Finales de marzo de 2013

La noche ha caído cuando salgo al balcón. Observo la claridad lechosa de la luna y a lo lejos los destellos de las luces de autos moviéndose de aquí para allá. Es un anochecer pacífico en el que sólo resuena el rumor del viento. Emilia está ausente desde hace días por motivos de trabajo. Pero eso no me ha preocupado, porque así yo he tenido tiempo para reflexionar sobre cómo encontrar mi lugar en este mundo por el resto de mi existencia. Sin duda, tu partida me arrojó al fondo de un abismo, pero por fortuna el tiempo y el amor de mis seres queridos me han ayudado a salir poco a poco a la superficie, y con las piezas restantes de mi existencia anterior reconstruiré una nueva vida y llegará el día en que recupere la fortaleza interior.

Distraída en mis cavilaciones, no siento la llegada de Emilia y sólo percibo su presencia cuando me toca el hombro.

—Es bastante fresco para estar en el balcón —afirma.

Me encojo de hombros.

—¿Estás bien?, mamá.

—Sí. En un mes me mudaré a mi nuevo departamento.

Se sorprende al verme tan serena. En lugar de encontrar a una madre asustada se encuentra con una bastante animada, que cuenta que ha visto en internet un departamento ubicado en el lugar ideal para visitar a sus amigas y estar cerca de Markus. Hablo sin puntos ni comas y ella piensa que estoy delirando. Le hablo del sueño que tuve hace unos días.

—Es decir, que soñaste a papá y él te aconsejó que debes ser feliz y por eso te pusiste a buscar un departamento y estás decidida a tomar el primero que encontraste.

—No, elegí el que me gustó, hablé con el agente inmobiliario y es casi seguro que lo recibo.

—Pero, ¿fue por el sueño que tuviste que decidiste tomarlo?

—No, así no es la cosa —respondo mientras miro el paisaje de la temprana primavera—. En el sueño papá lucía feliz, sereno, y para mí era importante saber que él está bien. Ahora el viaje de regreso al sur de Alemania ya no me resulta temeroso.

—Estoy segura de que vas a sentirte bien estando cerca de donde vivimos antes.

—También yo. Tengo que demostrarme que puedo vivir sola. Aunque extrañaré tu compañía, nuestras pláticas sobre religión, política, sociedad y familia. Igualmente nuestros juegos de dominó, cartas, nuestras pequeñas diferencias, tu afecto y tu risa.

—Puedes venir cuando quieras.

—Lo sé.

Las dos callamos por un rato. Por un instante, el cielo se llena de la palidez amarillenta de las lámparas callejeras.

—Vamos adentro, hace frío —propone ella y se acomoda un mechón de pelo tras la oreja.

Abro la puerta y entramos al calor de la sala.

Ella llena una jarra con leche y chocolate y la mete al microondas. Sirve dos tazas y las levantamos para brindar por la nueva etapa de mi vida.