejé de abrumarte y no volví a tocar el tema. Hablábamos de todo: el nuevo libro de José Saramago, de la política de Ángela Merkel, del protocolo de Kioto, del tiempo, de las constelaciones solares o de los avances musicales de nuestra vecina, etcétera. Pero nunca de tus achaques.
Tanto me aseguraste que gozabas de una salud de hierro que poco a poco me tranquilicé y me volví desinteresada. Llegué a creer que tenías razón y que eras más saludable de lo que yo suponía. ¿Acaso no te habías enfermado en repetidas ocasiones y siempre te habías aliviado? No sé si lo creí o quizás quise creerlo por cansancio o por mi afán de que predominara la armonía entre nosotros.
Así que no di importancia a tu nueva costumbre de dormir con una bolsa de agua caliente en los pies, varias almohadas bajo la cabeza, a tus dificultades para respirar y a tu paso vacilante que a veces te hacía derramar gotas de café o de salsa sobre el mantel; no percibí cómo la enfermedad consumía tu optimismo y alegría.
Tampoco me preocupó percibir que tus cambios de humor y de irritabilidad se acentuaran. No los tomé como síntomas de deterioro físico sino como una consecuencia propia del camino hacia la vejez. Cuando ibas a visitar a Emilia o a Markus te preguntaba si llevabas las pastillas para la presión, tu celular y el cargador a la mano por si sucedía algo imprevisto. “Voy a Metzingen o a Frankfurt, no a la selva o al desierto”, replicabas con un tono de voz enfadado que quizás escondía tu impotencia o temor.
Sin embargo, era evidente que tu cuerpo se iba desgastando por dentro, lo maltrataste tanto que un día la vida te pasó la cuenta. Para confirmarlo miro la foto que te tomé con mi celular el día de tu cumpleaños, trece días antes de tu partida final: tu cara luce pálida como la cera, los labios contraídos y tu sonrisa semeja a una mueca de dolor.
Como una puerta que se abre al pasado, pienso en tus aciertos y defectos. Te imagino dividido en dos partes: una clara y otra oscura. Podría definirte como una persona impredecible. Dos personas que te conocieran en diversas circunstancias pueden decir cosas tan divergentes de ti, que cualquier espectador ajeno diría que se trata de dos seres diferentes. Esta duplicidad tuya me provocaba inseguridad cuando estábamos frente a otros porque no sabía cuál lado sacarías a relucir en esa ocasión.
El Max bueno impartía clases privadas, sin costo, a los hijos de nuestros vecinos que lo requerían; en los países donde vivimos pagaba a sus empleados el doble del sueldo que los demás expertos internacionales ofrecían y los enviaba a tomar cursos de capacitación. Ese Max jamás escatimó en tiempo y dinero para ayudar a cualquier persona que él creyera que lo requiriera para seguir adelante, y a riesgo de perder su puesto denunció cualquier forma de corrupción o injusticia de la que fuera testigo. Pero sobre todo fuiste un padre amoroso y responsable.
Tu lado oscuro, en cambio, era decir lo que pensabas o sentías, sin un ápice de consideración hacia los demás, sin reflexionar si herías a la otra persona. A veces por nimiedades como que el chofer del taxi manejara a una velocidad más alta de lo previsto —aunque tú lo hicieras a menudo— o que un mesero te trajera el guiso frío o demasiado caliente o la cajera del supermercado no te hubiera atendido como creías que debiera haberlo hecho, por todo ello armabas un escándalo y exigías hablar con sus jefes. Y si alguna amiga mía osaba llamar por teléfono a una hora inadecuada o visitarnos sin previo aviso se arriesgaba a que le cerraras la puerta en las narices o le colgaras el teléfono. También si alguien no era santo de tu devoción se lo hacías ver de modo evidente.
Asimismo, eras más terco que una mula. ¿Por qué ignoraste los consejos de los médicos que te advirtieron que estabas jugando a la ruleta rusa con tu salud al fumar como chimenea, y a sabiendas de que padecías presión alta y tenías tendencia a generar colesterol? ¿Por qué negaste tus malestares, como si negándolos dejaran de existir? Alguna vez, cuando te pregunté si eras brusco con la gente y contigo mismo para esconder la sensibilidad que había tras de tu caparazón de tortuga, me miraste desconcertado sin entender lo que quería decirte.
De pronto me vienen tantas preguntas a la cabeza, se revuelven entre sí logrando confundirme. Ya no sé si las cosas fueron como las evoco o son producto de mi imaginación, porque a veces la memoria es caprichosa y adúltera, y revuelve los recuerdos a la medida de nuestro gusto. ¿Qué sentido tiene recordar esto? Estoy cansada y prefiero hacer una pausa. A dormir se ha dicho.
***
Tres días después me dan de alta. Margarete y yo intercambiamos direcciones y teléfonos con la promesa de continuar en contacto. El médico me da instrucciones sobre las gotas que debo aplicar en el ojo y la prohibición de hacer esfuerzo físico. Asimismo, me advierte que habrá que esperar seis semanas antes de que vuelva a mirar con nitidez.
Volver a casa me provoca un vacío en el estómago; no quiero regresar. No obstante, debo hacerlo y enfrentarme a las sombras de mi destino. No quiero vivir ahí más allá del inicio del verano. No podría soportarlo. Cuando llego a la puerta del edificio, encuentro a Leo tomando el sol en el jardín. En cuanto me ve, va tras de mí. A veces pienso que los gatos entienden más de lo que suponemos. A menudo, cuando voy a la panadería o hacia la parada del autobús, va tras de mí y tengo que ahuyentarlo para que no lo haga. Es como si presintiera que él y yo vamos a separarnos muy pronto. Lo tomo en los brazos y le acaricio el lomo mientras le digo palabras cariñosas. En un anaquel de la cocina están sus latas de comida: salmón, carne de res y pollo. Saco una de salmón y la vacío en su plato.
Cuando termina de comer, Leo se limpia las patas a lengüetazos, se afila las uñas en su árbol de mecate y toma una siesta. Una hora después, luce relajado como si de un plumazo hubiera olvidado sus temores y se para demostrativo frente a la puerta como diciendo: “¿Qué esperas para llevarme al jardín?”. Leo gusta de la cercanía de la gente. No le sucede lo mismo con animales de su misma especie. Mucho menos con los de otra. Normalmente los mira pasar al otro lado de la calle con indiferencia, echado en el pasto del jardín. Pero si osan acercarse a su territorio, a mi gato con botas le sale la parte salvaje de su raza felina y gato callejero. Esto le sucede con el perrito del señor Lewandowski, el vecino de enfrente.
Al verlo meterse a su territorio, a Leo se le eriza la cola, encorva el lomo, empieza a caminar como un león al acecho de su presa, y antes de que el perro pueda reaccionar le tira un arañazo en la cara. El perro lanza un alarido de dolor y huye despavorido. Su dueño se queda pasmado observando cómo escapa cual ratón asustado. En cambio, Leo tranquilamente vuelve a echarse sobre el pasto. Cuando el señor Lewandowski sale de su asombro, le lanza una mirada despectiva y se apresura a ir en busca de su mascota.
Me sobresalta el timbre del teléfono.
Es Gloria. Su voz suena lejana, tan lejana como su alegría. Me pregunta cómo estoy.
—Con estas negras ojeras y el cabello reseco parezco una loca escapada del psiquiátrico. Además, en los últimos meses mi memoria parece un cedazo. A veces olvido empacar lo que compro en el supermercado o que me devuelvan el cambio, un día de estos olvidaré la cabeza. Pero lo peor es mi desgano, mi energía de antes parece haberse apagado como el pábilo de una vela.
—Tienes que alimentarte mejor. Te invito mañana a comer.
—No puedo, necesito empezar a empacar.
—Yo te ayudaré. Mañana a las dos paso por ti.
—Mejor ven a la hora del café.
Con la mirada recorro el librero vacío y los montones de libros en el suelo. Preparo café, me sirvo una taza y me instalo ante la laptop. La pantalla de la computadora centellea expectante, mas carezco de ánimo para escribir. Al ponerme de pie, percibo el ruido de la rama de un árbol chocar contra la ventana, empujado por el soplo del viento. De entre un montón de libros, extraigo un álbum, comienzo a hojearlo y veo las fotos. Nosotros, recién casados. Nosotros con Emilia de dos semanas de nacida, en la tina de baño, el fondo de cortinas blancas y una palmera escuálida. Fotos de la navidad en la que Emilia recibió un rompecabezas de quinientas piezas y Markus una caja de Lego. Recuerdo cómo se puso a armar el avión y no paró hasta que terminó de construirlo. Cada foto, cada página del álbum muestra una época de nuestra vida en común.
Cierro el álbum, mi magullado corazón me impide continuar.