Capítulo 37

Álastair

 

Liadan sabe que la hemos visto. Todos nosotros: yo, el director, sus amigos, los enfermeros del hospital y la mara, que avanza desde la calle hasta detenerse ante la verja del jardín, un espíritu diabólico vestido de blanco puro. La mara me mira, con una mezcla de maldad y desafío en los ojos negros. No puedo moverme, si demuestro que puedo hablar con Liadan ella la atacará. 

Desde el otro lado del jardín los enfermeros, también vestidos de blanco, el antiguo color del luto, se acercan a Liadan con calma aparente, como si fuera una fiera a la que no deben asustar. Miro a mi alrededor: el director McEnzie baja tranquilamente los escalones de piedra, porque no se da cuenta de que está a punto de perder a su ahijada. Pero yo sí, y me invade la más absoluta angustia. 

Miro a Liadan, que permanece a medio camino entre unos y otros, quieta como una estatua, como si fuera una observadora ajena a lo que sucede a su alrededor. O como si se hubiese resignado a lo que va a suceder después. El viento arrecia y me trae la voz de Caitlin, que grita desde el lago advirtiéndome de que detenga a Liadan. Oh, dioses, no.

Me acerco un paso consciente de que la mara, desde el otro lado de la verja todavía, ha fijado su mirada negra en mí. Está esperando a que cometa algún error. Liadan también ha oído la voz de Caitlin y eso parece haberla despertado. Desvía la mirada hacia los sanitarios que vienen a buscarla, y que ahora discuten en voz baja pero insistente con el director McEnzie. No parecen estar escuchándole, porque cada vez se alejan más de él para acercarse a Liadan. 

Entonces Liadan se gira. Mira a Aithne y a Keir, con rostro meditabundo, mientras ellos permanecen paralizados en lo alto de las escaleras. Es lo que les pasa a los que son como ellos, que cuando el horror les puede se quedan helados y lo dejan venir; cuántos de los suyos han muerto por eso, a manos de algunos de los míos. Entonces me mira a mí.

Soy sólo consciente en parte de que la mara ha fruncido el entrecejo, intentando decidir, porque no puedo apartar la mirada del rostro de Liadan. Su expresión es una despedida. 

—¡No! —grito sin darme cuenta.

Entonces la mara sonríe y Liadan se gira a mirarla directamente, mientras Aithne se agarra a su primo y mira con los ojos abiertos por el horror a su amiga. Liadan en cambio permanece tranquila, erguida; ha cerrado los ojos, a la espera de lo que vaya a suceder. Mientras ellos siguen observando la situación sin darse cuenta de lo que pasa, simplemente sintiendo que el viento ha arreciado terriblemente. No se dan cuenta de que Liadan va a morir ante sus ojos ciegos, ignorantes, en esta tarde sombría por la cercana tormenta. 

El grito de la mara, mezcla de furia y triunfo, me traspasa los oídos. Odia a Liadan, porque está viva, porque la ha visto, y porque puede acabar con ella. Oigo a Caitlin chillar de espanto desde el lago, intuyendo lo que va a pasar, mientras los vivos se estremecen. Incluso ellos han percibido sutilmente el cambio en el ambiente. Pero no se fijan en el viento que azota la hierba en dirección a Liadan, desde dos sentidos opuestos. 

Porque yo también estoy corriendo. No voy a permitir que la mara mate a Liadan, si yo puedo impedirlo. Es un pensamiento irracional, porque no sé qué puedo hacer, pero eso no evita que me lance hacia ellas para defender a Liadan. La mara avanza con el ímpetu del deseo de destrucción, pero a mí me empuja la desesperación. Porque si Liadan muere y de ella sólo queda un cuerpo frío e inerte, me volveré loco por el dolor. 

Dioses, no. Ella va a llegar antes. Sin pensarlo me lanzo sobre Liadan, aunque lo que hago es traspasarla, introducirme en ella de una forma que no había hecho antes. Oigo gritar a los vivos. Siento el golpe de la mara contra mí, en el mismo momento en que la energía sacude los árboles cercanos y las luces se funden sumiéndolo todo en la negrura.