Liadan
¿Cómo te ha ido por Barcelona? —me pregunta Aithne el miércoles por la mañana, cuando nos reunimos en el instituto tras mi breve escapada por el puente de Todos los Santos.
—Tranquilizador —le contesto.
Alza las cejas ante mi enigmática respuesta, así que le dedico una sonrisa alegre que ella me devuelve. La he echado de menos. Entramos en clase de lengua mientras yo bostezo lo más discretamente posible. El avión llegó tarde a Edimburgo y, además, últimamente duermo poco y mal. Así que estoy bastante cansada. Pero también lúcida y animada. Siento una serenidad que raya el nirvana.
—¿Crees que verás hoy a tu chico de la biblioteca? —me pregunta Aith emocionada.
La miro a los ojos, ella no entiende a qué viene mi mirada solemne.
—No creo que lo vea —digo muy segura—. Como tampoco lo vi la semana pasada.
Durante mi breve evasión de este mundo gris, oscuro y ahora también sobrenatural que es Edimburgo, he estado pensando largamente en mi extraña situación. Después de los períodos de profundo terror, depresión y de sentirme un bicho raro de verdad, he alcanzado una especie de calma serena, aceptando las cosas como han venido. Pero el sentimiento de culpabilidad se ha hecho más grande a medida que pasan los días y sé a qué se debe. Incluso puedo hacer un comparación metafórica: los antiguos celtas consideraban sagrados a los árboles. Cuando ellos vivían todavía existían bosques primigenios en Escocia, de árboles milenarios, y las tribus que se servían de ellos consideraban casi un delito el derribarlos. Ellos eran seres mortales, que regresaban una y otra vez al mundo, mientras que aquellas enormes arboledas habían coexistido con sus más antiguos antecesores. Habían crecido y madurado durante centurias y centurias, soportando las eras del mundo, y los humanos no eran nadie para talarlos. Para derribar tantos años de existencia y natural sabiduría.
Y eso es lo que yo he hecho con Álar. Si aquella tumba céltica es realmente suya, ambos pueden datar tranquilamente del milenio pasado. Quizás lleva centurias paseándose por el castillo, en paz con el mundo, y yo lo he desterrado de un plumazo. No me parece justo, y la duda me está matando. No se comportó mal conmigo, no me asustó ni me hizo daño. No sólo eso, sino que me llevó de paseo y se interesó por mis estudios. Como cualquier chico normal, salvo por el hecho de que él estaba muerto. Incluso se lanzó al lago a buscar el maldito anillo con el que lo había engañado. Álastair: ‘protector de los hombres’ significa su nombre, y puede que eso no quiera decir nada pero me parecía un chico bastante más honrado que muchos vivos a los que conozco.
Mi visita a la biblioteca es triste hoy. Sé que no lo encontraré, y ni siquiera estoy segura de si eso me hace sentir bien o no. Cuando ya llevo aquí una hora, me levanto de la mesa del bibliotecario y voy a buscar el tratado de parapsicología que Álar estuvo mirando. Si va a ser cierto que los fantasmas existen y que yo puedo verlos, necesito aprender más cosas sobre ellos.
Por lo que averiguo en este libro, «fantasma» es una palabra de lo más generalista y vulgar. Como pájaro. Hay diferentes tipos de fantasmas. Y cada uno es un mundo, según los estudiosos que han redactado este libro. Me pregunto cómo sabrán todo esto. Según los expertos en el tema, las apariciones son seres de naturaleza e instintos humanos, si bien de ira fácil y tendencias compulsivas. Los autores creen que están hechos a partir de la electricidad de las conexiones cerebrales de los difuntos, o sea reminiscencias eléctricas de la mente. Aducen que el mundo de la física es todavía demasiado amplio y desconocido para comprenderlo, pero que psicofonías, fotografías y vídeos especiales demuestran que no sólo pueden existir los fantasmas, sino también otros fenómenos como los agujeros espaciotemporales, los centros de poder kármico e incluso el triángulo de las Bermudas.
Llegados a semejante extremo estoy a punto de cerrar el libro, pero me recuerdo que yo misma he visto cosas imposibles y me obligo a tomarme todo esto más seriamente. Al final el libro incluso acaba por parecerme interesante, y cada tarde le echo un vistazo.
Existen las apariciones, las infestaciones, espíritus, fantasmas animales, familiares, de cosas materiales, incluso fantasmas de personas vivas. Algunos pueden influir en el mundo físico, otros simplemente lo traspasan, y aún hay otros que incluso son tan ignorantes de que comparten el mundo con los vivos como los vivos ignoran que lo comparten con los muertos. A los fantasmas se asocian fenómenos como el frío, la disfunción de los aparatos eléctricos, movimiento de objetos, escalofríos, dolores de cabeza, sensación de contacto y de manoseo, y muchos casos de locura. Los redactores del libro también están seguros de que no todos los fantasmas pueden entrar en contacto con las cosas no muertas, y que otros pueden llegar incluso a cometer asesinatos. Decido pasar ese dato por alto.
El jueves intuyo por qué Álar había estado leyendo este libro, cuando llego al penúltimo capítulo. Está dedicado a los contactos entre vivos y muertos. Aquí se documentan casos reales, la mayoría de lo más inverosímiles, como gente a quien ha-
bía salvado la vida su difunto pequinés o chicas del siglo pasado que decían haber sido violadas por seres invisibles (de alguna forma tenían que explicar por qué no llegaban vírgenes al matrimonio, las pobres). Pero algunos llaman mi atención. Casos de personas que han conocido a otras personas de las que después se han enterado de que llevaban algún tiempo muertas, o gente con la certeza de ver personajes de otros siglos o cosas que nadie más veía. A la mayor parte de estas personas las han entrevistado en centros de salud mental o casas que no visita nadie, pero a mí ya no me parecen tan chiflados.
Cuando cierro el libro es más tarde de lo que pensaba, así que me apresuro a guardarlo en su sitio y cerrar la biblioteca. Ahora camino más nerviosa cuando voy por la calle, temiendo cruzarme con alguien que en realidad no esté vivo. La idea me provoca tanto pavor como beligerancia. El miedo a veces nos hace reaccionar de forma extraña, animándonos al ataque tanto como a la huida. Y así me siento yo, dividida. Por un lado deseo encerrarme en casa y no volver a salir, pero por el otro siento la necesidad de buscar a los posibles fantasmas que caminan entre los vivos. Me pregunto si puedo verlos, como a Álar y a Bobby, y si no los habré visto multitud de veces ya sin darme cuenta de que no viven. Es posible, teniendo en cuenta que tampoco mis difuntos conocidos me habían parecido muertos hasta ahora.
Y por otra parte echo de menos a Álar, al que había llegado a considerar un amigo.
El viernes por la tarde y tras decirle a Aith que tengo recados que hacer, me encuentro yendo de paseo hacia la Royal Mile. Camino por el lado opuesto del puente George IV a donde está Bobby, pero no puedo evitar fijarme en él. Todavía espera frente al restaurante, seguramente lo ha hecho cada día desde hace más de cien años. Siempre solo, abandonado, pero siempre con ingenua esperanza y moviendo la cola. Siento tanta pena por él que se me forma un nudo en la garganta. Y sigo mi camino sin querer pensar en lo que estoy haciendo. Me dirijo al Mary King’s Close.
El Mary King’s Close, en la Royal Mile, es uno de los muchos callejones abovedados de la zona vieja de Edimburgo que están abiertos al público. Existe toda una ciudad subterránea y oculta, abandonada en su mayor parte, bajo la ciudad emergida construida sobre puentes y pilares. Pero este callejón turístico en concreto es especialmente famoso por lo bien caracterizado que está. Me recuerda al parque de atracciones Port Aventura, pero en histórico y tétrico.
Ahí, en el Mary King’s Close, vivía mucha gente pobre cuando la peste asoló la ciudad durante el siglo XVII. Muchos murieron allí abajo, y a algunos los abandonaron en aquel tugurio insano tras infectarse. Se le llamaba el callejón de las almas en pena, y se dice que aún vagan los fantasmas de los muertos en él. Eso siempre atrae a los turistas ávidos de emociones extremas.
Una de esas almas es especialmente conocida en la ciudad: Annie, la niña fantasma que aún espera a su madre y que se ha convertido en una de las mayores atracciones turísticas de Edimburgo. La gente le trae muñecos y peluches para que se entretenga en su eterno vagar. Por supuesto no es más que un cuento, o eso hubiese pensado un mes atrás.
Me uno a la primera de las visitas que va a entrar en el callejón, un grupito de italianos de mediana edad y ropas demasiado veraniegas para la época. Escucho con más atención que la primera vez que estuve aquí a los guías disfrazados. Tengo los nervios a flor de piel. Pienso seriamente en la posibilidad de dar marcha atrás, pero me mantengo inconmovible.
Después de una breve explicación de la guía vestida de matrona bajamos hacia los subterráneos. Me subo el cuello del abrigo hasta la garganta. El aire se enrarece aquí abajo, en estas casas construidas bajo la ciudad digna y luminosa. Las estancias sin luz ni ventilación, pequeñas, húmedas e insalubres, habían sido el hogar de muchas personas. Y también sus tumbas. Me empiezo a poner nerviosa a medida que llegamos a la estancia en la que, presumiblemente, la niña Annie había sido abandonada por su madre al contraer la peste. La primera vez que vine aquí me pasé esa sección sin mirarla, me espeluznaba el baúl donde tanta gente deja muñecos para una niña que no existe. «Qué crédula puede llegar a ser la gente, y qué influenciable», había pensado en aquella primera ocasión. Ahora entro angustiada en la tétrica estancia casi vacía, retorciéndome las manos con temor.
Miro directamente el baúl, y se me escapa un gemido que queda amortiguado por las conversaciones del grupo de italianos con el que he entrado. Ahí, junto al baúl lleno de juguetes, hay una niña arrodillada. Tiene el pelo negro, despeinado, y viste una especie de camisón lleno de mugre. Su rostro y la parte visible de su cuello tienen el rastro de algunos forúnculos de la peste bubónica que se la llevó hace tanto tiempo. Su expresión es la más triste que he visto nunca mientras pasa los dedos por encima de los muñecos, sin llegar a tocarlos, ignorando a la gente que la mira sin verla. Porque los italianos no la ven.
Me sobresalto cuando de pronto Annie alza la vista. Al ver que una de las italianas se inclina para dejar un muñeco en el baúl atestado, estoy a punto de gritarle que no se acerque tanto. La niña se yergue y la mira, anhelante, y trata de coger el muñeco que la mujer deja en el baúl. Los dedos finos y pálidos traspasan el muñeco, cerrándose en el aire. La oigo gimotear, y en sus ojos oscurecidos brillan las lágrimas. Mientras la niña llora sin comprender, la italiana bailotea nerviosa y se ríe jurando que ha sentido algo. Sus acompañantes le ríen la gracia, pasando la mano por encima del baúl, mientras la guía disfrazada les sonríe y les explica otros casos parecidos. Todos se ríen, excepto yo.
Annie, ajena a la desenfadada alegría que la rodea, se rasca las pústulas mientras llora junto al baúl lleno de juguetes que no puede tocar. A mí también se me saltan las lágrimas, mientras subo la primera por las empinadas escaleras húmedas para salir de aquí. Necesito respirar aire puro. Los visitantes que esperan para entrar comentan la expresión desencajada de mi rostro, sin duda deseosos de entrar y dejar que los asusten como a mí.
Ya es de noche cuando me encamino por el puente George IV hacia casa. Me quedo observando al pequeño Bobby, que sigue mirando hacia el restaurante con anhelo, y acabo cruzando la calle hacia él. Me detengo junto a su estatua y me agacho simulando que me arreglo los bajos de los pantalones por si alguien me mira.
—Bobby —llamo en voz baja.
El perro gira la cabeza, me mira moviendo frenéticamente la cola y se acerca contento. Lo acaricio tapando el movimiento de mis manos con el cuerpo. El perrito me lame la mano, da vueltas a mi alrededor y me pone las patitas delanteras en la pierna para intentar chuparme la cara. Debo de ser la única que lo ve y hace sin duda muchísimo tiempo que no nota la calidez de unas manos amables sobre el cuerpo; que alguien lo llama por su nombre. Me da una pena terrible, y siento ganas de llorar por él, por Annie, por todos ellos.
Le aseguro a Bobby que volveré. Me alejo oyéndole gimotear a mis espaldas, decidida ya a extender la bondad que creo poseer a todos los seres que conozco, vivos o muertos.
Vuelvo al instituto, casi corriendo para que no cierren antes de que llegue. Los viernes suelen tener abierto hasta las ocho porque algunos profesores aprovechan para adelantar tareas o corregir exámenes. Les digo a los guardas de las verjas que me he dejado algo dentro y tengo que recuperarlo. Cuando no me ven, me encamino al jardín posterior. En el bosque tomo el camino largo, no me apetece encontrarme con la nebulosa del lago.
Estoy jadeando cuando llego al antiguo cementerio, y tardo mucho tiempo en atreverme a abandonar el amparo de los árboles. Cuando reúno el valor suficiente, me apresuro hasta la tumba de «Álastair: amante y amigo» y, a pesar de que siento el pánico corroer mis nervios, me quedo mirándola un rato. Alguien, hace muchísimo tiempo, le consideró un buen amigo, y un buen amante. Y de momento, yo no puedo argumentar lo contrario. Aspiro hondo varias veces, luchando contra el instinto que me impide hacer lo que debo. No es tan fácil oponerse a la sensatez. Flexiono varias veces las piernas para calentar los músculos y estar lista, lamentando no haberme puesto hoy también las deportivas. Entonces me alejo todo lo posible de la losa y su torre de piedrecillas, manteniéndola al alcance del pie. Saco la nota que he escrito en mi libreta por el camino, y la dejo en el suelo asegurándome de que no saldrá volando. Entonces estoy lista.
—Y que sea lo que tenga que ser —murmuro, pero soy incapaz de moverme—. Vale, ahora —me animo otra vez.
Cuento hasta tres. Le doy una patada salvaje a la base de la torre de piedras y echo a correr sin preocuparme de mirar atrás. Huyo con el ímpetu que me imprime el pánico, obligándome a no perder tiempo mirando a mi espalda o tratando de escuchar, hasta que salgo del instituto. Ya está hecho, ahora ya no hay vuelta atrás.