Capítulo 2

Álastair

 

Me obligo a usar las puertas para salir del castillo. Camino por el patio de atrás hasta alejarme del edificio, y casi sin darme cuenta me dirijo por uno de los sombríos senderos de losas hasta el borde del lago. La oscuridad de la noche no me entorpece el avance, conozco el jardín como la palma de mi mano. Me dejo caer en la orilla, pasando por alto el hecho de que la humedad de la hierba va a mojarme la ropa. No importa mucho. 

Estoy perplejo y asustado. Hacía mucho tiempo que no me sucedía algo así, al menos no de una forma tan manifiesta. Ha sido tan inesperado que todavía no me lo creo. Es evidente que la chica no ha encontrado nada raro en mí, pues su vacilación al hablar y el rubor de su rostro parecían deberse a una extrema timidez más que al susto de encontrarme allí. Lo que yo me pregunto es qué hacía ella en la biblioteca, cuando nunca está abierta a esas horas. No hubiese importado tanto, sé ser silencioso y condescendiente, pero me ha visto, e incluso me ha hablado. Y peor aún, no ha notado nada extraño. Siento un escalofrío al recordar su forma de mirarme, de dirigirse a mí. Suerte ha tenido de que haya sido yo al que se ha dirigido. No entiendo cómo ha sobrevivido tanto tiempo aquí, en Edimburgo.

Vislumbro un borrón blanco acercándose por el borde del agua. Es Caitlin, que enseguida se sienta a mi lado. Los cabellos rubios, algo húmedos, caen lisos sobre los hombros bordados de su corpiño de color crudo. Me escruta largamente en silencio, percatándose de la ausencia de la habitual serenidad en la expresión de mi rostro. 

—¿Qué te pasa, Álastair? —me pregunta—. Parece que hayas visto un fantasma.

Se ríe, y yo le devuelvo una sonrisa; no sabe lo cerca que está de la verdad. Pero tampoco voy a decírselo, cuanta menos gente sepa lo que ha sucedido mucho mejor. Paso un rato allí con ella, charlando del tiempo, del cielo, de la distante vida que nos rodea, antes de alejarme hacia lo profundo del bosquecillo. Me pregunto qué voy a hacer mañana.

Aunque supongo que me engaño si creo que puedo evaluar distintas posibilidades, no soy tan diferente de los demás. Por mucho que haya meditado todo el día, cuando llega la tarde siguiente, la fuerza de la costumbre me arrastra, como siempre, hacia la biblioteca en cuanto terminan las clases con el son familiar de la vieja campana. 

 

La puerta de la biblioteca está abierta, y las luces, encendidas. La chica está allí, sentada a la mesa del bibliotecario, leyendo un libro que mantiene abierto sobre la mesa. Es una joven bastante normal para la época, vestida de oscuro y con pantalones, pero sin estridencias. Los cabellos naranjas desvaídos y la tez pálida con pecas sutiles hablan de una ascendencia erinesa, los antiguos habitantes de Irlanda, cosa que no me gusta por instinto. Aunque nunca había visto unos ojos tan negros y profundos como los suyos. Salvo en los cuentos de miedo, claro, y me inquieto ante ese pensamiento.

La veo estremecerse de frío y de pronto levanta la mirada, alerta. Posa sus ojos oscuros en la puerta. Se queda tan inmóvil que no estoy seguro de si sabe que estoy aquí, hasta que el rubor vuelve a teñir sus mejillas y me dedica una sonrisa vacilante.

—Hola —me saluda con un hilo de voz, insegura—. Puedes pasar, no hace falta que te quedes en la puerta. Ahora siempre miraré en los despachos antes de irme por si alguien ha entrado sin que le haya visto —vuelve a sonreír con timidez.

Me doy cuenta de que había esperado que me ignorara, que lo de la tarde de ayer hubiese sido un error. Pero no lo es. La chica me ha visto, otra vez. Y para colmo me está invitando a entrar en mi biblioteca. Cuando me mira tan extrañada como yo la miro a ella, recuerdo que tengo que reaccionar. Si no ha notado nada extraño es mejor que no lo haga, y el hecho de quedarme así, parado en la puerta, no va a ayudarme a parecer normal. 

—Gracias —le digo, incrédulo de que esté hablando de verdad con una de ellos.

Me encamino hacia el pasillo de la derecha haciendo un esfuerzo por dejar de observarla. Y procuro no acercarme demasiado a las estanterías.

—Te avisaré cuando sea hora de cerrar —dice a mis espaldas.

Estoy seguro de que espera que esta vez esté preparado, y no vuelva a reaccionar tan inopinadamente como lo hice ayer. Parece que no le gusta perturbar a la gente.

Me encamino hacia el despacho sin preocuparme ya de no hacer ruido al revolver entre los archivos. Saco el fajo de manuscritos de su polvoriento estante y lo dejo sobre la mesa. Hoy he tratado de vestir de acuerdo con el tiempo, así que sobre el jersey llevo una cazadora que ahora dejo en el respaldo de la silla. Me aparto los cabellos de la frente y retomo mis estudios sobre las cuentas del castillo pertenecientes al siglo XIII. Es una suerte que los recuperaran el año pasado de los archivos municipales, donde yo difícilmente podría consultarlos, después de que hicieran copias digitales. Quizás, a partir de los datos sobre las cosechas o los tributos de los vasallos, descubra algo de mi interés. Para mí es muy importante descubrir cuál ha-
bía sido el terreno real del antiguo torreón que
había existido en el lugar donde ahora se alza el castillo. 

 

Supongo que las horas han pasado rápidamente porque de pronto la joven está ahí otra vez, haciendo ruido al acercarse al despacho para no sobresaltarme. Alzo los ojos a tiempo de ver cómo se abraza el torso con los frágiles brazos, aterida, así que trato de serenarme. No me había dado cuenta de que estaba tan tenso. La joven mira a su alrededor preocupada, con esos extraños ojos tan oscuros.

—Hace mucho frío aquí —dice—. Si vas a venir más a menudo, hablaré con el conserje para que ponga una estufa de gas o algo.

—No es necesario —me apresuro a decirle.

Por su rostro pálido cruza una expresión de decepción, me parece.

—Ah —comenta—. ¿No vas a venir más?

—Sí, vendré —«por supuesto, eres tú la que no debería estar aquí», pienso con un súbito fastidio poco propio de mí—. Pero estoy bien, no tengo frío —añado con suavidad.

—Ya —me dice como si la rara fuese ella, no yo.

La miro fascinado. Está ahí, de pie, devolviéndome la mirada y la conversación. Aún no me puedo creer que esto esté pasando.

—¿Cómo te llamas? —las palabras salen de mis labios antes de que la sensatez me recuerde que es mejor no ahondar en este contacto.

—Lia. Bueno, Liadan —me dice; sin duda es un nombre erinés.

—¿Eres eri... irlandesa? —le pregunto.

Por un momento siento un acceso de odio, instintivo y cerval, que me asusta. Yo no suelo reaccionar así, aunque también es verdad que hace mucho tiempo que nada ni nadie me molesta. Me obligo a recordarme que el tiempo en que los erineses eran un enemigo que eliminar quedó atrás hace ya mucho; y que ella es un ser dulce y frágil que no ha hecho nada malo. Salvo estar aquí y hablar conmigo, pero eso tampoco es culpa suya.

—No, soy de Barcelona —me contesta.

Toma mi estupefacción por ignorancia.

—Barcelona está en...

—Sé dónde está —le sonrío—. Estás un poco lejos de casa.

—Me mudé cuando murieron mis padres. Mi madre era de aquí.

—Ah —digo yo ahora y trato de tantear el terreno—. ¿Necesitabas... huir de su presencia?

Me mira como si estuviese loco, obviamente. No sabe nada, claro.

—Mi madre siempre había querido que estudiara aquí —me explica—, como lo hizo ella. Malcom..., el profesor McEnzie, el director, me ha acogido en su casa hasta final de curso.

—Entiendo.

Eso complica las cosas un poquito más. Se supone que el director del instituto lo sabe todo, que los conoce a todos. Pero no a mí. Cuando me doy cuenta de lo que estoy haciendo, de con qué estoy hablando, y de que me estoy dejando llevar, me apresuro a dejar el legajo en su sitio para encaminarme hacia la puerta. 

—¿Y tú cómo te llamas?

Me maldigo a mí mismo, pues es obvio que tiene derecho a preguntarme por mi nombre después de que yo haya preguntado por el suyo.

—Me llamo Álar —miro el reloj de la pared—. Te estoy retrasando, perdona. Me voy ya.

Me doy prisa para alejarme de ella porque me pone nervioso, pero me fuerzo a seguir el camino zigzagueante de los pasillos para salir de aquí. Es una suerte que haya decidido seguir las leyes de la física, porque momentos después Liadan me sigue corriendo.

—¡Espera! —me dice sonriendo—. Te dejas la cazadora. Te vas a helar ahí fuera.

Me quedo mirando la cazadora que sujeta en la mano, incrédulo y nervioso. Siento un escalofrío y soy consciente de que la temperatura baja a nuestro alrededor.

—Te has puesto pálido —me dice.

La joven me está asustando de verdad.

—Será el frío.

Cojo la chaqueta, le doy rápidamente las gracias y me aparto de ella tan rápido como puedo sin despertar más sospechas ni darle tiempo a pensar.

Han tenido que pasar unas horas antes de que me serene, y para entonces Caitlin ya está convencida de que me pasa algo que no le estoy contando. No insiste cuando le miento asegurándole que no me sucede nada, pero la veo morderse las uñas preocupada. Pobre Caitlin, tan limitada y teniendo que soportar más secretos aún. Pero no estoy preparado para hablarle de esto. Todavía no. Es noche cerrada cuando le doy las buenas noches y me voy a reposar. Al menos ya he decidido qué haré mañana.

 

He llegado a la conclusión de que debo observar a Liadan, por el bien de todos: de ellos y nosotros. Tengo que averiguar si la anormalidad está en ella, o en mí. Yo no puedo haber cambiado, no después de tantos años. Siento un tremendo alivio cuando el resto de los estudiantes me ignora, como siempre. No, no he cambiado. Así que me muevo tranquilo pero tengo cuidado de que ella no me vea al pasar. 

Liadan llega sola al instituto, y me doy cuenta de que generalmente anda con la mirada puesta en el suelo. Cuando levanta la cabeza, para no chocar con la gente supongo, evita las miradas directas como si se tratasen de una amenaza. Eso es lo que le ha salvado la vida hasta ahora, deduzco. Pero jamás había visto tal grado de timidez, y me pregunto a qué se deberá. No tiene ninguna anormalidad, de hecho es hermosa. Tranquila y elegante como una joven de las de antes. Y aunque sus ojos negros son como los de una mara (endemoniados seres femeninos de la mitología vikinga), no desentonan en su rostro dulce e ingenuo. Le aportan un toque de sensual tenebrosidad que resulta atractivo e inquietante. No obstante, ella parece creer que no merece otra cosa que desprecio por parte de los demás. 

La veo reunirse con otra joven delante de una de las estancias del castillo que han habilitado como aulas, en el segundo piso, el de los estudiantes mayores. Su amiga es una joven rubia, muy hermosa, angelical según los cánones cristianos. Tiene gracia, pienso amargamente, porque de lo que tiene aspecto esa chica es de ser una escandinava, una vikinga, y éstos fueron los peores enemigos de los cristianos igual que lo fueron de mi pueblo. Hacía mucho que no me fijaba en ellos, pero ver juntos a tantos antiguos enemigos de mi país remueve algo dentro de mí que no me gusta. Sé que esta pobre joven no tiene nada que ver, pero este hecho sigue afectándome. Así que trato de expulsar esos pensamientos y centrarme en que son dos simples jóvenes que nada tienen que ver con los tiempos de antaño.

El día prosigue sin grandes cambios, con la misma rutina de siempre. Y las dos jóvenes van juntas a todas partes. A veces se les unen otros estudiantes, como a la hora de comer, y en otros momentos permanecen solas, hablando de sus cosas. La joven rubia saluda a los demás con dulzura, plácida pese a que llama la atención. Es de esa clase de personas que necesitan de la proximidad y el cariño de la gente, pero Liadan no parece tener ese problema. Seguramente hubiese estado igual de cómoda sola, no es una persona muy social. Y vuelvo a preguntarme por qué. Dicen que las personas calladas tienen una vida espiritual compleja e interesante; si eso es verdad, esta joven debe de ser un mundo increíble en sí misma. Incluso diría que le cuesta un verdadero esfuerzo compartir conversaciones con alguien que no sea su amiga, pese a que al menos dos chicos tratan de atraer su atención durante la comida.

Les fascina, lo veo. También a mí me fascina, es como un pequeño misterio vivo.

Me alejo de ella cuando empiezan las clases de la tarde, pues necesito meditar sobre si debo ir o no a la biblioteca. También puedo ir y evitar que ella me vea, pero no puedo negar que tengo pocas oportunidades como ésta y siento curiosidad. Además podría ser arriesgado. «La curiosidad mató al gato», suelen decir. Me río, llevándome una mano a los labios al ver que he provocado un estremecimiento a un profesor que cruzaba el pasillo de enfrente. Es uno de los catedráticos más veteranos, un viejo conocido digamos, y las décadas pasadas aquí sensibilizan el contacto. Por suerte ninguno de ellos pasa aquí el tiempo suficiente como para que el asunto se convierta en un problema serio. Pero eso me hace pensar. La curiosidad no matará al gato, pero puede matarla a ella. O enajenarla. Y eso no estaría bien, ni para Liadan ni para nosotros.

Pese a todo, de nuevo la inercia puede más que mi posible voluntad y me arrastra hacia la biblioteca. Empiezo a pensar que yo también estoy atrapado en mí mismo, como muchos otros. Que carezco de más libertad de lo que pensaba. Pero no me parece mal, pues siento curiosidad y deseo ir a verla. De momento puedo correr ese riesgo, medito, y me encamino hacia la biblioteca en cuanto pasa un tiempo prudencial después de que acaben las clases. No soy insensato: me aseguro de que no hay nadie dentro, aparte de ella, antes de cruzar las puertas.

Y de nuevo está ahí, sola en muchos sentidos de la palabra, leyendo absorta. Me pregunto qué será lo que acapara su atención de esa manera, como si el resto del mundo no existiera. Me acerco para leer el libro por encima de su hombro.

 

...El viento se ha calmado un poco, el granizo ya no cae con tanta fuerza, pero un extraño repiqueteo sigue proviniendo de la ventana. No puede ser figuración suya. Está despierta y oye. «¿Qué es lo que puede producir aquello?» Un nuevo relámpago y otro grito. Ahora ya no se trata de ninguna ilusión. Una figura alta y flaca permanece en el borde exterior del ventanal. Son las uñas de sus dedos las que siguen produciendo aquel ruido, ahora que el granizo ha cesado. Un miedo intenso la paraliza, y con las manos entrelazadas, el corazón latiéndole tan violentamente que parece que le va a estallar, el rostro como el mármol y los ojos dilatados y fijos en la ventana, permanece inmóvil. El ruido de las uñas golpeando los cristales continúa. No se oye una palabra, y ella sigue distinguiendo la oscura figura, una figura con largos brazos que se mueven como alas y que, de alguna manera, trata de entrar...

 

Reconozco la historia. Se trata de Varney el Vampiro, de James Malcom Rymer. Es un cuento de 1800 y pico, bastante bueno y bastante aterrador. Liadan se estremece y de pronto se sobresalta tanto que en un acto reflejo proyecta el brazo hacia atrás en un gesto defensivo, golpeándome en la pierna. No es un golpe fuerte, pero el contacto se extiende por mi cuerpo como si me hubiese helado. ¡Por la diosa que me ha tocado! La joven se gira bruscamente, y el color de su rostro pasa del blanco cetrino al más intenso rosado. 

—Ay, lo siento —dice respirando aún con dificultad, avergonzándose de su reacción.

Yo lo siento —le aclaro, carraspeando para que no capte la turbación de mi voz—. Tenía curiosidad por saber qué era lo que leías tan ensimismada. 

Todavía aturdida por el brote de adrenalina, respirando con rapidez y sin culparme por espiar por detrás de su hombro, alza el libro para que lo vea. Ya lo conozco, pero simulo que leo con interés el título.

—¿Te gustan las historias de terror? —le pregunto.

—Sólo hasta que me dan miedo —me confiesa Liadan; aún no se ha recuperado del susto que le he dado, pero lo intenta—. No te he oído entrar. Me evado de la realidad cuando leo.

Sonríe contrita. Parece que necesita explicarse, como si fuese de una importancia vital el justificar su comportamiento. Es una joven muy especial, y aunque me va bien que crea que todo es cosa suya, en parte me hace sentir mal.

—He hecho que traigan una estufa para la sala de los archivos —me dice al ver que yo callo, incomodándola mientras la miro fijamente—. De verdad que hace demasiado frío allí.

—Gracias, no hacía falta que te molestaras.

—No es problema.

«Lo es», pienso mientras me encamino a mi reducto de paz perdido, en esta biblioteca que tendría que haber sido mía y de nadie más. Me detengo abochornado. Oh no, me estoy volviendo posesivo, me doy cuenta. Algo común en nosotros, pero que yo había evitado hasta ahora y no quiero experimentar.

 

El tiempo vuelve a pasar volando y ella está nuevamente ahí, en la puerta del archivo.

—Hora de irse —adivino, tomándome la situación con tranquilidad.

La veo ponerse nerviosa según los pensamientos fluyen por su mente.

—Tú no estudias aquí, ¿verdad? —me pregunta mientras yo recojo.

Suspiro para mis adentros. Es normal que se pregunte por qué vengo aquí, el único usuario de la biblioteca después de acabada la jornada lectiva, además de ella. Para ser tan tímida está siendo valiente, pero no voy a aplaudirla por ello ahora. Busco una excusa lo suficientemente sólida y lícita como para que se quede tranquila.

—No, no estudio aquí. Soy estudiante de la Universidad de Edimburgo. Estudio Historia, y estoy haciendo un trabajo de investigación sobre los antiguos habitantes de esta zona.

—Ah —me dice entendiéndolo enseguida.

De pronto su rostro se ilumina y sus oscuros ojos brillan.

—Entonces quizás conoces a mi amigo Keir, el primo de una amiga. Él también estudia Historia en la Universidad de Edimburgo. Es el cantante de los Lost Fionns.

Maldición, eso no lo había esperado. Por supuesto, ella no está tan aislada del mundo como yo.

—No, creo que no lo conozco. Al menos no por el nombre —respondo sin darle más importancia, y me obligo a sonreír—. La verdad es que somos bastantes los que estudiamos Historia en la Universidad de Edimburgo, así que puede que esté en otro grupo.

—Claro —reconoce de nuevo contrita.

Me sabe mal engañarla al intuir que se está sintiendo mal.

—Bueno, quizás nos veamos mañana —le digo.

Ahora me siento mal yo. E insensato.

Sonríe, pero luego la jovialidad de su rostro se diluye en una expresión de desencanto.

—Mañana la biblioteca no estará abierta a estas horas. Los viernes no la abriré. Pero puedes volver el lunes.

No puedo evitar sonreír ante eso.

—Gracias. En ese caso, volveré el lunes —«Y mañana», pienso—. Hasta entonces.

Me alejo, consciente de que aún siento frío en la pierna tras el breve contacto que he tenido con su mano, con ella.