Invierno de 2013

Estoy en el balcón de mi nuevo departamento, disfrutando de la vista del paisaje invernal y por un instante veo mi vida pasar ante mis ojos, pero no la pasada sino la presente. Me cuesta trabajo creer que he vuelto a sentir una serenidad que creía haber perdido para siempre. Han transcurrido casi dos años desde tu partida y comienzo a emerger del duelo. Por primera vez pienso que fue un regalo de la vida conocer el sentimiento de amar y ser amada, y el mejor testimonio de ello son nuestros hijos. Siento un profundo agradecimiento por haberte conocido y por los años junto a ti.

Durante los últimos tiempos olvidé lo que era reír con ganas, gozar de las cosas agradables de la vida, sentir emoción al leer un poema o despertar con un sentimiento de armonía. Tampoco pude alegrarme al evocar nuestro pasado, aunque la gente dijera que recordar es vivir. Sin embargo, ahora sé que tenían razón y que uno puede alimentarse con las reminiscencias, y yo poseo innumerables guardadas en el desván de mi memoria.

He vuelto a ver a mis viejos amigos y he encontrado nuevos.

Sobre todo me satisface saber que nuestros hijos caminan con pasos seguros hacia el futuro y que son independientes, aunque eso los aleje un poco de mí. El dolor que apenas me permitía respirar, con el paso del tiempo ha comenzado a darme breves descansos. Sé que volverá, pero también que irá disminuyendo. He logrado ver de nuevo tus fotos sin echarme a llorar y hace días me di cuenta de que ya comía de nuevo con apetito. Y continúo escribiendo esta carta para recuperar los recuerdos del ayer y que no se pierdan en el naufragio del olvido.

Hoy sé que la vida es como una montaña rusa que puede subir hasta el cielo y bajar hasta el infierno. Gracias a la esperanza que ha ido ocupando su lugar, estoy saliendo del fondo del abismo en el que caí. Y espero que por ahora mi vida siga su camino hacia arriba y que cuando descienda lo haga despacito.

El tiempo ha ido regresando poco a poco las cosas a su sitio. He visitado a Leo. Lo vi echado en el jardín de la casa de los Sommer. Lucía tan relajado, tan a gusto, que decidí no inquietarlo con mi presencia. Me limité a verlo desde lejos. No tiene caso remover en su mente incómodos recuerdos. Si con nosotros vivía como príncipe, con sus nuevos dueños vive a cuerpo de rey. La familia entera lo quiere y cumple todos sus deseos. Sobre todo la bisabuela de la familia, una anciana de noventa y tantos años que lo adora, pues lo confunde con un gato que tuvo cuando era niña.

Y la noticia de que Markus y Lisa pronto serán padres de una niña ha sido para mi corazón como la lluvia sobre la sedienta tierra tras una larga sequía. Significa el fin del silencio que parecía haberse asentado en nuestras vidas. Estoy segura de que te alegrarías al saber que serás abuelo; lo anhelabas tanto. En tu honor la llamarán Máxima, hasta por cierto, su nombre coincidirá con el de la reina de Holanda. Así como tu ausencia nos hundió en las tinieblas, el anuncio de la llegada de un nuevo miembro familiar nos da la oportunidad de renacer. He decidido aceptar la parte de sufrimiento que conlleva evocar los instantes felices, pues estoy convencida de que en algún momento las aguas volverán a su cauce. Tengo la certeza de que en la vida no sólo hay abismos, oscuridad y caídas en los que uno pierde el alma y el ánimo, también existen campos floridos, sembradíos y un mar azul que se une en el horizonte con el cielo. Sólo debo tener paciencia, seguir adelante asimilando los golpes de la vida y así poco a poco la melancolía se irá diluyendo en el tejido del tiempo.

Suspiro. Levanto la vista, observo el cielo con su constelación de estrellas, y al cabo de un rato vislumbro el diminuto lucero cerca de la frente de Capricornio; centellea como si me hiciera guiños con su resplandor y entonces me parece escuchar tus palabras: “te estaré vigilando desde la estrella que lleva tu nombre”.