Querida Rosanna:
Aunque no tengo (todavía) el placer de conocerte en persona, me siento amigo tuyo y en muchos sentidos muy cercano a ti. Me pides, para tu revista Los Otros, un testimonio de la época en la que yo, al igual que todos los judíos de la Europa ocupada por los nazis, fui tachado como «el otro», es decir, condenado a la condición de extraño o, mejor dicho, a la de enemigo. Creo que esta condena, que equivale a la expulsión del cuerpo de la «gente normal», siempre se lleva a cabo desde fuera, que nadie, o casi nadie, se siente o se convierte en «el otro» espontáneamente, por lo que siempre resulta dolorosa. Muy dolorosa, aunque al principio menos trágica que en otros lugares, resultó esta condena para los judíos italianos, precisamente porque no eran «los otros» ni como tales se sentían: llevaban fusionados con el resto de la nación cientos o miles de años, tenían las mismas costumbres, lenguaje, defectos y virtudes que el resto de los italianos, y en concreto, cara al fascismo, se habían comportado como los demás, es decir, mostrando una aceptación resignada o escéptica, entusiasta solo para unos pocos. En 1938, es decir, en la época de la promulgación de las leyes raciales en Italia, yo tenía diecinueve años y era estudiante: la separación de mis compañeros y amigos no judíos me resultó penosa, pero (al menos para mí) no humillante. Las acusaciones que se leían en los periódicos, contra todos los judíos italianos, eran demasiado grotescas para resultar creíbles, y de hecho, hallaron escaso eco entre el público, incluso entre los fascistas más convencidos: el pueblo italiano, en ese aspecto, se demostró poco dispuesto a aceptar la patente de superioridad sobre los judíos que las leyes raciales gratuitamente le conferían. Como muchos en mi condición, reaccioné de forma más o menos consciente ante las insulsas acusaciones de la propaganda construyéndome una conciencia, o mejor dicho un orgullo minoritario, que previamente no poseía.
Las cosas empeoraron bruscamente en septiembre de 1943, cuando el norte de Italia fue ocupado por las tropas alemanas. En todas las ciudades italianas se desató una auténtica caza al hombre: brigadas policiales, alemanas y por desgracia también italianas, rebuscaban en los refugios donde se escondían los judíos que no habían podido o querido salir del país, a menudo tras las denuncias facilitadas por algún delator a sueldo. De alrededor de 35.000 judíos presentes en Italia, se localizó a 8.000, y fueron precisamente los más indefensos e incautos, los pobres, los enfermos, los ancianos carentes de ayuda. En esto, lo cierto es que la persecución nazi fue de una ferocidad sin parangón: en esa totalidad absurda de la masacre, que no retrocedía ni siquiera ante los moribundos y los niños.
Yo fui detenido como partisano, en Valle de Aosta, pero inmediatamente se me reconoció como judío. Me llevaron en un primer momento al campo de tránsito de Fossoli, en las cercanías de Módena; desde allí, a finales de febrero de 1944, a Auschwitz, pero ese nombre hoy terrible era desconocido en aquel momento para todos. Nuestro tren, de vagones de mercancías, arrastraba a seiscientas cincuenta personas, cincuenta por vagón; el viaje duró cinco días, durante los cuales se repartió comida, pero no agua. En la estación de llegada se nos hizo bajar; tras una selección rápida se formaron tres grupos, los hombres y mujeres respectivamente aptos para el trabajo (noventa y seis hombres y veintinueve mujeres) y todos los demás, es decir, viejos, enfermos, niños, mujeres con hijos; estos, quinientos veinticinco en total, fueron enviados directamente a las cámaras de gas y los hornos crematorios, sin ser registrados siquiera en el campo. Como pude saber más tarde ya de recluso, esta proporción de aproximadamente uno a cuatro era casi una constante para todos los trenes: un judío para el trabajo frente a cuatro para la muerte. La masacre era, por lo tanto, más importante que la explotación económica.
Mi destino personal, que he descrito en mi libro Si esto es un hombre, estuvo muy lejos de ser el destino típico del prisionero de Auschwitz: el prisionero típico moría de agotamiento, o de enfermedades debidas a la inanición y a la avitaminosis en el curso de unas cuantas semanas o meses. Baste pensar que la ración alimentaria oficial era de unas 1.600 calorías al día, es decir, apenas lo suficiente para un hombre en absoluto reposo, mientras que los prisioneros se veían obligados a trabajar duramente en un clima frío y con ropas insuficientes y poco adecuadas. Lo repito: cada uno de nosotros, los supervivientes, fuimos los favorecidos por la fortuna. Mi suerte fue múltiple: durante un año de cautiverio nunca caí enfermo, y me puse enfermo en cambio en el momento adecuado, cuando el campo fue abandonado por los alemanes, que por razones desconocidas omitieron o se olvidaron de exterminar a los enfermos que no podían seguirlos en su huida del avance del Ejército Rojo. Conocí a un albañil italiano «libre» que durante muchos meses me proporcionó a escondidas sopa y pan. Finalmente, en los últimos meses de 1944, que fueron los más fríos, conseguí hacer valer mi condición de químico y ser destinado a un trabajo menos agotador e incómodo en un laboratorio de análisis.
De los noventa y seis hombres que entraron conmigo en el campo, sobrevivieron quince; de las veintinueve mujeres sobrevivieron ocho; veintitrés supervivientes, por lo tanto, de los seiscientos cincuenta deportados de nuestro tren, es decir, un tres y medio por ciento. Pero fue un tren afortunado. Porque salió de Italia poco menos de un año antes de la liberación: casi nadie sobrevivía a dos o tres años de cautiverio. El total de los totales, que solo conocí a mi regreso a Italia, pero que coincide y casa perfectamente con todo lo que he vivido y visto personalmente, ronda aproximadamente los seis millones de víctimas: cifra proporcionada por los propios dirigentes nazis que no consiguieron escapar de la justicia. De estos, alrededor de tres millones y medio de personas murieron en Auschwitz.
Esta es la experiencia de la que pude salir, y que me marcó profundamente; es su símbolo el tatuaje que todavía llevo en el brazo: mi nombre de cuando yo no tenía nombre, el número 174517. Me marcó, pero no me arrebató las ganas de vivir: al contrario, me las acrecentó, porque ha conferido un propósito a mi vida, el de aportar testimonio, de modo que nada parecido vuelva a suceder nunca más. Ese es el objetivo al que tienden mis libros.
Primo Levi
[1979]