Álastair
¿Qué pasó? —le pregunto a Liadan en cuanto cruza la puerta de la biblioteca el sábado.
Podría haber empezado por un buenas tardes, pero llevo casi un día entero sufriendo la angustia de la espera. Creía que me volvía loco. Nunca me habían parecido tan odiosos los límites que me separan del resto del mundo.
Liadan parece cansada, es posible que ella tampoco haya descansado en toda la noche. De hecho, parece exhausta, alicaída. Se dejó el abrigo y todo lo demás aquí, así que espero que no se haya resfriado. Rodeo la mesa del bibliotecario y me pongo a su espalda para masajearle los hombros. Nunca pensé que pudiera llegar a hacerlo pero aquí estoy, sintiendo la tensión de sus frágiles músculos bajo mis dedos. Liadan suspira, demasiado afectada por los últimos sucesos como para reaccionar con sorpresa.
—No la alcancé —me dice—. Fui a su casa pero ya se había ido hacia el aeropuerto. Anoche llamé al teléfono de Keir, pero me dijo que Aithne ya estaba durmiendo. Está preocupado, dice que Aith estaba muy alterada ayer. Ella trató de convencerlos de que sólo se debe a la proximidad de los exámenes finales, pero temen que haya sufrido una recaída. Aunque esta mañana he recibido un mensaje de ella desde el teléfono de Keir. Dice que hablaremos cuando vuelva.
—¿Y tú qué opinas? —le pregunto.
—Opino que guardará el secreto, no te preocupes. La que me preocupa es ella. Y Keir también cree que estoy loca, o que soy una temeraria morbosa; se enfadó cuando después de haberme explicado aquello, yo me acerqué al lago para investigar. Está preocupado, no quiere que yo pase por lo mismo por lo que pasó Aithne —guarda silencio, pero noto cómo toma aire para decir algo más, algo más difícil de exponer—. Y a mí me preocupas tú. Todos estamos preocupados, como ves.
—¿Yo? —me sorprendo. Entonces entiendo de lo que habla—. Liadan —le digo muy serio, y me meto sin más en la mesa para poder ponerme delante de ella y mirarla a los ojos—, no me gustó nada lo que dijiste al irte. No voy a matar a nadie, y mucho menos a ti.
—No me importaría —reconoce con la cruda sinceridad de su alma.
—Sé razonable, Liadan —le digo—. Comprende que las cosas tienen que ser así y ya está. No puedes quedarte, y tendré que separarme de ti. Ni siquiera tendríamos que habernos conocido.
—¡No! —dice como una niña. Me recuerda a Caitlin cuando era pequeña y sus padres le negaban un capricho—. ¿Por qué? Por qué para un chico que encuentro que me gusta, va y tiene que estar muerto. No quiero separarme de ti, Álar —me dice, los pozos negros que son sus ojos llenos de determinación, aunque luego vacila—. O acaso... ¿tú no quieres seguir viéndome?
Su expresión es la viva imagen del temor a mi respuesta, y ser consciente de sus sentimientos me emociona, y hace que los míos aumenten. Y aunque sería mucho mejor que le diese la razón, soy incapaz de dejarla pensar que no la quiero.
—Por supuesto que quiero verte —le susurro—, te echaré horriblemente de menos.
Se le escapa la sonrisa, no sé si tendrá tantas ganas de abrazarme como las que siento yo. Pero no debo seguirle el juego, pese a que sé que es tarde para ello.
—En ese caso buscaré la forma de no tener que separarme de ti —dice resuelta, como yo suponía—. Tan simple como eso.
Es una locura. Se supone que yo soy el obsesivo pero Liadan no se queda a la zaga y nos pasamos horas discutiendo. No está tan loca como para matarse sin más, sabiendo los riesgos que corre, pero ya he comprobado que cuando se le mete algo en la cabeza no ceja en el empeño. Mis argumentos chocan contra ella sin éxito y me exaspero, pero Liadan, sin embargo, se mantiene calmada, y se ha puesto el abrigo sin decir nada en respuesta al frío de mi furia. Me recuerda a mis guerreros cuando estaban dispuestos a entrar en batalla: tiene la serenidad de quien sabe cuál es su camino y está dispuesto a recorrerlo hasta el final.
—Mira, Álar —me dice cuando es ya de noche y lee en su reloj que es hora de irse—. Puedes seguir discutiendo conmigo día tras día, y desaprovechar estos momentos, o aceptar que yo buscaré la manera de cumplir mi deseo. Si no lo consigo podrás estar tranquilo igualmente, porque conseguirás lo que quieres: me iré y no te volveré a ver.
—Sabes que no es eso lo que quiero —le digo, aunque sé que ya he caído en su trampa.
—Entonces déjame hacer lo que creo que tengo que hacer. Y déjame disfrutar de tu compañía sin enfados hasta que, de una forma u otra, esto se solucione. No te preocupes tanto. No quiero morirme en realidad.
Me mira fijamente esperando mi reacción, ella no da nunca una conversación por terminada hasta que sabe la opinión del otro y puede irse con la conciencia tranquila. Aunque sus palabras han demostrado una seguridad aplastante, veo en sus ojos que lo que yo diga es de una importancia vital para ella. Y no puedo defraudarla, pero tampoco decirle que no trataré de impedir que haga algo que acorte radicalmente los días que le han tocado. Eso tampoco me importaría mucho si como resultado se quedara conmigo para siempre, pero lo más probable es que, si atentara contra su vida, la perdiera sin más.
Así que simplemente me inclino hacia ella y la beso suavemente, como si fuéramos una pareja de novios cualquiera que ha tenido una rencilla. De ésas he visto tantas en el instituto que es como si yo mismo las hubiera vivido. Como la que estoy viviendo.
Liadan me sonríe cuando me separo de ella. Ambos sabemos que este momento es mágico, pero ninguno lo dirá. Me obligo a dejarla marchar, pese a que no quiero. La tentación de agarrarla y mantenerla a mi lado es más fuerte que nunca.
—Nos vemos mañana —le digo.
—Hasta mañana, Álar.
Y veo cómo se aleja hasta desaparecer por la puerta, sabiendo que más allá de las verjas se acaban completamente mi protección y mi influencia.
Los días que siguen, a mi pesar, son los más agradables de mi existencia. Como si nos hubiésemos puesto de acuerdo, hemos dejado el tema de nuestra posible separación a un lado. Nos dedicamos a hablar, y Liadan estudia de vez en cuando pero es una suerte que sea tan inteligente y sus notas no dependan de lo que se aplique ahora. Porque no podemos pasar muchas horas sin acabar abrazándonos y eso lleva a todo lo demás. Pese a lo diferentes que somos, en esto no hay contradicciones, el deseo permanece en los míos, y no hay muchos que puedan darle una respuesta. Nuestros besos son cada vez más apasionados, mis manos van cada vez un poco más allá, y las manos de Liadan se enzarzan a mi espalda cada vez con más fuerza. Su deseo no es menor que el mío.
Y cuando ambos sabemos que estamos dejándonos llevar nos miramos, y nos separamos con dificultad. Nos reímos y bromeamos mientras continuamos con lo que estábamos haciendo, pero los dos callamos lo que no queremos reconocer en voz alta: que no nos conviene nada dejarnos llevar. La amenaza de la separación sigue ahí, latente pese a que la ignoremos, y ambos sabemos que cuanto más nos unamos, más difícil nos resultará de afrontar.
Lo que más miedo me da es que Liadan, que me conoce mejor de lo que me gustaría, sabe hasta qué punto mi carácter compulsivo trata de adueñarse de mi razón cuando se hace patente la certeza de que deberé dejarla marchar. Y no parece que le importe. Si hoy mismo le dijera que voy a arrastrarla hasta mi sepulcro, que me la llevaré conmigo al otro lado y dejará de estar viva, creo que ni siquiera opondría resistencia.
Así que yo obvio el tema, y ella sin duda también prefiere no seguir discutiendo para que yo no la convenza de que dé fin a sus pesquisas porque la llevarán a la muerte. Las tardes se vuelven más agradables, sumiéndonos en una rutina que jamás abandonaría. Por la mañana, cuando ella no me acompaña, me dedico a seguir con mis investigaciones y se las explico luego a Liadan, que ya sabe el porqué de la importancia de conocer los límites que tenía este territorio cuando yo morí.
—¿Por qué no lo compruebas simplemente por prueba y error? —me sugirió cuando le expliqué que estoy anclado a los ignotos terrenos del viejo torreón, y no al castillo propiamente—. Simplemente avanza hasta que no puedas más.
—No puedo hacer eso —le contesté, y traté de explicarme lo mejor que pude para hacerme comprender—. Si intento ir más allá de donde llegan mis ataduras..., bueno, me pierdo del mundo. Algo semejante a lo que me hiciste tú. Y no sé cuándo voy a volver. Al principio, hace unas centurias, lo probé. Pero llegó un día en que pasé tanto tiempo fuera, meses quizás, que decidí no volver a probarlo porque tal vez un día simplemente no podría volver. Caitlin, por ejemplo, sabe bien cuáles son sus límites, los siente, pero yo no.
—¿Y eso qué es? —me preguntó Liadan frunciendo el ceño—. ¿Una especie de castigo?
Me alcé de hombros, pues muchas veces me lo he preguntado yo también. ¿Qué le hemos hecho al mundo para merecer esta tortura? Pero lo peor es que creo que ni siquiera es voluntad de nadie, sino simple física. Como la electricidad que queda en un lugar tras la caída de un rayo. Antes de que tuviera tiempo de abandonarme a mis sombríos pensamientos, sentí la frialdad de la mano de Liadan sobre mi brazo. Sus labios y sus ojos me sonreían con calidez, y entonces las causas dejaron de importar, porque había encontrado un remedio a mi extraño purgatorio.
Los días pasan y la biblioteca es nuestro hogar. Siempre había sido el mío, pero tengo la sensación de que también Liadan se siente más en casa aquí que en ningún otro sitio. Ninguna tarde falta, salvo la de Navidad, pero al día siguiente viene decidida a explicarme todo lo que ha hecho. No me dice que me ha echado de menos, pero lo sé. Soy amargamente consciente de que le habría gustado que la acompañara, que fuera un joven normal que se pudiera llevar a las fiestas familiares. O al menos poder hablarles de mí.
Me sorprende cuando me dice que el hermoso tocado de flores que lleva en la mano es para Caitlin. Bajamos juntos al lago, mientras me pregunto qué pretende hacer porque Liadan sabe que Caitlin jamás podrá tocarlo. Sujeto a Liadan para que no resbale sobre la hierba llena de escarcha, y nos sonreímos antes de girarnos a mirar la luminosidad que desprende Caitlin en la oscura tarde invernal.
—Hola, Caitlin —la saluda Liadan. Se abrazan, o lo simulan, sin que a Liadan le importe que Caitlin le humedezca la ropa—. Sé que Álar jamás llegó a celebrar una Navidad, ni a saber qué era eso siquiera —se burla de mí, aunque sé que le encanta que yo pertenezca a mi lejana época—. Pero a ti te he traído un regalo.
Le enseña la diadema de flores, que Caitlin observa con un anhelo casi atormentado. Antes de que Caitlin le tenga que señalar, con un profundo dolor para sí misma, que no puede hacerlo suyo, Liadan se encamina resuelta hasta la orilla del lago y lo deja en su fría superficie. Las flores flotan cerca de nosotros, brillando a la luz del sol poniente. Caitlin se mete en el lago y se hunde en él, de forma que puede poner la cabeza bajo el círculo de flores. Casi parece que lo lleva puesto, y mira a Liadan a través del agua con una expresión de profunda dicha en su rostro de ahogada.
Su sonrisa es tan radiante como la que Liadan me dirige a mí cuando se gira, y que yo le devuelvo con sincera gratitud. Nos cogemos de la mano mientras observamos cómo Caitlin hace que su regalo se mueva por el agua. Casi tiene la sensación de que lo está sujetando. Por un segundo, como si la diosa galesa Cerridwen me hubiese iluminado con un instante de claridad, sé que deberé recordar este momento para siempre.
Porque los tres sentimos ahora una verdadera y genuina felicidad, y sé que no va a durar siempre. Quizás sólo unos días más. Posiblemente los que tarden en reanudarse las clases en el instituto, y vuelvan los que sin saberlo son nuestros enemigos.