DECLARACIÓN ACERCA DE MONOWITZ

El 27 de agosto de 1945, ante nosotros, coronel Vitale Massimo Adolfo hijo de Giuseppe, presidente del Comité de Búsqueda de Deportados Judíos, en la sede del propio Comité, Lungo Tevere Sanzio 9 Roma, comparece el señor doctor LEONARDO DE BENEDETTI —titular de la Cédula de Identidad n.º 520790— quien efectúa la siguiente declaración acerca de su periodo de detención en campos de concentración alemanes entre febrero de 1944 y enero de 1945:

A primeros de diciembre de 1943 traté de pasar a Suiza con mi esposa y otras personas, pero al llegar a Lanzo di Intelvi fuimos inmediatamente avistados y detenidos por una patrulla de la milicia de frontera que nos condujo a su cuartelillo, donde al cabo de pocos días nos trasladaron, acompañados por la policía, a la cárcel de Módena, y desde allí, el 21 de diciembre de 1943, al campo de tránsito de Fossoli. Desde este campo partimos el 22 de febrero de 1944 y después de unos ocho días llegamos a Auschwitz.

La misma noche de nuestra llegada, mi esposa Iolanda junto otras trescientas mujeres y algunos centenares de hombres fueron conducidos a las cámaras de gas.

Durante el periodo de cuarentena se me tatuó el número 174489 y fui enviado al campo de Monowitz, donde permanecí exactamente once meses, hasta la liberación efectuada por los rusos el 26 de enero de 1945.

No recuerdo los nombres de los comandantes del campo, excepto el del doctor MENGELE, capitán médico de las SS, encargado de efectuar la última visita a los infelices destinados a las cámaras de gas. Fue precisamente este quien me descartó nada menos que cuatro veces, porque yo le decía, al pasar por delante de él, que era un médico. Pero no creo deber la vida a su espíritu de solidaridad entre colegas, sino más bien al hecho de que las órdenes eran las de salvar la vida del personal sanitario que estaba deportado en el campo de concentración.

Monowitz era uno de los cien Lager dependientes del Centro Dirigente de Auschwitz, donde, como en todos los demás campos, se cometían de manera continua y como cosa ordinaria los mayores horrores y atrocidades debido a las directrices de la Dirección General de los Campos de Concentración.

El campo de Monowitz no era un Vernichtungslager, es decir, uno de esos campos en que los deportados apenas permanecían escasos días, al final de los cuales eran brutalmente sacrificados, fuera mediante fusilamientos en masa fuera mediante el gas; era un Arbeitslager, es decir, un campo de trabajos forzados, en el que la destrucción de los judíos se encomendaba a las imposibles condiciones de vida, a la comida insuficiente, a los esfuerzos sobrehumanos, a las inadecuadas defensas contra la intemperie y los rigores del clima estacional, y como complemento, aquellos que no morían de enfermedad, pero alcanzaban tal extremo de agotamiento físico como para no ser capaces de llevar a cabo el trabajo impuesto, eran eliminados en las cámaras de gas. Por último, a los acusados de infracciones del reglamento disciplinario del campo se les ahorcaba, castigo monstruoso y desproporcionado respecto a la culpa, que era absolutamente ínfima o inexistente incluso. ¿Quién, por ejemplo, podría juzgar «delito» el intento de fuga de un prisionero? Y sin embargo, ¡¡¡¡fue muy relevante el número de infelices ahorcados, de manera pública, delante de todos los demás deportados, por tal razón!!!!

Vivíamos en la promiscuidad más inmunda, en la más repugnante suciedad, sin posibilidad alguna de contar con un cierto cuidado higiénico de nuestras personas, expuestos sin defensa a todas las posibilidades de contagio de infecciones e infestaciones; se nos privaba, desde el mismo momento de nuestra llegada, de todas nuestras propias prendas y se nos vestía de mala manera con ropa de tela a rayas, como forzados, que suponían una ridícula barrera contra el frío, la humedad, la lluvia, la nieve. Se nos alimentaba de forma insuficiente, con dos sopas diarias a base de nabos y hojas de col y con cantidades exiguas de pan, un pan compuesto por distintos elementos, entre los que los menos digeribles y asimilables prevalecían en número.

Nos veíamos obligados a realizar además, desde los primeros días de nuestra llegada al campo de concentración, sin tan siquiera un lógico periodo de prácticas, distintos trabajos para los que nadie tenía aptitudes suficientes ni la preparación física adecuada.

Igualmente imposible eran las condiciones de vida desde un punto de vista psíquico y moral, puesto que las órdenes de los mandos tenían como objetivo suprimir, antes que al hombre, su personalidad, empezando por el nombre que, como es sabido, era sustituido por un número, tatuado en la piel del antebrazo izquierdo. No se tenía en consideración ningún valor humano, psicológico o cultural, pues todos, indistintamente, entrábamos a formar parte de una masa amorfa mantenida a raya mediante el miedo y los castigos corporales. En pocos días, todo deportado se degradaba al nivel de un animal, para quien la única razón de vivir era la ración de pan o la gábata de sopa.

Resulta fácilmente comprensible que muchas personas cayeran a los pocos días de su llegada en la más profunda desolación, y prefirieran una muerte inmediata y voluntaria a otra aplazada tras una serie de sufrimientos y de actos de violencia, y por lo tanto se acercaran deliberadamente a la alambrada de espinas, por la que corría la alta tensión eléctrica, para quedar electrocutados.

El haber empujado a una serie de personas a tal condición psíquica no es menor delito que haberlas matado con las propias manos.

Antes de finales de 1943, los deportados, cualquiera que fueran sus condiciones físicas, aunque estuvieran gravemente enfermos, se veían obligados a trabajar, sin recibir jamás tratamiento alguno.

Después de esa fecha se instituyó un primer germen de servicio sanitario, al que fueron destinados los médicos deportados en el campo, bajo la dirección de doctores alemanes. Había que pasar por un somero examen médico antes de que los incapacitados temporalmente obtuvieran unos días de descanso; para los enfermos más graves y en todo caso no recuperables para el trabajo, la enfermería era la sala de espera para la cámara de gas. Allí se realizaban principalmente las selecciones con las que se elegía a los presos más maltrechos o en condiciones la salud tales que no permitieran ya su utilización para trabajos pesados. Estos desventurados eran enviados a las cámaras de gas y con ellos los enfermos de tuberculosis, malaria o sífilis, por más que estuvieran clínicamente sanos y hubieran sido descubiertos solo por su propia incauta e ingenua confesión. La organización de la enfermería era absolutamente insuficiente desde el punto de vista de la higiene; locales demasiado pequeños en relación con el número de enfermos; estos, sin ninguna clase de ropa de cama, yacían, completamente desnudos, de dos en dos en el mismo camastro, con un par de mantas andrajosas, desgastadas, horriblemente sucias a causa de las más repugnantes manchas. En un pabellón de aislamiento yacían amontonados sin criterio alguno pacientes afectados por las enfermedades más contagiosas; fiebres tifoideas, difteria, sarampión, escarlatina, erisipela, etcétera, afecciones siempre presentes en el campo en forma endémica. Ese pabellón albergaba durante unos días o unas cuantas horas a los infelices, antes de ser enviados a la muerte, en las cámaras de gas.

Los medicamentos faltaban casi por entero, y los pocos que había se suministraban con una parquedad que hacía su uso casi inútil. En la práctica, los enfermos eran abandonados a su suerte y la suerte no era mejor tampoco para la mayor parte de los que no morían, puesto que la salida de la enfermería representaba la entrada en la cámara de gas.

A estas se enviaba también, desconozco con qué criterio de selección, a un cierto número de prisioneros recién llegados. Los viajeros de los convoyes que transportaban deportados de toda Europa, nada más bajar del tren, eran separados inmediatamente en dos columnas, una de las cuales, la menos numerosa, se encaminaba hacia alguno de los diferentes campos de concentración, mientras que la otra era conducida inmediatamente al exterminio.

Leonardo De Benedetti

[¿1946?]